12

Ivy estaba sentada a la mesa de la cocina examinando unos impresos legales que acababa de sacar de un sobre de papel manila: los documentos para la adopción de Philip. Al otro lado de la mesa, su hermano y el mejor amigo de éste, Sammy, hundían sus cucharas en un frasco de mantequilla de cacahuete.

Sammy era un crío bajito de aspecto gracioso, cuyo cabello se erguía tieso en su cabeza como si se tratara de una dura hierba roja. Ivy vio que la estaba observando. El chico le propinó un codazo a Philip.

—Pregúntaselo. Pregúntaselo.

—¿Que me pregunte qué?

—Sammy quiere conocer a Tristan —repuso Philip—. Pero no logro hacer que venga. ¿Tú sabes dónde está?

Ivy miró instintivamente por encima de su hombro, pero Philip la tranquilizó.

—No hay peligro. Mamá está arriba, y a Gregory ahora le gusta que le cuente cosas de ángeles.

—¿Ah, sí? —se extrañó Ivy.

Philip asintió.

—Deseo muchísimo ver un ángel —manifestó Sammy sacando una cámara de fotos de su mugrienta mochila.

Ivy sonrió.

—Creo que ahora Tristan está descansando —dijo, y se volvió hacia su hermano—. ¿De qué cosas sobre los ángeles habéis estado hablando Gregory y tú?

—Me preguntó sobre Tristan.

—¿Qué quería saber exactamente? —inquirió ella.

Sospechaba que Gregory no podría dejar de pensar en el incidente del tren. Al fin y al cabo, Philip no podía haber llegado tan rápidamente a la estación sin ayuda de alguien. ¿Tenía Gregory idea de que se enfrentaba a algo superior a ella, superior a un simple ser humano?

—Me preguntó qué aspecto tenía Tristan —le explicó Philip—. Y cómo sé cuándo está presente.

—Y cómo hacer que venga —intervino Sammy—. Me acuerdo, lo preguntó.

—Quería saber si tú hablabas con Tristan alguna vez —añadió Philip.

Ivy golpeó el sobre de papel manila contra la mesa.

—¿Cuándo hablasteis de todo eso?

—Anoche —le contestó su hermano—, cuando estábamos jugando en la casa del árbol.

Ivy frunció el ceño. No le gustaba la idea de que Gregory jugara con Philip en la casa del árbol, donde en verano ya se había producido un accidente.

Miró los impresos de adopción. Andrew no le había mencionado a Gregory que estaba a punto de convertir a Philip en su hijo legítimo. Ivy se preguntó si Andrew tenía los mismos temores que ella.

—¿Cuándo terminará Tristan la siesta? —quiso saber Sammy.

—No lo sé con exactitud —respondió Ivy.

—Tengo una linterna, por si lo veo por la noche —comentó él.

—Buena idea —repuso Ivy con una sonrisa.

Luego observó cómo los dos chiquillos lamían los últimos vestigios de mantequilla de cacahuete de sus cucharas y salían corriendo de la cocina.

Desde el sábado por la noche, también ella había intentado ponerse en contacto con Tristan. En el instituto circulaban rumores sobre la fiesta. Gregory y ella habían conseguido evitarse en los pasillos. También Suzanne y ella, pero mientras que Gregory pasaba impasible a su lado, Suzanne no dejaba de hacerle desplantes. Su enfado con Ivy era evidente para todos.

Ivy se sintió muy aliviada cuando supo por Beth que, esa tarde, Gregory y Suzanne iban a ir al partido de fútbol. Después de haber dormido poco las dos noches anteriores, por fin podría descansar sabiendo que Gregory no iba a saltarle encima. A pesar de que ahora cerraba con pestillo la puerta de su habitación, nunca se sentía realmente segura.

Deslizó el sobre y los impresos entre su montón de libros y estaba a punto de subir al piso de arriba cuando oyó un coche detenerse detrás de la casa. Parecía el BMW de Gregory. Su primer impulso fue correr a su habitación, pero no quería que él pensara que le tenía miedo. Volvió a sentarse abajo, abrió el periódico y se encorvó sobre la mesa fingiendo leer. La puerta de la cocina se abrió de par en par e Ivy percibió inmediatamente el olor.

—Suzanne.

Suzanne le respondió con una mirada hostil.

—Hola —saludó Gregory. El tono de su voz no era ni cálido ni frío, y su rostro estaba inexpresivo, aunque listo para sonreír de inmediato si alguien más entraba en la cocina.

Suzanne siguió mirando a Ivy con un mohín en los labios.

—Qué sorpresa —terció Ivy—. Beth ha dicho que ibais a ir al partido de fútbol.

—Suzanne estaba aburrida y yo tenía que recoger una cosa —repuso Gregory. Le volvió la espalda a Ivy, metió la mano en el armario y sacó una copa alta de cobre—. ¿Podrías ponerle algo de beber? —preguntó tendiéndole la copa a Ivy.

—Claro.

Gregory salió rápidamente de la cocina.

Ivy miró si había botellas de refresco en la nevera.

—Lo siento, frías no hay —le dijo a Suzanne.

Su amiga permaneció en silencio.

«Excepto tú», se dijo Ivy, y se agachó a coger una botella de debajo del mostrador. Se preguntó por qué Gregory las dejaba a solas para que hablaran. Quizá estuviera al otro lado de la puerta de la cocina, esperando para oír lo que decían. Tal vez se tratara de una prueba para ver si le decía a Suzanne lo que sabía de él.

—¿Cómo estás? —inquirió Ivy.

—Bien.

Una sola palabra como respuesta, pero era un comienzo. Ivy echó unos cuantos cubitos en el refresco y se lo tendió a Suzanne.

—En el instituto, muchos chicos hablaban de tu fiesta. Todo el mundo lo pasó bien.

—En el piso de abajo y también en el de arriba —repuso Suzanne.

Ivy se quedó callada.

—¿Tuviste mucha resaca? —preguntó su amiga.

—No tuve resaca.

—Ah, tienes razón, te deshiciste de todo el alcohol que tenías dentro.

Ivy se mordió el labio.

—El sábado por la noche no pude dormir en mi habitación —la informó Suzanne, y anduvo por la cocina haciendo girar la bebida que tenía en el vaso.

—Lo siento, Suzanne, de verdad. Pero lo cierto es que no tomé nada —dijo Ivy con firmeza.

—Quiero creerte —los labios de Suzanne temblaban—. Quiero que Gregory y tú me digáis que todo fue un sueño.

—Sabes que él no lo hará. Ni yo tampoco.

Suzanne asintió y agachó la cabeza.

—Ya sé que todo el mundo llora cuando corta con un chico. Pero nunca pensé que sacaría los pañuelos de papel por haber roto contigo.

—Me conoces desde hace más tiempo que a cualquiera de tus chicos —replicó Ivy con rapidez—. Has confiado en mí durante diez años. Y ahora un chico va y dice una cosa y no me crees.

—¡Lo vi con mis propios ojos!

—¿Qué viste? —casi gritó Ivy—. Viste lo que él quería que vieras, lo que él te dijo que vieras. ¿Cómo puedo convencerte de que…?

—Puedes dejar de tontear con mi novio, ¡así podrás convencerme! ¡Puedes mantener tus manitas calientes donde corresponde! —Suzanne tomó un largo sorbo de su bebida—. Estás haciendo el ridículo, Ivy, y lo estás haciendo a mis expensas.

—Suzanne, ¿por qué no puedes admitir que al menos cabe la posibilidad de que Gregory se me echara encima?

—Mentirosa —espetó Suzanne—. Nunca volveré a confiar en ti. —Tomó otro trago de refresco, dejando una marca de lápiz de labios en el brillante metal—. Te lo advertí, Ivy. Pero no me escuchaste. No te importó lo bastante.

—Me importas más de lo que crees —replicó Ivy avanzando un paso hacia ella.

Suzanne se dio media vuelta.

—Dile a Gregory que estoy en el jardín —dijo mientras salía por la puerta de la cocina.

Ivy dejó que su amiga se marchara. «Es inútil —pensó—. Ha envenenado la mente de Suzanne». Conteniendo las lágrimas, salió corriendo de la cocina en dirección a la escalera. Se cruzó precipitadamente con Gregory y pasó de largo. No se molestó en decirle que Suzanne se había ido. Estaba segura de que había estado escuchando cada palabra.

No se detuvo a cobrar aliento hasta que llegó a la sala de música. Cerró la puerta de golpe tras de sí y se apoyó contra ella. «Mantén la calma, mantén la calma», se dijo.

Pero no podía dejar de temblar. Había perdido toda esperanza de ganarle la partida a Gregory. Necesitaba ayuda, necesitaba que alguien le asegurara que las cosas se arreglarían. Recordó el día en que Will la había llevado a la estación del tren, cómo había creído en ella y le había dado la confianza que necesitaba para creer en sí misma.

—Iré a buscar a Will —declaró en voz alta. Acto seguido se volvió hacia la puerta y se quedó sorprendida al ver la brillante luz dorada—. ¡Tristan!

Su luz la rodeó.

—Sí, Tristan —dijo él, ahora dentro de ella.

—¿Estás bien? ¿Dónde has estado? —preguntó Ivy mentalmente—. Esta vez has estado ausente mucho tiempo. Han pasado muchas cosas desde que te sumiste en la oscuridad.

—Lo sé —replicó Tristan—. Will y Lacey me han puesto al día.

—¿Te contaron lo de Suzanne? Piensa que…, cree todo lo que Gregory dice, y ahora me odia, ella… —El río de lágrimas era incontrolable.

—Chsss, Ivy. Sé lo de Suzanne —dijo Tristan—. Y lo siento, pero ahora tienes que olvidarte de ella. Hay cosas mucho más import…

—¿Olvidarme de ella? —Sus lágrimas eran ahora de rabia, e Ivy habló en voz alta—: ¡Gregory quiere hacerme daño de todas las maneras posibles!

—Ivy, no hables en voz alta —le recordó Tristan—. Sé que es duro para ti…

—¡No lo sabes! Tú no entiendes cómo me siento —replicó ella sentándose frente al piano. Recorrió bruscamente el teclado con un dedo.

—Escúchame, Ivy. He descubierto algo que es necesario que sepas.

—No puedo seguir perdiendo a la gente —se lamentó ella.

—Hay una cosa de la que quiero hablarte —insistió Tristan.

—Primero te perdí a ti, ahora a Suzanne, y…

—Will —dijo él.

—¿Will? —El tono de la voz de Tristan, grave y firme, la alarmó—. ¿Qué pasa con Will? —inquirió cruzando los brazos.

—No puedes confiar en él.

—Pero confío en él —replicó Ivy, resuelta a no dejarse convencer de lo contrario.

—Vengo de registrar su casa —le dijo Tristan.

—¿Registrar?

—Y encontré unas cuantas cosas interesantes —añadió él.

—¿Como qué? —preguntó Ivy.

—Libros sobre ángeles. La silueta de la llave de Caroline.

—Bueno, ¿qué esperabas? —inquirió ella—. Por supuesto que ha leído sobre los ángeles. Está intentando comprender exactamente qué eres y por qué has vuelto. Y ya sabemos que fue lo bastante curioso como para mirar en el sobre que contenía la llave. Yo habría hecho lo mismo en su lugar —añadió, a la defensiva.

—Había también una copia del relato de Beth —prosiguió Tristan—. Ese sobre la mujer que se suicidó, el que recitó para vuestra tarea del club de teatro el mes antes de que Caroline muriera. ¿Lo recuerdas?

Ivy asintió despacio.

—La mujer hizo pedazos unas fotografías de su amante y su nueva novia y los dejó como nota explicativa cuando se disparó un tiro.

—Exactamente igual que Caroline presuntamente rompió unas fotos de Andrew y de tu madre —señaló Tristan.

Ivy había pensado ya con anterioridad en las similitudes entre el relato de Beth y la escena que la policía había encontrado en casa de Caroline. Había supuesto que era otro ejemplo de la misteriosa manera en que Beth predecía los acontecimientos, pero ahora se daba cuenta de que Gregory podía haber tomado la idea de Beth.

—Y hay un recorte de la historia de la chica de Ridgefield —continuó Tristan—. Esa a la que atacaron justo después de que te atacaron a ti, exactamente del mismo modo. Funcionó, ¿verdad? El estilo del ataque convenció a todos de que era parte de una serie de delitos cometidos por alguien que no te conocía.

Ivy dejó caer la cabeza entre las manos, pensando en la muchacha.

—Entonces, ¿qué quieres decir? —preguntó por fin—. ¿Que Will ha averiguado mucho más de lo que creíamos? Me alegro. Yo quería protegerlo, pero ahora no hay motivo para ocultarle nada.

—Sí hay un motivo —replicó Tristan con rapidez—. Will tiene otra cosa más: la chaqueta y la gorra.

Ivy se incorporó de golpe. ¿Cómo había conseguido las prendas? ¿Sabía que eran una prueba importante? ¿Por qué no se lo había dicho?

—Oh, sí, sabe que son importantes —respondió Tristan a sus pensamientos—. Estaban cuidadosamente envueltos en bolsas de plástico y escondidos con todo lo demás.

—Pero yo nunca le dije lo que vi. Nunca le dije qué fue lo que me incitó a cruzar las vías, y esa historia nunca se dio a conocer a la prensa.

—Entonces, o bien está implicado…

—¡No! —exclamó Ivy.

—O lo ha averiguado de algún modo. Quizá Eric le contara algo. En cualquier caso, sabe mucho más de lo que nos dice a ti o a mí.

Ivy recordó aquel día en la estación, cuando habían pillado a Eric registrando la zanja de drenaje junto a la carretera. Will debía de haber encontrado ya la gorra y la chaqueta. Estaba fingiendo delante de Eric… y de ella.

Se puso abruptamente en pie, empujando hacia atrás la banqueta del piano.

—¿Ivy?

Ella apartó mentalmente a Tristan y se aproximó a la ventana. Se dejó caer de rodillas y apoyó los brazos y la barbilla en el alféizar.

—Ivy, háblame. No me eches.

—Sólo está intentando ayudarnos —afirmó ella—. Estoy segura de que no es más que eso.

—¿Cómo puede estar ayudándonos cuando nos está ocultando cosas?

—Porque piensa que eso es lo mejor —replicó, a pesar de que sabía que no tenía sentido—. Lo conozco. Confío en él.

—Suzanne confía en Gregory —señaló Tristan.

—¡No es lo mismo! —chilló Ivy, arrojando definitivamente a Tristan fuera de su mente—. ¡No es lo mismo!

Había chillado en voz alta, y, por unos instantes, creyó haber oído su propia voz retumbar en la habitación. Luego se dio cuenta de que los gritos venían de abajo. Suzanne estaba gritando. Ivy oyó la voz de Gregory superponiéndose a la de su amiga. Corrió a su dormitorio y cruzó a toda prisa el rellano del segundo piso hasta la escalera de servicio. Suzanne subía corriendo los estrechos peldaños con su larga cabellera negra ondeando tras ella, la tez pálida y brillante de sudor. Aferraba la copa en la que Ivy le había servido el refresco.

Gregory corría tras ella.

—Suzanne —decía—, al menos dale a Ivy la oportunidad de explicarse.

Suzanne echó la cabeza hacia atrás y se echó a reír con desenfreno, tanto, que a punto estuvo de caerse de espaldas escaleras abajo. Cuando miró a Ivy, ésta supo que algo horrible había sucedido.

—No puedo esperar —replicó Suzanne—. No puedo esperar a ver qué explicación da esta vez.

Suzanne le presentó bruscamente el refresco a Ivy, obligándola a coger la copa en sus manos. A continuación abrió el puño izquierdo. En la palma mojada de la mano de su amiga, Ivy vio un comprimido redondo de color naranja. Miró rápidamente a Gregory y de nuevo la pastilla.

—¿Qué es esto? —le preguntó Suzanne—. Dime, ¿qué es lo que he encontrado en mi bebida?

—Parece una vitamina —respondió Ivy con cautela.

—¡Una vitamina! —Suzanne soltó una carcajada histérica, pero Ivy vio las lágrimas en los ojos de su amiga—. Ésta sí que es buena —farfulló Suzanne—. Una vitamina. ¿Qué pretendías, Ivy? ¿Mandarme a hacer un bonito viaje como el de Eric? Estás loca. Eres una jodida bruja loca y celosa. —Dejó caer el comprimido naranja en el refresco—. Ya está, volvamos a echar la vitamina. Ahora te lo bebes, te lo bebes todo.

Ivy miró la copa color cobre. Sabía que Gregory le había tendido una trampa, e imaginaba que era inofensiva, pero no podía arriesgarse.

—Trágatela —ordenó Suzanne mientras las lágrimas se deslizaban por su rostro—. Trágate la vitamina.

Ivy cubrió con la mano la parte superior de la copa y meneó la cabeza. Vio que a Suzanne le temblaba la boca.

Su amiga se dio la vuelta, se cobijó bajo los brazos de Gregory y corrió al primer piso. Él la siguió. Ivy se desplomó en la escalera y hundió la cabeza entre las rodillas. No intentó ocultar las lágrimas, aunque sabía que Gregory se había detenido a mirar por encima del hombro, disfrutando de la escena.