14

Ivy soñó con Ella toda la noche. Sueños largos y tortuosos en los que Gregory perseguía a la gata e Ivy perseguía a Gregory. Después, justo cuando se acercaba a él, Gregory se volvía contra ella. No durmió tranquila hasta el amanecer. Ahora, con los ojos cerrados para protegerse de la luz, contó los tañidos sofocados del reloj del salón. Sonaban a millones de kilómetros de distancia, cinco millones, seis millones, siete millones, ocho millones…

—¡Las ocho! —se sentó de golpe en la cama.

Ella, que había estado acurrucada a su lado, apretó su cuerpo con fuerza contra el de Ivy, enterrando su cara en el costado de ella. Con el mayor cuidado posible, Ivy se colocó la gata en el regazo. Cuando volvió a ver la herida, los ojos se le llenaron de lágrimas.

—Bueno, pequeña, vamos a limpiarte.

Levantó a Ella de la cama con precaución y la llevó al baño.

—Ivy, Ivy, ¿aún no estás lista? —la llamó su madre desde abajo.

Ivy se volvió y salió al pasillo, manteniéndose lo bastante cerca de la pared como para que Maggie no pudiera verla.

—Casi —gritó.

—Todos se han ido ya —le dijo Maggie chillando—. Yo también me marcho.

—Hasta luego —replicó Ivy con alivio.

Oyó el clic-clic de los tacones de su madre en el suelo de madera y el sonido de la puerta trasera al cerrarse. Entonces levantó a Ella a la altura de su rostro para volver a examinarle la herida. El corte era recto, como si se lo hubieran hecho con una navaja afilada.

La noche anterior, Tristan había tenido que emplear todos sus poderes de persuasión para impedirle que irrumpiera en la habitación de Gregory. Esa mañana, sabía que Tristan había hecho bien al frenarla. Se enfrentaría con Gregory, pero cuando estuviera tranquila y serena. Él quería disgustarla, y su enfado no haría más que alentarlo.

—Muy bien, cariño, todo irá estupendamente.

El sol de la mañana estaba ahora lo bastante alto como para inundar la habitación y bañar el tablero de su escritorio, haciendo brillar cada mota de polvo y arrancándole destellos dorados a la pintura del marco de la foto de Tristan. Ivy se quedó mirando la fotografía unos instantes y dio un respingo. Frente a la foto había unos mechones de pelo negro. Pelo de Ella. Sujetó a la gata contra su cuerpo con un brazo y estiró el otro para tocar el suave pelaje. Al tocarlo, cogió un bucle de cabello dorado.

¡Su cabello! Alguien le había cortado un trozo de su propio cabello.

Gregory, por supuesto. Ivy se desplomó en una silla junto al escritorio y se balanceó adelante y atrás, abrazando a Ella. ¿Cuándo lo había hecho? ¿Cómo?

Todas las noches, desde que Tristan le había dicho lo que sabía de Gregory, Ivy cerraba con llave la puerta del dormitorio que daba al rellano. Sin embargo, había otra entrada, a través del baño que conectaba su habitación con la de Philip. Ivy había quitado el pestillo de esa puerta para que Philip pudiera abrirla en caso de emergencia, pero no sin mucho esfuerzo y haciendo mucho ruido. De algún modo, Gregory la había abierto con sigilo. Al pensar en él con un par de tijeras en la mano, inclinándose sobre ella mientras dormía, se le erizaron todos los pelos del cuerpo.

Ivy respiró profundamente y volvió a ponerse en pie. Le limpió a Ella la herida y luego adecentó el tablero del escritorio con manos aún temblorosas. A continuación, obedeciendo a un súbito impulso, se dirigió corriendo a la habitación de Gregory, esperando ver por sí misma las tijeras, la navaja, la prueba de lo que había hecho.

Se puso a coger y tirar al suelo papeles, ropa y revistas. De entre las páginas de Rolling Stone cayó un pedazo de cartulina. Estaba doblado en dos y tenía algo escrito en tinta oscura en el interior. Cuando lo abrió, se le paralizó el corazón. Reconoció la caligrafía al instante: el trazo enérgico e inclinado era idéntico al de las leyendas de las caricaturas de Will.

Leyó la nota de prisa; luego volvió a leerla muy despacio, palabra a palabra, como un párvulo asombrado ante cada grupo de letras y su significado. Mientras leía la nota de Will, se repitió a sí misma una y otra vez que ésas no eran sus palabras, no podían ser sus palabras. Pero la había firmado.

«Gregory —había escrito—, quiero más. Si lo dices en serio, traerás dos veces esa cantidad. Me estoy arriesgando, ahora soy un cómplice, tienes que hacer que valga la pena. Si quieres la chaqueta y la gorra, trae el doble de dinero».

Ivy cerró los ojos y se apoyó contra el escritorio de Gregory. Se sentía como si le estuvieran aplastando el corazón, transformándoselo en una piedrecita. Cuando todo hubiera terminado, no quedaría nada blando dentro de ella, nada que pudiera sangrar… ni gritar.

Volvió a abrir los ojos. Tristan había estado en lo cierto desde el principio respecto a Gregory y a Will. Pero no había adivinado que Will la traicionaría, que encubriría a Gregory y la dejaría indefensa si le pagaban lo suficiente.

Ivy se sentía anonadada, no por el odio y las oscuras amenazas de Gregory, sino por la pálida crueldad de Will. «¿Para qué intentarlo?», pensó. Tenía demasiadas cosas en contra. Volvió a deslizar la nota en la revista. Entonces se fijó en un libro de béisbol sobre Babe Ruth, uno de los volúmenes de Philip encuadernados en rústica, hecho jirones encima del montón de libros de Gregory.

No podía abandonar. Philip estaba en el mismo barco que ella.

Volvió a abrir la revista, agarró la nota y cruzó corriendo el rellano para vestirse y marcharse al instituto. Esa mañana, antes de salir de casa, subió un cuenco con agua y pienso para Ella a su habitación. Dejó a la gata allí y cerró con llave tanto la puerta que daba al baño como la que se abría al rellano.

Ivy se había perdido la primera clase del día. Cuando entró en clase de inglés con un justificante de su retraso, Beth levantó la cabeza. Parecía cansada y preocupada. Ivy le guiñó un ojo, y Beth esbozó una leve sonrisa.

Después de clase, caminaron juntas intentando escapar de la multitud de chicos y chicas que pululaban por el pasillo. Era imposible oír nada por encima de las voces y el ruido de las taquillas al abrirse y cerrarse a menos que uno gritara. Ivy cogió a su amiga del brazo y abrió la palma de la mano. En seguida, Beth deslizó la llave en ella.

Cuando llegaron por fin al final del pasillo, Beth dijo:

—Ivy, tenemos que hablar. La noche pasada tuve un sueño. No sé lo que significa, pero creo…

Sonó la campana.

—Oh, no, tengo un examen en la clase siguiente.

—Nos vemos a la hora de comer —dijo Ivy—. Procura coger la mesa del fondo, la de la esquina —añadió cuando se separaban.

Dos horas después, Ivy tuvo suerte. La señorita Bryce, la orientadora académica, la dejó salir pronto para ir a comer, diciéndole lo satisfecha que estaba de sus progresos, su nueva esperanza y su actitud positiva ante la vida. «Supongo que las clases de teatro valen la pena», pensó Ivy encaminándose a la mesita del fondo de la cafetería. Beth se unió a ella unos minutos más tarde.

—Will está en la cola. ¿Le hago señas para que venga? —inquirió Beth.

Ivy masticó rápidamente su sándwich y tragó con fuerza. Will era la última persona que quería ver en este mundo. Pero Beth aún confiaba en él. Ya lo estaba llamando con gestos.

—¿Le has dicho algo a Will acerca de la llave o de nuestra búsqueda?

—No.

—Bien —repuso Ivy—. No le digas nada. No quiero que lo sepa, aún no —añadió suavizando el tono de su voz cuando vio la mirada de sorpresa en el rostro de Beth.

—Pero Will tal vez tenga alguna buena idea —se extrañó Beth, abriendo la bolsa de su almuerzo y sacando su habitual primer plato, el dulce—. Estoy segura de que querrá ayudarte a buscar.

«Sin duda —pensó Ivy—. Quién sabe qué podría encontrar que quizá valiera algún dinero».

—Ya sabes lo que siente por ti —prosiguió Beth.

Ivy no pudo contener su sarcasmo.

—Oh, sí. Claro que lo sé.

Beth la miró extrañada.

—Ivy, Will haría cualquier cosa por ti.

«Y tal vez, entretanto, se sacaría unos cuartos», pensó ella, pero esta vez habló con mayor prudencia.

—Tal vez tengas razón, Beth, pero, en cualquier caso, no se lo digas hoy, ¿vale?

Su amiga juntó las cejas. No iba a seguir discutiendo, pero estaba claro que creía que Ivy estaba cometiendo un error.

—Dime qué soñaste anoche —le pidió Ivy.

Su amiga negó lentamente con la cabeza.

—Fue extraño, Ivy, muy simple pero muy extraño. Soñé la misma cosa una y otra vez. No sé si tendría que ver con la llave, pero salías tú.

—Cuéntame —dijo Ivy aproximándose a ella, sin dejar de observar el avance de Will en la fila de la cafetería.

—Había unas ruedas grandes —recordó Beth—, dos, tres, no sé cuántas. Unas ruedas grandes con los bordes irregulares, llenos de muescas, como ruedas de tractor o neumáticos para la nieve o algo así. Todas giraban en la misma dirección. Entonces llegabas tú. En el sueño no salíais más que las ruedas y tú. Extendiste la mano y las paraste. Después las empujaste, y las ruedas se pusieron a girar en dirección contraria.

Beth calló. Sus ojos tenían una mirada ausente, como si estuvieran volviendo a ver el sueño.

—¿Y?

—Eso es todo —contestó Beth—. Es cuanto soñé, repetido una y otra vez.

Ivy se acomodó mejor en la silla, perpleja.

—¿Tienes alguna idea de lo que significa? —preguntó.

—Yo iba a preguntarte lo mismo —respondió Beth—. Ivy, ahí viene Will. ¿Por qué no se lo contamos y…?

—No —se apresuró a responder Ivy.

Beth se mordió el labio. Ivy miró las capas mustias de su sándwich.

—¡Hola! —saludó Will retirando una silla y colocando su bandeja sobre la mesa—. ¿Qué hay de nuevo?

—No gran cosa —contestó Ivy evitando sus ojos.

—¿Beth?

—No gran cosa —repitió Beth como un eco, sin convicción.

Will permaneció callado unos instantes.

—¿Cómo es que has llegado tarde esta mañana? —le preguntó a Ivy.

Ella levantó rápidamente la vista.

—¿Cómo sabes que he llegado tarde?

—Porque yo también llegué con retraso —Will inclinó ligeramente la cabeza, como si estuviera intentando leer en ella.

Ivy miró hacia otro lado.

—Entré justo detrás de ti —prosiguió él, alargó la mano hacia la suya y la tocó con suavidad, intentando hacer que volviera a mirarlo.

Ivy no lo miró.

—¿Qué pasa?

El tono inocente y preocupado de su voz le dio náuseas.

—Beth. Dime qué pasa.

Ivy le lanzó una mirada a su amiga. Beth se encogió de hombros, y Will paseó los ojos de la una a la otra. Su rostro tenía una expresión serena y pensativa, como la de un profesor que espera pacientemente una respuesta, pero sus manos lo delataban, agarrando con fuerza el borde de su bandeja.

«Ahora está preocupado —pensó Ivy—, realmente preocupado, pero no por mí. Piensa que las dos sabemos la verdad acerca de él».

Will contuvo el aliento y dijo en voz baja:

—Sorpresa. Ahí llega Gregory.

Ivy levantó la vista esperando ver a Suzanne con él. Si Suzanne se esforzaba tanto como solía en desairarla, Ivy tendría una excusa para marcharse. Pero Gregory venía solo, dirigiéndose hacia ellos con seguridad, sonriendo, como si todos fueran buenos amigos.

Will lo saludó.

—No sabía que estuvieras libre a esta hora —dijo Ivy.

—Hoy tenemos clase de historia en la biblioteca —replicó él—. Estoy investigando, ¿no se nota?

Ivy rió con despreocupación, resuelta a parecer tan cómoda como él.

—¿Cuál es tu tema?

—Asesinatos famosos del siglo XIX —contestó Gregory cogiendo una silla.

—¿Estás aprendiendo algo?

Él se quedó pensativo un momento, sonrió y se sentó junto a ella.

—Nada útil. Will, siento no haberte visto anoche.

Ivy se volvió a mirar a Will.

—¿Por qué no nos vemos luego, esta tarde? —propuso Gregory.

Will titubeó y después asintió.

—En Celentano’s —dijo.

—¿Puedo ir? —inquirió Ivy, pillándolos por sorpresa a los dos—. Ay, se me olvidaba —dijo con un tranquilo gesto de la mano—, hoy trabajo.

—Lástima —intervino Gregory, pero la expresión sorprendida de ambos le dijo a Ivy lo que quería saber. Esa reunión era de negocios. Gregory iba a pagarle a Will. Por lo menos Will era lo bastante listo como para hacer el intercambio en la seguridad de un lugar público.

Beth no dijo una palabra en toda la conversación. Observaba con sus ojos azules muy abiertos e Ivy se preguntó si podría leer los pensamientos que se ocultaban detrás de sus rostros. Había dejado su brownie a medio comer dentro de su fiambrera.

—Si no vas a terminártelo, lo haré yo —dijo Ivy esforzándose por encontrar cosas normales que decir, por seguir fingiendo que no ocurría nada y que no tenía miedo.

Beth empujó el brownie en su dirección. Mientras Gregory y Will quedaban a una hora para encontrarse, Ivy desprendió un pedacito y después colocó lo que quedaba del dulce frente a Gregory.

—¿A qué hora llegaste a casa anoche? —le preguntó.

Gregory se la quedó mirando en silencio por unos instantes y luego apoyó la espalda en la silla.

—Veamos…, a las nueve en punto, creo.

—¿No oíste nada extraño afuera?

—¿Nada como qué? —inquirió él.

—Gemidos o aullidos, un gato quejándose de dolor.

—¿Le ha pasado algo a Ella? —preguntó Beth.

—Algo la atacó —les contó Ivy.

Will frunció el ceño. Su antigua mirada de preocupación se dirigía ahora a Ivy.

—Le arrancó una tira de piel y le hizo sangre en el costado derecho —prosiguió Ivy—. Pero no había señales de mordiscos. ¿Qué clase de animal haría algo así? —preguntó mirando directamente a Gregory.

—No tengo ni idea —contestó él con frialdad.

—¿Lo sabes tú, Will?

—No… no. ¿La gata está bien? —Ivy percibió el ligero temblor en su voz, y ello casi la hizo volver a confiar en él.

—Ah, sí, sí, está bien —contestó Ivy poniéndose en pie y arrojando su comida a medio terminar a una papelera próxima—. Es una gatita callejera muy fuerte.

—Idéntica a su dueña —terció Gregory—. Idéntica.