13

Tristan pensó que advertir a Ivy acerca de Will le haría bien. Al fin y al cabo, sus sospechas eran ciertas. Will no admitía todo lo que sabía, y no les decía cómo había llegado a saberlo. Ahora, Ivy sólo podía confiar en Tristan. Debería haberse sentido inteligente y victorioso, por lo menos satisfecho. Pero no era así. Por mucho que se quisieran y se necesitaran el uno al otro, Ivy y él estaban en las orillas opuestas de un río infranqueable.

El lunes por la tarde, el mundo le pareció más gris, más frío. Permaneció en el exterior de la casa de Caroline y sintió avecinarse el otoño como una criatura sin hogar. Cuando se introdujo en el edificio a través de las paredes tuvo la impresión de ser un intruso, un aparecido, no un ángel que ayudaba a las personas a las que amaba. Deseaba estar con Ivy, pero no se atrevía a ir a ella ahora. Sabía que la información sobre Will la había herido e irritado. Ahora que se lo había contado, ¿qué podía hacer para mejorar las cosas?

—¿Tristan?

Se volvió, sorprendido.

—¿Tristan?

Deseaba tanto oír la voz de Ivy que creyó haberla oído realmente.

—¿Estás ahí dentro? Ábreme.

Corrió hacia la puerta, concentrándose rápidamente en materializar sus dedos. Pero éstos no hicieron más que resbalar sobre el cerrojo mientras él luchaba por abrirlo. Se preguntó si a Ivy le parecería extraño cuando la puerta de la oscura casa se movió lentamente sobre sus goznes.

Ella entró y se detuvo justo en el rectángulo de luz lunar que arrojaba la puerta abierta. Su cabello brillaba bajo la luz plateada y su piel estaba tan pálida como la de una aparición. Por unos instantes, Tristan creyó que había sucedido algo terrible y maravilloso, y que ella había ido a buscarlo convertida en un espíritu igual que él. Pero entonces vio que se volvía hacia él, con ojos enamorados pero sin enfocar, como cuando los ojos ven un resplandor pero no los rasgos de una cara.

—Te quiero —compartieron ese pensamiento y él se introdujo en su mente con facilidad.

—Lo siento, Tristan —dijo Ivy en voz baja—. Siento haberte echado de esa manera.

Él se alegraba tanto de estar con ella, de que hubiera acudido a él, que por un momento no pudo hablar.

—Sé que te hice daño cuando te dije lo de Will —articuló por fin.

Ella se encogió levemente de hombros y cerró la puerta.

—Tenías que decirme la verdad.

Tristan sabía por ese leve gesto que seguía disgustada con la noticia. «Debería hacer que hablara de ello —pensó—. Debería recordarle que volverá a enamorarse, que algún día amará a otra persona…».

—Te quiero, Tristan —dijo Ivy—. Por favor, pase lo que pase, prométeme que no lo olvidarás.

En otra ocasión. Hablarían del futuro en otra ocasión.

—¿Me estás escuchando? —inquirió ella—. Sé que estás ahí. Te estás escondiendo, Tristan. ¿Estás enfadado?

—Estaba pensando —contestó él—. ¿Cómo has sabido que me encontrarías aquí?

Percibió la sonrisa en los labios de ella.

—No estoy segura —respondió—. Supongo que tenía muchísima necesidad de verte y que después de esta tarde no creía que vinieras cuando te llamara. Me figuré que tendría que encontrarte yo. Me subí al coche y me puse a conducir, y aquí es donde acabé.

Él se echó a reír.

—Aquí es donde acabaste. Cuando todo esto haya terminado, Beth y tú vais a tener que abrir un negocio: lectura de manos, hojas de té y telepatía.

—Podrías unirte a nosotras para las sesiones —sugirió Ivy.

Su sonrisa le caldeó el corazón.

—Lyons, Van Dyke y Espíritu. Suena bien —declaró, pero sabía que cuando su misión hubiera terminado no iba a regresar. Ninguno de los ángeles que Lacey había conocido había vuelto jamás.

Ivy sonreía aún mientras se daba una vuelta por la cocina de Caroline. Tristan vio a través de sus ojos a medida que éstos fueron adaptándose a la oscuridad.

—Parece como si hubieras estado registrando la casa —señaló ella, observando los cajones de la cocina y las puertas de los armarios abiertos de par en par.

—Lacey y yo registramos la casa en agosto, mucho antes de que tú consiguieras la llave, pero no dejamos las cosas así —replicó—. Alguien más ha estado aquí desde entonces.

Tristan oyó el pensamiento, aunque intentó reprimirlo con fuerza. «Will».

—Podrían haber sido muchas personas —repuso rápidamente—. Gregory o Eric. O Will —añadió con la mayor suavidad posible—. O incluso ese tipo que visita la tumba de Caroline y le lleva rosas rojas.

—Vi allí una rosa de tallo largo.

—¿Lo viste? —inquirió Tristan mientras Ivy miraba en el interior de los armarios abiertos. La mayoría estaban vacíos, pero en un cajón poco profundo encontró una linterna.

—No. ¿Qué aspecto tiene?

—Alto, delgado, cabello oscuro —contestó Tristan—. Se llama Tom Stetson, y trabaja en la universidad de Andrew. Lacey estuvo siguiéndolo en vuestra fiesta del Día del Trabajo. ¿No has oído nunca a nadie hablar de él?

Ivy negó con la cabeza y dijo de repente:

—Me imagino que si meneo la cabeza o adopto alguna expresión, tú no lo ves cuando estás dentro de mí.

—Pero lo sé. Lo noto. Me encanta cuando sonríes.

La sonrisa de ella se hizo tan amplia que pareció envolver a Tristan.

—¿Qué piensas, entonces? —preguntó Ivy—. ¿Era Tom Stetson el nuevo amor de Caroline? ¿Tuvo algo que ver con lo que pasó?

—No lo sé —respondió—, pero tanto él como Gregory deben de tener la llave de esta casa. Creo que Tom es quien ha estado metiendo las cosas en cajas.

—Y buscando en los armarios y en los cajones también —añadió Ivy.

—Tal vez.

Ivy buscó el cordoncito que llevaba en torno al cuello y sacó la llave que colgaba bajo su camisa. A la luz de la linterna, su cabeza plateada y sus dos dientes recortados relucían.

—Bueno, yo soy quien tiene la llave —manifestó—. Si pudiéramos encontrar la cerradura…

Se pusieron a buscar juntos. En el salón descubrieron un escritorio con un cajón cuya cerradura había sido forzada. No muy lejos, sobre la repisa de la chimenea, había una caja con una cerradura de bronce a la que habían roto las bisagras. Ahora estaba vacía. Ivy probó la llave en ambas cerraduras y descubrió que no correspondía a ninguna de las dos.

En el dormitorio, Tristan llamó la atención de Ivy hacia una marca rectangular que había en el paño que cubría una cómoda, como si una pesada caja hubiera estado allí encima durante largo tiempo pero ahora hubiera desaparecido. El armario de Caroline estaba aún lleno de zapatos y bolsos, que parecían haber sido revueltos. Ivy los sacó y buscó detrás de ellos. Entraron en otras habitaciones. Una hora y media después, su búsqueda no había dado resultado.

—Aquí hay muchas cosas inútiles, pero no estamos llegando a ninguna parte —declaró Tristan, frustrado.

Ivy se dejó caer en una esquina del vestíbulo. Tristan se fijó en que evitaba sentarse en cualquiera de las sillas de Caroline.

—El problema es que no sabemos qué es lo que ya se han llevado de aquí ni adónde se lo han llevado —señaló ella—. Ojalá tuviéramos una idea de lo que estamos buscando.

—¿Y Beth? —preguntó Tristan de pronto—. ¿Y si le pedimos ayuda? Tiene un sexto sentido. A lo mejor, si le enseñas la llave, dejas que la coja y medite sobre ella, pueda decirnos dónde buscar, o al menos darnos una pista.

—Buena idea —Ivy miró su reloj—. ¿Puedes venir conmigo?

Tristan sabía que no debía. Estaba cansado y necesitaba controlarse si no quería caer en la oscuridad. Pero no podía abandonarla. Algo le decía que no le quedaba mucho tiempo para pasarlo con Ivy.

—Iré, pero será mejor que sólo observe —puntualizó. Permaneció en silencio casi todo el camino hasta llegar a casa de Beth.

El señor Van Dyke debía de estar acostumbrado a que Ivy se presentara a horas inesperadas. De pie en el umbral, la miró por encima de sus medias gafas y de su expediente legal, gritó: «¡Beth!», y dejó que Ivy subiera sola arriba.

Tristan se quedó atónito ante el aspecto de Beth y el de su habitación, pero Ivy le explicó mentalmente:

—Ha estado escribiendo.

Beth miró a Ivy parpadeando, como si estuviera en otra órbita. Se había recogido el pelo en una cola ladeada con una pinza para papel. Su viejo par de gafas se asentaba en mitad de su nariz. También las gafas estaban ladeadas, pues les faltaba una patilla. Llevaba unos pantalones cortos de gimnasia muy anchos y unas zapatillas peludas muy horteras con cabezas de animales y palomitas de maíz incrustadas.

Ivy extendió el brazo hacia ella y le arrancó una nota adhesiva amarilla de la camiseta.

—«Encantador, persistente, delicado, enrevesado, delicioso» —leyó, y acto seguido dijo—: Siento mucho interferir así.

—No pasa nada —repuso alegremente Beth, y alargó la mano para coger el papelito—. Estaba buscando esto…, gracias.

—Es que necesitamos tu ayuda.

—¿Necesitamos? Oh. —Beth cerró rápidamente la puerta de la habitación y despejó un hueco en la cama, tirando carpetas y cuadernos al suelo. Escudriñó el rostro de Ivy y luego sonrió—. Hola, señor Resplandor —le dijo a Tristan.

—Beth, ¿recuerdas el sobre que me dio la hermana de Eric? —inquirió Ivy.

Tristan observó el súbito brillo en los ojos de Beth. Ella había visto a su amiga abrir el sobre en el cementerio y debía de haber estado muriéndose de curiosidad.

—Dentro había esto —Ivy sacó la llave y se la puso a Beth en la mano.

—Parece la llave de una caja —señaló ella—, o de un cajón. Podría ser una llave vieja de una puerta, pero no lo creo…, no parece lo bastante larga.

—El sobre en el que venía llevaba el nombre y la dirección de Caroline —prosiguió Ivy—. Hemos estado registrando su casa y no logramos encontrar lo que abre. ¿Podrías trabajar en ello? Ya sabes, ¿quedártela unos días, pensar en ella y ver si se te ocurre algo?

Tristan vio que a Beth no le agradaba la idea.

—Oh, Ivy, yo…

—Por favor.

—Tiene miedo —le dijo Tristan a Ivy con suavidad—. Tienes que ayudarla. Sus propias predicciones la han asustado.

—No te estoy pidiendo que predigas nada —se apresuró a decirle Ivy a Beth—, sólo que la cojas y pienses en ella y veas qué se te ocurre. Por extraño o corriente que parezca, puede ser una pista que nos diga dónde buscar.

Beth miró la llave.

—Ojalá no me lo hubieras pedido, Ivy. Cuando hago algo así, todo tipo de cosas se revuelve en mi mente, cosas que no entiendo, cosas que a veces me dan miedo. —Se volvió y miró con ansiedad la pantalla del ordenador, donde el cursor parpadeaba, esperando a que ella volviera a su relato—. Ojalá no me lo hubieras pedido.

—De acuerdo, lo entiendo —repuso Ivy cogiendo la llave.

La mano de Beth se cerró alrededor de la suya. Tristan notó que estaba muy fría y húmeda.

—Déjamela hasta mañana —dijo—. Te la devolveré en el instituto. Tal vez se me ocurra algo.

Ivy arrojó los brazos alrededor de su amiga.

—Gracias. Gracias. No te lo habría pedido si no fuera importante.

Unos minutos después, Ivy regresó a casa.

—Aún estás conmigo —dijo mientras tomaba el largo camino de entrada.

La felicidad de su voz reconfortó a Tristan, pero no logró quitarse de encima el cansancio y una creciente sensación de miedo por que la oscuridad pronto se apoderara de él. ¿Y si estaba inmerso en ella cuando Ivy más lo necesitaba?

—Estaré contigo hasta que llegues a tu habitación —repuso—. Luego volveré a casa de Beth.

Al pasar junto a un arbusto, Ivy se agachó de repente.

¿Ella? Ella, ven a saludar. Tu amigo está conmigo.

Los ojos verdes de la gata los miraron centelleantes, pero no se movió ni un ápice.

Ella, venga, ¿qué pasa?

Ella maulló e Ivy introdujo la mano entre los arbustos para sacarla. Cogió a la gata en brazos y se puso a rascarle en su punto favorito, alrededor de las orejas. Sin embargo, Ella no ronroneó.

—¿Qué te pasa? —dijo Ivy, y entonces soltó un grito.

Tristan la sintió estremecerse como si el escalofrío hubiera recorrido su propio cuerpo. Ivy le dio la vuelta a la gata con delicadeza. A lo largo de su costado derecho tenía una franja donde le habían arrancado violentamente el pelo. Su rosada piel estaba desnuda y presentaba una herida sanguinolenta.

Ella, ¿cómo te has…? —Pero Ivy no concluyó la pregunta. Dio con la respuesta al mismo tiempo que Tristan—. Gregory —musitó.