Cuando la dejaron en casa esa tarde, Ivy no llegó a entrar en la vivienda. Con el sobre de Eric aún en el bolsillo, se subió a su propio coche y se marchó. Una hora después de conducir sin rumbo, tomando carreteras secundarias que seguían el curso del río hacia el norte, cruzando al otro lado después, bajando serpenteando hacia el sur y volviendo a cruzar hacia la ciudad, se detuvo en el parque del final de Main Street.
Por fin había cesado de llover, y el parque desierto estaba empapado de esos colores de finales de la tarde mientras los rayos del sol se filtraban oblicuos entre las nubes negruzcas, arrancándole a la hierba un brillante color verde. Ivy se sentó a solas en el quiosco de madera recordando el Festival de las Artes. Gregory había estado observándola desde un lado del césped, Will desde el otro. Pero lo que sintió mientras tocaba fue la presencia de Tristan. ¿Había estado realmente allí? Cuando ella tocó la sonata Claro de luna, ¿sabía Tristan que tocaba para él?
—Estaba allí. Lo sabía.
Ivy se miró las manos que resplandecían y sonrió.
—Tristan —dijo con voz queda.
—Ivy. —Su voz era como luz dentro de ella—. Ivy, ¿de qué estabas huyendo?
La pregunta la pilló desprevenida.
—¿Qué?
—¿De qué huías en el coche? —inquirió Tristan.
—Sólo conducía.
—Estabas disgustada —señaló él.
—Estaba intentando pensar, eso es todo. Pero no lo conseguí —confesó.
—¿Sobre qué no pudiste pensar?
—Sobre ti. —Ivy pasó arriba y abajo la mano por la madera suave y húmeda de la valla en la que estaba sentada—. Perdiste la vida por mi culpa. Lo sabía, pero no pude aceptarlo, no hasta ahora, que me he dado cuenta de que Eric tal vez murió por mi causa. No hasta que pensé en lo que podría pasarle a Will si se entera de lo que está ocurriendo.
—Will se enterará de un modo u otro —aseguró Tristan.
—¡No podemos permitirlo! —exclamó Ivy—. No podemos ponerlo en peligro.
—Si eso es lo que piensas —observó él con sequedad—, no deberías haber dejado la chaqueta con él en la mesa.
Ivy buscó de inmediato en su bolsillo. El sobre aún estaba ahí, doblado por la mitad, pero, cuando lo sacó, vio que la solapa ya no estaba remetida.
—Se puso a mirar en cuanto Beth y tú lo dejasteis solo.
Ivy cerró los ojos unos instantes, sintiéndose traicionada.
—Me imagino… me imagino que yo también habría sentido curiosidad —repuso sin convicción.
—¿De dónde crees que es la llave? —preguntó Tristan.
Ivy dio vueltas al sobre entre las manos.
—De alguna cajita o armarito. De casa de Caroline —añadió mirando la dirección—. ¿Tú puedes entrar?
—Sin problemas, y puedo materializar mis dedos para quitar el pestillo y abrirte la puerta —le dijo—. Trae la llave y averiguaremos lo que Eric quería que encontraras. Pero hoy no, ¿vale?
Ivy percibió la tensión en su voz.
—¿Te pasa algo?
—Estoy cansado. Muy cansado.
—La oscuridad —musitó ella con la voz llena de temor. Tristan le había dicho que llegaría un momento en que no podría regresar de la oscuridad.
—No pasa nada —le aseguró—. Sólo necesito descansar. Me tienes muy ocupado, ¿sabes? —Soltó una risa.
«Es por mi culpa —pensó Ivy—. Murió por mi culpa, y ahora…».
—No, Ivy, no. No puedes pensar eso.
—Pero lo pienso —protestó ella—. Era yo quien debería haber muerto. Si no hubiera sido por mí…
—Si no hubiera sido por ti, nunca habría sabido lo que es querer a alguien —replicó Tristan—. Si no hubiera sido por ti, nunca habría besado una boca con tanta dulzura.
Ahora Ivy ansiaba besarlo.
—Tristan —dijo temblando ante la idea que acababa de pasársele por la cabeza—, si muriera, podría estar contigo.
Él guardó silencio. Ivy percibió la confusión de pensamientos y todas las emociones que se agolpaban dentro de él, dentro de ella.
—Podría estar contigo para siempre —añadió.
—No.
—¡Sí!
—No es así como debe ser —repuso él—. Ambos lo sabemos.
Ivy se levantó y echó a andar alrededor del quiosco. La presencia de Tristan en su interior era más fuerte que el día de otoño que había afuera. Cuando Tristan estaba con ella, el olor a tierra empapada, los ribetes de hierba color esmeralda y las primeras hojas escarlatas palidecían como objetos al margen de su campo visual.
—No me habrían mandado para ayudarte —prosiguió Tristan—. No me habrían hecho ángel si no fuera importante que tú siguieras con vida. Ivy, quisiera que fueras mía —ella percibió el dolor en su voz—, pero no lo eres.
—¡Sí lo soy! —gritó Ivy.
—Estamos en las orillas opuestas de un río —continuó Tristan—, y es un río que ninguno de los dos puede cruzar. Tú estabas destinada a otra persona.
—Estaba destinada a ti —insistió Ivy.
—Calla.
—¡No quiero perderte, Tristan!
—Chsss, chsss —la tranquilizó él—. Escucha, Ivy, pronto volveré a sumirme en la oscuridad y puede que tarde un poco en volver a ti.
Ella echó a andar arriba y abajo.
—Estate quieta. Voy a salir de ti, así que no podrás oírme —le dijo—. Estate quieta.
Luego todo quedó en silencio. Ivy permaneció inmóvil, preguntándose qué iba a pasar. El aire que la rodeaba comenzó a despedir un resplandor dorado. Sintió que unas manos la tocaban, unas manos delicadas que tomaban su rostro y le alzaban la barbilla. Él la besó. Sus labios tocaron los de ella con un beso largo e insoportablemente tierno.
—Ivy. —Ella no podía oírlo pero sintió que susurraba su nombre junto a su mejilla—. Ivy. —Y desapareció.