8

Ivy aparcó el coche cerca de los puentes del ferrocarril. Se encontraba en el mismo descampado donde Gregory se había detenido meses antes, la noche en que Eric quiso jugar al gallina. Bajó del vehículo y recorrió andando la breve distancia hasta los puentes dobles. Bajo la luz del atardecer, los raíles del puente nuevo relucían. Junto a él estaba el puente viejo, un calado herrumbroso color naranja que acababa en mitad del río. Unos dedos recortados de metal y madera podrida se estiraban hacia él desde la orilla opuesta del río, pero las dos mitades del puente viejo, como dos manos que se buscan a tientas, habían perdido el contacto.

Cuando Ivy vio los dos puentes paralelos con claridad a la luz del sol, cuando vio la separación de dos metros que había entre ellos y la larga caída hasta el agua y las piedras que aguardaban abajo, se dio cuenta del enorme riesgo que Eric había corrido cuando había fingido saltar desde el puente nuevo. ¿Qué pasaba por la cabeza de aquel chico?, se preguntó. O estaba completamente loco o no le importaba en lo más mínimo vivir o morir.

La Harley de Eric no estaba a la vista, pero había montones de árboles y arbustos donde ocultarla. Ivy miró a su alrededor y, acto seguido, procedió a bajar con precaución por la empinada orilla próxima a los puentes, dejándose resbalar parte del camino hasta alcanzar un estrecho sendero que discurría a lo largo del río. Caminó haciendo el menor ruido posible, atenta a cualquier sonido a su alrededor. Cada vez que los árboles susurraban, levantaba precipitadamente la vista esperando ver a Eric y a Gregory, listos para abatirse sobre su presa.

«Tranquila, Ivy», se dijo, pero siguió avanzando con sigilo. Si lograba sorprender a Eric, quizá viera lo que se traía entre manos antes de caer en una trampa.

Miró varias veces el reloj, y cinco minutos después de las cinco se preguntó si no habría pasado el coche de largo. Sin embargo, tras recorrer unos metros más, algo la deslumbró: la luz del sol reflejada en un objeto de metal. Unos cinco metros más adelante divisó un camino lleno de maleza que conducía hasta un bulto metálico.

Ivy avanzó entre los arbustos procurando no dejarse ver a medida que se acercaba. En un momento dado creyó oír un ruido tras ella, un suave crujido de hojas bajo los pies de alguien. Se volvió con rapidez. Nada. Nada más que algunas hojas arrastradas por el aire.

Apartó unas cuantas ramas largas, dio dos pasos hacia adelante y contuvo bruscamente el aliento. El coche estaba justo como Beth lo había descrito, con los ejes hundidos en la tierra y la parte posterior enterrada entre las vides. Tenía el capó arrancado, y la capota de vinilo se había deteriorado hasta quedar convertida en unos jirones de aspecto parecido al papel. Sus puertas abolladas brillaban con destellos azules, exactamente como había dicho Beth.

La puerta de atrás estaba abierta. ¿Habría una manta sobre el asiento en el interior? ¿Qué habría debajo de la manta?

De nuevo oyó un crujido tras ella y se volvió rápidamente escudriñando los árboles. Los ojos le dolían de tanto fijarse en cada sombra y en cada hoja que se agitaba, buscando la forma de una persona que la acechara. Nadie.

Miró el reloj. Las cinco y diez. «Eric no se daría por vencido tan pronto —pensó—. O bien llega tarde o está esperando a que yo dé el primer paso. Bueno, dos pueden jugar a esperar», razonó, y se agachó sin hacer ruido.

Unos minutos más tarde empezaron a dolerle las piernas por la tensión de mantenerse inmóvil. Se las frotó y volvió a mirar el reloj: las cinco y cuarto. Esperó otros cinco minutos. Quizá Eric se hubiera asustado, pensó.

Ivy se puso en pie despacio, pero algo le impidió seguir moviéndose. Oyó la advertencia de Beth como si su amiga estuviera a su lado, susurrándole al oído.

«Ángeles, ayudadme —rezó. Una parte de ella deseaba averiguar qué había en el coche, pero la otra parte quería salir corriendo—. Ángeles, ¿estáis ahí? Tristan, te necesito. ¡Te necesito ahora!».

Avanzó con cautela hacia el vehículo. Cuando llegó a la explanada se detuvo unos instantes, esperando para ver si alguien la seguía. Después se inclinó y miró al asiento de atrás.

Parpadeó, dudando por un momento de que lo que estaba viendo fuera real y no otra pesadilla, otra de las bromas de Eric. Después gritó, gritó hasta que le dolió la garganta. Sabía, sin necesidad de tocarlo —estaba demasiado pálido, demasiado quieto, con los ojos abiertos mirando al vacío— que Eric estaba muerto.

Ivy dio un salto cuando alguien, a su espalda, la tocó. Y comenzó a gritar de nuevo. Unos brazos la rodearon atrayéndola hacia atrás, sujetándola con fuerza. Ivy pensó que iba a gritar hasta que se le secara el cerebro. Él no intentó detenerla, simplemente la sostuvo cuando ella se relajó, dejando caer su cuerpo contra el suyo. Sus caras se rozaron.

—Will —dijo. Sentía su cuerpo temblar.

Will la hizo girar hacia él y sostuvo su rostro contra su pecho, cubriéndole los ojos con la mano. Pero, en su mente, Ivy aún veía a Eric mirando hacia arriba, con los ojos abiertos como platos, como si estuviera serenamente sorprendido por lo que le había sucedido.

Will cambió de posición, e Ivy supo que estaba mirando a Eric por encima del hombro.

—No… no veo señales de violencia —dijo—. No hay magulladuras. Ni sangre.

El estómago de Ivy se revolvió de pronto contra sus costillas. Apretó los dientes y lo forzó a aquietarse.

—Tal vez hayan sido las drogas. Una sobredosis.

Will asintió con la cabeza. Ella lo sintió respirar superficial y rápidamente contra su mejilla.

—Tenemos que llamar a la policía.

Entonces Ivy se apartó de él. Se inclinó y se obligó a mirar larga y detenidamente a Eric. Tenía que memorizar la escena, pensó. Tenía que conseguir pistas. Lo que le había sucedido a Eric podía ser una advertencia para ella. Pero mientras miraba a Eric lo único que sentía era pena. Lo único que veía era una vida desperdiciada.

Ivy introdujo un brazo en el coche. Will le cogió la mano.

—No. No lo toques —dijo—. Deja el cuerpo tal como está, para que la policía pueda examinarlo.

Ivy asintió, cogió una manta vieja del suelo del coche y cubrió delicadamente a Eric con ella.

—Ángeles —comenzó, pero no sabía qué rogar—. Ayudadlo —pidió, y concluyó aquí su plegaria.

Mientras se alejaba, supo que aquel ángel piadoso de los muertos estaba mirando a Eric, llorando, tal como había dicho Beth.

—Digas lo que digas, Lacey, me alegro de haberme perdido mi propio funeral —observó Tristan mientras los asistentes al sepelio de Eric se congregaban en torno a su tumba. Algunos de ellos se mantenían a cierta distancia, tan tiesos como soldados. Otros se sostenían mutuamente, buscando apoyo y consuelo.

El viernes había amanecido pálido y lluvioso. Varias personas abrieron ahora sus paraguas, como brillantes flores de nailon recortadas contra las piedras grises y los árboles brumosos. Ivy y Beth, una a cada lado de Will, con la cabeza descubierta, dejaron que la lluvia se mezclara con sus lágrimas. Suzanne rodeaba a Gregory con uno de sus brazos, la vista baja mirando la crespa hierba.

En cinco meses, los cuatro habían acudido juntos tres veces al cementerio de Riverstone Rise, y la policía sólo seguía planteando preguntas de rutina acerca de las muertes.

—¿Alguna novedad? —inquirió Lacey desde su atalaya en lo alto de un árbol.

Tristan gruñó.

—Gregory ha levantado un muro a su alrededor —contestó, y describió, frustrado, varios círculos alrededor del olmo. En la iglesia, durante el funeral, había intentado varias veces introducirse en la mente de Gregory—. A veces pienso que me percibe en cuanto me acerco a él. Creo que sabe que algo pasa en cuanto estoy cerca.

—Es posible —replicó Lacey. Tras materializar sus dedos saltó desde una rama y fue a caer limpiamente junto a él—. En cuestión de ángeles, no eres precisamente lo que se dice un experto.

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, digámoslo así. Si estuvieras robando televisores en lugar de pensamientos —le dijo—, tres robos atrás, te habría pillado un perro de quince años medio sordo y prácticamente ciego.

Tristan se ofendió.

—Bueno, dame dos años para remolonear —espetó—. Perdona, quería decir dos años para practicar y seré tan bueno como tú.

—Tal vez —repuso Lacey, y añadió con una sonrisa—: Yo también he intentado introducirme en él. Imposible.

Tristan estudió la cara de Gregory. No dejaba traslucir nada, su boca era una línea regular, sus ojos miraban fijamente al frente.

—¿Sabes? —señaló Lacey materializando la palma de su mano y volviéndola hacia arriba para coger las gotas de lluvia—, Gregory no tiene que ser culpable de todo lo malo que sucede. Ya viste el informe: la policía no halló indicios de lucha.

El forense había establecido que Eric había muerto por sobredosis. Los padres del chico insistían en que había sido un accidente. En el instituto se rumoreaba que había sido un suicidio. Pero Tristan creía que era un asesinato.

—El informe no demuestra nada —protestó caminando arriba y abajo—. Gregory no tuvo que meterle a Eric la droga por la fuerza. Podría haberle llevado una dosis especialmente fuerte sin mencionarle lo potente que era. Podría haber esperado a que Eric estuviera demasiado drogado como para darse cuenta y, entonces, haberle dado más. La razón por la que la policía no se plantea la posibilidad de un asesinato, Lacey, es que no tienen un móvil.

—Y tú sí.

—Eric estaba dispuesto a hablar. Estaba dispuesto a decirle algo a Ivy.

—¡Ajá! Entonces la chavalita tenía razón —lo pinchó Lacey.

—Tenía razón —admitió Tristan, aunque aún estaba enfadado con Ivy por intentar reunirse con Eric el lunes por la tarde.

Lo había llamado en el último momento, cuando habría sido demasiado tarde para que él pudiera salvarla. Cuando corrió junto a ella, Tristan la encontró alejándose del peligro con Will. Will había dicho que había seguido a Ivy aquella tarde porque había tenido un presentimiento repentino.

—¿Sigues teniendo la impresión de que te excluyen? —inquirió Lacey.

Tristan no contestó.

—Tristan, ¿cuándo terminará esto? Estamos muertos —insistió Lacey—. Y eso es lo que pasa cuando uno muere. A la gente se le olvida invitarte a acompañarla.

Tristan no apartaba los ojos de Ivy. Quería estar junto a ella, cogerla de la mano.

—Estamos aquí para echar un cable cuando podamos y luego dejarlo correr —puntualizó Lacey—. Ayudamos y, después, adiós muy buenas —le dijo adiós con ambas manos.

—Como ya te dije una vez, Lacey, espero que algún día te enamores. Espero que, antes de que tu misión haya terminado, un chico te enseñe lo mal que se siente uno cuando ama a alguien y ve que ese alguien recurre a otra persona.

Lacey dio un paso atrás.

—Espero que aprendas lo que es decirle adiós a una persona a la que amas más de lo que nunca podrá imaginar.

Ella le ocultó su rostro.

—Tal vez consigas tu deseo —dijo.

Tristan la miró, sorprendido por el tono de su voz. Por lo general no tenía que preocuparse por si hería o no los sentimientos de Lacey.

—¿Me he perdido algo? —inquirió.

Ella negó con la cabeza.

—¿El qué? ¿Qué es lo que pasa? —alargó la mano para tocarle la cara.

Lacey se apartó de él.

—Te estas perdiendo la oración final —señaló—. Deberíamos rezar por Eric con todos los demás. —Lacey juntó las manos y adoptó un aire extremadamente angelical.

Tristan suspiró.

—Reza en mi lugar —le dijo—. No tengo muchos buenos sentimientos hacia Eric.

—Razón de más para rezar —repuso ella—. Si no descansa en paz, podría salir a rondar por ahí con nosotros.

«Ángeles, cuidad de él. Dejad que descanse en paz —rogó Ivy—. Ayudad a la familia de Eric», dijo en silencio, y dirigió la mirada hacia Christine, la hermana mayor del chico. Estaba de pie junto a sus padres y sus hermanos, al otro lado del ataúd.

Durante la misa, en varias ocasiones, Ivy había sorprendido a Christine mirándola. Cuando sus ojos se encontraron, la boca de la muchacha tembló ligeramente y, después, se convirtió en una línea larga y suave. Christine tenía el mismo pelo rubio pálido de Eric y su piel de porcelana, pero sus ojos eran de un azul intenso. Era guapa, un incómodo recuerdo de lo que podría haber sido Eric si las drogas y el alcohol no hubieran arruinado su cuerpo y su mente.

«Ángeles, cuidad de él», volvió a rezar.

El reverendo terminó la misa y todos se volvieron al mismo tiempo. Los dedos de Gregory rozaron los de Ivy. Su mano estaba tan fría como el hielo. Recordó lo frías que tenía las manos la noche en que la policía les informó de la muerte de Caroline.

—¿Cómo estás? —le preguntó.

Él deslizó su mano en la de ella y le apretó fuertemente los dedos. La noche en que murió Caroline, cuando Gregory había hecho exactamente el mismo gesto, Ivy había creído que la aceptaba por fin.

—Estoy bien —replicó—. ¿Y tú?

—Contenta de que esto haya terminado —le respondió con sinceridad.

Gregory estudió su rostro, cada centímetro de él. Ivy se sintió atrapada, anclada por su mano, mientras los ojos de él invadían los suyos, leyendo sus pensamientos.

—Lo siento, Gregory. Eric y tú erais amigos desde hace mucho tiempo —manifestó—. Sé que esto es mucho más duro para ti que para el resto de nosotros.

Gregory seguía escrutándola.

—Intentaste ayudarlo, Gregory. Hiciste cuanto pudiste por él —dijo Ivy—. Ambos lo sabemos.

Él inclinó la cabeza acercando su rostro al de ella. La piel de Ivy se estremeció. Para alguien que no tuviera idea de lo que pasaba, para Andrew y Maggie, que los estaban mirando desde lejos, ése parecería un instante de dolor compartido. Pero para Ivy era como el movimiento de un animal del que desconfiaba, de un perro que no mordía pero que la intimidaba moviendo sus dientes muy cerca de su piel desnuda.

—¡Gregory!

Estaba tan concentrado en Ivy que, cuando Suzanne le puso la mano en la nuca, Gregory dio un respingo. Ivy dio de inmediato un paso atrás, y Gregory la soltó.

«Está tan tenso como yo», pensó Ivy mientras observaba cómo Gregory y Suzanne se alejaban en dirección a los coches aparcados a lo largo de la carretera del cementerio. Beth y Will echaron a andar, e Ivy los siguió despacio. Por el rabillo del ojo vio a la hermana de Eric dirigirse hacia ella a grandes zancadas.

Ivy le había dicho a la policía que ella y Will habían ido a dar un paseo después de clase cuando encontraron a Eric en el coche. Tras enterarse de la muerte del chico, el doctor y la señora Ghent la llamaron para hablar de lo que ella le había contado a la policía y averiguar más detalles. Ahora, se armó de valor para un segundo interrogatorio.

—Tú eres Ivy Lyons, ¿verdad? —le preguntó la chica—. Tenía las mejillas suaves y rosadas, su gruesa cola de caballo brillaba bajo la lluvia. Era asombroso tener delante una versión tan saludable de Eric.

—Sí —le contestó Ivy—. Lo siento, Christine. Lo siento mucho por ti y por tu familia.

La chica aceptó la simpatía de Ivy con un gesto.

—Tú… tú deberías de estar muy unida a Eric —dijo.

—¿Perdón?

—Me figuré que eras especial para él.

Ivy la miró, perpleja.

—A causa de lo que dejó. Cuando… cuando Eric y yo éramos pequeños —comenzó Christine con voz algo temblorosa—, solíamos dejarnos mensajes el uno al otro en un lugar secreto del desván. Los dejábamos en una vieja caja de cartón. En la caja, escribimos: «¡Cuidado! ¡Ranas! ¡No abrir!».

Christine se echó a reír y las lágrimas acudieron a sus ojos. Ivy esperó con paciencia, preguntándose adónde llevaría esa conversación.

—Cuando vine a casa para este…, para su funeral, miré en nuestra caja, por capricho —prosiguió Christine—, sin esperar encontrar nada, no la habíamos utilizado durante años. Pero encontré una nota para mí. Y esto.

Sacó de su bolso un sobre gris.

—La nota decía: «Si algo me sucediera, entrégale esto a Ivy Lyons».

Ivy abrió los ojos de par en par.

—No te lo esperabas —observó Christine—. No sabes lo que dice.

—No —repuso Ivy y, a continuación, tomó de su mano el sobre cerrado. En su interior notó un bultito rígido, como si hubieran envuelto un objeto duro con guata. El exterior del sobre la intrigó más aún. Llevaba claramente escrito a máquina el nombre y la dirección de Eric y su propio nombre escrito en letras grandes encima. La etiqueta con el remite llevaba el nombre y la dirección de Caroline Baines.

—Ah, eso —dijo Christine cuando Ivy la tocó—. Probablemente no es más que un sobre que Eric tenía por ahí.

Pero no se trataba sólo de un sobre viejo. Ivy comprobó el matasellos: 28 de mayo, el cumpleaños de Philip. El día en que había muerto Caroline.

—Tal vez tú no lo supieras —prosiguió Christine—. Eric quería mucho a Caroline. Fue como una segunda madre para él.

Ivy levantó la vista, sorprendida.

—¿Ah, sí?

—Desde que era un niño, Eric y mi madre nunca se llevaron bien —explicó Christine—. Yo soy seis años mayor, y, a veces, cuando mi madre trabajaba días enteros en Nueva York, me ocupaba de él. Pero por lo general pasaba esos días en casa de los Baines, y le tomó más afecto a Caroline que a ninguno de nosotros. Incluso después de que ella se divorció y Gregory se quedó a vivir con su padre, Eric iba a verla con frecuencia.

—No lo sabía —replicó Ivy.

—¿No vas a abrirlo? —inquirió Christine mirando el sobre con curiosidad.

Ivy rasgó una esquina del sobre y lo abrió con el dedo.

—Si es una nota personal —le advirtió a Christine—, tal vez no te la muestre.

La chica asintió.

Pero no había ninguna nota, sólo un pañuelo de papel que envolvía el objeto duro. Ivy rompió el envoltorio y sacó una llave. Medía unos cinco centímetros de largo. Uno de los extremos era ovalado, con un dibujo parecido a un encaje grabado en el metal. El otro extremo, el que encajaba en alguna cerradura, era un simple cilindro hueco con dos pequeños dientes al final.

—¿Sabes de qué es? —preguntó Christine.

—No —respondió Ivy—. Y no hay ninguna nota.

Christine se mordió el labio y dijo:

—Bueno, quizá fuera un accidente después de todo. —Ivy percibió la esperanza en su voz—. Quiero decir que, si Eric planeaba suicidarse, habría dejado una nota explicándolo, ¿no?

«A menos que lo mataran antes de que tuviera ocasión», pensó Ivy, pero asintió coincidiendo con Christine.

—Eric no se suicidó —dijo Ivy con voz firme. Entonces vio la gratitud en los ojos de Christine y se ruborizó. «Si Christine supiera que tal vez yo fui la causa de la muerte de su hermano…», pensó.

Dejó caer la llave en el sobre, remetió la solapa y lo dobló por la mitad. Lo deslizó en el bolsillo de su impermeable y le dijo a Christine que si averiguaba de dónde era la llave se lo haría saber.

La chica le dio las gracias por ser una buena amiga de Eric, lo que cubrió aún más de sonrojo las mejillas de Ivy.

Tenía la cara aún caliente cuando se unió a Will y a Beth, que habían estado observándola a seis metros de distancia, apiñados bajo un paraguas.

—¿Qué te ha dicho? —le preguntó Will tirando de Ivy para que se metiera con ellos bajo el paraguas.

—Me…, eeh…, me dio las gracias por ser una buena amiga de Eric.

—Dios mío —dijo Beth en voz baja.

—¿Eso es todo? —inquirió Will.

Era una pregunta que Gregory solía formularle a Ivy cuando le sonsacaba información.

—Habéis estado hablando bastante rato —observó Will—. ¿Es todo lo que te ha dicho?

Will dirigió la mirada al bolsillo en el que Ivy se había guardado el sobre. Debía de haber visto que se lo daba y ahora estaría sin duda viendo el borde del mismo, pero no le hizo más preguntas.

Ese día los habían excusado de ir al instituto, por lo que los tres se fueron tranquilamente en coche a Celentano’s para tomar una comida tardía. Mientras estudiaban atentamente el menú, Ivy se preguntó qué estaría pensando Will, y si sospecharía de Gregory. El lunes, en la comisaría de policía, Will la había dejado hablar a ella, había corroborado su relato, y ninguno de los dos había mencionado que Eric le hubiera pedido citarse en secreto. Ahora Ivy quería contárselo todo a Will. Si lo miraba a los ojos durante demasiado tiempo, acabaría haciéndolo.

—Bueno, ¿qué tal estáis? —les preguntó Pat Celentano cuando acudió a tomarles nota. La mayoría de los clientes del mediodía se habían marchado ya del local, y la propietaria hablaba en voz más baja de lo acostumbrado—. Vaya mañanita habéis tenido.

Anotó el pedido y dejó otro cestillo de lápices y ceras sobre el mantel de papel.

Will, que ya tenía varios dibujos hechos en un mantel adornando las paredes de Celentano’s, se puso de inmediato manos a la obra. Ivy comenzó a hacer garabatos. Beth escribió largas cadenas de palabras que rimaban, murmurando para sí a medida que la lista iba creciendo.

—Lo siento —se disculpó cuando una de sus cadenas se topó con el dibujo de Will.

Él estaba escribiendo e ilustrando chistes del tipo «se abre el telón». Beth e Ivy se inclinaron para leerlos y se echaron a reír suavemente al unísono. Will las dibujó ataviadas con trajes del Oeste y tituló el dibujo «Las novias de Virginia City».

Beth señaló el dibujo.

—Creo que has olvidado unas cuantas curvas —señaló—. El vestido de Ivy era mucho más ajustado. Por supuesto, no tanto como tus pantalones de vaquero.

Ivy sonrió, recordando la voz que los había estado confundiendo todo el día, una voz que no venía de ninguna parte: Lacey divirtiéndose.

—¡Me encanta ese culo! —dijeron Ivy y Beth al mismo tiempo, y esta vez se rieron a carcajadas.

Con esa risa repentina, llegaron las lágrimas. Ivy se cubrió la cara con una mano.

Will y Beth permanecieron en silencio y la dejaron desahogarse. Luego Will le colocó suavemente la mano sobre la mesa y comenzó a trazar su silueta. El lápiz resiguió una y otra vez los costados de sus dedos y el suave contacto la tranquilizó. Acto seguido, él colocó su propia mano en una esquina del papel, pegada a la suya, y la dibujó también.

Cuando retiraron las manos, Ivy miró el dibujo.

—Alas —dijo con una leve sonrisa—. Una mariposa, o un ángel.

Él le soltó la mano. Ivy deseaba acercarse a Will y reclinarse contra él. Quería contarle todo lo que sabía y pedirle ayuda. Pero sabía que no podía ponerlo en peligro. Por su causa ya habían asesinado a un chico al que había querido con toda su alma. No iba a consentir que le sucediera lo mismo al… Ivy se contuvo. ¿Al otro chico que… amaba?