Durante la mayor parte de la semana que siguió a la boda, Ivy se sintió como a la deriva, pasando sin control de un día al siguiente. Fueron jornadas marcadas únicamente por discusiones frustrantes con Philip. Suzanne y Beth se burlaban de su ensimismamiento, aunque demostraban mucho más tacto de lo habitual. Una o dos veces, se encontró en los pasillos con Gregory, que se dedicaba a bromear diciendo que tendría que ordenar su habitación antes del viernes. No se cruzó con Tristan en toda la semana o, al menos, ella no lo vio.
Para entonces, todo el mundo en el instituto se había enterado de la boda de su madre con Andrew. La noticia había aparecido en todos los periódicos locales, así como en el New York Times. Ivy no debería haberse sorprendido, ya que Andrew salía a menudo en los periódicos, pero era raro ver fotos de su madre.
Y, al final, llegó la mañana del viernes. Cuando se alejó del piso en su oxidado Dodge, de pronto sintió nostalgia por todos los pisos pequeños, ruidosos y destartalados en los que su familia había vivido. Cuando esa tarde saliera del instituto, tomaría un camino diferente, una ruta que ascendía por la colina que dominaba la estación de tren y el río. La carretera que conducía a la casa discurría junto a un muro bajo de piedra y entre zonas de bosque, narcisos y laureles. Los bosques, narcisos y laureles de Andrew.
Por la tarde, Ivy recogió a su hermano en la escuela. Finalmente había dejado de oponerse a lo inevitable y viajaba en silencio en el asiento del acompañante. Cuando iban por la mitad de la colina, Ivy oyó el rugido de una moto que descendía por la siguiente curva. De pronto, el motorista y ella se encontraron cara a cara. Circulaba tan arrimada a la derecha como era posible, pero la moto iba directa hacia ellos. Ivy pisó a fondo el pedal del freno. La moto viró y pasó peligrosamente al lado del coche a toda velocidad.
Philip volvió la cabeza, pero no dijo nada. Su hermana echó un vistazo por el espejo retrovisor. Probablemente fuera Eric Ghent. Deseó que Gregory fuera con él.
Sin embargo, el chico estaba esperándolos en la casa junto a Andrew y su madre, que acababan de volver de su viaje de luna de miel. Ella los recibió con fuertes abrazos, un beso en los labios y la nube de un nuevo perfume. Andrew tomó las manos de Ivy y fue lo bastante prudente como para sonreírle a Philip sin tocarlo. A continuación, tanto Ivy como Philip se volvieron hacia Gregory.
—Yo haré de guía —anunció él. Se quedó mirando fijamente a Philip y prosiguió—: No os alejéis, algunas de las habitaciones están encantadas.
El niño echó rápidamente un vistazo alrededor y luego miró a Ivy.
—Sólo está bromeando.
—No —repuso Gregory—, aquí han vivido algunas personas que han sido muy desgraciadas.
Philip volvió a mirarla, pero ella negó con la cabeza.
Por fuera, la casa era un majestuoso edificio de madera blanca, con pesadas contraventanas de color negro. A cada lado de la estructura principal se había añadido una ala nueva. A Ivy le habría gustado vivir en una de las pequeñas alas, con esos techos inclinados y las ventanas abuhardilladas.
En la parte principal, había estancias con techos altos que parecían tan grandes como algunos de los pisos en los que su familia había vivido. El amplio vestíbulo, con su imponente escalinata, separaba el salón para invitados, la biblioteca y la terraza del comedor, la cocina y la sala de estar. Después de la sala de estar se extendía una galería que llevaba al ala oeste, donde se hallaba el despacho de Andrew.
Como su madre y Andrew estaban hablando en el despacho, la visita por la planta baja se interrumpió en dicha galería, justo delante de tres retratos: el de Adam Baines, el miembro de la familia que había invertido en todas las minas; el del juez Andy Baines, con su toga, y el de Andrew, ataviado con la colorida toga de su graduación. Al lado del último retrato había un hueco en la pared.
—Adivina quién estará colgado ahí —comentó secamente Gregory. Aunque sonreía, sus ojos grises y rasgados reflejaban angustia.
Por un momento, Ivy sintió lástima por él. Al ser el único hijo de Andrew, debían de haberlo presionado mucho para que tuviera éxito en la vida.
—Tú —contestó ella en un susurro.
Gregory la miró a los ojos y se echó a reír, aunque su risa denotaba amargura.
—Vayamos arriba —dijo cogiéndola de la mano y guiándola hacia una escalera de servicio que conducía a su habitación.
Philip fue tras ellos en silencio.
La habitación de Gregory era grande, y sólo tenía una cosa en común con la de los otros chicos: una capa arqueológica de ropa interior y calcetines sucios. Aparte de eso, hacía gala de dinero y buen gusto: sillas negras de piel, mesas de cristal, un escritorio, un ordenador y un gran despliegue tecnológico. En las paredes colgaban reproducciones de cuadros expuestos en museos con llamativas figuras geométricas. En el centro había una cama doble con un colchón de agua.
—Pruébala —la instó él.
Ivy apoyó una mano y la hundió en el colchón, vacilante. Gregory se echó a reír.
—¿De qué tienes miedo? Ven aquí, Phil…
«Nadie lo llama Phil», pensó Ivy.
—Enséñale a tu hermana cómo se hace. Salta encima y revuélcate.
—No quiero —contestó el chico.
—Claro que sí. —Aunque Gregory estaba sonriendo, su tono de voz era amenazador.
—No.
—Es muy divertido.
Gregory lo agarró por el hombro y lo empujó hacia la cama. Philip se resistió, pero tropezó y cayó encima del colchón. De un salto, se levantó tan rápidamente como había caído.
—¡La odio! —gritó.
La expresión de Gregory se endureció y sus labios dibujaron una línea muy fina. Ivy se sentó en la cama.
—Sí que lo es —dijo dando pequeños botes—. Pruébala conmigo, Philip.
Pero él ya había salido al pasillo.
—Túmbate, Ivy —insistió Gregory con voz queda y suave.
Cuando lo hizo, él se tumbó cerca de ella.
—Tenemos que ir a desempaquetar nuestras cosas —dijo Ivy incorporándose rápidamente.
Atravesaron un pasillo de techo bajo que estaba situado justo encima de la galería, en la zona de la casa donde se encontraban las habitaciones de Ivy y de Philip.
La puerta de su cuarto estaba cerrada y, cuando Ivy la abrió, Philip salió disparado hacia Ella, que estaba lujosamente repantingada sobre la cama. «¡Oh, no!», se lamentó para sí al examinar la elaborada decoración. Había estado temiéndose lo peor desde que su madre le había dicho que estaba preparando una gran sorpresa. Lo que descubrió fueron muchísimas puntillas, muebles blancos con cantos dorados y una cama con dosel.
—Muebles de princesa —murmuró.
Gregory sonrió.
—Al menos Ella se siente como en casa —añadió Ivy—. Siempre se ha considerado una reina. ¿Te gustan los gatos, Gregory?
—Por supuesto —contestó él, sentándose en la cama junto a Ella.
Pero la gata se levantó inmediatamente y caminó hacia el otro extremo. Gregory parecía molesto.
—La reina Ella —dijo Ivy en voz baja—. Bueno, gracias por la visita. Tengo un montón de cosas que desempaquetar.
Sin embargo, Gregory se acomodó en la cama.
—Ésta era mi habitación cuando era pequeño.
—¿Ah, sí?
Ivy sacó un puñado de ropa de una de las bolsas y abrió la puerta de lo que supuso era un armario. En lugar de eso, se encontró con una escalera.
—Ésa era mi escalera secreta —dijo Gregory.
Ivy escrutó la oscuridad.
—Solía esconderme en el desván cuando mi madre y mi padre se peleaban, es decir, todos los días —añadió él—. ¿Llegaste a conocer a mi madre? Seguro que sí, siempre necesitó que se lo hicieran todo.
—¿En el salón de belleza? Sí… —contestó Ivy abriendo la puerta del armario.
—Una mujer extraordinaria, ¿verdad? —Sus palabras estaban cargadas de sarcasmo—. Siempre preocupándose por los demás y nunca pensando en sí misma.
—Era muy pequeña cuando la conocí —respondió Ivy con tacto.
—También yo.
—Gregory, hace tiempo que quiero decirte que sé que debe de ser duro para ti ver a mi madre dormir en la habitación de la tuya, y vernos a Philip y a mí ocupar habitaciones que antes te pertenecían. No te culpo por…
—¿Por alegrarme de que estéis aquí? —la interrumpió—. Me alegro mucho. Cuento contigo y con Philip para mantener al viejo de buen humor. Sabe que hay gente pendiente de él y de su nueva familia. Ahora tiene que ser un padre bueno y cariñoso. Deja que te ayude.
Ivy había cogido la caja que contenía sus ángeles.
—No, de verdad, Gregory, puedo sola.
Él buscó en su bolsillo una navaja y cortó la cinta que precintaba la caja.
—¿Qué llevas aquí?
—Sus ángeles —contestó Philip.
—¡El chico habla!
Philip cerró la boca y apretó los labios.
—Dentro de poco, no podrás conseguir que se calle —señaló Ivy.
Abrió la caja y empezó a sacar con cuidado las figuritas, que iban bien empaquetadas. La primera que salió fue Tony, luego un ángel tallado en una piedra gris y suave y, después, su favorito, su ángel del agua, una figura de frágil porcelana pintada en un tono azul verdoso.
Gregory la observó desempaquetar las quince estatuillas y colocarlas en un estante. Sus ojos brillaban de regocijo.
—No te tomarás esto en serio, ¿verdad?
—¿A qué te refieres con eso de «en serio»? —preguntó ella.
—A que no crees realmente en los ángeles, ¿no?
—Pues sí.
Gregory cogió el ángel del agua y lo hizo volar por la habitación.
—¡Déjalo! —gritó Philip—. Es el favorito de Ivy.
Gregory lo hizo aterrizar boca abajo sobre la almohada.
—¡Eres malo!
—Sólo está jugando, Philip —añadió Ivy, y recuperó el ángel con calma.
Gregory se echó sobre la cama.
—¿Les rezas?
—Sí. A los ángeles, no a las figuritas —aclaró ella.
—¿Y qué cosas maravillosas han hecho estos ángeles por ti? ¿Han conquistado ya el corazón de Tristan?
Ivy lo miró sorprendida.
—No, pero tampoco rezo por eso.
Gregory sonrió.
—¿Conoces a Tristan? —preguntó Philip.
—Desde primero —repuso él.
Alargó un brazo perezosamente hacia la gata, pero ésta dio media vuelta para alejarse de él.
—Era el niño bueno de mi equipo de la liga infantil.
Gregory se incorporó para llegar hasta Ella. Al mismo tiempo, el animal se levantó y se marchó al otro extremo de la cama.
—Era el niño bueno de todos los equipos —añadió.
Trató de alcanzar de nuevo a Ella, pero la gata bufó e Ivy vio cómo las mejillas de Gregory se encendían.
—No te lo tomes como algo personal. Sólo déjala a su aire un rato. Conseguir coger a un gato suele ser difícil.
—Como conseguir a algunas chicas que conozco —señaló él—. Ven aquí, chica.
Tendió la mano para alcanzarla, pero la gata levantó rápidamente una de sus patas negras mostrando las uñas.
—Deja que sea ella la que vaya a ti —lo avisó Ivy.
De todas formas, él la cogió por el pescuezo y la levantó en el aire.
—¡No! —gritó Ivy.
Gregory puso la otra mano bajo la barriga del animal, y Ella le mordió con fuerza en la muñeca.
—¡Mierda! —exclamó lanzándola al otro extremo de la habitación.
Philip salió corriendo detrás de la gata, y ésta, a su vez, en dirección a Ivy, que la cogió en brazos. Ella meneaba la cola; estaba más enfadada que malherida. Gregory la miraba fijamente, con las mejillas aún coloradas.
—Ella es una gatita callejera —le explicó Ivy intentando contener su propio enfado—. Cuando la encontré era una pequeña bola de pelo acurrucada contra la pared que intentaba defenderse de un gato grande y cabreado. Trataba de decírtelo: no puedes llegar a ella de ese modo, no confía fácilmente en la gente.
—Quizá deberías enseñarle —replicó Gregory—. Tú sí confías en mí, ¿no? —agregó con una de sus sonrisas pícaras.
Ivy dejó cuidadosamente a Ella en el suelo, que se sentó bajo una silla y fulminó a Gregory con la mirada. Se oyeron pasos en el corredor y la gata salió disparada a esconderse bajo la cama.
Andrew estaba en la puerta.
—¿Qué tal todo?
—Bien —mintió Ivy.
—Fatal —admitió Philip.
Andrew parpadeó y, a continuación, asintió amablemente.
—Bueno, en ese caso, tendremos que intentar que la cosa mejore. ¿Creéis que es posible?
Philip lo miró fijamente.
Andrew se volvió hacia Ivy.
—¿Has abierto ya esa puerta? —preguntó. Ella siguió su mirada hacia la escalera secreta de Gregory—. La luz está a la izquierda —añadió él.
Al parecer, quería que investigara, así que Ivy abrió la puerta y encendió la luz. Philip, movido por una creciente curiosidad, pasó por debajo de su brazo y subió como un rayo la escalera.
—¡Caray! —gritó desde arriba—. ¡Caray!
Ivy se volvió hacia Andrew. Al oír la voz excitada de Philip, se había ruborizado de placer. Gregory miraba atentamente por la ventana.
—Ivy, ¡ven a ver esto!
Ella subió la escalera corriendo. Esperaba encontrar una Nintendo, o Power Rangers, o quizá un póster de Don Mattingly a tamaño natural. Pero, en lugar de eso, halló un piano de cuarto de cola, un reproductor de CD y casetes y dos vitrinas repletas con sus partituras de música. De la pared colgaba una carátula con el rostro de Ella Fitzgerald enmarcada. El resto de los antiguos discos de jazz de su padre estaban colocados al lado de un gramófono de madera de cerezo.
—Si falta algo… —empezó a decir Andrew.
Estaba a su lado, resoplando debido a los escalones, pero parecía optimista. Gregory había subido hasta la mitad, justo desde donde podía ver.
—¡Gracias! —fue lo único que pudo decir Ivy—. ¡Gracias!
—Es genial, Ivy —dijo Philip.
—Y es para compartirla entre los tres —repuso ella, feliz de que su hermano estuviera demasiado excitado como para recordar seguir enfurruñado.
Se volvió para hablar con Gregory, pero el chico ya había desaparecido.
Por la noche, la cena pareció durar eternamente. La fastuosidad de los regalos de Andrew, la sala de música para Ivy y un cuarto bien provisto de juguetes para Philip, era algo abrumador y al mismo tiempo violento. Como Philip, de nuevo taciturno, había decidido no hablar en toda la cena («Puede que nunca más», le había dicho a Ivy haciendo un mohín), le tocaba a ella expresar a Andrew la gratitud de ambos. Pero, al hacerlo, había entrado en terreno peligroso: cuando Andrew preguntó por segunda vez si Philip o ella querían algo más, vio cómo las manos de Gregory se tensaban.
Cuando iban por el postre, Suzanne llamó por teléfono. Ivy cometió el error de cogerlo en el vestíbulo, justo delante del comedor. Suzanne quería que la invitara a ir esa noche, pero ella le respondió que sería mejor dejarlo para el día siguiente.
—Pero ¡estoy vestida! —se quejó Suzanne.
—Pues, claro, sólo son las siete y media.
—Quiero decir vestida para ir a verte.
—Oye, Suzanne —dijo haciéndose la tonta—, no tienes que vestirte de una manera especial para venir a verme.
—¿Qué va a hacer esta noche Gregory?
—No lo sé, no se lo he preguntado.
—Pues ¡entérate! Averigua el nombre de la chica y dónde vive —le ordenó Suzanne—, qué lleva puesto y adónde van. Si no la conocemos, averigua cómo es. Sólo sé que tiene una cita —se lamentó—, ¡otra más!
Ivy había estado esperando eso. Sin embargo, las chiquilladas de Philip y de Gregory habían conseguido agotarla, y no estaba de humor para escuchar los lloriqueos de Suzanne.
—Tengo que dejarte ya.
—Me moriré si es con Twinkie Hammonds. ¿Crees que es con Twinkie Hammonds?
—No lo sé. Gregory no me ha dicho nada. Oye, tengo que dejarte.
—Ivy, ¡espera! Aún no me has contado nada.
Ella suspiró.
—Mañana en el trabajo pararé a comer a la hora de siempre. Llama a Beth y nos vemos en el centro comercial, ¿vale?
—Vale, pero, Ivy…
—Será mejor que te deje ya, o perderé la oportunidad de esconderme en el maletero del coche de Gregory.
Colgó el teléfono.
—¿Y bien?, ¿qué tal está Suzanne? —preguntó Gregory. Estaba apoyado en el marco de la puerta que daba al comedor, sonriendo con la cabeza ladeada.
—Bien…
—¿Qué va a hacer esta noche?
Sus ojos burlones dejaban ver que había estado escuchando la conversación, que sólo era una broma y que no estaba sinceramente interesado en la respuesta.
—Ni se lo he preguntado ni me lo ha dicho. Pero si los dos queréis hablar entre vosotros sobre eso…
Él se echó a reír y puso un dedo sobre la nariz de ella.
—Qué graciosa —dijo—. Espero que te quedes con nosotros.