19

—Una caja de pañuelos de papel —dijo Suzanne el sábado por la noche—. Servíos, chicas. Una fuente grande de brownies.

—¿Por qué pones los pañuelos cerca de nosotras y los brownies junto a ti? —inquirió Ivy. Suzanne, Beth y ella estaban tumbadas en el suelo, en medio de su habitación.

Beth se apresuró a acercar más los brownies a su saco de dormir.

—No te preocupes —le dijo a Ivy—, yo tengo el cuchillo.

—Suzanne utilizará las uñas —replicó Ivy—. Mantén la fuente entre nosotras dos.

—Eh, un momento —intervino Suzanne frunciendo los labios. Llevaba un color más pálido que el rojo fuego que solía llevar—. Durante los últimos cuatro días, he sido considerada, amable, educada…

—Lo que me está poniendo de los nervios —repuso Ivy—. Echo de menos a la vieja Suzanne… La he echado de menos no sólo estos últimos cuatro días —añadió en voz baja.

La cara mohína de Suzanne cambió de expresión, e Ivy extendió en seguida el brazo para tocar la mano de su amiga.

—Oh, oh, ha llegado la hora del pañuelo de papel.

Todas cogieron uno.

—He llorado un montón de rímel estos últimos cuatro días —se quejó Suzanne.

—Ataquemos los brownies —sugirió Ivy, quitándole el cuchillo a Beth y cortando tres grandes pedazos.

Beth pasó un dedo por el interior de la fuente, recogiendo varias migas grandes además de su brownie. Acto seguido le dirigió a Suzanne una sonrisa.

—Creo que hacía años que no me quedaba a dormir en casa de nadie.

—Yo también —repuso Ivy.

—¿Cuánto hace que no duermes bien una noche entera? —le preguntó Suzanne a Ivy, aún con los ojos llorosos.

Ivy se acercó más a su amiga y la rodeó con el brazo.

—Ya te lo dije, la noche pasada dormí de un tirón.

Las otras noches habían sido difíciles para Ivy, pero no había tenido pesadillas. En raras ocasiones, se despertaba por la noche y escudriñaba la habitación, como si su cuerpo, después de haber estado alerta tanto tiempo, siguiera condicionado a comprobar que todo estaba en orden. Pero el miedo con el que había vivido día y noche había desaparecido y, con él, también los sueños.

El martes, la policía había llegado a los puentes casi en seguida, pues el teniente Donnelly había respondido a la nota de Ivy y a una llamada de emergencia de Andrew. Encontraron a Gregory sobre las rocas, en el río que discurría bajo los puentes, y lo declararon muerto en el acto. Un rato después, sacaron a Philip de la choza.

—¿Cómo está Philip? —preguntó Beth.

—Parece que está bien —observó Suzanne.

—Philip ve el mundo como un niño de nueve años —les dijo Ivy—. Si puede explicar las cosas con un cuento, todo va bien. Ha convertido a Gregory en un ángel malo, y cree que los ángeles buenos lo protegerán siempre del mal, así que está bien… por ahora.

Pero Ivy sabía que, más pronto o más tarde, su hermano comenzaría a hacer muchas preguntas difíciles sobre cómo era posible que alguien se portara bien con él y, sin embargo, quisiera hacerle daño. Volvería a preguntar por todos los detalles.

Cuando Ivy y Andrew abandonaron la comisaría de policía el martes por la noche, se habían planteado los hechos del caso. El teniente dijo que la policía mantendría informada a la familia de la chica de Ridgefield, así como a los padres de Eric y de Tristan, de los avances en la investigación del caso.

Más tarde aquella noche, el reverendo Carruthers, el padre de Tristan, acudió a casa de los Baines. Pasó varias horas con Ivy y su familia, y les dio su apoyo hasta el día del funeral, que se celebró tres días después y que él mismo ofició. Ahora que todo había terminado, tanto Andrew como Maggie parecían frágiles y exhaustos, pensó Ivy, angustiados.

—¿Cómo iba a ser, si no? —dijo Beth, como si hubiera leído la mente de Ivy—. Han visto un aspecto de Gregory que no conocían, y es horrible. Están justo empezando a comprender lo que has sufrido tú. Les llevará mucho tiempo.

—Nos llevará a todos mucho tiempo —intervino Suzanne, parpadeando para contener las lágrimas. Luego cogió el cuchillo de la cocina.

—¿Creéis que hay bastantes pañuelos y brownies?

«Esta noche está distinta», pensó Tristan mientras observaba a Lacey el sábado por la noche. La encontró donde la había visto por primera vez, sentada indolentemente en su tumba, con una rodilla levantada y la otra pierna estirada frente a ella. Su cabello morado, de punta, reflejaba la luz de la luna, y su piel parecía tan pálida como el mármol en el que estaba recostada. Sus largas uñas lanzaban reflejos de color violeta oscuro. Pero tenía un aire distinto.

En el rostro de Lacey, Tristan advirtió una melancolía que lo hizo vacilar antes de hablarle, una nota de tristeza que era nueva en ella, o que, por lo general, mantenía bien escondida.

—Lacey.

Ella lo miró y parpadeó un par de veces.

—¿Qué pasa? —dijo Tristan, sentándose a su lado.

Lo miró y guardó silencio.

—¿En qué estabas pensando ahora mismo? —le preguntó Tristan con delicadeza.

Lacey se apresuró a mirarse las manos, juntando las puntas de los dedos de una con los de la otra, frunciendo el ceño. Cuando volvió a levantar la vista, parecía como si estuviera viendo directamente a través de él.

Tristan se sintió incómodo.

—¿Hay algo que te preocupe?

—¿Has estado en la parcela de Gregory? —inquirió ella.

—Vengo justo de…

Porrr favorrr, no me digas que está merodeando por aquí —lo interrumpió agitando las manos con gesto dramático—. Quiero decir que ya sé que el Gran Jefe decide lo menos prometedor, pero eso es llevar las cosas un poco demasiado lejos.

Tristan se echó a reír, contento de que volviera a comportarse como era habitual en ella.

—No he visto ni rastro de Gregory —dijo—. En su tumba todo está tranquilo, y, arriba en la colina, también.

Ella dejó caer las manos.

—Has estado con Ivy.

—He estado allí, pero no consigo entrar en contacto con ella —señaló él—. Ni ella ni Philip me ven, y no logro introducirme en la mente de ninguno de los dos. Necesito tu ayuda, Lacey. Me imagino que estás cansada de oírlo, pero te necesito más que nunca.

Ella alzó una mano, haciéndolo callar.

—Tengo que decirte algo, Tristan.

—¿Qué? —repuso él.

—Yo tampoco te veo.

—¡Qué!

—Sólo veo un resplandor dorado —le explicó Lacey—, lo mismo que veían todos hasta ahora cuando te miraban. —Suspiró—. Lo que significa que o bien vuelvo a estar viva —hizo su detestable zumbido de concurso televisivo, aunque sin mucho entusiasmo— o eres una entidad angélica superior a mí.

—¡Pero yo no quiero! —protestó Tristan—. Lo único que quiero es decirle a Ivy…

—Te quiero —dijo precipitadamente Lacey—. Te quiero.

Tristan asintió.

—Exacto. Y que la quiero tanto que deseo que encuentre el amor al que estaba destinada.

Lacey se apartó de Tristan.

—¿Qué puedo hacer? —preguntó él.

—No sé —musitó ella.

Tristan hizo ademán de ir a cogerla para que dejara de moverse, pero su mano pasó directamente a través del brazo de Lacey.

Ella se tocó el brazo allí donde él había intentado asirlo.

—Tal vez ahora estés más allá de mí —terció—. No tengo ni idea de qué te está pasando. ¿Tienes alguno de tus viejos poderes?

—Cuando salí de la oscuridad la última vez, tenía más poderes que nunca —respondió Tristan—. Podía proyectar la voz igual que tú. Podía escribir por mí mismo. Era lo bastante fuerte como para levantar a Ivy y a Will. Ahora no tengo fuerza ni para hacer la cosa más sencilla. ¿Cómo voy a entrar en contacto con ella?

—Reza. Pide otra oportunidad —contestó Lacey—, aunque entrar en contacto con ella por última vez tal vez sea lo único que te quede.

—¿Es así como tiene que acabar esto? —preguntó Tristan.

—¡Yo no sé más que tú! —espetó Lacey—. Y sabes cuánto detesto tener que admitirlo —añadió con voz más suave—. Cuanto puedes hacer es rezar e intentarlo. Si… si no lo consigues, yo le diré que querías hacerlo. Le transmitiré tu mensaje. Y vendré a ver qué tal está de vez en cuando, y entonces… le daré algún que otro consejo angelical, ya sabes.

Como Tristan no contestaba, Lacey dijo:

—Muy bien, ya veo que no quieres que le dé consejos a tu chavalita. ¡No lo haré!

—Por favor, comprueba de vez en cuando que está bien —repuso él—, y dale todos los consejos que quieras. Confío en ti.

—¿Confías en mí… incluso si le doy consejos sobre amor? —inquirió Lacey, poniéndolo a prueba.

—Incluso sobre amor —respondió Tristan con una sonrisa.

—No es que yo sepa nada de… amor —replicó Lacey.

Tristan la miró con curiosidad. Entonces, se puso en pie para mirarla con mayor atención.

—¿Qué pasa? —preguntó ella—. ¿Qué pasa? —Se apartó de su luz escrutadora.

—Es eso, ¿verdad? —dijo Tristan con silenciosa sorpresa—. Era en eso en lo que estabas pensando cuando te encontré. ¡Te has enamorado! No lo niegues. Los ángeles no deben mentirse unos a otros, ni tampoco los amigos. Estás enamorada, Lacey.

—Mejor muerta que nunca, ¿no? —repuso ella—. Ahora que ya tienes tu deseo, puedes continuar tu camino.

—¿Quién es? —inquirió Tristan, curioso.

Lacey no le contestó.

—¿Quién es? —insistió—. Dímelo. Quizá pueda ayudarte. Sé que lo estás pasando mal, Lacey. Lo veo. Déjame ayudarte.

—¡Ay, Dios! —Lacey describió un círculo alrededor de la tumba—. Mira quién orbita ahora en el reino superior.

Él ignoró el comentario.

—¿Quién es? ¿Sabe que estás aquí para ayudarlo?

Ella se echó a reír. A continuación bajó la barbilla y meneó en silencio la cabeza.

—Mírame —le dijo Tristan con delicadeza—. No te veo la cara.

—Estamos empatados —repuso ella con voz tranquila.

—Ojalá pudiera tocarte de nuevo —le dijo Tristan—. Ojalá pudiera abrazarte. No quiero dejarte sufriendo así.

Lacey hizo una mueca.

—Ésa es la única manera en que puedes dejarme —respondió en voz baja, y le dirigió una mirada intensa y firme mientras sus ojos oscuros brillaban bajo la luz dorada de Tristan—. A menos que… —repuso—, a menos que yo te deje primero a ti. Buena idea, Lacey. Nada de suspiros, nada de lágrimas —dijo con decisión.

Entonces se dio media vuelta y echó a andar carretera del cementerio abajo.

—¿Lacey? —la llamó Tristan.

Ella continuó andando.

—¿Lacey? ¿Adónde vas? —gritó él—. Eh, Lacey, ¿no vas a despedirte?

Sin volverse, ella levantó una mano y agitó los dedos en un brillante gesto morado de despedida. Luego desapareció detrás de los árboles.

Como las ventanas de la soñolienta ciudad que Tristan había atravesado en su camino de vuelta del cementerio, como las ventanas de la casa de sus padres, por las que había mirado una última vez, todas y cada una de las ventanas de la gran casa de la colina estaban a oscuras. Tristan halló a las tres muchachas dormidas en el suelo de la habitación de Ivy: Beth con su cara redonda y amable bañada por la luz de la luna, Suzanne, con su masa de cabello negro extendida como un manojo de cintas brillantes sobre su almohada, e Ivy, entre sus amigas, por fin a salvo.

Lo que las muchachas no sabían, o por lo menos habían fingido no enterarse, era que Philip se había deslizado sigilosamente en la habitación de Ivy y dormía ahora en la cama de su hermana, con la cabeza a los pies del colchón, donde podía oír sus secretos. Tristan lo acarició con su luz dorada. La única que faltaba en aquella tranquila escena era Ella, pensó.

Se quedó largo tiempo allí sentado, dejando que la paz de la habitación se filtrara en él, reacio a perturbar el sueño de Ivy, reacio a poner fin al tiempo que les quedaba. Pero iba a acabarse, lo sabía, así que, al alba, rezó.

—Concédeme unos últimos momentos con ella —suplicó, y se arrodilló junto a Ivy.

Concentrándose en la punta de su dedo, recorrió con él su mejilla. Sintió la piel suave. ¡Podía volver a tocarla! ¡Sentía la tibieza de su cuerpo! Los ojos de Ivy se agitaron y se abrieron. Contempló la habitación, extrañada. Él le rozó la mano.

—¿Tristan?

Se sentó, y Tristan le retiró de la cara una maraña de cabello dorado.

Los labios de Ivy se separaron en una sonrisa, y se llevó la mano al cabello, allí donde él lo había tocado.

—Tristan, ¿eres tú?

Él se acopló a ese pensamiento, y se introdujo en ella.

—Ivy.

Ivy se puso rápidamente en pie y se acercó a la ventana, rodeando su propio cuerpo con los brazos.

—Creí que no volvería a oír tu voz —manifestó en silencio—. Pensé que te habías ido para siempre. Después de aquel momento, en el puente, no volví a ver tu luz. No la veo ahora —le dijo frunciendo el ceño y mirándose la mano.

—Lo sé. No entiendo lo que está pasando, Ivy. Lo único que sé es que estoy cambiando. Y que no volveré.

Ella asintió, aceptando lo que él le decía con una calma que lo sorprendió. Entonces vio que su boca se agitaba. Ivy temblaba, y daba la impresión de que iba a echarse a llorar de manera audible, pero no emitió ruido alguno.

—Te quiero, Ivy. Nunca dejaré de quererte.

Ella se apoyó en la ventana mirando a la noche pálida y brillante. Miró a través de las lágrimas.

—Recé para que me concedieran un rato más contigo —dijo Tristan—, para decirte lo mucho que te quiero y para decirte que sigas amando. Otra persona te estaba destinada, Ivy, y tú estabas destinada a otro.

Ella se enderezó.

—No.

—Prométeme, Ivy…

—Lo único que voy a prometerte es que te quiero —gritó.

—Escúchame —le rogó Tristan—. Sabes que tengo que irme.

Ahora, en la noche pálida y brillante llovía, y las lágrimas centelleaban en las mejillas de Ivy, pero Tristan tenía que marcharse.

—Te quiero —le dijo—. Te quiero. Quiérelo.

Entonces, Tristan se deslizó fuera de ella y la vio junto a la ventana, bajo la primera luz del día. Retrocedió unos pasos y la observó mientras ella se arrodillaba y apoyaba los brazos y la cara en el alféizar. Volvió a dar unos pasos atrás y vio que sus lágrimas se secaban y que cerraba los ojos. Cuando retrocedió por tercera vez, Tristan creyó que el sol había amanecido tras él rompiendo la pálida noche en mil fragmentos de plata.

Se volvió de pronto hacia el este, pero aquel brillante círculo de luz no era el sol. No sabía lo que era, salvo que aquella luz era para él, y echó a andar con presteza en su dirección.