Ivy dirigió el coche hacia los puentes dobles agarrando el volante con fuerza, inclinándose hacia adelante, esforzándose por ver. Encendió las luces, pero la niebla las absorbió como pálidos fantasmas. La lluvia y las primeras hojas caídas hacían que el suelo estuviera resbaladizo, y, en una curva, los neumáticos patinaron de improviso sobre la carretera. Derrapando, el coche resbaló un largo trecho por el carril contrario. Sin parpadear, Ivy lo devolvió a su sitio.
El río, el bosque y la carretera se extendían por kilómetros y kilómetros. Si Philip y Gregory no estaban en los puentes, sería difícil buscarlos sola. Ivy quería llamar a Tristan para que volviera, pero no volvería, él no lo entendía. La lluvia estaba arreciando y no había tiempo para ir a la policía.
Tristan tenía razón, por supuesto. No tenía ninguna arma, a menos que considerara como tal el clavo oxidado que traqueteaba en el posavasos del coche. Pero sí disponía de una amenaza: le había dejado la información a la policía. Y si Gregory le hacía daño a Philip, tendría muchas más explicaciones que dar.
Pisó los frenos de repente y giró de golpe el volante, casi pasándose el desvío que conducía al descampado. Los faros de su coche describían un arco de luz contra los árboles. El corazón empezó a aporrearle el pecho. Justo frente a ella estaba el coche de Gregory. A pie no podían haber ido muy lejos, se dijo.
Ivy aparcó el coche de cara a la carretera y dejó la puerta delantera abierta de par en par, pero esta vez con un motivo. Si Gregory perseguía a Philip y a ella, empujaría a su hermano a través de la puerta abierta, se subiría en el vehículo tras él, cerraría la puerta y dejaría a Gregory fuera. Buscó a toda prisa una piedra por el suelo. Encontró una, se agachó junto a la rueda trasera del coche de Gregory y la utilizó para hincar el clavo oxidado en el neumático.
Corrió entre los árboles y trepó hasta la vía del tren. A ambos lados, el túnel de árboles la rodeaba, denso y goteante. Corrió por las vías y, de pronto, el túnel verde se ensanchó y los puentes paralelos aparecieron ante ella como si estuvieran suspendidos en mitad del aire.
La niebla que brotaba del río ocultaba sus largos pilares, y sólo el sonido del agua que bajaba con fuerza revelaba que, debajo, el río fluía con rapidez. Secciones de los puentes aparecían y desaparecían continuamente mientras espirales de nubes se adherían a sus esqueletos como vaporosas bufandas y desaparecían flotando después. En medio de la lluvia y la niebla, era imposible ver el punto en el que el puente se interrumpía bruscamente.
El tiempo le estaba poniendo las cosas fáciles a Gregory, pensó Ivy. Cuanto tenía que hacer era atraer a Philip hasta la vía y, una vez allí, darle un inesperado empujón. ¿Qué suponía otro «accidente» más para la mente retorcida de Gregory?
Ivy estudió la vieja vía, donde Gregory debía de haber estado buscando tornillos para Philip. Forzó la vista hasta que le dolieron los ojos y volvió a mirar en dirección al puente. La niebla cambiante se arremolinó e Ivy vislumbró un destello rojo. Las nubes volvieron a cubrirlo con idéntica rapidez. Después, la mancha roja volvió a saludarla desde el puente nuevo. Era el rojo brillante de la chaqueta de Philip.
—¡Philip! —chilló—. ¡Philip!
Echó a correr por la vía del puente nuevo.
—Quédate donde estás —le gritó, temiendo que si corría hacia ella pudiera tropezar y caerse. Pero a medida que se acercaba se dio cuenta de que no era más que su chaqueta, tirada sobre los raíles. El corazón le dio un vuelco pero siguió adelante, temiéndose lo peor pero con la necesidad de encontrar cualquier pista de su hermano.
La chaqueta estaba empapada por la lluvia pero no presentaba desgarrones, y sólo tenía unas salpicaduras de barro en los puños. No había señales de lucha. Por unos instantes se sintió optimista. Por supuesto, no tenía por qué haber habido lucha, pensó Ivy. Gregory podía haber hecho que Philip se quitara la chaqueta como parte de un juego y, después, haberse apresurado a empujarlo. Recogió la chaqueta y la estrechó entre los brazos, contra su cuerpo, del mismo modo que había abrazado a Ella.
—¿Has encontrado algo?
Se dio rápidamente la vuelta y casi perdió el equilibrio.
—Hola, Ivy —dijo Gregory. Entre la niebla parecía una sombra gris, un ángel oscuro sentado en el puente a tres metros de ella—. ¿Vas a la caza de tornillos?
—Voy a la caza de mi hermano.
—No está aquí —repuso él.
—¿Qué has hecho con él? —preguntó Ivy.
Gregory sonrió y avanzó varios pasos hacia ella. Ivy retrocedió varios pasos, aferrando aún la chaqueta.
—Co, co, co, co, co, co —canturreó Gregory en voz baja—. ¿Quién quiere jugar a gallina, gallina, gallina?
Ivy miró la orilla opuesta, esperando ver acercarse un tren a toda velocidad, como en la pesadilla de Philip, ansioso de engullirla.
Se volvió de nuevo hacia Gregory.
—¿Qué has hecho con él? —le preguntó de nuevo sin alzar la voz, luchando por controlar el miedo histérico que se estaba apoderando de ella.
Él rió con suavidad.
—Co, co, co, co, co, co —repitió, y retrocedió unos cuantos pasos.
Ivy avanzó al mismo tiempo que él retrocedía, ahora con más rabia que miedo.
—Tú mataste a Eric, ¿verdad? —dijo—. Tenías miedo de lo que pudiera decirme. No fue una sobredosis accidental.
Gregory volvió a retroceder. Ivy dio un paso adelante por cada paso que él daba hacia atrás.
—Mataste a tu mejor amigo —afirmó—. Y a la chica de Ridgefield…, después de que me atacaste en casa, la mataste para encubrir el asunto. Y a Caroline. Así es como empezó todo. Mataste a tu propia madre.
Paso a paso, se movió con él, preguntándose a qué juego estaba jugando. ¿Estaría acercándose algún tren? ¿Era eso lo que oía a lo lejos?
Gregory cambió de repente de dirección y avanzó hacia ella. Ivy retrocedió. Eran dos bailarines en la cuerda floja.
—Y también a Tristan —le gritó Ivy—. ¡Tú mataste a Tristan!
—Y todo por tu culpa —dijo él. Su voz era tan tenue e inquietante como las retorcidas formas de niebla—. Eras tú quien tenía que morir, no Tristan. Eras tú quien tenía que morir, no la chica de Ridgefield…
Sonó el pitido de un tren e Ivy se volvió.
Gregory estalló en carcajadas.
—Será mejor que reces, Ivy. He oído decir que Tristan se ha convertido en ángel, pero nadie ha visto a un Eric resplandeciente. Espero que hayas sido una chica buena.
Volvió a oírse el silbato del tren, ahora más agudo, más próximo. Ivy se preguntó si conseguiría llegar a tiempo hasta la otra orilla. Oía el ruido del propio tren, que ahora retumbaba entre los árboles, cerca, demasiado cerca ya del río.
Gregory seguía andando hacia atrás con paso regular e Ivy adivinó su plan. Iba a mantenerla sobre el puente, entre el tren y él. Así parecería que la chica que todos creían tan loca como para arrojarse bajo las ruedas de un tren una vez, había vuelto a intentarlo.
Mientras Gregory caminaba hacia atrás, Ivy avanzaba con él.
—Te equivocas, Gregory —le dijo—. Todo fue por culpa tuya. Estabas aterrorizado de que todo se supiera. Estabas aterrorizado de que te dejaran fuera. Tu verdadero padre nunca podría darte las cantidades de dinero que tiene Andrew.
La boca de Gregory se abrió ligeramente, y se la quedó mirando. Lo había cogido por sorpresa. Ahora no estaban ya muy lejos de la orilla, y Gregory dio un vacilante paso atrás. Ivy avanzó con lentitud. Si él tropezaba, ella tendría una oportunidad.
—No imaginabas que yo conociera toda la historia, ¿verdad, Gregory? Lo gracioso es que el día que mataste a tu madre, yo no te vi. No vi nada con los reflejos del cristal. Si me hubieras dejado en paz, nadie habría adivinado que habías sido tú.
Vio que se le ensombrecía el rostro. Gregory apretó los puños.
—Venga —lo desafió Ivy—. Ven a por mí. Tírame de la vía, sólo será un asesinato más sobre tus espaldas.
Miró hacia abajo. Tres metros más…, tres metros más y tendría una oportunidad, incluso si caía.
—Caroline le dio una llave a Eric —prosiguió Ivy—, y Eric me la dejó a mí. Encontré unos papeles en el reloj de Andrew.
Otros dos metros y medio.
—Unas cartas bastante interesantes de tu madre —le dijo.
Dos metros.
—Y también un informe médico.
Uno y medio.
—Se los he entregado a la policía hace una hora —manifestó Ivy.
Un metro. Gregory se detuvo. Se quedó absolutamente inmóvil. Lo mismo hizo Ivy. Entonces, sin previo aviso, él se abalanzó sobre ella.
Tristan llegó a casa de Will justo cuando un coche oscuro se alejaba de la vivienda. Con su visión agudizada, pudo ver al hombre que conducía: se preguntó por qué el detective que había investigado el ataque a Ivy habría ido a ver a Will.
Will estaba solo en el porche delantero, tan absorto en sus pensamientos que Tristan no pudo encontrar una forma fácil de introducirse en él. Vio que Will tenía un lápiz en el bolsillo y se lo quitó, pero el chico no se dio cuenta. Tristan tamborileó el lápiz contra un poste de madera y escribió su propio nombre con las puntas de los dedos materializadas, con doble subrayado, sorprendido de la nueva fuerza que sentía en las manos.
—¡Tristan! —exclamó Will, y Tristan se deslizó dentro de él.
No perdió el tiempo.
—Ivy necesita ayuda. Ha ido a los puentes, cree que Gregory se ha llevado allí a Philip. Es una trampa.
—Tengo que coger las llaves —replicó Will mentalmente, y corrió al interior de la casa.
—¡No!
Will se detuvo y miró a su alrededor, confundido.
—Sólo corre. ¡Corre! —lo apremió Tristan.
—¿Hasta los puentes? —protestó Will—. No conseguiremos llegar a tiempo.
—Yo te llevaré hasta allí —repuso Tristan—. Llegaremos más de prisa si no usamos la carretera y podemos evitar todo el tráfico.
Sabía lo descabellado que parecía, del mismo modo que sabía que era verdad. La última oscuridad le había aportado más fuerza de la que había tenido nunca, poderes que aún no había probado.
—Confía en mí —dijo Tristan—. Hazlo por Ivy, confía en mí —rogó, aunque nunca se había fiado del todo de Will.
Will despegó y, juntos, avanzaron como uno solo. Tristan percibía la perplejidad y el miedo de Will. ¿Qué le estaría pasando a Ivy? ¿Qué le estaba pasando a su propio cuerpo, dominado por Tristan? ¿Qué veía la gente?
—No creo que nos vean siquiera —dijo Tristan—. Pero yo no sé mucho más que tú.
Ahora se encontraban en la sinuosa carretera. Mientras viajaban, extrañas voces sonaban a su alrededor. ¿Estaban las voces dentro de su propia cabeza?, se preguntó Tristan. ¿O era la mente de Will, que se rebelaba? Tal vez fueran voces humanas comprimidas, del mismo modo que el espacio parecía estar comprimido mientras cruzaban el paisaje a toda velocidad.
Al principio, las voces murmuraban y sonaban indistintas, pero ahora se oían mucho más fuertes y nítidas, ruidosos parloteos y claros cantos, amenazadoras voces graves y voces agudas que se superponían a todas las demás.
—¿Qué es esto? —gritó Will tapándose los oídos con las manos—. ¿Qué es lo que oigo?
—No lo sé.
—¿Qué es? ¡No puedo soportarlo! —exclamó agitando la cabeza como si pudiera expulsar a las voces fuera de él.
Tristan experimentaba más que las voces. Veía cosas que no había visto nunca: animales asustados que se escondían detrás de unos árboles, piedras dentadas, aunque estaban completamente cubiertas de hojas, raíces profundamente hundidas en el suelo.
Ahora estaban en el descampado, y Tristan vio las vías tras la pantalla mojada de los árboles. Mientras corrían hacia los puentes, las voces agudas se volvieron estridentes y más intensas, las graves, profundas y furiosas.
—Demonios —dijo Will, temblando, cuando llegaron a los puentes—. Lo que estamos oyendo son demonios.
En cuanto Gregory se abalanzó sobre ella, Ivy dio media vuelta y echó a correr. No había manera de sortearlo sobre el estrecho puente. Cuando se puso a correr vio el foco del tren, como un pequeño sol que iluminaba la niebla, avanzando entre los árboles, cerca del puente. No podría llegar al otro lado a tiempo, no podía correr más que el tren. Pero no había vuelta atrás. Tenía la chaqueta rojo vivo de Philip. Si la agitaba, el maquinista tal vez la viera.
Gregory le estaba dando alcance. El silbato volvió a sonar, y Gregory se echó a reír. Se encontraba apenas a unos metros por detrás de ella, riendo sin parar, como si estuvieran jugando a pilla-pilla en el parque. ¡Estaba loco! No le importaba. Moriría con ella con tal de matarla. Con cada paso que daba, se iba acercando. Podía verlo por el rabillo del ojo. Desesperada, Ivy arrojó la chaqueta de Philip a la vía, detrás de ella. La chaqueta voló y fue a enredarse en las piernas de Gregory. Él trastabilló. Ivy miró atrás y lo vio caer de rodillas.
Ivy siguió corriendo. Oyó el largo estruendo del tren y corrió hacia él tan a prisa como pudo. Si ponía la distancia suficiente entre Gregory y ella, podía intentar encontrar un sitio al que agarrarse, algún asidero debajo de la vía del que dejarse colgar.
—Ángeles, ¡ayudadme! —rogó—. Oh, ángeles, ¿me protegéis? ¡Tristan! ¿Dónde estás?
—¡Aquí, Ivy! ¡Ivy, aquí!
Había un montón de voces a su alrededor que gritaban su nombre. Aminoró la marcha. ¿Eran sólo ecos en su cabeza, el sonido del viento distorsionado por su mente aterrorizada? Luego vio que también Gregory se había detenido unos instantes a escuchar, con el rostro brillante de sudor, los ojos abiertos como platos, las grises pupilas bordeadas de blanco.
Entonces Ivy oyó claramente una voz.
—Ivy.
La reconoció.
—¡Will! —exclamó.
Se aproximaba a ella de frente corriendo por la vía, llamándola. Las demás voces gritaron con más fuerza tras la voz de Will, y un terror oscuro se apoderó de ella. «Es un truco —pensó Ivy—. Es todo parte del plan de Gregory».
Gregory volvió a echar a correr tras ella e Ivy corrió más a prisa.
Will corría a una velocidad increíble por el puente paralelo. Se había puesto a su altura e iba tres pasos por delante de ella cuando llegó al final del puente viejo.
—¡Ivy! —bramó—. ¡Por aquí, Ivy! ¡Salta!
Ella lo miró por encima del hueco de dos metros de anchura. A su alrededor, las voces gritaban y parloteaban, las voces agudas resonaban en sus oídos, sumiéndola en la desesperación.
—¡Salta! —gritó Will, tendiéndole las manos.
Aunque la atrapara, no había nada que impidiera que él se precipitara al vacío con ella. Los mataría a ambos.
—¡Ivy, salta! —Parecía la voz de Tristan.
—Ivy, salta. Ivy, salta —se mofó Gregory. Había dejado de correr. Ahora caminaba hacia atrás sobre las vías, mirándola, mirando el claro donde el tren aparecería en cualquier momento, con la cara enrojecida y un hilillo de sangre manando de su nariz. Sus ojos relucían, brillantes, triunfantes, enloquecidos.
—Tristan —llamó Ivy.
—Está aquí —terció Will—. Nos ayudará.
Pero ella no percibía a Tristan en su interior ni lo veía resplandecer dentro de Will.
—¿Dónde? —gritó—. ¿Dónde?
—¿Dónde, dónde? —se burlaron las voces.
El tren tronó al entrar en el puente.
—Tristan, ¿dónde estás? —chilló Ivy.
—Agárrala, Will. ¡Agárrala!
Will se estiró e Ivy dio un salto. Un arco dorado brilló por un instante entre los dos puentes, sosteniendo a Ivy y a Will. Luego ambos se precipitaron sobre las vías viejas, aferrándose desesperadamente al borde para no caer rodando.
El tren avanzó a toda velocidad por el puente nuevo, y Gregory se puso a correr hacia la orilla opuesta. Ivy y Will se pusieron en pie con esfuerzo y gritaron al tren hasta que les escoció la garganta. Sus voces quedaron sofocadas por una creciente oleada de sombríos parloteos ininteligibles, un estruendo siniestro de voces tan profundas que parecían venir de debajo de cuanto vivía.
Ivy y Will observaron impotentes mientras el tren se precipitaba hacia Gregory. Nunca lo conseguiría. Tendría que intentar saltar al puente viejo. Las voces comenzaron a chillar. Ivy se cubrió los oídos con las manos, y Will la agarró con fuerza. Intentó volverle la cabeza hacia otro lado, pero ella siguió mirando.
Gregory saltó. Estirándose, lanzó los brazos hacia adelante, extendió los dedos. Por un momento se desplegó como un ángel, luego se hundió en la niebla que flotaba abajo.
El tren pasó a su lado como una exhalación, sin reducir en ningún momento la velocidad. Ivy apretó su rostro contra el de Will. Se abrazaron el uno al otro, sin respirar apenas. El tumulto de voces murmuró y calló.
—Co, co, co, co, co, co —canturreó una voz—. ¿Quién es un gallina, gallina, gallina?
Y todo quedó en silencio.