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Fue un alivio ir a trabajar el sábado por la mañana, un alivio volver a estar en un entorno que conocía. El centro comercial Greentree se encontraba en la localidad vecina, y atraía a todos los adolescentes de los alrededores. La mayoría paseaban por las tiendas y pasaban el rato en la zona de restaurantes. La tienda en la que Ivy llevaba un año y medio trabajando, Es Tiempo de Fiesta, estaba justo enfrente.

Estaba regentada por dos hermanas de cierta edad, cuya selección de disfraces, elementos decorativos, vajillas de papel y chismes era tan excéntrica como su forma de gestionar el negocio. Lillian y Betty rara vez devolvían mercancía. Era como si todas las épocas y todas las fiestas se hubieran agolpado en ese pequeño rincón del mundo. Los disfraces de vampiro estaban colgados junto a las banderas de Estados Unidos, los pollitos de Pascua reposaban junto a menorahs de plástico en miniatura, pavos reales hechos con piñas y orejas puntiagudas de la última convención trekkie.

Poco antes de la una, mientras esperaba a que llegaran Suzanne y Beth, Ivy se dedicó a repasar los pedidos especiales del día. Como siempre, estaban garabateados en notas adhesivas pegadas en la pared. Ivy leyó una de ellas dos veces y luego la despegó. «No puede ser, no puede ser. Quizá haya dos. ¿Dos chicos llamados Tristan Carruthers?».

—Lillian, ¿puedes decirme qué significa: «para recoger, gl az ba y 25 psv»?

Lillian miró el papel entornando los ojos. Aunque llevaba lentes bifocales, solían colgar de un cordón sobre su pecho.

—Pues, veinticinco platos, servilletas y vasos, ya lo sabes. ¡Ah, sí! Para Tristan Carruthers, un pedido para la fiesta del equipo de natación. Y un globo azul en forma de ballena. Ya lo tengo listo. Ha llamado esta mañana para confirmarlo.

—¿Ha llamado Trist…, el señor Carruthers?

Entonces sí cogió las gafas, se las colocó sobre la nariz y estudió a Ivy detenidamente.

—¿El señor Carruthers? Él no te llamó señorita Lyons.

—¿Por qué iba a hacerlo? —se preguntó en voz alta—. Quiero decir, ¿cómo salió a relucir mi nombre?

—Preguntó qué horario hacías. Le dije que excepto de una a dos menos cuarto, que era tu hora de comer, estarías aquí hasta las seis. —Sonrió—. Y le conté un par de cosas buenas sobre ti, querida.

—¿Cosas buenas?

—Le dije lo encantadora que eres, y que es una pena que alguien como tú no pueda encontrar a un buen chico.

Ivy se ruborizó, aunque Lillian no se dio cuenta, pues ya había vuelto a quitarse las gafas.

—Vino a la tienda la semana pasada a hacer el pedido —continuó—. Está gachas.

—Cachas, Lillian.

—¿Disculpa?

—Tristan está cachas.

—Vaya, vaya, ¡al final lo ha admitido! —dijo Suzanne entrando con aire resuelto en la tienda.

Beth entró tras ella.

—¡Buen trabajo, Lillian!

La mujer les guiñó un ojo. Ivy volvió a pegar la nota adhesiva en la pared y empezó a registrarse los bolsillos en busca de dinero.

—No esperes comer —la previno Suzanne—. Toca interrogatorio.

Veinte minutos más tarde, Beth estaba acabándose el burrito, y Suzanne había comido un par de trozos de su pollo teriyaki. Ivy, por el contrario, aún no había tocado su pizza.

—¿Cómo voy a saberlo? —decía moviendo los brazos en señal de frustración—. ¡No examiné su botiquín!

Habían comentado y comentado, analizado y vuelto a analizar cada detalle que Ivy había observado en la habitación de Gregory.

—Bueno, sólo llevas allí una noche —prosiguió Suzanne—. Esta noche, quizá. Tienes que averiguar adónde va a ir. ¿Tiene toque de queda? ¿Tiene…?

Ivy cogió un rollito de primavera y lo metió en la boca de Suzanne.

—Le toca hablar a Beth.

—Ah, no pasa nada —aseguró ella—. Esto es interesante.

Ivy abrió la carpeta de su amiga.

—¿Por qué no nos lees uno de tus nuevos relatos antes de que Suzanne me vuelva completamente loca?

Beth echó una mirada rápida a Suzanne y sacó alegremente un fajo de hojas.

—Usaré éste el lunes en el club de teatro. He estado experimentando con el in media res, una técnica con la que se empieza a narrar justo en medio de la acción.

Ivy asintió para animarla y le dio el primer mordisco a su pizza.

—«Apretó el arma contra el pecho —leyó Beth—. Dura, triste, fría e implacable. Fotos de él. Fotos gastadas y descoloridas de él, de él con ella. En la silla de la mujer había fotos esparcidas, hechas pedazos, bañadas en lágrimas, cubiertas de sal. Las había ahogado en su propia sangre…».

—Beth, Beth —la cortó Suzanne—. Estamos comiendo. ¿Qué tal algo un poco más suave?

Su amiga rebuscó entre sus papeles y volvió a empezar.

—«Apretó contra su delantera la mano de él, cálida, húmeda, suave y fina…».

—¿La mano o la delantera? —la interrumpió Suzanne.

—Cállate —intervino Ivy.

—«Una mano que era capaz de sostener toda su alma, una mano que podía elevar…» una ballena, una ballena de plástico de color azul, creo. ¿Qué otra cosa podría ser?

Ivy se volvió rápidamente y miró en dirección a la tienda. Betty sostenía un trozo de plástico azul y charlaba animadamente con Tristan. Lillian estaba de pie en la entrada, de espaldas a Tristan, haciendo señas a Ivy furiosamente.

Ella miró su reloj: la una y veinticinco; estaba en la mitad de su pausa.

—Quiere que vayas —dijo Beth.

Ivy miró a Lillian y negó con la cabeza, pero ella siguió haciéndole señas.

—Ve a por él, ¡caramba! —la animó Suzanne.

—No.

—Oh, vamos, Ivy.

—No lo entiendes. Él sabe que es mi hora de comer: me está evitando.

—Quizá —admitió Suzanne—, pero yo nunca he dejado que eso me detuviera.

Tristan se volvió y, al ver a Lillian actuando como un agente de tráfico, inspeccionó la multitud que había en la zona de restaurantes hasta que sus ojos se detuvieron en Ivy. Mientras tanto, Betty había conseguido sujetar la ballena a la bombona de helio de la tienda.

—¡Caray! —exclamó Beth cuando la ballena cobró vida propia, creciendo como una nube de tormenta azul detrás de Tristan y Lillian.

Betty desapareció tras ella. Debió de soltarla de repente, ya que se elevó hasta el techo, y Tristan tuvo que saltar para cogerla. Beth y Suzanne se echaron a reír. Lillian señaló en dirección a Ivy y se puso a hablar de nuevo con Tristan.

—Me pregunto qué le estará diciendo —intervino Beth.

—Cosas buenas —dijo entre dientes Ivy.

Minutos después, Tristan salió de la tienda sujetando firmemente la bolsa con las cosas de la fiesta, que las hermanas habían atado con un elaborado lazo azul. La ballena lo seguía planeando sobre su cabeza. Mantuvo la mirada al frente y se dirigió hacia la salida del centro comercial. Suzanne lo llamó.

O, más bien, gritó su nombre. No podía fingir que no la había oído. Miró a las chicas y, con expresión adusta, se dirigió hacia ellas. Unos cuantos niños pequeños lo siguieron como si fuera el Flautista de Hamelín.

—Hola —saludó con fría normalidad—. Suzanne, Beth, Ivy. Me alegro de veros.

—Y nosotras de verte a ti —contestó Suzanne; luego miró la ballena—. ¿Quién es? Es muy mona. ¿Un nuevo miembro del equipo de natación?

Ivy se fijó en que los nudillos de la mano que sujetaba la cuerda de la ballena estaban blancos. Todos los músculos de su brazo estaban tensos y marcados. Detrás de él, los niños saltaban y propinaban golpecitos a la ballena.

—En realidad, es el nuevo miembro de mi función —añadió. Luego se dirigió exclusivamente a Ivy—: Tú ya has visto una parte, el númerito de las zanahorias y las gambas. No sé qué les doy, pero los niños de ocho años me encuentran irresistible. —Se volvió hacia los chiquillos—: Lo siento, tengo que irme.

—¡Nooo! —gritaron ellos.

Les dejó dar algunos manotazos más a la ballena y luego se alejó, abriéndose paso entre los compradores.

—A ver… —Suzanne resopló y empezó a darle golpecitos a Ivy con su palillo chino—. ¡Podrías haber dicho algo! En serio, chica, no sé qué te pasa.

—¿Qué querías que dijera?

—¡Algo! ¡Cualquier cosa! No importa… Sólo hazle saber que te parece bien que hable contigo.

Ivy tragó saliva. No podía entender por qué Tristan hacía algunas de las cosas que hacía. Conseguía que se sintiera cohibida.

—Uno siempre está cohibido al principio —dijo Beth, como si le leyera el pensamiento—. Pero antes o después aprende a comportarse ante la otra persona.

Suzanne se inclinó hacia adelante.

—Tu problema es que te lo tomas todo demasiado en serio. El amor es un juego, sólo eso.

Ivy asintió y miró su reloj.

—Me quedan diez minutos. Beth, ¿qué tal si acabas tu historia de amor?

Suzanne le dio unos golpecitos en el brazo.

—Te quedan dos meses de clase. ¿Qué tal si empiezas tú la tuya?