Ivy se colocó un largo pendiente en cada oreja, se limpió una mancha de rímel de debajo de un ojo y dio un paso atrás para separarse ligeramente del espejo y contemplarse.
—Estás muy sexi.
Miró el reflejo de Philip en el espejo y se echó a reír a carcajadas.
—No has aprendido esa expresión de Andrew. Y, en cualquier caso, ¿qué sabrás tú lo que es sexi?
—Se la enseñé yo.
Ivy se volvió. Gregory estaba en la entrada de su dormitorio, apoyado con gesto indolente en el marco de la puerta. Desde que Eric murió, casi una semana antes, Ivy había sentido la presencia de Gregory siguiéndola como un ángel.
—Y es verdad que estás muy sexi —añadió mientras sus ojos recorrían su cuerpo de arriba abajo muy despacio.
«Tal vez debería haber elegido una falda algo más larga —pensó Ivy—, o una camiseta menos escotada». Pero estaba resuelta a demostrarles a los demás en la fiesta de Suzanne que no era una chica deprimida dispuesta a elegir el camino del suicidio que todos creían que Eric había tomado. Suzanne iba a celebrar su fiesta en cualquier caso, a pesar de que era el día después del funeral. Ivy la había alentado, diciéndole que sería bueno para todos: ahora los chicos del instituto necesitaban estar juntos.
—Son los colores. Te dan un aspecto muy sexi —le dijo Philip a Ivy, deseoso de dar la impresión de saber de qué estaba hablando.
Ivy miró a Gregory.
—Buen trabajo, profe.
Él se echó a reír.
—Lo hice lo mejor que pude —dijo, y agitó las llaves de su coche para hacerlas sonar.
Ivy cogió sus propias llaves y su bolso.
—Ivy, esto es una tontería —observó Gregory—. ¿Por qué vamos al mismo sitio y cogemos dos coches?
Ya habían discutido durante la cena a causa de su decisión.
—Ya te lo he dicho antes, probablemente me marcharé antes que tú.
Cogió el regalo envuelto para Suzanne y apagó la luz de encima de su tocador.
Gregory esbozó una leve sonrisa.
—Tal vez, pero si quieres irte, habrá muchos chicos encantados de acompañarte a casa.
—Porque estás muy sexi —dijo Philip—. Porque…
—Gracias, Philip.
Gregory le guiñó un ojo al hermano de Ivy. El chico saltó de la cama de ésta, usando su bufanda como paracaídas, y se marchó a toda prisa cruzando el baño que unía su habitación con la de ella.
Gregory continuó apoyado contra el marco de la puerta.
—¿Tan mal conduzco? —le preguntó estirando un brazo y apoyando la mano en el otro lado del marco para bloquearle la salida—. Si no supiera que no es así, pensaría que tienes miedo de ir conmigo en coche.
—No lo tengo —repuso Ivy en tono firme.
—Quizá tengas miedo de estar a solas conmigo.
—¡Venga ya! —exclamó ella avanzando con paso enérgico hacia él y empujándole el brazo hacia abajo. Lo agarró por los hombros, le hizo dar media vuelta y le dio un empujón—. Pongámonos en marcha o llegaremos tarde. Espero que tu BMW tenga gasolina.
Gregory la tomó de la mano y la atrajo junto a él, demasiado cerca. Mientras bajaban la escalera, el corazón de Ivy latía con rapidez. No deseaba en modo alguno ir con él en coche sola. Cuando se subió al vehículo, deseó que no se mostrara tan atento. Aquellos constantes roces innecesarios le ponían los nervios de punta. Él no dejó de mirarla mientras recorría despacio el camino de la entrada.
Cuando se detuvieron al pie de la colina, Gregory dijo:
—No vayamos a casa de Suzanne.
—¿Qué? —exclamó Ivy, e intentó ocultar su creciente aprensión fingiendo sorpresa e incredulidad—. Suzanne y yo somos amigas desde que teníamos siete años, ¿crees que voy a saltarme su fiesta cuando celebra los diecisiete? ¡Conduce! —ordenó—. Llévame a Lantern Road. O me bajo.
Gregory le puso una mano en la pierna y se dirigió a casa de Suzanne. Quince minutos después, cuando Suzanne abrió la puerta, no parecía muy encantada de verlos juntos.
—Insistió en traerme —explicó Ivy—. Haría de todo para ponerte celosa, Suzanne.
Gregory le lanzó una mirada, pero Suzanne se echó a reír y su rostro se iluminó.
—Estás preciosa —le dijo Ivy a su amiga, y le dio un abrazo.
Ivy percibió un instante de duda; luego Suzanne la correspondió.
—¿Dónde te dejo este regalo? —inquirió mientras un numeroso grupo de chicos que se habían apretujado en un Jeep entraban en la casa tras ellos.
—Al final del pasillo —respondió Suzanne señalando una mesa con un montón impresionante de cajas.
Ivy avanzó rápidamente en esa dirección, contenta de estar lejos de Gregory. El largo pasillo central de los Goldstein conducía a una sala de estar que se extendía a lo largo de la parte posterior de la casa y cuyos ventanales, que cubrían toda la pared, daban a un porche y al jardín de atrás, que bajaba en suave pendiente hasta un estanque. Era una cálida noche de septiembre y la fiesta se había ampliado del gran salón al porche y al jardín.
Al salir al porche, Ivy vio a Beth sentada en el columpio que había en uno de sus extremos, muy metida en conversación con dos animadoras. Las dos chicas hablaban emocionadas a la vez, y la cabeza de Beth se movía de un lado a otro, como si estuviera viendo un partido de tenis.
Por el rabillo del ojo, divisó a Will, sentado en los amplios escalones del porche junto a una chica de cabello cobrizo, la chica con quien estaba hacía seis semanas, cuando Ivy se había topado con él en el centro comercial. Ella sí que era sexi.
—Ojalá pudiera leer mentes —dijo Gregory rozando el brazo de Ivy con un vaso frío.
Parecía imposible salir de su sombra.
—¿Qué haces?, ¿echándole una maldición a esa chica?
Ivy meneó la cabeza.
—Sólo estaba pensando que, ya que hablábamos de chicas sexis, ésa desde luego lo es.
Gregory miró por un instante a la compañera de Will y se encogió de hombros.
—Algunas chicas parecen sexis por fuera, pero son un engaño. Otras te rechazan, se hacen de rogar, actúan como reinas de hielo —la miró con ojos risueños—, pero en realidad están calientes. —Se aproximó más a ella—. Realmente calientes —murmuró.
Ivy le dirigió una sonrisa inocente.
—Como Philip, siempre aprendo algo de ti.
Gregory se echó a reír.
—¿Has tomado algo? —le preguntó ofreciéndole con la mano izquierda un vaso de plástico.
—No tengo sed —replicó Ivy—. Gracias, de todos modos.
—Venga, lo he traído para ti. Te he visto ahí de pie, dándole un repaso a Will…
—No estaba dándole un repaso a Will —protestó ella.
—Vale, pues dándole un repaso a la pelirroja (se llama Samantha), y pensé que necesitabas algo para relajarte.
—Gracias —Ivy hizo ademán de coger el vaso que Gregory sostenía en la mano derecha.
¿Fueron imaginaciones suyas o Gregory lo apartó de ella? Ivy se había acordado de la advertencia de Lacey y no quería beber del vaso que él le ofrecía. Pero Gregory insistió en que lo cogiera y ella acabó haciéndolo.
—Gracias. Te veo luego —le dijo despreocupadamente.
—¿Adónde vas?
—A darme una vuelta —respondió ella—. No me he puesto esta falda corta para nada.
—¿Puedo ir contigo?
—Por supuesto que no. —Se rió a carcajadas como si Gregory hubiera dicho una tontería a propósito. Interiormente, estaba tan tensa que al respirar le dolía el estómago—. ¿Cómo puedo darles un repaso a los chicos si me acompañas?
Para su tranquilidad, Gregory no la siguió. Ivy tiró su refresco en el jardín en cuanto lo perdió de vista. Mientras circulaba por la fiesta, sonrió y escuchó a todo chico que pareciera necesitar un público, manteniéndose en todo momento lejos de Gregory. También revoloteó alrededor de Will, y no volvió a ver a ninguno de los dos hasta que Suzanne sopló las velas de su tarta de cumpleaños.
Cuando todos se hubieron reunido para cantar la canción y cortar el pastel, Suzanne quiso tener a Ivy a un lado y a Gregory al otro. La señora Goldstein, que se fiaba lo bastante de Suzanne como para observar la fiesta desde una ventana del piso de arriba —sin gafas, les dijo—, entró con el pastel y tomó lo que parecieron un centenar de fotos de Suzanne, Ivy y Gregory.
—Ahora, rodeadla ambos con el brazo —indicó la señora Goldstein.
Ivy deslizó su brazo en torno a la espalda de Suzanne.
—¡Preciosa! ¡Estáis todos guapísimos! Flash.
»Dejadme que saque otra —dijo la señora Goldstein, sacudió la cámara y le dijo algo a ésta en voz baja—. No os mováis.
No se movieron, no por delante, pero tras la espalda de Suzanne, Gregory comenzó a recorrer el brazo de Ivy con el dedo, arriba y abajo. Luego empleó dos dedos, tocándola con un movimiento lento y acariciador. A Ivy le entraron ganas de gritar. Deseaba quitárselo de encima de un bofetón.
—Sonreíd —dijo la señora Goldstein. Flash.
»Una más, Ivy…
La muchacha forzó una sonrisa. Flash.
Ivy intentó no desprenderse de Gregory demasiado a prisa. Recordó el sueño de Philip acerca del tren —la serpiente de plata— que quería engullirla. «No deja de observarte —había dicho Philip—, y huele cuando tienes miedo».
Suzanne comenzó a cortar la tarta, e Ivy la repartió. Cuando le ofreció un pedazo a Gregory, éste le tocó suavemente la muñeca y no lo cogió hasta que ella lo miró a los ojos.
Will era el siguiente en la fila.
—No hay forma de que nos encontremos —le dijo a Ivy.
Ella estuvo a punto de decirle que cogiera dos platos y que se reuniera con ella junto al estanque al cabo de diez minutos, pero entonces vio a Samantha justo detrás de él.
—Es una gran fiesta —repuso.
Quince minutos después, Ivy estaba sentada sola en un banco a unos seis metros del estanque, comiéndose su pastel y observando a Peppermint, la lulú de Pomerania de Suzanne. Esa noche, la perrita, que por lo general llevaba el pelo bien lavado con champú y acondicionador y que no salía al exterior si no era con correa, se había escapado y estaba la mar de feliz cavando agujeros en la orilla llena de barro. Luego se metió en el estanque y se puso a nadar estilo perro.
Algunos chicos y chicas que se hallaban junto al estanque la llamaron, intentando hacer que fuera a buscar palos, pero Peppermint era tan tozuda como su dueña. Entonces, Ivy la llamó con suavidad. Se dio cuenta de su error cuando era ya demasiado tarde. Peppermint conocía a Ivy. A Peppermint le gustaba Ivy. A Peppermint le gustaba el pastel. Se acercó corriendo con sus cortas patitas, dio un salto, voló hacia el regazo de la muchacha y trepó el resto del camino con sus patas traseras llenas de barro. Colocó sus sucias patas anteriores en el pecho de Ivy con el fin de poder mantenerse erguida y lamerle la cara, se dejó caer en su regazo y se sacudió el grueso pelaje empapado de agua.
—¡Eh! ¡Pep! —Ivy se enjugó la cara y se sacudió su propia melena. La perra vio su oportunidad y engulló el resto del pastel de Ivy—. ¡Pep, serás cochina!
Ivy oyó unas carcajadas a su lado. Will se dejó caer en el banco junto a ella.
—Siento que la señora Goldstein no estuviera aquí con su cámara —dijo.
—Y yo siento que no llamarás tú a Peppermint primero —replicó Ivy.
Will no podía parar de reír.
—Traeré unas toallas para vosotras dos —farfulló.
Procedió con rapidez y volvió con un montón de trapos húmedos y secos. Sentado en el banco junto a Ivy, Will limpió a la perra mientras ella intentaba infructuosamente quitarse el barro de la falda y de la camiseta.
—Tal vez simplemente deberíamos tirarte al estanque y dejarlo todo del mismo color —propuso Will.
—Gran idea. ¿Por qué no me haces el favor de ir a ver si es muy profundo?
Él le sonrió y, acto seguido, le acercó un trapo sin usar a la cara y le limpió la mejilla, cerca de la oreja.
—También tienes en el pelo —señaló.
Ivy notó que Will tiraba con suavidad de su cabello con los dedos, intentando quitar el barro. Se mantuvo inmóvil. Cuando él soltó sus guedejas, algo flotó hacia arriba en su interior, deseando que volviera a tocarla.
Ivy se miró la falda y atacó ferozmente una mancha de barro. Entonces, Will dejó a Peppermint en el suelo entre los dos. La perra, ya limpia, lo miró meneando el rabo.
—Apuesto a que a los dos os encantaría ser una cachorrita como yo.
Ivy y Will se volvieron al mismo tiempo y se inclinaron hacia la perra entrechocando las cabezas.
—¡Ah!
Will se echó a reír de nuevo.
Se miraron a los ojos, riéndose de sí mismos, y no vieron si la boca de Peppermint se movía cuando el animal habló por segunda vez.
—Si Will fuera una cachorrita como yo, podría saltar a los brazos de Ivy.
Ivy creyó reconocer la voz y miró a su alrededor buscando un resplandor morado sospechoso.
—Podrías descansar la cabeza en el regazo de Ivy mientras ella te acaricia. Sé que eso es lo que te gusta.
Ivy, azorada, miró a Will con disimulo, pero él no parecía en absoluto avergonzado. Estaba mirando a la perra con la boca curvada hacia arriba en una leve sonrisa.
—Puedes poner palabras en boca de un perro, ángel —declaró—, pero no en la mía.
—¡No eres nada divertido! Aunque tengas un culo bonito —añadió Lacey.
—Creí que era un culo estupendo —repuso Will.
Lacey se echó a reír. Entonces, Ivy la localizó, justo detrás de ellos. Al parecer, podía proyectar la voz. Ahora el suave brillo morado se colocó frente a ellos.
—Se llama Lacey —informó Ivy a Will.
—Me habéis decepcionado los dos —señaló Lacey—. No hago más que esperar a que os decidáis, pero vosotros os andáis con pies de plomo. Como idilio, os doy un cero. Voy a pasar un rato con los chicos junto al estanque.
Will se encogió de hombros.
—Diviértete.
—Algo me dice que Peppermint no será el único que se dé un baño esta noche —observó Ivy en voz baja.
La neblina morada se deslizó hasta ellos.
—Es asombroso lo mucho que se parecen nuestros pensamientos, chavalita —dijo Lacey—. Pero lo cierto es que Tristan aún está inmerso en la oscuridad, así que esta noche probablemente me portaré como es debido. Si no está él para llamarme la atención, no es igual de divertido.
Ivy sonrió ligeramente.
—¿Ves?, yo también lo echo de menos —manifestó Lacey. Por un instante, a Ivy su voz le pareció distinta, femenina e ilusionada. Luego volvió a hablar en tono teatral—: Vaya, ahí viene. Cuidado, unos tres metros detrás de ti, chavala con C mayúscula. Me voy, chicos y chicas.
Pero Lacey no se marchó en seguida.
—¡Mami, he estado nadando! ¡Lo he pasado muy bien! —dijo Peppermint en voz lo bastante alta como para que Ivy lo oyera.
El resplandor morado desapareció justo cuando Suzanne llegaba frente al banco.
—¡Pep! ¡Oh, Pep! —Notó que la perra tenía el pelo mojado—. Qué chica tan mala. Voy a meterte en tu caseta.
Entonces se percató de la falda y la camiseta manchadas de barro de su amiga.
—¡Ivy!
—¿Vas a meterme también a mí en la caseta? —le preguntó ella. Will soltó una risa.
Suzanne sacudió la cabeza.
—Lo siento mucho. ¡¡Chica mala!!
Peppermint bajó la cabeza arrepentida, hasta que Suzanne se volvió hacia Ivy. Entonces la levantó y volvió a menear la cola.
—Es culpa mía —declaró Ivy—. Llamé a Peppermint mientras estaba nadando. No tiene importancia. Lo único que necesito es un poco de jabón.
—Iré a buscártelo —dijo Suzanne.
—No. Tranquila —repuso Ivy, sonriendo—. Ya sé dónde está —se puso en pie.
—Si quieres poner tu ropa a lavar —sugirió Suzanne—, ponte algo mío. Ya sabes cuál es la ropa limpia.
—Todo lo que no esté por el suelo —dijeron las dos a la vez, y rieron.
Ivy echó a andar hacia la casa y oyó que Suzanne le preguntaba a Will cómo había hecho aquella voz de perro. Aún sonreía para sí cuando entró en la casa. A continuación avanzó rápidamente por el pasillo buscando a Gregory, con la esperanza de que no la hubiera visto dirigirse al piso de arriba.
Se relajó al llegar a la habitación de Suzanne, una habitación en la que había pasado un sinfín de horas, cotilleando, leyendo revistas, probándose maquillaje. En la gran habitación cuadrada había muebles de madera oscura barnizada y estaba alfombrada de pared a pared con una mullida moqueta de un blanco puro. Suzanne e Ivy siempre bromeaban diciendo que la mejor manera de mantener la moqueta limpia era caminando sobre su ropa. Pero ese día Ivy se quitó los zapatos. La habitación estaba en perfecto orden, con el cubrecama de seda verde sin una arruga y tan sólo una vaporosa blusa en el suelo. Se quitó la camiseta manchada, se puso la blusa sin abotonarla y se dirigió al baño de Suzanne.
El jabón funcionó de maravilla con su camiseta de punto. Escurrió la prenda en una toalla y la colgó en una percha. Tras instalar el secador de pelo tal como se lo había visto hacer a Suzanne, lo puso en marcha para secar la camiseta mientras lavaba la falda. Ivy estaba de pie cerca del lavabo, sosteniendo en alto su pálida falda vaquera y frotándola con fuerza cuando sintió el aire caliente en su espalda y notó que la blusa se hinchaba despegándosele del cuerpo. Levantó rápidamente la vista.
En el espejo, vio a Gregory apuntándola con el secador y riendo.
Ivy se envolvió en la blusa abierta como si fuera un abrigo.
—Lo que necesita secarse es mi camiseta, no yo —espetó.
Él se echó a reír, apagó el secador con un movimiento rápido y lo soltó, dejándolo balancearse colgando de su cordón.
—Estoy perdiendo la paciencia —dijo Gregory.
Ivy lo miró con unos ojos como platos.
—Me estoy cansando de perseguirte —añadió él.
Ella se mordió el labio.
—No sé por qué sigues intentándolo.
Gregory echó la cabeza hacia atrás, estudiándola como si estuviera tomando una decisión de algún tipo. Se aproximó más a ella. Su aliento olía a alcohol.
—Mentirosa —le susurró al oído—. Todos los chicos que hay ahí afuera te perseguirían si creyeran tener la más mínima posibilidad.
La cabeza de Ivy volaba. ¿Cuánto había bebido Gregory? ¿A qué estaba jugando?
Sus brazos la rodearon. Ivy luchó contra el pánico que crecía en su interior. No podía escapar de él, así que lo rodeó ligeramente con los brazos, intentando arrastrarlo fuera de aquel baño aislado. Había dejado abierta la puerta del dormitorio, y si lograba llegar a donde pudieran verlos y oírlos…
Él la acompañó al dormitorio sin resistirse. Entonces, Ivy observó que ahora la puerta que daba al pasillo estaba cerrada. Gregory comenzó a empujarla hacia la cama.
«No puede matarme, aquí no —pensó Ivy mientras él la empujaba hacia atrás—. Sería demasiado fácil seguirle la pista. —Retrocedió un paso más—. Sus huellas dactilares están en el secador de pelo y en la puerta —se recordó retrocediendo una y otra vez—. Y alguien podría entrar en cualquier momento». Él se movía con ella, tan cerca que no podía verle la cara.
Ivy cayó sobre la cama y lo miró. Los ojos de Gregory eran ahora como carbones grises encendidos. Tenía las mejillas muy coloradas. «Es demasiado listo para sacar una pistola —pensó ella—. Me empujará una píldora garganta abajo».
Gregory estaba encima de ella. Ivy forcejeó contra él. Él se rió de sus esfuerzos mientras ella se retorcía bajo su cuerpo y luego gimió suavemente.
—Te quiero —murmuró.
Ivy se quedó inmóvil, y él levantó la cabeza mirándola, con una extraña luz ardiendo en sus ojos.
—Te deseo. Te deseo desde hace mucho tiempo.
¿Se trataba tal vez de una broma del mal gusto?
—Sabes cosas sobre mí —dijo Gregory en voz baja—, pero estás enamorada de mí, ¿no es así, Ivy? Nunca harías nada que me perjudicara.
¿Tan grande era su ego? ¿Tan loco estaba? «No —pensó—, me está haciendo una advertencia».
Él le puso la mano en el cuello. Le acarició el cuello con el pulgar, luego le apretó con él el pulso. Una sonrisa se extendió por su rostro.
—¿Qué te dije? Te estás poniendo caliente y ansiosa —observó.
Retiró la mano de su cuello y resiguió despacio el borde de su camisa sin abrochar. Mientras lo hacía, a Ivy se le pusieron los pelos de punta.
—Carne de gallina. —Parecía complacido—. Si dentro de un mes no se te pone la carne de gallina cuando te toque, si no te pones caliente cuando nos besamos, sabré que no sientes lo mismo que ahora.
¡Estaba realmente convencido!
—Y sería una pena —señaló sin dejar de trazar el escote de su camisa con el dedo—. Entonces tendría que pensar qué hacer contigo. —Apoyó su peso sobre ella y presionó su boca contra la suya.
«Síguele el juego —pensó Ivy—. Juega para seguir con vida. Ángeles, ¿dónde estáis? —Correspondió a su beso, aunque todo en su interior se revolvía en señal de protesta. Volvió a besarlo—. ¡Oh, ángeles, ayudadme!».
Los besos de Gregory se volvían más apasionados, más insistentes cada vez. Ivy le dio entonces un empujón pillándolo por sorpresa y, tras apartarlo, rodó fuera de la cama. No pudo contenerse y vomitó en la moqueta.
Cuando dejó de devolver, se volvió a mirar a Gregory, limpiándose la boca con una mano, sujetándose en una silla con la otra para estabilizarse. Vio que la expresión de su rostro era completamente distinta. Ahora Gregory lo sabía. Se había corrido el velo e Ivy no podía seguir fingiendo. Gregory había visto exactamente lo que pensaba de él. Sus ojos reflejaban lo que ahora él pensaba de ella.
Antes de que ninguno de los dos pudiera decir nada, la puerta del dormitorio se abrió de par en par. Suzanne apareció en el umbral.
—Observé que no estabais ninguno de los dos —comenzó, y lanzó una ojeada más allá de ellos, a la cama deshecha. Luego miró el desastre que había en el suelo—. ¡Oh, Dios mío!
Gregory fue a por ella.
—Ivy ha bebido demasiado —declaró.
—No es cierto. ¡No he tomado nada! —se apresuró a decir ella.
—No tolera el alcohol —prosiguió él avanzando hacia Suzanne, tendiéndole la mano.
Ivy avanzó con él.
—Suzanne, por favor, escúchame.
—Estaba preocupado por ella y…
—Acabo de hablar contigo —le recordó Ivy a Suzanne—. Acabo de hablar contigo…, ¿te he dado la impresión de estar borracha?
Pero Suzanne la miró sin comprender.
—¡Contéstame! —exigió Ivy.
La mirada ausente en los ojos de Suzanne la asustó. La mente de su amiga ya se había envenenado con lo que había visto.
—Bonita blusa —observó Suzanne—. ¿No encontrabas los botones?
Ivy agarró la blusa y la cerró sobre su cuerpo.
—Subí a ver si estaba bien —prosiguió Gregory—, y ella, ya sabes… —Hizo una pausa, como si se sintiera avergonzado—. Se me echó encima. Supongo que en realidad no te sorprende.
—No, no me sorprende —replicó Suzanne con voz fría y distante.
—Suzanne —rogó Ivy—. Escúchame. Hemos sido amigas todo este tiempo y tú confiabas en mí…
—Esta vez iba lanzada —señaló Gregory. Frunció el ceño—. Supongo que ha sido la bebida.
«¿Esta vez?», pensó Ivy.
—Te lo juro, Suzanne, ¡está mintiendo!
—¿Lo has besado? —inquirió Suzanne con voz temblorosa—. ¿Lo has hecho? —Volvió a mirar a la cama en desorden.
—¡Él me ha besado a mí!
—¿Qué clase de amiga eres? —gritó Suzanne—. Tú y yo sabemos que has ido detrás de Gregory desde que murió Tristan.
—Pero si él ha ido detrás de mí desde… —Ivy vio que Gregory la miraba por el rabillo del ojo y no terminó la frase.
Sabía que había perdido la batalla.
Suzanne temblaba tanto que apenas si podía articular las palabras.
—Márchate —dijo en voz baja y ronca—. Vete de aquí, Ivy. Y no vuelvas nunca más.
—Voy a limpiar…
—¡Lárgate! ¡Lárgate de una vez! —chilló Suzanne.
No había nada que hacer. Ivy dejó a su amiga llorando aferrada a Gregory.