Ivy no podía dejar de pensar en ruedas. Se pasó el día dibujando círculos con muescas… en su cuaderno de matemáticas, en un crucigrama de español y en unos apuntes de historia. Se convertían en tractores, copos de nieve, extraños tiradores en una puerta… Más tarde, en Es Tiempo de Fiesta, se fijó en cada uno de los objetos redondos que había en la tienda: coronas navideñas, flotadores para nadar y un acerico que parecía un donut glaseado.
Intentó no pensar en lo que estaría sucediendo en Celentano’s y se alegró cuando Tristan no respondió a su llamada. No tenía por qué hablarle de la nota de chantaje, reflexionó. No era Tristan quien había confiado en Will como un tonto.
Cuando llegó a casa después del trabajo esa noche, Maggie y Andrew habían salido y Philip estaba en el salón con Gregory viendo un vídeo.
—¿Has terminado los deberes? —le preguntó Ivy a su hermano.
—Psí, Gregory me los ha revisado.
Gregory, representando el papel del hermano mayor bueno y servicial, le dirigió a Ivy una sonrisa. Ella se la devolvió, aunque se estremecía de miedo ante el creciente apego que Philip le estaba tomando a Gregory. ¿Qué haría Gregory cuando descubriera que iban a compartir legalmente un padre?, se preguntaba. Para Gregory, el dinero suponía estatus. Así era como controlaba a quienes lo rodeaban. ¿Cómo reaccionaría si averiguaba que él y Philip tal vez compartirían la fortuna de los Baines?
—Quédate un rato —le dijo Gregory señalándole con gesto despreocupado el asiento que había junto a él.
—Gracias, pero tengo cosas que hacer arriba.
Echó a andar en dirección al vestíbulo pero Gregory se levantó rápidamente y se interpuso en el camino que Ivy se disponía a tomar.
—Tu madre dejó un montón de ropa limpia a la puerta de tu habitación —le informó—. Dijo que esperaba que tuvieras la llave. La puerta del baño también estaba cerrada.
—Tengo la llave.
Gregory se inclinó hacia ella y bajó la voz.
—Dijo que esperaba que no estuvieras drogándote ahí dentro. —Su boca se torció en una sonrisa.
—Estoy segura de que le quitaste esa idea de la cabeza —repuso Ivy.
Gregory se echó a reír y ella lo dejó allí plantado.
Al llegar a lo alto de la escalera, sacó la llave de su bolso. Cuando abrió la puerta de su dormitorio, esperaba que la cautiva Ella saltara afuera.
—¿Ella? —Entró en la habitación—. ¿Ella?
Observó un bulto redondo bajo el edredón de su cama. Dejó los libros junto al lecho y retiró la colcha. Ella estaba acurrucada formando una bola prieta.
Tocando a la gata con delicadeza, la rascó con el dedo en su lugar favorito, alrededor de las orejas, y después la acarició, estudiando la franja desnuda de su costado. La herida estaba empezando a curarse.
—Pareces muy asustada, Ella.
El animalito se puso lentamente en pie y cojeó hasta el borde de la cama. Ivy se apresuró a cogerla y le agarró la pata que no utilizaba.
—¡Oh, Dios mío!
La almohadilla rosada de su pata estaba llena de cortes y puntos de sangre oscura. Al tocárselos, brotó sangre fresca de debajo de las costras secas. Ivy tomó a la gata en sus brazos temblorosos y la cubrió con su cuerpo.
—Oh, Ella, lo siento. Lo siento. —Apoyó la cara en el pelaje del animal mientras lágrimas ardientes se deslizaban por sus mejillas—. Cerré la puerta, las dos puertas. Nunca te habría dejado aquí si hubiera pensado que él podía entrar.
¿Cómo había entrado?, se preguntó Ivy. Antes, la habitación de Ivy era la suya, así que tal vez tuviera otra llave. Esa noche, antes de dormir, bloquearía las puertas con unos muebles.
—Mañana, mientras esté en el instituto, te tendré en el coche —le prometió a Ella.
Se levantó y cerró la puerta de su habitación, preguntándose si Gregory habría estado acechando fuera, disfrutando de la escena. Después de limpiarle a Ella la pata y el costado, Ivy la acarició durante largo rato. La gata ronroneó levemente, cerrando los ojos despacio.
Cuando Ella se hubo quedado profundamente dormida, Ivy la puso con cuidado sobre su cama. En cuanto hubo dejado a la gata, sus manos comenzaron de nuevo a temblar. Cogió una silla bien robusta y la colocó bajo el picaporte de la puerta que daba al rellano. Tras asegurarse de que la puerta no se podía abrir, se desnudó. Tal vez una ducha larga y caliente la calmaría.
Ivy cerró con pestillo la puerta que separaba el baño de la habitación de Philip, encendió la radio y abrió el grifo a tope. Durante los primeros diez minutos fue capaz de expulsar de su mente todo menos la música. Pero no dejaban de rondarla pensamientos agitados. El cordón mojado del que colgaba la llave le rozaba el cuello. Ivy cerró los ojos con fuerza pero siguió viendo imágenes de ruedas y palabras escritas a mano, las palabras de la nota de chantaje.
Por fin cerró la ducha y se quedó inmóvil y goteando en la bañera. Se preguntó si Tristan echaría de menos la sensación del agua corriendo sobre su cuerpo. Ella echaba de menos que Tristan la tocara. Intentó recordar lo que sentía cuando él la acariciaba, pero su mente no hacía más que volver a Will. Se concentró en la cara de Tristan, pero su mente recordaba lo que había sentido cuando Will la había cogido de la mano el día que volvieron a la estación. Intentó recordar la imagen de la mano de Tristan sobre la suya, pero volvió a sentir el contacto de la mano de Will cuando había intentado quitarle el barro del pelo, cuando le había tocado la mano a la hora de comer para hacer que lo mirara.
Ivy corrió la cortina y salió de la bañera. Al instante, sintió un dolor tan inesperado e intenso en el pie como si se le hubieran hincado en él cien alfileres. Cayó contra la bañera. Recuperando el equilibrio, se sentó en el borde y levantó el pie con cuidado para examinárselo. Tenía unos pedacitos de cristal clavados en la planta, y había más brillando sobre la alfombrilla de baño.
La mente de Ivy se puso a pensar a toda velocidad mientras ella se balanceaba adelante y atrás sujetándose el tobillo, apretándoselo fuerte. Después se tranquilizó y comenzó a sacarse los cristales de la planta, extrayendo todos los que pudo con las manos. Tras doblar y apartar la alfombrilla llena de cristales, examinó el suelo y anduvo a la pata coja hasta el armario a por un par de pinzas.
Ninguno de los pedazos estaba demasiado hundido en la carne. Era justo lo bastante para que sintiera dolor, justo lo bastante para ponerla nerviosa. Ivy se forzó a proceder con calma y de forma metódica; luego se puso la bata y volvió a levantar el pie para mirárselo. Estaba lleno de cortes y tenía puntitos de sangre, exactamente como el de Ella.
De pronto, se dejó caer al suelo y recogió las rodillas contra su pecho.
—¡Tristan! —gritó—. ¡Tristan, ven, por favor! Te necesito.
Comenzó a sollozar sin control.
—¡Tristan! No me dejes sola ahora. ¡Te necesito! ¿Dónde estás? ¡Por favor, Tristan!
Pero él no acudió. Al final, los sollozos de Ivy se calmaron, sus hombros dejaron de agitarse y lloró despacio y en silencio.
—Ejem.
Era el sonido de alguien que se aclaraba la garganta.
—Ejem.
Ivy levantó los ojos y vio un resplandor morado frente al espejo de maquillaje.
—No sé dónde está —dijo Lacey en tono enérgico y formal.
El resplandor morado se acercó a Ivy.
Ella intentó frenar las lágrimas con un parpadeo, pero no cesaron de brotar. Un pañuelo de papel se deslizó fuera de la caja y quedó colgando en el aire frente a Ivy, esperando a que lo cogiera.
—Gracias…, Lacey.
—Estás horrible cuando lloras —observó Lacey, e Ivy se dio cuenta de lo mucho que la complacía hacer esa observación.
Ivy asintió, se secó los ojos y se sonó con fuerza la nariz.
—Me imagino que tú debías de ser bastante guapa —repuso—. Las estrellas de cine siempre lo son.
—Pero yo no lloraba nunca.
—Ah.
—Nada de suspiros, nada de lágrimas —alardeó Lacey—. Ése era mi lema.
—¿Y lo conseguiste?
—En vida, sí —contestó Lacey.
Ivy percibió el leve temblor en la voz de la chica. Alargó la mano para aceptar otro pañuelo y preguntó:
—¿Y ahora?
—Eso no es asunto tuyo —repuso Lacey en seguida—. Deja que te vea el pie.
Obedientemente, Ivy puso el pie en alto. Notó que las puntas de unos dedos se lo examinaban con delicadeza.
—¿Te duele mucho?
—Se curará en seguida. —Ivy bajó el pie y se levantó, apoyando poco a poco su peso en él. Le dolía mucho más de lo que quería admitir—. De hecho, estoy mucho más preocupada por Ella. Se ha cortado la pata. —Ivy le habló a Lacey del pelo que le habían afeitado y del bucle de su propio cabello que alguien le había cortado—. Ha sido Gregory, estoy segura.
—Qué chico tan listo —observó Lacey con sarcasmo—. Supongo que has captado el mensaje: lo que le pase a Ella te pasará a ti.
Ivy tragó saliva con fuerza y asintió.
—¿Has buscado a Tristan?
—En casa de Caroline. En la de Will. En su apartamento del cementerio. No está en ningún sitio…, tal vez se haya sumido de nuevo en la oscuridad.
Lacey suspiró, recuperó la compostura y fingió que volvía a aclararse la garganta.
—Estás preocupada —declaró Ivy, abriendo la puerta y entrando la primera en su habitación.
—¿Por Tristan? Nunca. —El resplandor morado pasó junto a Ivy y se tendió sobre las almohadas, a lo ancho de su cama.
—Estás preocupada. Lo noto en tu voz —insistió Ivy.
—Estoy preocupada por si se marcha a algún sitio y me quedo empantanada con su trabajo —replicó Lacey.
Ivy se sentó en la cama y Ella alzó la cabeza.
—Ha sido muy amable por tu parte que vinieras cuando supiste que necesitaba ayuda.
—No he venido por ti.
—Lo sé —repuso Ivy.
—Lo sabes —se burló Lacey. El resplandor morado saltó de la almohada como el fantasma brillante de un gato—. ¿Y qué crees que sabes?
—Que te importa mucho Tristan —respondió Ivy en voz alta. «Que estás enamorada de él», pensó—. Que te importa tanto que ayudarías a alguien a quien no puedes ni ver y que desearías que desapareciera del mapa sólo para que él se sintiera mejor.
Por una vez, Lacey no contestó.
—En cuanto vuelva a ver a Tristan, le diré que viniste cuando llamé —añadió Ivy.
—No te molestes, no necesito que nadie me haga quedar bien —se apresuró a decir Lacey.
Ivy se encogió de hombros.
—Bueno, pues no se lo diré.
Lacey se acercó más a la cama. Ivy vio que la pata herida de Ella se levantaba.
—Qué canallada.
—Lacey —la voz de Ivy tembló ligeramente—, ¿tú puedes hablar con los gatos? ¿Puedes explicarle a Ella que no sabía que Gregory tenía una manera de entrar? ¿Podrías decirle que nunca la habría dejado aquí si lo hubiera sabido y que mañana…
—¿Quién te crees que soy? —la interrumpió Lacey—. ¿El doctor Doolittle? ¿Blancanieves? ¿Ves pajaritos posándose en mis manos?
—Si ni siquiera te veo las manos —le recordó Ivy.
—Soy un ángel, y no puedo hablar la lengua de los gatos más de lo que la hablas tú.
Ella empezó a ronronear.
—Pero te diré lo que puedo hacer —dijo Lacey en voz más suave—. Lo que voy a hacer. Si funciona… —añadió—. Es una especie de experimento.
Ivy esperó pacientemente.
—Primero, túmbate —ordenó Lacey—. Relájate. ¡Relájate! No, espera. Ve a por una vela.
Ivy se levantó, rebuscó en los cajones de su escritorio y acabó sacando una vieja vela de Navidad que le había dado Philip.
—¿Dónde quieres que la ponga?
—Donde puedas verla —respondió Lacey.
Ivy la colocó en su mesilla de noche y la encendió. Al mismo tiempo, vio que Ella se levantaba como si la hubieran pinchado. La gata cojeó hasta el otro extremo de la cama.
—Ahora túmbate con los pies en este lado, cerca de Ella —le indicó Lacey.
Ivy se tumbó en la cama como le había dicho Lacey, y la luz de la habitación se apagó.
—Estupendo. Ahora no me rechaces —dijo Lacey en voz más baja—. No apartes los ojos de la vela. Deja que tus pensamientos, tu mente, tu espíritu floten hacia ella, dejando tu cuerpo atrás. Déjalo conmigo para que yo pueda hacer mi trabajo.
Ivy observó la llama, observó cómo subía y bajaba. Se imaginó a sí misma como una polilla, volando hacia el fuego, revoloteando a su alrededor. Luego notó que se le calentaba la planta del pie y combatió el impulso de apartarlo. «Mira la vela, mira la vela», se dijo a sí misma mientras el calor se volvía cada vez más intenso. Justo cuando creía que no iba a poder seguir soportándolo, el calor disminuyó. Sintió que algo fresco la tocaba y, después, una sensación de hormigueo.
—Hecho.
La voz de Lacey era ahora tan débil que Ivy tuvo que hacer un esfuerzo para oírla. Incluso a oscuras, Ivy apenas si veía su resplandor. Se incorporó rápidamente.
—¿Estás bien?
Lacey no respondió a su pregunta.
—Enciende la luz —dijo con un hilo de voz.
Ivy se levantó para hacerlo y, sin pensar, apoyó con fuerza su pie herido. No sintió dolor alguno, ni siquiera escozor. Encendió la luz, se sentó en seguida y levantó el pie. La planta estaba tan lisa como la palma de su mano, más lisa que la planta del otro pie y sin rastro de los cortes. ¡La pata de Ella también estaba curada!
—¡Muy bien! Sí, ¡muy bien! —se felicitó Lacey a sí misma—. ¡Qué buena eres, Lacey! —dijo, pero su voz aún sonaba áspera como la de una vieja, y su resplandor morado estaba a ras de suelo.
—Lacey, ¿qué te ha pasado? —inquirió Ivy—. ¿Estás bien?
No hubo respuesta.
—Háblame —exigió Ivy.
—Estoy cansada.
—Tristan —Ivy llamó en voz baja por fuera pero gritó por dentro—. Por favor, ven. Algo le ha pasado a Lacey. Tienes que ayudarla, Tristan. ¡Ángeles, ayudad a Lacey!
—Sólo estoy cansada.
—No deberías haberlo intentado. Ha sido demasiado —dijo Ivy, asustada—. No sé cómo ayudarte. Dime qué hacer.
—Vete. Ahora Gregory está en la habitación de Philip. Vete.
Ivy no se movió.
—Llévate a Ella —añadió Lacey con voz débil—. Deja que la vea. Será divertido.
—No. No voy a dejarte sola estando así.
—¡Vete, te he dicho! Haz que mi tiempo merezca la pena.
—Ángel testarudo —murmuró Ivy.
Cogió a Ella y, a regañadientes, echó a andar hacia la puerta. Mientras la cruzaba, oyó a Lacey decir en voz baja:
—Eres estupenda, Ivy, eres estupenda.
—¿Qué has dicho? —preguntó ella.
Lacey no contestó.
Llevando a Ella como un bebé encima del hombro, Ivy entró en la habitación de Philip. Cuando Gregory la vio en el umbral, se le encendieron los ojos. «Está esperando que me ponga a gritar como una loca y que lo acuse», pensó. Le sonrió y vio que él miraba hacia abajo. La sonrisa de Gregory se desvaneció cuando la vio entrar en la habitación cómodamente descalza y sin dar muestras de dolor.
—Ella quiere daros las buenas noches —dijo. La gata se retorcía frenéticamente en sus brazos, queriendo alejarse de Gregory todo lo posible.
A pesar de que a Ivy le sabía mal forzar a Ella, sabía que podía sacarle alguna ventaja, una ventaja psicológica que las mantendría a las dos a salvo durante algún tiempo. Mantuvo deliberadamente el costado sin pelo de la gata oculto contra su cuerpo. Las heridas se habían curado, pero la piel seguía desnuda. Sentándose en la cama de Philip, subió los pies a lo alto y se los acercó al cuerpo, de modo que Gregory pudiera ver las plantas desnudas y lisas de sus pies.
Observó el parpadeo, el asombro momentáneo en sus ojos, y en seguida la máscara volvió a su sitio, la máscara de simpático hermano mayor que llevaba puesta mientras acostaba a Philip. Claro que a Gregory podía ocurrírsele una explicación para sus pies indemnes: Ivy sabía que tramaba algo, había mirado antes de salir de la ducha y había evitado los trozos de cristal.
—Quiero darle un abrazo a Ella —dijo Philip.
Extendió los brazos hacia la gata, pero Ivy sujetó con fuerza al animal, que intentaba escabullirse.
—¿Qué le pasa a la gatita? —preguntó Gregory.
—No lo sé. Creo que quiere jugar.
Gregory esbozó una sonrisita.
—¿No es así, Ella? —inquirió Ivy—. ¿Te sientes juguetona y llena de energía? —Le dio la vuelta a la gata como si fuera a rascarle la barriga.
Entonces Gregory lo vio. La pequeña pata, con sus tiernas almohadillas tan rosadas como las de un cachorrito. Sus ojos volaron a las otras patas de Ella, como si pensara que se le había olvidado cuál de ellas había lastimado. Ivy mantuvo a la gata sobre su lomo, dándole a Gregory tiempo sobrado para mirarle las patas. Su respiración se volvió superficial. El color se extinguió de su rostro.
—Quiero darle un abrazo —volvió a decir Philip.
—¿A Ella, y a mí no? —bromeó Ivy y, acto seguido, dejó al animal en su regazo.
La gata salió disparada y regresó corriendo a la habitación de Ivy, demasiado a prisa para un animal con una pata herida, demasiado a prisa para que nadie se apercibiera de la franja de piel desnuda de su costado.
—Vaya… —dijo Ivy inclinándose a besar a Philip—. Buenas noches y felices sueños. —Se marchó, rozando a Gregory al pasar—. No olvides rezarle a tus ángeles.
Al día siguiente, Ivy metió una caja con arena y un montón de mantas en su coche y se llevó a Ella consigo al instituto. Estaba claro que, estuvieran o no cerradas las puertas de su habitación, Gregory tenía un modo de entrar. Tal vez tuviera la llave, o tal vez se le diera bien abrir cerraduras. Quizá hubiera otra entrada al desván, pensó, una trampilla por la que podía introducirse y que le permitía volver a bajar pasando por su sala de música. En cualquier caso, no podía dejar a Ella sola en la casa.
Ivy estacionó el coche al final del aparcamiento del instituto, tras un grupo de sauces llorones. Los árboles protegerían el coche tanto del sol como de la lluvia, pensó mirando las nubes que se aglomeraban al oeste.
—Es lo mejor que puedo hacer, gata —dijo, y salió corriendo para asistir a su primera clase.
Se juntó con Beth en la segunda hora, cuando se dirigían a clase de inglés.
—¿Algún otro sueño? —le preguntó.
—El mismo. Una y otra vez. Si no averiguas pronto lo que significa, voy a volverme loca.
Ambas se apartaron cuando varios alumnos las empujaron para entrar en el aula.
—Ojalá pudiéramos hablar con Tristan —terció Ivy—. No logro ponerme en contacto con él.
—A lo mejor está trabajando con Will —aventuró Beth.
Ivy agitó la cabeza, convencida de que Tristan no le habría pedido ayuda a Will, pero Beth continuó hablando.
—Will no estaba en clase a primera hora.
—¿Ah, no?
Ivy trató de sofocar un nuevo temor que despertaba ahora en ella. ¿Por qué habría de preocuparse por Will? Will sabía el tipo de persona que era Gregory y creía que podía manejarlo. Creía que podía traicionarla sin consecuencias.
—Me llamó desde el trabajo anoche, tarde —prosiguió Beth—. Tenía que ayudarme hoy con el ordenador pero dijo que estaba liado y que no podría reunirse conmigo.
«Oh, ángeles, protegedlo», rezó Ivy en silencio. ¿Se habría involucrado Will más aún? ¿Estaría trabajando ahora para Gregory como había hecho antes Eric? «Ángeles, protegedlo», rogó Ivy, a su pesar.
—Señoritas —las llamó el señor McDivitt—, el resto de nosotros estamos haciendo clase de inglés. ¿Ustedes qué hacen?
Ivy se pasó la clase de inglés, y todas las clases siguientes, dibujando ruedas con muescas. E intentó sin cesar ponerse en contacto con Tristan. Cada hora del día parecía estirarse y encogerse después como un acordeón: minuto a minuto, la hora se arrastraba y luego, de repente, había terminado, acercándolos a todos una hora a lo que Gregory estuviera planeando hacer a continuación. Ivy tenía ganas de subirse al pupitre y mover las manecillas del reloj hacia adelante, de poner las ruedas en movimiento.
«Ruedas…, relojes», pensó. Los relojes tenían engranajes, ruedas con muescas, y los relojes antiguos, como el que había en la repisa de la chimenea en el comedor de su casa, tenían llaves para abrir la caja. ¿Cómo no se le había ocurrido antes? En el sueño de Beth, las ruedas giraban en una dirección, luego Ivy alargaba el brazo y las empujaba en dirección contraria, haciendo retroceder el tiempo, pensó, mandándolas al pasado. En el pasado, Caroline había vivido en la casa de la colina. Era posible que hubiera escondido algo en el reloj de la chimenea mucho tiempo antes.
Ivy volvió a mirar el reloj de la pared del aula. Faltaban veinte minutos para que acabara la última clase del día. Sabía que su madre saldría a buscar a Philip al colegio y que Gregory aún estaría en clase. Era su oportunidad. En cuando les asignaron la tarea escrita, se acercó con sus libros al frente de la clase.
—Señor Carson —dijo con voz débil.
La disculparon inmediatamente y no se detuvo a hacer la parada de rigor en la oficina de la enfermera. Cuando estuvo a unos quince metros de la entrada, salió disparada hacia el coche.
Había llegado una fresca lluvia otoñal que estaba cubriendo de neblina la ciudad. Ivy recorrió dos manzanas antes de pensar en poner en marcha los limpiaparabrisas. Su pie apretaba rápida y bruscamente el pedal, e Ivy arrancaba y paraba, impaciente a causa del tráfico que se concentraba en las calles estrechas. La gata no hacía más que trepar a su regazo.
—¡Para, Ella!
Cuando por fin llegó al camino de entrada de la casa, avanzó rápidamente hasta arriba, tiró del freno de mano y salió del coche, dejando la portezuela abierta. No había nadie, al menos no había ningún otro coche. Mientras abría la puerta de la casa y desconectaba el sistema de alarma, las manos le temblaban de la emoción.
Cruzó corriendo la cocina y entró en el comedor. Sobre la repisa de la chimenea estaba el reloj de caoba de medio metro de altura, con su bonita cara de luna y su péndulo dorado que oscilaba a un ritmo constante tras el cristal teñido. Recordaba bien: el reloj tenía una cerradura en la caja.
Se pasó el cordón que llevaba al cuello por encima de la cabeza, acercó la llave a la cerradura y la introdujo en ella. La hizo girar lentamente hacia la izquierda, luego hacia la derecha. La cerradura emitió un clic e Ivy abrió la puerta del reloj.
Esperaba ver algo nada más abrirla. Pero allí no había nada. Por un instante se quedó sin respiración. «No seas estúpida —se dijo—. Alguien tiene que darle cuerda al reloj. Alguien más tiene una llave, probablemente Andrew, así que no iban a dejar nada en primer plano». Alargó la mano con cuidado y detuvo el péndulo a media oscilación, deslizó la otra mano en el interior de la caja del reloj y buscó a tientas.
Necesitaría un taburete para alcanzar la parte más alta, donde se encontraba el mecanismo del reloj. De puntillas, Ivy desplazó lentamente los dedos por uno de los costados de la caja de madera. Notó un borde, un borde de papel. Tiró de él, primero con suavidad, temiendo romperlo y dejar una parte adherida al reloj. Se trataba de un borde grueso doblado, como el de un sobre. Tiró un poco más fuerte, y el papel se desprendió.
Ivy se quedó mirando el viejo sobre marrón que tenía en las manos. Acto seguido sacó un cuchillo del cajón de la cubertería y lo abrió con gesto rápido rasgando el papel.