8

Esa tarde, Ivy tomó un camino más largo de vuelta a casa. Condujo por una carretera que partía del centro de Stonehill hacia el sur, recorriendo una maraña de calles sombrías flanqueadas por casas de reciente construcción. Dio vueltas y más vueltas con el coche, reacia a parar y encaminarse hacia la colina. Tenía tanto en lo que pensar: ¿por qué estaba haciendo eso Tristan? ¿Sólo sentía lástima de ella? ¿Quería ser su amigo? ¿O quería algo más?

Sin embargo, no eran esas preguntas lo que hacía que siguiera conduciendo, sino el privilegio del recuerdo: la visión de él saliendo del agua; las brillantes gotas que resbalaban por su cuerpo; la forma en que la había tocado, con dulzura, con tanta dulzura.

En casa, habría tenido que escuchar las historias de su madre sobre la última serie de esnobismos con los que se había topado; habría hablado con Philip sobre sus vicisitudes como alumno de tercero; habría encontrado una forma nueva de darle las gracias a Andrew por las cosas que seguía regalándole, y habría tenido que andarse con pies de plomo con Gregory. Con todo eso en la cabeza, los detalles de esa tarde se habrían desvanecido y perdido para siempre.

En su mente, vio a Tristan a cámara lenta nadando en círculos a su alrededor. Recordó cómo había sentido sus manos cuando la ayudó a flotar, la forma en que lentamente le había echado la cabeza hacia atrás para que estuviera en contacto con el agua. Ivy temblaba de placer y una pizca de miedo.

«¡Ángeles, no me dejéis sola!», rezó.

Era algo totalmente distinto de un cuelgue. Podía inundar cualquiera de sus pensamientos o sentimientos. «Quizá debería dejarlo ahora, antes de que vaya a más», pensó. Pero entonces recordó cómo la había llevado por el agua, el rostro iluminado y una enorme sonrisa pintada en él.

Ivy no vio venir el coche. Absorta en sus pensamientos, no vio cómo el coche negro se saltaba el stop hasta el último momento. Hundió el pie en el freno. Las ruedas chirriaron y ambos vehículos viraron bruscamente. Por un momento, quedaron uno al lado del otro, prácticamente tocándose, y acto seguido se separaron. Ivy seguía en medio del cruce tratando de respirar profundamente.

El otro conductor abrió la puerta del vehículo y dejó escapar una sarta de improperios dirigidos a ella. Sin volver siquiera la cabeza, Ivy subió la ventanilla y comprobó el seguro de la puerta. De pronto, los gritos cesaron. Ivy se volvió para mirar fríamente al conductor.

—¡Gregory!

Bajó la ventanilla. La piel del muchacho estaba pálida, a excepción del tono rosado de sus mejillas, fruto del rubor. Se la quedó mirando y luego miró en derredor. Parecía sorprendido, como si acabara de darse cuenta de dónde estaba y de lo que había pasado.

—¿Estás bien? —preguntó ella.

—Sí…, sí. ¿Y tú?

—Bueno, sigo respirando.

—Lo siento, no… no estaba prestando atención, creo. Y no sabía que eras tú, Ivy. —Aunque se había calmado, aún parecía alterado.

—No pasa nada. Yo también iba algo distraída.

Gregory se inclinó hacia la ventanilla y se quedó mirando la toalla mojada que había en el asiento delantero.

—¿Qué estás haciendo por aquí? —quiso saber.

Ivy se preguntó si establecería la conexión entre la toalla mojada, la piscina y Tristan. Ni siquiera a Beth y a Suzanne les había dicho lo que estaba haciendo. Además, no era de la incumbencia de Gregory.

—Necesitaba pensar. Sé que parece una tontería, con la cantidad de espacio que tenemos en casa, pero bueno…

—Necesitabas un lugar diferente —acabó la frase por ella—. Sé lo que es. ¿Vas para casa?

—Sí.

—Sígueme. —Gregory le dedicó una sonrisa breve y torcida—. Detrás de mí estarás a salvo.

—¿Estás seguro de que estás bien?

Los ojos de él aún reflejaban preocupación. No obstante, asintió y volvió a entrar en el coche.

Cuando llegaron a casa, Andrew enfiló el camino de entrada detrás de ellos. Saludó a Ivy y se volvió a continuación hacia su hijo:

—¿Y bien?, ¿cómo está tu madre?

Gregory se encogió de hombros.

—Como siempre.

—Me alegra que hayas ido a verla.

—Le transmití tus saludos afectuosos —dijo Gregory con el semblante y la voz inexpresivos.

Andrew se limitó a asentir. Al pasar junto a una caja de tizas de colores esparcidas por el suelo, se volvió a mirar en una esquina de su garaje lo que una vez había sido cemento blanco y limpio.

—¿Alguna novedad respecto a tu madre? ¿Hay algo que deba saber? —preguntó.

Andrew estaba estudiando los dibujos hechos con tiza por Philip y no se dio cuenta de la pausa que hizo Gregory, no vio la emoción en su cara, que desapareció tan rápidamente como había aparecido. Ivy, en cambio, sí lo notó.

—Nada nuevo —respondió.

—Bien.

Ivy esperó hasta que Andrew hubo cerrado la puerta tras de sí.

—¿Quieres que hablemos? —le dijo a Gregory.

Él se volvió repentinamente, como si hubiera olvidado que ella estaba allí.

—¿Hablar de qué?

Ivy dudó un instante y luego prosiguió:

—Le has dicho a tu padre que tu madre está bien. Sin embargo, por tu mirada antes en el cruce y la de hace un momento, cuando hablabas de ella, creo que quizá…

Gregory jugueteó con sus llaves.

—Tienes razón. Las cosas no van bien. Se avecina algún que otro problema.

—¿Con tu madre?

—No puedo hablar de eso. Mira, aprecio tu preocupación, pero puedo arreglármelas solo. Si realmente quieres ayudarme, no le digas nada a nadie, ¿vale? Ni siquiera menciones el casi accidente. Prométemelo.

Él sostuvo su mirada.

—Te lo prometo —dijo Ivy encogiéndose de hombros—. Pero si cambias de idea, ya sabes dónde encontrarme.

—En medio de un cruce —dijo él dedicándole una de sus sonrisas maliciosas; luego entró en la casa.

Antes de seguirlo, Ivy se detuvo a observar la obra maestra que Philip había dibujado en el suelo. Reconoció el color aguamarina brillante de su ángel del agua y las líneas de color marrón oscuro de Tony. Después de mirarlos unos instantes, identificó a los Power Rangers. Los dragones de Philip eran fáciles de reconocer: siempre parecían haberse bebido una cuba de líquido inflamable, y solían luchar contra los Power Rangers y los ángeles. «Pero ¿y eso?». Una cabeza redonda, el pelo extraño, como hecho jirones, y un palito naranja saliendo de cada oreja.

Al lado, Philip había garabateado su nombre: Tristan.

Ivy cogió un trozo de tiza negra y le dibujó dos aceitunas en los dientes. Ya se parecía más a aquel chico encantador capaz de animar a un niño de ocho años que está teniendo un día horrible.

Recordó la cara que se le había quedado cuando ella había abierto la puerta de la despensa. Echó hacia atrás la cabeza y rompió a reír.

¿Dejarlo? ¿A quién quería engañar?

Tristan estaba seguro de haberla asustado ya el primer día; no obstante, ella volvió, y a partir de la segunda clase anduvo con más cuidado. Apenas la tocaba, la trataba de forma profesional, y seguía saliendo con como se llame y con la otra chica. Pero cada día que pasaba se le iba haciendo más difícil estar a solas con Ivy, tan cerca de ella, esperando alguna señal de que quería algo más que clases y una simple amistad.

—Creo que ha llegado la hora, Ella —le dijo a la gata después de dos semanas frustrantes de clases—. No está interesada en mí y yo no lo soporto más. Voy a proponerle que se apunte a los cursos de natación que organiza la Asociación de Jóvenes Cristianos.

Ella ronroneó.

—Y luego voy a buscarme un monasterio que cuente con un equipo de natación.

Al día siguiente, llegó resuelto a no ponerse el bañador. En el bolsillo llevaba un tríptico de la Asociación de Jóvenes Cristianos. Salió con paso firme de la zona de acceso a la piscina y se detuvo en seco.

Ivy no estaba allí. «Se habrá olvidado», pensó, pero luego vio su toalla y su coletero junto al borde de la parte más honda.

—¡Ivy!

Corrió hacia allí y la encontró en el fondo, tumbada completamente inmóvil. Había tres metros y medio de profundidad.

—¡Dios mío!

Se lanzó al agua sin perder un segundo y buceó impetuosamente para alcanzarla. La sacó a la superficie y nadó hacia el borde. No era tarea fácil: había vuelto en sí y se resistía. Además, su ropa era un peso extra que tenía que arrastrar. La subió con gran esfuerzo al borde y saltó a su lado.

—¿Qué diablos…? —empezó a decir Ivy.

No estaba tosiendo, ni balbuceando, ni jadeando en busca de aire. Simplemente se había quedado mirándolo, fijándose en la camiseta empapada, los vaqueros pegados al cuerpo y los calcetines colgando. Tristan le sostuvo la mirada y luego tiró tan lejos como pudo sus zapatos anegados, que fueron a parar debajo de las gradas.

—¿Qué es lo que intentabas hacer? —preguntó ella.

—¿Qué intentabas hacer tú?

Ella abrió la mano para enseñarle un penique de cobre reluciente.

—He buceado para cogerlo.

Tristan se puso colérico.

—¡La primera regla en natación, Ivy, es nunca, nunca nadar solo!

—Pero ¡tenía que hacerlo, Tristan! Tenía que comprobar si podía hacer frente a mi pesadilla sin ti, sin mi… mi socorrista cerca. Y he podido. Lo he hecho —dijo con una sonrisa resplandeciente pintada en la cara.

Llevaba el pelo suelto y sus ojos sonreían a los de Tristan, unos ojos color esmeralda como el mar bajo la brillante luz del sol. Luego parpadeó.

—¿Es eso lo que has intentado hacer?… ¿Actuar como un socorrista, hacerte el héroe?

—No, Ivy —dijo él en voz baja. Se puso en pie—. Estaba demostrando una vez más que soy un héroe para todo el mundo excepto para ti.

—Espera un momento.

Él empezó a alejarse.

—¡Espera un momento!

No había ido muy lejos, pues Ivy lo había cogido por una pierna y estaba reteniéndolo.

—He dicho que esperes.

Intentó zafarse, pero ella lo tenía bien sujeto.

—¿Es eso lo que quieres? ¿Que te diga que eres un héroe?

Él hizo un mohín.

—Supongo que no. Supongo que creí que de ese modo obtendría lo que quiero, pero no ha sido así.

—¿Y bien?, ¿qué es lo que quieres?

¿Acaso decírselo cambiaría algo?

—Ponerme ropa seca. Tengo un chándal en mi taquilla.

—Muy bien. —Ivy le soltó la pierna, pero antes de que pudiera marcharse le cogió la mano. La dejó entre las suyas durante un instante y luego besó la yema de sus dedos con dulzura.

Levantó la vista, se encogió levemente de hombros y lo soltó. Sin embargo, esa vez fue él quien le cogió la mano y entrelazó sus dedos con los suyos. Después de dudar un segundo, ella apoyó su cabeza en la mano de Tristan. ¿Podía sentirlo…? ¿Podía sentir cómo el pulso de él se aceleraba con apenas rozarlo? Tristan se arrodilló y le cogió la otra mano, besó sus dedos y apoyó la mejilla contra la palma.

Ella lo miró a los ojos.

—Ivy.

La palabra sonó como un beso.

—Ivy.

La palabra se convirtió en un beso.