6

Ivy estaba descalza sobre el suelo mojado, con los dedos de los pies agarrotados. La humedad y el fuerte olor a cloro que provenía de la piscina invadían el vestuario. El estruendo de las puertas metálicas al cerrarse retumbaba por todo el recinto de hormigón como si de una cueva se tratara. Todo lo que estaba relacionado con las piscinas le ponía los pelos de punta.

Las otras chicas del club de teatro curioseaban los bañadores que llevaban las demás, repasaban su texto o proferían risitas nerviosas.

Suzanne apoyó una mano en su hombro.

—¿Estás bien?

—Puedo hacerlo.

—¿Estás segura? —Suzanne no parecía convencida.

—Me sé el texto, y lo único que hay que hacer es saltar sobre el trampolín. —«Sobre el elevado trampolín, en la parte más honda de la piscina, sin caerse», pensó.

—Escucha, Ivy, sé que eres la favorita de McCardell, pero ¿no crees que deberías mencionarle que no sabes nadar y que el agua te aterroriza? —insistió Suzanne.

—Te lo he dicho, puedo hacerlo.

Ivy empujó la puerta batiente del vestuario; sus piernas parecían de goma bajo su peso.

Se alineó en el borde de la piscina junto a once chicas y tres chicos. A un lado tenía a Beth y al otro a Suzanne. Ivy bajó la mirada hacia el azul verdoso luminiscente de la piscina. «Sólo es agua, se bebe, y en este lado ni siquiera cubre», se dijo.

Beth le dio unos golpecitos en el brazo.

—Bueno, imagino que Suzanne estará encantada de que hayas invitado a Gregory.

—¿A Gregory? No lo he hecho.

Ivy se volvió rápidamente hacia Suzanne, pero ella se encogió de hombros.

—Quería darle un avance de la próxima atracción. Habrá muchos lugares donde tomar el sol en esa colina en la que vives.

—Ese bañador te sienta genial —le aseguró Beth.

Ivy estaba que echaba humo. Suzanne sabía lo difícil que era eso para ella, sin añadir a Gregory a la ecuación. Podría haberse refrenado, aunque sólo hubiera sido por esa vez.

En las gradas no sólo estaba Gregory, sino también Eric y Will, así como otros chicos de su clase y de último curso que habían hecho novillos en sus respectivas actividades. Todos observaban con mucho interés a las chicas del grupo, que hacían ejercicios de estiramiento.

A continuación, la clase se puso a caminar y a trotar por el perímetro de la piscina realizando sus ejercicios vocales.

—Quiero oír todas las consonantes, todas las «p», las «d» y las «t» —les gritó el señor McCardell; su propia voz sonaba asombrosamente distinta debido a la resonancia del recinto—. Margaret, Courtney, Suzanne, esto no es un desfile de modelos. Limitaos a caminar.

El comentario provocó algunos abucheos en el pabellón.

—¡Y, por el amor de Dios, Sam, deja de dar brincos!

El público rió por lo bajo.

Tras completar varios circuitos, se congregaron en la parte más honda de la piscina, al pie del gran trampolín.

—Mirad aquí —les ordenó el profesor—. No me estáis prestando atención. —Se acercó más a ellos y añadió—: Ésta es una clase de enunciación y de concentración. Consideraré imperdonable que alguno de vosotros permita que ésos lo distraigan.

Al decir esto, prácticamente toda la clase se volvió para mirar hacia las gradas. La puerta de la piscina se abrió y entraron más espectadores, la mayoría chicos.

—¿Estáis listos? Preparaos.

Para el ejercicio, cada alumno debía memorizar como mínimo veinticinco versos de poesía o prosa sobre el amor o la muerte, «los dos grandes temas de la vida y del teatro», según había afirmado el señor McCardell.

Ivy había enlazado dos poemas líricos del siglo XVI sobre el amor: uno divertido y el otro triste. Repasó mentalmente el texto. Estaba convencida de que se lo sabía de memoria, pero cuando el primer alumno subió por la estrecha escalerilla metálica, las palabras escaparon de su mente. Se le empezó a acelerar el pulso como si fuera ella quien estuviera en la escalera. Respiró profundamente.

—¿Estás bien? —le susurró Beth.

—¡Díselo, Ivy! —le rogó Suzanne—. Explícale a McCardell lo que pasa.

Ella negó con la cabeza.

—Estoy bien.

Los tres primeros recitaron sus versos de forma mecánica, aunque todos mantuvieron el equilibrio al balancearse arriba y abajo sobre el trampolín. Pero, entonces, Sam se cayó; agitó los brazos como un extraño pajarraco y se sumergió en el agua con gran estrépito.

Ivy tragó saliva.

El señor McCardell gritó su nombre.

Subió la escalera a ritmo lento pero constante, peldaño a peldaño, con el corazón palpitándole con fuerza en el pecho. Sentía los brazos más fuertes que las piernas, que no dejaban de temblar. Los usó para impulsarse hacia arriba hasta llegar a la plataforma; entonces se detuvo. Bajo sus pies, el agua bailaba compuesta por pequeñas ondas oscuras con destellos fluorescentes.

Ivy centró su atención en el extremo del trampolín, como le habían enseñado a hacer en clase de gimnasia con la barra de equilibrios. Dio tres pasos y notó cómo la plataforma cedía bajo su peso. A pesar de que el estómago se le encogía más y más con cada paso que daba, siguió caminando.

—Empieza —pidió el profesor.

Ivy se abstrajo en sus propios pensamientos durante un momento, intentando encontrar los versos, intentando recordar las imágenes que había visualizado la primera vez que había leído el poema. Sabía que, si se lo tomaba como un simple ejercicio, no conseguiría comunicar nada. Tenía que actuar, tenía que perderse en las emociones del poema.

Encontró las primeras palabras del poema humorístico y de pronto aparecieron en su mente las imágenes que necesitaba: una novia deslumbrante, unos invitados atónitos y una lluvia de verduras saltarinas. A lo lejos, más abajo, el público rió conforme ella recitaba versos sobre la estupidez del amor. Después, sin detener su movimiento saltarín, encontró el ritmo más lento y triste del segundo poema:

Viento de poniente, ¿cuándo portaréis

la fina lluvia que bañe nuestro sendero?

Ay, si mi amada se hallara entre mis brazos,

¡y de nuevo yo en mi lecho!

Dio dos pequeños saltos más y luego se quedó inmóvil en el extremo del trampolín recuperando el aliento. De pronto, todos prorrumpieron en aplausos. ¡Lo había conseguido!

—Bastante bien —dijo el señor McCardell cuando se apagó la ovación, lo que para él era un gran elogio.

—Gracias —respondió Ivy, y se dispuso a dar la vuelta para regresar.

Cuando empezó a girar, sintió que se le doblaban las rodillas y de inmediato se puso tensa. «No mires abajo». Pero tenía que ver dónde ponía los pies. Respiró profundamente y volvió a intentarlo.

—Ivy, ¿hay algún problema? —preguntó el profesor.

—Le da miedo el agua —espetó Suzanne—, y no sabe nadar.

Debajo de Ivy, la piscina parecía estremecerse, y los bordes se volvieron borrosos. Intentó focalizar su atención en el trampolín, pero no fue capaz. El agua ascendía rápidamente, preparada para engullirla. De repente volvió a bajar, alejándose más y más de ella. Uno de sus pies se tambaleó y se le dobló una rodilla.

—¡Ah! —El grito procedente de las gradas retumbó por todo el recinto.

A continuación, le falló la otra rodilla y resbaló de la plataforma. Se aferró con la desesperación propia de un gato y quedó colgando del trampolín: la mitad del cuerpo encima, la otra mitad en el aire.

—¡Que alguien la ayude! —gritó Suzanne.

«Ángel del agua —rezó en silencio Ivy—. Ángel del agua, no me dejes caer. Me ayudaste una vez. Por favor, ángel mío…».

Entonces sintió que la plataforma se movía, que temblaba bajo sus brazos. Sus manos estaban húmedas y resbaladizas. «Déjate caer, confía en tu ángel. Él no dejará que te ahogues —se dijo—. Ángel del agua…», rezó por segunda vez. Pero sus brazos no querían soltarse. La plataforma seguía vibrando y las manos se le resbalaban.

—Ivy.

Volvió la cabeza al oír su voz y apoyó la mejilla sobre la plataforma. Tristan había subido por la escalerilla y se hallaba en el otro extremo.

—Todo va a salir bien, Ivy.

Echó a andar hacia ella, la tabla de fibra de vidrio doblándose bajo su peso.

—¡No! —gritó Ivy, desesperada—. No te agaches, por favor. Tengo miedo.

—Puedo ayudarte. Confía en mí.

Le dolían los brazos, se sentía mareada, tenía frío y le picaba la piel. Abajo, el agua se arremolinaba vertiginosamente.

—Escúchame, Ivy. No podrás aguantar mucho más así. Ponte un poco de lado. Gírate, ¿vale? Suelta el brazo derecho. Vamos, sé que puedes hacerlo.

Cambió el peso lentamente. Por un momento pensó que iba a caerse, y agitó frenéticamente el brazo que había soltado.

—Ya lo tienes, ya lo tienes —dijo él.

Tenía razón, estaba bien sujeta asiendo la tabla con ambas manos.

—Ahora, arriba. Impúlsate para subir a la plataforma. Así, muy bien. —Su voz era firme y segura—. ¿Cuál es tu rodilla favorita?

Ivy lo miró perpleja.

—¿Eres diestra o zurda de rodillas? —Tristan sonreía.

—Hum… Diestra, supongo.

—Vale, entonces, suelta la mano derecha y sube la rodilla derecha; ponla debajo del cuerpo.

Ella obedeció. Poco después tenía ambas rodillas bajo el cuerpo.

—Ahora gatea hacia mí.

Ivy miró abajo, a la bañera de agua revuelta.

—Ven hacia mí, vamos.

Sólo los separaban dos metros, pero parecían dos kilómetros. Ivy se movió lentamente sobre la plataforma. Dos manos la cogieron con fuerza de los brazos. Tristan se puso en pie, levantándola con él, y la hizo girar rápidamente. Ella, aliviada, relajó los músculos.

—Vale, estoy justo detrás de ti. Iremos paso a paso. Estoy aquí.

Tristan empezó a bajar por la escalerilla.

«Paso a paso», se repetía ella. Si sólo sus piernas dejaran de temblar. Sintió la mano de él suavemente en su tobillo, guiándolo hacia el siguiente peldaño metálico. Finalmente llegaron juntos al pie de la escalera.

El señor McCardell desvió la mirada de ella, claramente incómodo.

—Gracias —le dijo Ivy a Tristan en voz baja.

Y se apresuró hacia el vestuario antes de que él o cualquiera pudieran ver las lágrimas provocadas por el miedo.

Esa tarde, en el aparcamiento, Suzanne intentó convencerla para que la acompañara a su casa.

—Gracias, pero estoy cansada. Creo que debería irme a… casa.

Seguía pareciéndole extraño pensar en la casa de los Baines como en la suya propia.

—¿Y si vamos a algún sitio antes? —sugirió Suzanne—. Conozco una cafetería a la que no va gente de nuestra edad, al menos no del instituto. Podremos hablar sin que nos interrumpan.

—No necesito hablar, Suzanne. Estoy bien, de verdad. Pero si la cuestión es pasar el rato, puedes venir a mi casa.

—No creo que sea buena idea.

Ivy ladeó la cabeza.

—¿Seguro que no has sido tú la que se ha quedado colgando del trampolín?

—No, pero me siento como si hubiese sido así —respondió Suzanne.

—Si no te conociera bien, pensaría que te has caído por la escalera y te has golpeado la cabeza contra el suelo. Acabo de invitarte a casa de Gregory.

Suzanne jugueteó con su pintalabios, haciendo subir y bajar la barra.

—Precisamente por eso. Sabes cómo soy, Ivy, como un perro de caza. No puedo controlarme. Si está allí, me distraeré, y ahora mismo tú necesitas toda mi atención.

—¡No necesito la atención de nadie! Sólo pasé un mal rato en el club de teatro y…

—Te rescató.

—Me rescató…

—Tristan.

—Tristan, y ahora…

—Viviréis felices para siempre —concluyó Suzanne.

—Ahora me iré a casa. Si quieres venir e intentar acorralar a Gregory, genial. Eso nos mantendrá a todos entretenidos.

Suzanne lo consideró durante un momento, luego retrajo los labios recién pintados.

—¿Tengo carmín en los dientes?

—Si no hablaras continuamente, no tendrías ese problema —contestó Ivy, y señaló una manchita roja—. Ahí.

Cuando llegaron a casa, el BMW de Gregory estaba aparcado en la entrada.

—Parece que estamos de suerte —dijo Ivy.

Sin embargo, al entrar en la casa, oyó la voz de su madre. Hablaba en un tono elevado y parecía alterada; Gregory respondía rápidamente a cada uno de sus comentarios. Suzanne y ella intercambiaron una mirada y siguieron el sonido de las voces hasta el despacho de Andrew.

—¿Pasa algo? —preguntó Ivy.

—¡Esto es lo que pasa! —respondió su madre señalando una silla de piel cuyo respaldo estaba hecho jirones.

—¡Madre mía! —exclamó Ivy—. ¿Qué ha pasado?

—A lo mejor mi padre ha estado afilándose las uñas —sugirió Gregory.

—Es la silla favorita de Andrew —explicó Maggie. Tenía las mejillas encendidas. De la pinza que sujetaba su pelo fijado con laca escapaban mechones que parecían briznas de paja—. Y ese material no es precisamente barato, Ivy —añadió.

—Bueno, mamá, ¡no he sido yo!

—Déjame comprobar tus uñas —dijo Gregory.

A Suzanne se le escapó una risita.

—Ha sido Ella —dijo Maggie, resuelta.

¡¿Ella?! —Ivy negó con la cabeza—. ¡Eso es imposible! Ella no ha arañado nada en toda su vida.

—A Ella no le gusta Andrew —intervino Philip, que había permanecido en silencio en un rincón de la habitación—. Lo ha hecho porque él no le gusta.

Maggie se volvió rápidamente hacia el muchacho. Ivy cogió su mano.

—Tranquila —le dijo.

Luego examinó el respaldo. Gregory la observó y también él estudió minuciosamente la silla. A Ivy le pareció que los arañazos eran demasiado finos…, un trabajo demasiado convincente para que hubiese sido Philip. Ella debía de ser la responsable.

—Vamos a tener que quitarle las uñas —declaró Maggie.

—¡No!

—Ivy, hay muchos muebles valiosos en esta casa. No podemos permitir que los destroce. Tendremos que quitarle las uñas.

—No te lo permitiré.

—Sólo es una gata.

—Sólo es una silla —replicó Ivy con voz fría y dura.

—O eso, o nos deshacemos de ella.

Ivy cruzó los brazos sobre el pecho. Era cinco centímetros más alta que su madre.

—Ivy…

Vio cómo los ojos de su madre se empañaban. Así llevaba los últimos meses: sensible, suplicante, insistente…, siempre con lágrimas en los ojos.

—Ivy, es una nueva vida, nuevas costumbres para todos nosotros. Tú misma me lo dijiste: «Para todas las cosas buenas que nos están pasando no hay un final de cuento de hadas. Todos tendremos que trabajar duro para que salga bien».

—¿Dónde está Ella? —espetó Ivy.

—En tu habitación. He cerrado la puerta de entrada y también la del desván para que no pueda arruinar nada más.

Ella se volvió hacia Gregory.

—¿Le ofreces algo de beber a Suzanne?

—Por supuesto.

Ivy se marchó a su habitación. Se quedó allí sentada durante largo rato, acunando a Ella en su regazo y mirando el ángel del agua.

—¿Qué hago ahora, ángel mío? —rezó—. ¿Qué hago ahora? No me digas que abandone a Ella, no puedo hacerlo. ¡No puedo!

Al final, tuvo que hacerlo. Al final, no pudo impedir que Ella tuviera que marcharse. No fue capaz de dejar indefensa a su fiera gatita callejera ante cualquiera que quisiera atacarla. A pesar de que le partía el corazón y se lo partía a Philip, puso un anuncio para que la adoptaran en el tablón del instituto el jueves por la tarde.

Esa misma noche recibió una llamada. Philip estaba con ella en la habitación haciendo los deberes, y fue quien descolgó. Le tendió el teléfono con aire sombrío.

—Es un tipo. Quiere adoptar a Ella.

Ivy frunció el ceño y cogió el auricular.

—¿Sí?

—Hola, ¿qué tal? —preguntó una voz al otro lado.

—Bien —contestó ella fríamente.

¿Acaso importaba cómo estuviera? Inmediatamente sintió antipatía por esa persona… porque quería separarla de Ella.

—Bueno, esto… ¿Has encontrado ya un hogar para tu gata?

—No.

—Me gustaría quedármela.

Ivy pestañeó con fuerza porque no quería que Philip la viera llorar. Debería estar contenta y aliviada de que alguien quisiera quedarse con una gata adulta.

—¿Sigues ahí? —preguntó el chico.

—Sí.

—La cuidaré mucho, le daré de comer y la bañaré.

—A los gatos no se los baña.

—Aprenderé todo lo que hay que hacer. Creo que esto le gustará, es una casa muy confortable.

Ivy asintió en silencio.

—¿Hola?

Le dio la espalda a su hermano.

—Escucha —dijo—, Ella significa mucho para mí. Si no te importa, me gustaría ver tu casa y hablar contigo en persona.

—¡No me importa en absoluto! —contestó el chico alegremente—. Te doy mi dirección.

Ivy la anotó.

—¿Y tu nombre es…? —preguntó.

—Tristan.