16

En el interior del sobre, Ivy encontró tres hojas. La primera era una nota manuscrita apenas descifrable, pero reconoció la firma que había al final: era la de Caroline. La siguiente era una carta de la consulta del doctor Edward Ghent: el padre de Eric, se percató Ivy con un sobresalto. La tercera hoja parecía la fotocopia de un informe médico de una empresa llamada MediLabs.

Ivy saltó directamente a la breve carta de la consulta del padre de Eric. Había extraños espacios entre las palabras y varias correcciones.

Querida Caroline:

El informe adjunto indica que la situación es la que tú sospechabas. Como te expliqué en la consulta, este tipo de análisis de sangre pueden demostrar, en ciertos casos en los que no hay coincidencia, que un hombre no es el padre. Está claro que Andrew no lo es.

«¿No es el padre de Gregory?», se preguntó Ivy, y siguió leyendo:

Los análisis no pueden demostrar que Tom S. sea el padre, sólo que es un candidato, pero supongo que tú no albergabas dudas al respecto.

—Tom S., Tom S. —musitó Ivy. «Tom Stetson», pensó, el hombre de la fiesta, alto y delgado, con el cabello oscuro como Gregory, aquel del que Tristan había dicho que era profesor en la universidad de Andrew, el hombre que dejaba rosas en la tumba de Caroline. Terminó de leer la carta.

Si puedo serte de más ayuda, házmelo saber. Por supuesto, esto será confidencial.

Lo que significaba, pensó Ivy, que nadie más sabía quién era el padre de Gregory. Nadie más, ¿ni siquiera Andrew? La respuesta a esa pregunta tal vez estuviera enterrada en los garabatos de la carta de Caroline. Ivy la leyó entera:

Andrew:

Dejo esta carta aquí para cuando llegue el momento adecuado. Durante el divorcio, tu hijo se puso de tu parte, mintió por ti, convenció al juez de que lo dejara vivir contigo, ¿o era con tu dinero con lo que quería vivir? Por otro lado, ¿es realmente tu hijo?

Lo siento.

CAROLINE

Así que Andrew no lo sabía, pensó Ivy. Y si Gregory lo sabía, no querría que nadie más lo supiera. Contaba con el dinero de los Baines. Ivy se preguntó qué sucedería si Andrew averiguaba que Gregory no era en realidad hijo suyo. Y ¿qué pasaría ahora que Andrew tenía otro hijo, un hijo al que estaba cogiéndole mucho cariño?

Quizá Caroline hubiera adivinado lo que iba a suceder. Quizá se hubiera dado cuenta de que era su oportunidad de recuperar tanto a Andrew como a Gregory. Ivy se la imaginaba burlándose de Gregory. Recordó el día en que éste había vuelto de casa de su madre tremendamente disgustado. Ivy se imaginaba a Caroline amenazándolo con contarlo todo.

¿La habría silenciado Gregory?, ¿la habría matado por su herencia?

Esas cartas eran suficiente para llevarlas a la policía, suficiente para que los agentes iniciaran una investigación seria. Eric le había dejado lo que necesitaba. «Ángeles —rogó—, dejad que ahora Eric descanse en paz».

Entonces miró el reloj. Señalaba las tres menos veintisiete minutos, pero ella lo había parado con la mano. Habían transcurrido por lo menos cinco minutos. Gregory volvería pronto a casa. Ivy actuó con rapidez, puso el péndulo en movimiento, cerró con llave la puerta del reloj. Se colgó el cordón con la llave alrededor del cuello, volvió a doblar las tres hojas de papel y las introdujo de nuevo en el sobre con mucho cuidado. Luego se dirigió apresuradamente hacia la puerta.

Afuera, la neblina se había convertido en una ligera llovizna. Ivy se metió el sobre bajo la camiseta y corrió hacia su coche. Condujo hasta la comisaría de policía, con los brazos mojados y la carne de gallina. Cuando se detuvo en un semáforo, revolvió en su bolso y esparció después cuanto contenía en su regazo, intentando encontrar la tarjeta con el nombre del detective que había dirigido la investigación cuando la atacaron. «Teniente Patrick Donnelly», leyó en la tarjeta, y arrojó un montón de pañuelos de papel y lazos para el pelo al asiento de atrás con todas las cosas de la gata. Entonces se acordó.

Ella —llamó, esperando que la gata se encontrara bajo las mantas—. ¡Ella! —Al llegar al semáforo siguiente Ivy se estiró hacia atrás y palpó la vieja colcha. No había ningún bulto caliente. Imaginó que el animal se habría escapado cuando había dejado el coche con la puerta abierta—. No entres en casa, Ella —susurró—. Fuera no puede atacarte.

Cuando llegó a la comisaría, el sargento de recepción tomó nota de su nombre y la informó de que el teniente había salido.

—Volverá en cualquier momento. En cualquier momento —repitió mirándola con sus amables ojos azules mientras ella rompía los bordes de la tarjeta del detective—. ¿Puedo hacer algo por ti?

—No —rompió otro pedazo del borde de la tarjeta.

—Iré a buscar a otra persona con la que puedas hablar —se ofreció.

—No, esperaré —insistió Ivy. La historia era demasiado extraña y demasiado complicada para contársela a nadie más.

Se sentó en un banco muy duro y se puso a contemplar las paredes color aceituna y los espantosos azulejos de la sala. Justo frente a ella había un gran reloj. Observó la minutera saltar de un punto negro al siguiente mientras intentaba pensar qué iba a decirle al detective. «Será mejor dejar fuera a los ángeles», pensó. Ya iba a ser bastante difícil hacer que el agente la tomara en serio.

La puerta de la comisaría se abrió e Ivy levantó la vista esperanzada. Dos oficiales jóvenes se presentaron a su sargento de recepción, dándole a ella la espalda. Ivy se levantó para preguntar si alguien podía llamar por teléfono al teniente Donnelly.

—Esperaba que Pat hubiera vuelto ya —les estaba diciendo el sargento en voz baja a los otros oficiales mientras ella se acercaba. Está hablando con el chico de los O’Leary.

«¿El chico de los O’Leary? ¿Will?».

Los oficiales se volvieron de repente, y los ojos del sargento encontraron los suyos.

—¿Estás segura de que no podemos ayudarte en nada entretanto?

—Puede darle esto al teniente Donnelly —dijo Ivy sacando el sobre de Caroline.

A continuación pidió un sobre mayor y escribió en él: «Tengo que hablar con usted cuanto antes». Anotó su nombre, su dirección y su número de teléfono, metió dentro el sobre de Caroline y lo selló. Se lo tendió en silencio al sargento de recepción y salió apresuradamente al exterior. Mientras se dirigía a casa a toda velocidad, Ivy no podía dejar de preocuparse por Ella y por Philip.

Cuando se detuvo delante de la casa sólo vio en el garaje el coche de su madre. Bueno, pensó, Philip estaba a salvo y ella tenía la posibilidad de encontrar a Ella antes de que llegara Gregory. Se dirigió al piso de arriba dando un rodeo con el fin de asegurarse de que no había dejado señales de su búsqueda. El reloj hacía tictac a un ritmo regular, aunque iba varios minutos atrasado.

Subió corriendo de dos en dos los peldaños de la escalinata principal. Al oír a su madre hablando por el teléfono de su habitación, Ivy asomó la cabeza por la puerta, la saludó con un leve gesto de la mano y continuó hacia su dormitorio. La puerta estaba abierta de par en par y no había señales de Ella. No había bultos redondos en la cama, de modo que Ivy miró debajo, pensando que después de todo lo que había pasado, tal vez Ella se hubiera escondido allí. No era así, pero Ivy se apercibió de que alguien había empujado hacia un lado los zapatos y las cajas que guardaba bajo su cama, formando un muro.

Estudió el muro y agarró el edredón de su cama. Tal vez Gregory lo hubiera hecho para acorralar a Ella cuando le había afeitado el costado. Pero ahí, formando parte del muro, estaban las zapatillas que Ivy se había quitado esa misma mañana. Se incorporó despacio y vio que la puerta que conducía a la sala de música del tercer piso estaba abierta. Ivy la mantenía siempre cerrada.

Ella —articuló con una sensación de horror tan intensa que era incapaz de hablar en voz alta. Ni siquiera podía andar. Se arrastró a gatas hasta la puerta y vio que, arriba, la luz estaba encendida. Agarrándose al marco de la puerta, Ivy se izó y subió lentamente la escalera. ¿Qué le habría hecho ahora? ¿Lastimarle otro pie? ¿Seccionarle un pedazo de oreja?

Cuando llegó a lo alto de la escalera, miró inmediatamente debajo del piano, luego bajo las sillas de la habitación. Por último, sus ojos se dirigieron a la ventana, a la sombra que había en la ventana.

¡Ella! Oh, no, ¡Ella!

La gata se balanceaba colgando de una cuerda que pendía de un clavo del doble techo. Ivy tiró de la cuerda y levantó al animal, pero su cuerpo estaba laxo. Tenía la cabeza colgando, con el cuellecito roto. Ivy chilló y chilló, apretando la cara contra el cuerpo muerto de Ella, aún blando, aún caliente. Sus dedos se movieron alrededor de las orejas de la gata, tocándola con delicadeza, como si sólo estuviera dormida.

Ella —gimió, y comenzó a chillar de nuevo—. ¡La ha matado! ¡La ha matado!

—¡Ivy! ¿Qué pasa? —gritó su madre.

Ivy se esforzó por recuperar el control de sí misma. Todo su cuerpo temblaba. Se aferró a Ella, restregando la cara contra el suave pelaje del animal. No podía soportar soltarla.

—¡La ha matado! ¡La ha matado!

Su madre subía la escalera.

—¡Gregory la ha matado, mamá!

—Ivy, cálmate. ¿Qué has dicho? —preguntó Maggie al llegar a lo alto de la escalera.

—¡Ha matado a Ella! —Ivy soltó a la gata y se interpuso entre ella y su madre.

—¿De qué estás hablando? —inquirió Maggie.

Ivy se hizo a un lado.

—Oh, Dios mío… —Su madre se llevó la mano a la boca—. Ivy, ¿qué has hecho?

—¿Que qué he hecho? ¿Me estás culpando a ? ¿Todavía piensas que estoy loca, mamá? Ha sido Gregory. Él es quien está detrás de todo esto.

Su madre la miró como si hablara otro idioma.

—Llamaré a la orientadora.

—Mamá, escúchame.

Ivy se daba cuenta de que su madre estaba demasiado asustada por lo que había visto, tenía demasiado miedo de Ivy y de lo que creía que había hecho para escucharla o comprender. Maggie cogió un pedazo de papel doblado que alguien había dejado sobre la banqueta del piano y le dio vueltas una y otra vez sin leerlo.

Ivy le arrancó a su madre la nota de las manos, la desdobló y leyó: «Puedo hacerles daño a aquellos a quienes amas».

Le tiró el papel a su madre.

—¡Mira! ¿No lo entiendes? ¡Gregory va a por mí! La ha matado sólo para llegar a mí.

La madre de Ivy retrocedió unos pasos para alejarse de ella.

—Pero si Gregory está fuera con Philip —dijo—, y…

—¿Con Philip? ¿Dónde?

—Llamaré a la señorita Bryce. Ella sabrá lo que hay que hacer.

—¿Dónde? —preguntó Ivy sacudiendo a su madre por los hombros—. Dime adónde ha llevado a Philip.

Su madre se alejó de ella y se encogió en un rincón.

—No hay ningún motivo para disgustarse, Ivy.

—¡Va a hacerle daño!

—Gregory quiere a Philip —sostuvo su madre desde la esquina de la habitación. Avanzaba de lado, en dirección a la escalera—. Debes de haberte dado cuenta de lo mucho que juega con él últimamente.

—Me he dado cuenta —espetó Ivy.

—Le prometió a Philip que hoy irían a la caza de viejos tornillos de ferrocarril —continuó su madre—, y mantuvo su promesa a pesar de este tiempo tan húmedo. Gregory es bueno con Philip. Por eso le conté, a pesar de que Andrew no quería que lo hiciera, ayer le conté que él y Philip pronto serían hermanos del todo.

—Oh, no —gimió Ivy, desplomándose contra su aparato de música. «Puedo hacerles daño a aquellos a quienes amas». Oyó las palabras con tanta claridad como si Gregory estuviera junto a ella, susurrándoselas al oído. Miró a su madre y dijo—: ¿Sabes adónde han ido a buscar los tornillos?

Su madre estaba descendiendo lentamente la escalera de espaldas.

—Cerca de los puentes. Gregory dijo que podía subirse al puente viejo y coger muchos tornillos para Philip. —Maggie parecía aliviada de haber llegado al final de la escalera—. Baja, Ivy. Deja estar a Ella. Llamaré a la orientadora. Venga, baja, hija.

Ivy comenzó a bajar la escalera y su madre salió corriendo de la habitación. Ivy esperó hasta que Maggie estuvo en su propio dormitorio llamando a la señorita Bryce y salió corriendo cruzando el baño y la habitación de Philip y bajó por la escalera de servicio.

—Tristan, ¿dónde estás? —gritó mientras corría hacia el coche. Introdujo rápidamente la llave en el contacto—. Tristan, ¿dónde estás?

Arrancó de golpe, con las ruedas resbalando y la puerta vibrando. Abrió la portezuela y volvió a cerrarla de golpe mientras bajaba la colina a toda velocidad. A pesar de lo de prisa que iba, de lo peligrosamente que tomaba las curvas sobre el asfalto mojado, tenía la impresión de que no iba a llegar nunca.

«Ángeles —rogó mientras las lágrimas se deslizaban por su rostro—, no lo abandonéis, no lo abandonéis».