—¡Si a ti te gustan los perros! —exclamó Gary el viernes por la tarde—. Siempre te han gustado más los perros.
—Creo que a mis padres les gustará tener un gato —respondió Tristan.
Se movía con brío por la sala de estar, recogiendo montañas de cosas que había apiladas sobre las sillas: las revistas de pediatría de su madre, los horarios de misa de su padre, montones de fotocopias de oraciones, sus propios horarios de natación y números antiguos del Sports Illustrated, un recipiente con pollo de la cena de la noche anterior… Sus padres se preguntarían por qué se había tomado tantas molestias. Normalmente, los tres se sentaban en el suelo a leer y cenar.
Gary lo observaba con desaprobación.
—¿Crees que a tus padres les gustará? ¿El gato está enfermo? ¿Es creyente? Si tu madre, la doctora, no puede curarlo, y tu padre, el reverendo, no puede rezar por él y consolarlo…
—Todas las casas necesitan una mascota —lo interrumpió Tristan.
—En todas las casas en las que hay un gato, las mascotas son las personas. Te lo digo en serio, Tristan, los gatos van a la suya, son peores que las chicas. Si piensas que Ivy te vuelve loco… Espera un momento… Espera un momento… —Gary tamborileó sobre la mesa—. Acabo de recordar un anuncio del tablón.
—Muy bien —dijo Tristan, y le tendió su bolsa de deporte—. Has dicho que debías llegar pronto a casa.
Gary dejó caer la bolsa. Acababa de descubrir qué era lo que sucedía.
—¿Y perdérmelo? Estuve presente la última vez que hiciste el ridículo, ¿por qué iba a perderme la diversión ahora?
Se dejó caer en la alfombra delante de la chimenea.
—Realmente disfrutas viéndome sufrir, ¿no es así? —murmuró Tristan.
Gary se tumbó boca arriba y colocó las manos debajo de la cabeza.
—Tristan, todos nosotros te hemos visto conseguir a todas las chicas que querías durante los últimos tres años; ¡qué digo!, los siete últimos, ya estabas bueno en quinto. ¡Por supuesto que estoy disfrutando!
Él le dedicó una risita sarcástica y desvió su atención hacia una mancha de café en la alfombra que parecía haber triplicado su tamaño desde la última vez que la había visto. No tenía ni idea de cómo iba a eliminarla.
Se preguntaba si Ivy no encontraría su vieja casa de madera pequeña, deteriorada e increíblemente atestada de cosas.
—Y ¿cuál es el trato? —preguntó Gary—. ¿Una cita por quedarte con su gata? ¿O quizá una cita por cada semana que la tengas? —sugirió.
—Su amiga Suzanne dice que está muy encariñada con ella. —Tristan sonrió, bastante satisfecho de sí mismo—. Le ofrezco régimen de visitas.
Gary resopló.
—Y ¿qué pasará cuando Ivy ya no eche de menos a la bolita de pelo?
—Pues que me echará de menos a mí —dijo Tristan, seguro de sí mismo.
En ese momento, sonó el timbre y su confianza se evaporó.
—Rápido, ¿cómo se coge una gata?
—Invítala antes a tomar algo.
—¡Hablo en serio!
—De la cola.
—¡Me estás tomando el pelo!
—Es verdad, te estoy tomando el pelo.
Volvió a sonar el timbre y Tristan se apresuró hacia la puerta.
¿Era su imaginación o Ivy se había ruborizado un poco cuando había abierto? Sus labios estaban sonrosados, su pelo brillaba como una aureola de oro, y el verde de sus ojos hacía que Tristan pensara en cálidos mares tropicales.
—He traído a Ella —dijo Ivy.
—¿Ella?
—Mi gata.
Al bajar la vista, Tristan vio en el porche, detrás de ella, todo tipo de chismes para animales.
—¡Ah! ¡Ella! Genial, genial.
¿Cómo conseguía que sus frases estuvieran compuestas por no más de una palabra?
—Aún estás interesado, ¿no? —preguntó Ivy, una pequeña línea de preocupación dibujándose en su frente.
—Claro, por supuesto que sigue interesado —respondió Gary apareciendo por detrás.
Ivy entró en la casa y echó un vistazo alrededor sin soltar el trasportín de la gata.
—Me llamo Gary, te he visto a menudo en el instituto.
Ella asintió y le dedicó una sonrisa distante.
—Además, estuviste en la boda —dijo.
—Sí, igual que Tristan. Yo fui el que consiguió llegar al postre sin que lo despidieran.
Ivy sonrió de nuevo, una sonrisa mucho más amable, y luego volvió a centrarse en el objeto de su preocupación.
—Su cajón de arena está fuera —le dijo a Tristan—. Y algunas latas de comida. También he traído su canasta y su cojín, aunque no los usa nunca.
Él asintió. El cabello de Ivy se agitaba debido a la corriente de aire que entraba por la puerta. Quería acariciarlo. Quería apartarlo de su mejilla y besarla.
—¿Te importa compartir tu cama? —preguntó ella.
Tristan pestañeó, perplejo.
—¿Perdona?
—¡Le encantaría! —contestó Gary.
Su amigo lo fulminó con la mirada.
—Bien —añadió Ivy sin percatarse de que Gary le guiñaba un ojo a Tristan—. Ella suele monopolizar la almohada, pero sólo tienes que hacerla a un lado.
Gary se echó a reír. Luego Tristan y él metieron los enseres del animal en la casa.
—¿Te gustan los gatos? —le preguntó Ivy a Gary.
—No, pero puede que aún haya esperanza para mí. —Se agachó para mirar dentro del trasportín—. Mira qué rápido han empezado a gustarle a Tristan. Hola, Ella. Lo vamos a pasar muy bien jugando juntos.
—Lo siento, tendrá que ser en la próxima visita —dijo Tristan—. Gary ya se iba —le explicó a Ivy.
Gary se enderezó con una mirada de fingida sorpresa.
—¿Ya me voy? ¿Tan pronto?
—No lo bastante —respondió Tristan abriendo la puerta principal.
—Vale, vale. Nos vemos otro día, Ella. Quizá podamos cazar ratones juntos.
Cuando Gary se marchó, la estancia quedó de pronto en silencio. A Tristan no se le ocurría nada que decir. Tenía una lista de preguntas en algún lugar, quizá detrás del sofá, donde había escondido todo lo demás. No obstante, Ivy no parecía esperar que le diera conversación. Abrió el cierre de la puerta del trasportín y sacó a Ella.
La gata era un poco extraña, casi toda negra, aunque tenía una pata y la punta de la cola de color blanco. Asimismo, lucía una mancha blanca en la cara.
—Muy bien, pequeña —dijo Ivy con Ella en sus brazos, acariciándole suavemente las orejas.
El animal parpadeó, tenía sus enormes ojos verdes fijos en Tristan y absorbía felizmente toda la atención de Ivy. «No puedo creer que esté celoso de una gata», pensó él.
Cuando finalmente la dejó en el suelo, Tristan alargó la mano para acariciarla. Ella le dedicó una mirada altanera y se alejó.
—Tienes que dejar que sea ella la que vaya a ti —le aconsejó Ivy—. Ignórala durante días, semanas, si es necesario. Cuando se sienta lo bastante sola, acudirá a ti.
¿Lo haría ella algún día?
Tristan cogió una libreta.
—¿Qué tal si me das instrucciones sobre lo que come?
Ivy ya se las había escrito.
—Aquí tienes el historial médico de Ella, y esto es una lista de las vacunas que hay que ponerle regularmente, y el número del veterinario.
Parecía que tenía prisa por terminar con todo aquello.
—Y sus juguetes. —Le tembló la voz.
—Esto es difícil para ti, ¿no? —dijo él amablemente.
—Y su cepillo, le encanta que la cepillen.
—Pero no que la bañen.
Ivy se mordió el labio.
—No sabes nada sobre gatos, ¿verdad?
—Aprenderé, lo prometo. Ella será buena para mí y yo lo seré para ella. Por supuesto, puedes venir a verla siempre que quieras, Ivy. Seguirá siendo tu gata, sólo que también será la mía. Puedes venir a visitarla cuando te apetezca.
—No —dijo Ivy firmemente—. No.
—¿No?
A Tristan le pareció que el corazón se le detenía. Seguía sentado con la espalda erguida, sosteniendo un montón de chismes para gatos, pero estaba seguro de que acababa de sufrir un ataque al corazón.
—Sólo la confundiría. Y no creo… no creo que yo pudiera soportarlo.
Tristan deseaba tocarla en ese preciso instante, sostener una de sus manos entre las suyas, pero no se atrevió. En lugar de eso, fingió estudiar el pequeño cepillo rosa y esperó a que Ivy recuperara la compostura.
Ella se acercó para olfatear su cepillo y lo golpeó con la cabeza. Tristan se lo pasó con delicadeza por el costado.
—Le gusta más en la cabeza —dijo Ivy, y cogió su mano para enseñarle—. Debajo de la barbilla y en las mejillas, ahí es donde tiene las glándulas odoríferas, que usa para marcar las cosas. Me parece que le gustas, Tristan.
Apartó la mano y Tristan siguió cepillando a Ella. De pronto, la gata se tumbó boca arriba. Ivy rompió a reír.
—¡Ah! ¡Traidora!
Tristan le frotó la barriga. Su pelo era muy largo y suave.
—Me pregunto por qué a los gatos no les gusta el agua —reflexionó—. Si tiraras uno a una piscina, ¿nadaría?
—¡Ni te atrevas! ¡No te atrevas a hacerlo!
La gata se puso en pie de un salto y salió disparada debajo de una silla. Tristan miró a Ivy, sorprendido.
—Nunca lo haría, sólo sentía curiosidad.
Ella bajó la mirada, sus mejillas se ruborizaron.
—¿Es eso lo que te pasó, Ivy?
Como no contestaba, volvió a probar.
—¿Qué hizo que cogieras miedo al agua? —preguntó en voz baja—. ¿Algo que te sucedió cuando eras pequeña?
—Te debo un favor enorme por bajarme de aquel trampolín —dijo ella sin mirarlo.
—No me debes nada. Sólo te lo pregunto porque intento entenderlo. Nadar es mi vida. Para mí es difícil imaginar qué es no amar el agua.
—No sé cómo podrías entenderlo. Para ti el agua es como el viento para los pájaros. Te permite volar. Al menos, ésa es la impresión que da. Me cuesta imaginar cómo se siente uno.
—¿Qué te hizo cogerle miedo al agua? —insistió Tristan—. ¿O quién?
Ella reflexionó durante un instante.
—Ni siquiera recuerdo su nombre. Era uno de los novios de mi madre. Ha tenido muchos y algunos eran buena gente, pero ése era cruel. Nos llevó a la piscina de un amigo. Yo tenía cuatro años, creo. No sabía nadar y no quería meterme en el agua. Supongo que después de un rato empezó a molestarle que estuviera continuamente aferrada a mi madre.
Tragó saliva y levantó la mirada hacia Tristan.
—¿Y? —la animó él dulcemente.
—Mi madre entró unos minutos en la casa para ayudar con los bocadillos o algo así. Entonces él me agarró. Sabía lo que iba a hacer y empecé a patalear y a gritar, pero mi madre no me oyó. Me llevó a rastras hasta el borde. Empezó a decir: «¡Vamos a ver si nada! ¡Vamos a ver si el gatito nada!». Me cogió y me tiró al agua.
Tristan se estremeció como si realmente estuviera presenciando la escena.
—Había mucha agua sobre mi cabeza —continuó—. Luché por salir a la superficie, pataleé y agité los brazos, pero no pude salir a flote. Empecé a asfixiarme, a tragar agua. No podía sacar la cabeza para coger aire.
Tristan la miraba fijamente, incrédulo.
—Y ¿ese tío saltó a por ti?
—No.
Ivy se había puesto en pie y daba vueltas por la habitación como un león enjaulado. Ella asomó la cabeza para mirar, de sus bigotes colgaba una bola de pelusa.
—Estoy casi segura de que estaba borracho. Todo empezó a estar borroso y luego oscuro. Los brazos y las piernas me pesaban y parecía que se me iba a agrietar el pecho. Me puse a rezar. Por primera vez en mi vida, le recé a mi ángel de la guarda. Entonces sentí que me levantaban y me sostenían sobre el agua. Los pulmones dejaron de dolerme y se me aclaró la vista. No recuerdo mucho sobre el ángel, salvo que era brillante, de muchos colores, y hermoso.
Miró de reojo a Tristan y esbozó una amplia sonrisa. Caminó hasta donde él estaba y se sentó en el suelo enfrente de él.
—Está bien, no espero que me creas. Nadie más lo hizo. Al parecer, mi madre había salido de la casa para ver qué tal iba todo, y su amiga se volvió para hablar con ella, así que nadie vio cómo salí de la piscina. Supusieron que, si tirabas a un crío al agua, aprendía a nadar solo.
El rostro de Ivy reflejaba nostalgia. Volvía a estar en otro lugar, aún recordando.
—Me gustaría creer en tu ángel —dijo Tristan, y se encogió de hombros—. Lo siento.
Había oído antes historias de ese estilo. Algunas veces su padre volvía del hospital con relatos semejantes. Tristan pensaba que era simplemente la forma en que trabajaba la mente humana, el recurso de algunas mentes para manejar una situación de crisis.
—¿Sabes? Cuando el lunes estaba allí arriba en el trampolín, le recé a mi ángel del agua.
—Y, en cambio, aparecí yo —señaló Tristan.
—Suficiente —contestó ella, y se rió brevemente.
—Ivy… —Tristan intentó calmar el súbito temblor de su voz para que ella no descubriera lo mucho que deseaba que contestara que sí—. Yo podría enseñarte a nadar.
Ella abrió unos ojos como platos.
—Después de clase. Estoy seguro de que el entrenador nos dejaría usar la piscina.
Sus manos, sus ojos, todo en ella se quedó inmóvil, observándolo.
—Es una sensación estupenda, Ivy, de verdad. ¿Sabes lo que es flotar en el centro de un lago con árboles a tu alrededor y el azul inmenso del cielo sobre ti? Estás tumbado sobre el agua y el sol centellea en la punta de los dedos de tus manos y tus pies. ¿Sabes qué se siente al nadar en el océano? Nadar con todo tu empeño y que venga una ola y te levante sin el menor esfuerzo…
Sin darse cuenta de lo que hacía, apoyó una mano en cada uno de sus brazos y la levantó. A Ivy se le puso la carne de gallina.
—Lo siento —dijo dejándola rápidamente en el suelo—. Lo siento, me he dejado llevar.
—No pasa nada —afirmó ella, aunque había vuelto a dejar de mirarlo a los ojos.
Tristan se preguntó de qué tendría más miedo, si del agua o de él. Pensó que seguramente de él, pero no sabía qué hacer para cambiarlo.
—Haré que sea divertido, como cuando enseño a los niños en las colonias —dijo animándola—. ¿Lo pensarás?
Ella asintió.
Estaba claro que la hacía sentirse incómoda. Deseaba disculparse por tropezar con ella en los pasillos, por dar la nota en la boda de su madre, por llamarla para quedarse con su gata. Quería prometerle que no la molestaría más, con la esperanza de que eso hiciera que se sintiera más cómoda. Sin embargo, de pronto parecía tan confusa y cansada que creyó que era mejor no decir nada.
—Trataré muy bien a Ella. Si algo cambia y quieres recuperarla, llámame. Y si decides que al final quieres venir a visitarla, yo no tengo por qué estar aquí, ¿vale?
Ivy lo miró sorprendida.
—Bueno —dijo él poniéndose en pie—, los martes y los viernes me toca cocinar a mí. Será mejor que me ponga manos a la obra.
—¿Qué piensas preparar? —preguntó Ivy.
—Hígado en salsa. ¡Uy, no! Ésa es la cena de Ella.
Había sido un chiste fácil; aun así, Ivy se había reído.
—Quédate y juega con Ella todo el tiempo que quieras.
—Gracias.
Tristan se dirigió a la cocina para dejarla un rato a solas con la gata. Pero antes de llegar, la oyó decir: «Adiós, Ella». Segundos después, la puerta principal se cerró a su espalda.
Cuando Ivy salió del vestuario, Tristan ya estaba metido en el agua. El entrenador le había dejado acceder al recinto de la piscina, que ya estaba cerrada. Había supuesto que el hombre la miraría con incredulidad: «¿De verdad no sabes nadar?». Sin embargo, su cara, alargada y arrugada como una pasa, era amable y en absoluto inquisitiva. La saludó y regresó a su despacho.
Le había llevado una semana decidirse a hacerlo. Había nadado en sueños, algunas noches incluso kilómetros y kilómetros. Cuando le dijo a Tristan que quería que le enseñara a nadar, se le iluminaron los ojos. Ivy estaba bastante segura de haber conseguido desalentar finalmente cualquier interés romántico por parte de él. Según Suzanne, estaba saliendo con otras dos chicas. Ivy sentía que era su amigo: la había ayudado a bajar del trampolín, se había quedado con Ella, e iba a ayudarla a enfrentarse a su mayor temor. Estaba allí cuando lo necesitaba, como ningún otro chico lo había hecho, como lo haría un amigo de verdad.
Lo observó nadar. El agua fluía alrededor de su cuerpo musculoso y lo elevaba conforme se movía veloz, con fuerza. Cuando nadó estilo mariposa, con los brazos emergiendo del agua como si de un par de alas se tratara, Tristan se convirtió en música para los ojos: fuerte, rítmico y elegante.
Ella lo observó durante varios minutos más y luego volvió a centrarse en la razón que la había llevado allí. Caminó hasta el borde de la piscina de la parte menos profunda y se quedó mirando hacia abajo. Finalmente se sentó y metió las piernas en el agua. Estaba caliente, era relajante; aun así, sentía frío en todo el cuerpo. Apretó los dientes y se deslizó dentro. El agua le llegaba hasta los hombros, pero en su mente la veía subir por su garganta hasta la boca. Cerró los ojos y se aferró al borde, intentando detener el miedo que crecía en su interior.
«Ángel del agua, no me abandones. Confío en ti, ángel mío. Lo dejo en tus manos», rezó.
—Estás aquí. —Tristan había dejado de nadar—. Ya estás en el agua.
Parecía tan contento que, por un instante, un brevísimo instante, Ivy olvidó sus miedos.
—¿Qué tal lo llevas? —preguntó él.
—Bien. Si no te importa, me quedaré aquí tiritando.
—Entrarás en calor si te mueves.
Ella bajó la mirada hacia el agua.
—Vamos, caminemos un poco —la animó él.
La cogió de la mano y caminaron a lo largo del borde como si estuvieran en el centro comercial, aunque debido a la resistencia del agua daban pasos a cámara lenta.
—¿Quieres que te hable de Ella y del caos que está creando en mi casa?
—¡Pues claro! ¿Encontró el recipiente de pollo metido a presión en el mueble de la tele?
Él se quedó atónito por un momento, pero se sobrepuso rápidamente.
—Sí, justo después de hurgar entre todas las cosas que había embutido detrás del sofá.
Tristan siguió parloteando, contándole historias sobre Ella, caminando junto a Ivy de un lado a otro por el extremo corto de la piscina.
—Creo que deberíamos echarte algo de agua en la cara —dijo cuando se detuvieron.
Ivy había estado temiendo eso. Él cogió agua con las manos y se la echó por la frente y las mejillas como si estuviera bañando a un bebé.
—Esto ya lo hago en la ducha —declaró ella, cortante.
—Bueno, discúlpeme, señorita Avanzada; pasaremos al siguiente nivel. —Le dedicó una mueca burlona—. Coge aire. Quiero verte mirándome ahí abajo. Te escocerán un poco los ojos por el cloro, pero quiero ver esos enormes ojos verdes y burbujitas saliendo de tu nariz. Coge aire fuera y suéltalo cuando estés debajo, ¿entendido? Uno, dos, tres.
La arrastró hacia abajo. Se sumergieron juntos varias veces, aguantando un poco más cada vez. Tristan hacía muecas. Ivy salió a la superficie jadeando y balbuceando.
—Si no puedes seguir unas simples instrucciones… —empezó a decir él.
—¡Me estás haciendo reír! ¡No puedo hacerlo si me haces reír!
—De acuerdo, nos pondremos serios. Más o menos.
Le enseñó a tomar aire al nadar: tenía que fingir que el agua era una almohada y ladear la cabeza para inspirar. Ivy practicó sujetándose al borde de la piscina. A continuación, Tristan cogió sus manos y la llevó por el agua. Naturalmente, ella empezó a sacudir los pies para mantenerlos a flote. Le tentaba la idea de levantar la cabeza y mirarlo, y, cuando lo hizo, lo encontró sonriendo.
Trabajaron un rato en el batimiento de pies. Después de que Ivy lo hubo practicado cogida al borde, hicieron un trenecito: ella se agarró a los tobillos de Tristan y lo siguió por el agua. Él se impulsaba con los brazos; ella batía los pies. La asombraba cómo era capaz de llevarla tan rápidamente sólo con la fuerza de sus brazos.
Cuando acabaron el ejercicio, él preguntó:
—¿Estás cansada? ¿Quieres sentarte unos minutos en el borde?
Ella negó con la cabeza.
—Si salgo, no sé si seré capaz de volver a entrar.
—Tienes agallas.
Ivy se echó a reír.
—El agua me llega hasta los hombros, ¿a eso lo llamas tener agallas?
—Sí —repuso él, y echó a nadar describiendo un círculo a su alrededor—. Todo el mundo tiene miedo de algo. Tú eres una de las pocas personas que se enfrentan a sus miedos. De todas formas, siempre he pensado que eras una chica con agallas. Lo supe el primer día, cuando te vi entrar con paso resuelto en la cafetería con aquella animadora siguiéndote, aunque se suponía que era ella la que debía guiarte.
—Tenía hambre —dijo ella—, y estaba fingiendo un poco.
—Pues lo hiciste muy bien.
Ivy sonrió y Tristan también, como un reflejo a la sonrisa de ella. Él tenía las pestañas salpicadas con gotitas de agua y le brillaban los ojos color avellana.
—Bueno —dijo—, ¿quieres hacer el muerto?
—No, pero lo haré.
—Es fácil.
Tristan se estiró sobre el agua, flotando; parecía totalmente relajado.
—¿Ves cómo lo hago?
«Parece la mar de atractivo», pensó Ivy y dio gracias a sus ángeles porque él no leyera el pensamiento como hacía Beth.
—Mantengo las caderas arriba, arqueo la espalda y me dejo llevar. Inténtalo.
Ella lo intentó, pero se hundió. El viejo pánico regresó por un instante.
—Estabas sentándote, has dejado que se te hundiera el culo. Prueba de nuevo.
Cuando volvió a estirarse boca arriba, él deslizó un brazo por debajo de su cuerpo.
—Así es más fácil. No luches. Arquea la espalda. Muy bien.
Retiró el brazo lentamente. Ivy levantó la cabeza y empezó a hundirse de nuevo. Se puso en pie malhumorada. Su coletero se había caído y tenía todo el pelo suelto y pegado alrededor del cuello. Tristan se echó a reír.
—Ése es el aspecto que creo que tendría Ella si se mojara.
—Incluso un niño pequeño podría hacerlo —se lamentó Ivy.
—Los niños pueden hacer un montón de cosas, porque los niños tienen confianza. El truco para nadar no es luchar contra el agua, sino moverte con ella, jugar con ella. Deja que el agua te lleve. —La salpicó un poco—. ¿Quieres probar de nuevo?
Ivy volvió a estirarse. Sintió el brazo izquierdo de él bajo la espalda, la mano derecha inclinando su cabeza hacia atrás con suavidad. El agua le acariciaba la frente y la barbilla. Cerró los ojos y dejó que la meciera. Se imaginó en medio de un lago, con el sol centelleando en la punta de los dedos de sus manos y sus pies.
Cuando abrió los ojos, él estaba mirándola fijamente. El rostro de Tristan era como el sol, le proporcionaba calor e iluminaba el aire a su alrededor.
—Estoy flotando —susurró Ivy.
—Estás flotando —dijo él con dulzura acercando su cara a la de ella.
—Flotando…
Cada uno lo leyó en los labios del otro, sus caras estaban cerca, muy cerca…
—¡Tristan!
Él se enderezó e Ivy se hundió. El entrenador lo llamaba desde la puerta de su despacho.
—Perdonad que os moleste —dijo—, pero tengo que irme a casa dentro de diez minutos.
—Está bien, entrenador —respondió Tristan.
—Mañana me quedaré hasta más tarde —añadió el hombre saliendo un par de pasos de su despacho—, quizá podáis seguir donde lo habéis dejado.
Tristan miró a Ivy. Ella se encogió de hombros y asintió, bajando la vista.
—Quizá —murmuró él.