Tristan estaba tumbado en silencio, escuchando la respiración de Eric y conservando su propia energía mientras observaba cómo el cielo, al otro lado de la ventana del dormitorio, comenzaba a clarear. Los números del radiodespertador de Eric brillaban: eran las 4.46. En cuanto Eric diera señales de empezar a despertarse, Tristan tenía previsto introducirse en su mente.
Había estado controlando a Eric el viernes por la noche, varias horas después de su visita al centro comercial, y también el sábado por la noche, después de que volvió de un botellón. Lacey había advertido varias veces a Tristan en contra de viajar en el tiempo dentro de una mente confundida por el alcohol y bajo los efectos de las drogas. Pero habían transcurrido veinticuatro horas desde que Eric había tomado su última cerveza, y Tristan estaba dispuesto a correr el riesgo con el fin de enterarse de qué tipo de trabajo sucio había hecho Eric para Gregory.
Había estado de suerte al llegar a la habitación de Eric el lunes por la mañana temprano y encontrar en una de sus estanterías un libro sobre trenes. Tras materializar un dedo, había hojeado el libro, buscando una foto de un tren que se pareciera a los que circulaban por la estación de Stonehill. Ahora observaba dormir al chico, esperando su oportunidad de mostrarle esa foto e introducirse en su mente acoplándose a un pensamiento compartido. Con un poco más de suerte, podría conducir el pensamiento al interior de un recuerdo, el recuerdo de la noche en que drogaron a Ivy y la llevaron a la estación.
Esperó con paciencia mientras el reloj digital hacía destellar los minutos que pasaban. La respiración de Eric se iba volviendo superficial, y sus piernas empezaban a agitarse. Era el momento. Tristan le dio un golpecito con el codo y lo despertó. Eric vio el libro sobre su almohada y levantó la cabeza somnoliento, mirando la fotografía con los ojos entornados.
«Tren —pensó Tristan—. Pita. Reduce la velocidad. Parece un accidente. No fue un accidente. Gregory. La pifiaste. Co, co, co, co, co, co, ¿quién quiere jugar a gallina, gallina, gallina?».
Tristan evocó todos los pensamientos relacionados con la foto que pudo. No sabía cuál le daría acceso, pero, de pronto, vio la fotografía a través de los ojos medio cerrados de Eric. El chico parecía estar lo bastante despierto como para aceptar una sugerencia. Tristan se imaginó con tanta claridad como le fue posible una gorra de béisbol y una chaqueta del instituto, los mismos que Gregory se había puesto aquella noche, los mismos que había insistido en que Eric debía encontrar.
Tristan notó que Eric se ponía tenso. Por un momento se sintió suspendido en una oscuridad intemporal, después se lanzó hacia adelante con Eric y su puño rebotó contra algo duro. Se vio propulsado rápidamente hacia atrás, lo que lo hizo perder el equilibrio y luego volvió a verse impulsado hacia adelante. Todos sus músculos estaban sometidos a una fuerte tensión, Eric estaba luchando con alguien. Un fuerte puñetazo en el estómago lo hizo tambalearse. Eric volvió la cabeza —y Tristan volvió la suya— y vio a su oponente: Gregory.
Mientras giraba con Eric, primero hacia un lado y luego hacia otro, bajo los golpes de Gregory, Tristan vio también la carretera. Le pareció que se encontraba a unos veinticinco metros de la entrada de la estación. Mientras peleaba con Gregory, sus pies no hacían más que resbalar sobre unas piedrecitas que había en la cuneta. Algo afilado se le hincó en la mano. Tristan se dio cuenta de repente de que Eric aferraba un juego de llaves.
—Imbécil. —Tristan sintió que las palabras de Eric se arrastraban en su boca—. No puedes conducir mi moto. Nos estrellaremos y nos mataremos los dos. Y estaremos juntos tú, yo y Tristan para siempre, tú, yo y Tristan para siempre, tú, yo y Tristan…
—Cállate. Dámelas —ordenó Gregory arrancándole las llaves de la mano y dejándole la palma en carne viva y ensangrentada—. Ni siquiera puedes mantener la cabeza erguida.
Tristan se sintió de pronto como si fuera a vomitar. Atrapado en el cuerpo de Eric, se inclinó sobre la Harley agarrándose el estómago y respirando con fuerza. Gregory manipulaba torpemente algo en la parte trasera de la moto. Estaba intentando atar algo a ella: la chaqueta y la gorra.
—Tenemos que marcharnos de aquí —dijo Gregory.
Montaron en la motocicleta con dificultad. Sentía la pierna insoportablemente pesada mientras la levantaba por encima del asiento. Gregory lo empujó hacia la parte de atrás de la Harley y se subió delante.
—Agárrate.
Se agarró. Cuando Gregory pisó el acelerador, Tristan notó que la cabeza se le iba bruscamente hacia atrás. Su mandíbula superior se cerró sobre la inferior, y sus ojos parecían pequeñas canicas que giraban dentro de su cabeza. En ese breve momento, vislumbró una mancha tras él. Se volvió en el preciso instante en que la ropa caía rodando de la moto, pero no dijo nada.
Se dirigieron hacia la ciudad y ascendieron la larga colina hasta llegar a casa de Gregory. Éste se bajó y entró corriendo. Ahora, la motocicleta estaba en manos de Eric, en las de Tristan, aunque no tenía ningún control sobre ella. Volvió a bajar la colina a toda velocidad, conduciendo como un loco. De pronto, la carretera desapareció de debajo de las ruedas y Eric tomó otro camino.
¿Estarían en otro recuerdo? ¿Habrían conectado de algún modo con otra parte del pasado? La carretera, con sus recodos y sus curvas pronunciadas, le resultaba familiar. La Harley derrapó y se detuvo y Tristan volvió a sentirse terriblemente mal: estaban justo en el lugar donde él había muerto.
Eric aparcó, se bajó de la moto y estuvo vigilando la carretera durante varios minutos. Se agachó para examinar unas brillantes piedras azules, pedazos de cristal roto, entre la grava de la carretera. De pronto alargó el brazo y recogió un ramo de rosas. Parecían recientes, como si alguien acabara de dejarlas allí, y estaban atadas con un lazo morado, como los que Ivy llevaba en el pelo. Eric tocó una rosa que no se había abierto. Se estremeció.
Había una rosa sin abrir en un jarrón sobre la mesa de Caroline. La mente de Eric había vuelto a saltar, y Tristan supo que ya había estado en ese recuerdo. El ventanal, la tormenta que se fraguaba afuera, el intenso miedo de Eric y su creciente frustración no le eran desconocidos. Al igual que antes, el recuerdo era como un trozo de película dañada, fotogramas sueltos, el sonido anegado por oleadas de emoción. Caroline lo estaba mirando y se reía, se reía como si no hubiera nada más gracioso en el mundo. De repente, Eric alargó las manos hacia los brazos de ella, la agarró, la sacudió, zarandeándola hasta que su cabeza cayó pesadamente y sin gracia, como la de una muñeca de trapo.
—Escúchame —dijo—. ¡Lo digo en serio! ¡No es una broma! Tú eres la única que se ríe. ¡No es una broma!
Entonces, Eric gimió. No era miedo lo que lo atenazaba ahora. No eran la frustración y la ira que despedía su piel, sino algo profundo y horrible, desesperante. Volvió a gemir y abrió los ojos. Tristan vio el libro de trenes frente a él.
El libro parecía borroso, y Eric volvió a frotarse los ojos con la mano. Estaba despierto y lloraba.
—Otra vez no —susurraba—. Otra vez no.
¿A qué se refería?, se preguntó Tristan. ¿Qué era lo que Eric no quería que volviera a pasar? ¿Permitir que Gregory matara? ¿Permitirse perder el control y matar por Gregory? Tal vez ambos hubieran cometido parte del crimen y estuvieran atados para siempre en un nudo de culpa.
Tristan hizo un esfuerzo tremendo por permanecer despierto y quedarse con Eric durante el resto de la mañana del lunes. Se había deslizado fuera de la mente del chico cuando éste estuvo completamente despierto, pero lo acompañó al instituto, suponiendo que los recuerdos que habían atormentado al muchacho lo llevarían a algún tipo de enfrentamiento con Gregory. Cuando Eric cruzó con rapidez la cafetería atestada de gente en dirección a la mesa a la que Ivy estaba sentada sola, lo cogió desprevenido.
—Tengo que hablar contigo.
Ivy levantó la vista para mirarlo y parpadeó, sorprendida. Eric tenía el pálido cabello enredado. Durante el verano había adelgazado tanto que su piel blanca apenas parecía cubrir los huesos de su rostro. Sus ojeras parecían cardenales.
Cuando Ivy habló, Tristan percibió en su voz una amabilidad inesperada:
—Bueno. Háblame.
—Aquí no. Con toda esta gente, no.
Ivy observó la cafetería. Tristan supuso que estaba intentando decidir cómo abordar la situación. Quería introducirse dentro de ella y gritar «¡No lo hagas! ¡No vayas a ningún sitio con él!», pero sabía lo que iba a suceder: lo expulsaría como la última vez.
—¿Puedes decirme qué ocurre? —inquirió ella en tono aún suave.
—Aquí no —replicó él. Sus dedos jugueteaban nerviosamente sobre el tablero de la mesa.
—Entonces en mi casa —sugirió Ivy.
Eric sacudió la cabeza. No hacía más que mirar a derecha e izquierda.
Tristan se fijó con alivio en que Beth y Will se acercaban con su comida a la mesa de Ivy. Eric también los vio.
—Hay un viejo coche abandonado a unos ochocientos metros más abajo de los puentes del tren, justo a este lado del río —dijo precipitadamente—. Me reuniré allí contigo hoy a las cinco en punto. Ve sola. Quiero hablar, pero únicamente si estás sola.
—Pero yo…
—Ve sola. No se lo digas a nadie. —Comenzó a alejarse de la mesa.
—Eric —lo llamó Ivy—. ¡Eric!
Él no se volvió.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Will mientras dejaba su bandeja sobre la mesa.
No parecía consciente de la presencia de Tristan. Tampoco Beth, ni Ivy. Tal vez ninguno de ellos viera su luz a causa de los rayos de sol que entraban a raudales por las grandes ventanas de la cafetería, pensó Tristan.
—Eric parece como perturbado —observó Beth tomando asiento al lado de Will, frente a Ivy. Tristan se alegró de ver un lápiz y un cuaderno entre el revoltijo de platos de Beth. A través de su escritura podría comunicarse con los tres al mismo tiempo—. ¿Qué te ha dicho? —inquirió ella—. ¿Hay algún problema?
Ivy se encogió de hombros.
—Quiere hablar conmigo más tarde.
—¿Por qué no habla contigo ahora? —preguntó Will.
«Buena pregunta», pensó Tristan.
—Dijo que quería verme a solas. —Ivy bajó la voz—: No debo decírselo a nadie.
Beth observaba a Eric mientras éste se dirigía a las puertas de la cafetería. Entornó los ojos.
«No me fío de él», pensó Tristan con la mayor claridad posible. Había supuesto bien: los pensamientos de Beth y los suyos coincidían, y un instante después se había introducido en su mente. Entonces, notó que ella se resistía.
—No tengas miedo, Beth —le dijo—. No me eches. Necesito tu ayuda. Ivy necesita tu ayuda.
Suspirando, Beth cogió el lápiz que había junto a su cuaderno y removió con él su compota de manzana.
Will sonrió y le propinó un codazo.
—Es más fácil comer con una cuchara —señaló.
Entonces, los ojos de Ivy se dilataron ligeramente.
—Beth resplandece.
—¿Es Tristan? —inquirió Will.
Beth secó el lápiz y abrió el cuaderno con un movimiento rápido. «Sí», escribió.
Ivy frunció el ceño.
—Ahora puede hablar directamente conmigo. ¿Por qué sigue comunicándose a través de ti?
Beth movió los dedos con gesto nervioso y, acto seguido, escribió con rapidez: «Porque Beth aún me escucha».
Will soltó una carcajada.
La mano de Beth volvió a dirigirse hacia la hoja de papel: «Cuento con Beth y Will para que te convenzan, ¡no te arriesgues con Eric!».
—¿Cuentas conmigo? —farfulló Will.
«Es demasiado peligroso, Ivy —garabateó Beth—. Es una trampa. Díselo, Will».
—Primero tengo que conocer los hechos —insistió él.
—Eric me pidió que me reuniera con él a las cinco en punto, junto al río, a unos ochocientos metros más allá de los puentes dobles —explicó Ivy.
Will hizo un gesto con la cabeza, rompió la punta de un sobrecito de ketchup y extendió uniformemente su contenido sobre la hamburguesa.
—¿Eso es todo? —preguntó.
—Dijo que fuera sola y que lo buscara cerca de un coche viejo que está un poco más acá del río.
Will abrió metódicamente un segundo sobrecito de ketchup y, después, otro de mostaza. Sus actos lentos y deliberados fastidiaron a Tristan.
«¡Díselo, Will! ¡Hazla entrar en razón!», escribió furiosamente Beth.
Pero Will no quería que lo achucharan.
—Eric podría estar tendiéndote una trampa —le dijo a Ivy pensativamente—, tal vez una trampa mortal.
«Exacto», escribió Beth.
—O podría estar diciendo la verdad —prosiguió Will—. Podría ser que estuviera cogiendo miedo y que tratara de darte información importante. Honestamente, no sé cuál de las dos cosas es cierta.
«¡Idiota!», escribió Beth.
—No lo hagas, Ivy —añadió en voz alta con voz temblorosa—. Soy yo quien te lo dice, no Tristan.
Will se volvió hacia ella.
—¿Qué pasa? —inquirió—. ¿Qué ves?
Tristan, dentro de su mente, lo estaba viendo también, y le causó la misma terrible impresión.
—Es el coche —explicó Beth—. En cuanto lo mencionaste, lo vi, un coche viejo que se sumerge lentamente en el fango. Ha sucedido algo espantoso. Está envuelto en una bruma oscura.
Will tomó la mano temblorosa de Beth.
—El coche se está hundiendo en el suelo como un ataúd —prosiguió—. Tiene el capó arrancado. El maletero…, no veo…, está todo lleno de vides y arbustos. Hay una puerta entreabierta, azul, creo. Hay algo dentro.
Los ojos de Beth estaban muy abiertos y llenos de pánico, una lágrima se deslizaba por su mejilla. Will se la secó delicadamente, pero otra cayó sobre su mano.
—Los asientos delanteros han desaparecido —continuó—. Pero veo el asiento posterior, y hay algo… —agitó la cabeza.
—Sigue —la instó Will en voz baja.
—Está cubierto con una manta. Y hay un ángel mirándolo. El ángel está llorando.
—¿Qué hay bajo la manta? —musitó Ivy.
—No lo veo —contestó Beth en un susurro—. ¡No lo veo!
Entonces su mano comenzó a escribir: «Sólo veo lo mismo que ve Beth. No se puede levantar la manta».
—¿El ángel eres tú, Tristan? —preguntó Ivy.
«No», escribió Beth. Luego le cogió la mano a Ivy:
—Allí hay algo terrible. ¡No vayas! Te lo ruego, Ivy.
—¡Escúchala, Ivy! —dijo Tristan, pero la mano de Beth temblaba demasiado para escribirlo.
Ivy miró a Will.
—Beth acertó en las dos ocasiones anteriores —observó él.
Ella asintió y dejó escapar un suspiro.
—Pero ¿y si Eric tiene realmente algo importante que decirme?
—Encontrará otro modo de hacerlo —razonó Will—. Si de verdad quiere decirte algo, encontrará la manera.
—Supongo que sí —repuso Ivy, y Tristan se relajó, aliviado.
Poco después, los dejó. Oyó a Ivy preguntar mentalmente «¿Adónde vas?» pero, sabiendo que estaba en buenas manos, se marchó. Se había recuperado ya del agotamiento del viaje en el tiempo pero no estaba seguro de cuánto iba a durar esa segunda tanda. Quería tiempo para registrar la habitación de Gregory mientras no había nadie en la casa. Si lograba encontrar las últimas drogas que Gregory había comprado, Ivy tendría pruebas para, por lo menos, acusarlo de tenencia ilícita de estupefacientes.
Sin embargo, lo que realmente necesitaba era la chaqueta y la gorra, pensó Tristan mientras pasaba a través de la puerta del instituto. La ropa tal vez convenciera a la policía de reconsiderar la historia de Philip. Un simple cabello podía establecer la fundamental relación con Gregory.
Alguien debía de haber encontrado la ropa después de que se cayera de la moto. ¿Sabría esa persona lo importante que era? La historia de Philip no se había dado a conocer al público, pero podría haberse filtrado. ¿Habría un jugador no identificado en el juego de Gregory?, se preguntó Tristan.
—Pero Ivy —se lamentó Suzanne—, teníamos planes de ir a buscar las zapatillas de cristal, los zapatos de rubíes, el único par de tacones en toda Nueva Inglaterra que es justo lo que necesito para mi fiesta de cumpleaños. ¡Y sólo me queda una semana para ir a su caza y captura!
—Lo siento —replicó Ivy metiendo la mano en su taquilla para coger otro libro—. Sé que te lo prometí. —Se acomodó mejor el montón de libros que llevaba en los brazos y sujetó firmemente una nota que había debajo.
Tres minutos antes de que llegara Suzanne, Ivy había abierto su taquilla y se había encontrado con que la foto de Tristan ya no estaba allí. Alguien había pegado en su lugar la nota que aferraba en la mano.
—¿Qué te parece el miércoles? —propuso Ivy—. Mañana tengo que trabajar después de clase, pero el miércoles podemos ir de compras hasta que no podamos más y conseguirte un increíble par de zapatos.
—Para entonces, Gregory y yo habremos compensado y estaremos en el buen camino de nuevo.
—¿Compensado? —repitió Ivy—. ¿Qué quieres decir?
Suzanne sonrió.
—Surtió efecto, Ivy, surtió efecto como un hechizo.
Con la espalda contra el muro de taquillas, Suzanne dobló las piernas y se deslizó lentamente hacia abajo hasta tocar el suelo con el trasero, una hazaña nada fácil con vaqueros ceñidos, pensó Ivy. Un grupo de chicos que había más allá en el pasillo admiró su atlética habilidad.
—Como tú no le mencionaste a Jeff —prosiguió Suzanne—, lo hice yo. Lo llamé Jeff.
—¿Que lo llamaste Jeff? ¿Se dio cuenta?
—Las dos veces —contestó Suzanne.
—Caray.
—Una vez, cuando estábamos bastante calientes y apasionados.
—¡Suzanne!
Suzanne echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada. Era una risa desenfrenada y contagiosa, y la gente sonrió al pasar frente a ella por el corredor.
—¿Y qué dijo Gregory? ¿Qué hizo? —inquirió Ivy.
—Se puso insoportablemente celoso —respondió su amiga con los ojos lanzando chispas de emoción—. ¡Fue un milagro que no nos matáramos!
—¿Qué quieres decir?
Suzanne se aproximó más a Ivy e inclinó la cabeza, haciendo caer hacia adelante su largo cabello oscuro como una cortina tras la cual contarse secretos.
—La segunda vez estábamos en el asiento de atrás —Suzanne cerró los ojos un instante recordando—. La cara se le puso blanca, y luego empezó a ponerse paulatinamente rojo, empezando por el cuello. Te juro que sentí cómo la temperatura le subía ciento cinco grados. Se apartó de mí y levantó la mano. Creí que iba a pegarme, y por un momento me sentí aterrada.
Miró a Ivy a los ojos con las pupilas dilatadas de excitación. Ivy se dio cuenta de que tal vez Suzanne se hubiera muerto de miedo en aquel momento, pero que, ahora, hablar de ello le parecía emocionante y divertido. Su amiga estaba disfrutando del recuerdo del mismo modo que alguien podía deleitarse con un buen susto en una casa encantada, pero Gregory no era un monstruo de cartón piedra.
—Después bajó la mano, me lanzó un par de insultos, saltó del asiento de atrás al de delante y se puso a conducir como un loco. Abrió todas las ventanillas y no paró de gritarme que bajara del coche. Pero, claro, conducía muy de prisa y zigzagueando, y yo estaba intentando incorporarme y no hacía más que dar tumbos de un lado del coche al otro. Me observaba por el espejo retrovisor. A veces se volvía del todo. No nos matamos de puro milagro.
Ivy miro a su amiga, horrorizada.
—Oh, vamos, Ivy. Al final, cuando tenía el brazo derecho metido en el brazo izquierdo del chaleco y el cabello todo revuelto sobre la cara, aminoró la velocidad y los dos nos echamos a reír.
Ivy dejó caer la cabeza entre las manos.
—Pero cuando me acompañó a casa esa noche —prosiguió Suzanne—, no dijo que no quisiera volver a verme. Dijo que le hago perder el control y hacer locuras. —Parecía complacida consigo misma, como si le hubieran hecho un maravilloso cumplido—. Pero volverá el sábado que viene. Irá a mi fiesta, puedes apostar a que irá.
—Suzanne, estás jugando con fuego —dijo Ivy.
Su amiga sonrió.
—Gregory y tú no os convenís el uno al otro —observó Ivy—. Mírate. Estáis actuando como unos perturbados, los dos.
Suzanne se encogió de hombros y se echó a reír.
—¡Te estás comportando como una estúpida!
Suzanne parpadeó, herida por la crítica de Ivy.
—Gregory tiene un genio terrible —continuó Ivy—. Puede pasar cualquier cosa. Tú no lo conoces como yo.
—¿Ah, sí? ¿De verdad? —Suzanne arqueó las cejas—. Pues yo creo conocerlo bastante bien.
—Suzanne…
—Y puedo manejarlo… mejor que tú —añadió mirando a uno y otro lado, con ojos relucientes—. Así que no te hagas ilusiones.
—¿Qué?
—Eso es lo que pasa, ¿no? Desde que perdiste a Tristan has estado interesada en Gregory. Pero es mío, no tuyo, Ivy, ¡y no vas a quitármelo!
Suzanne se puso en pie a toda prisa, se sacudió la parte trasera de los pantalones y se marchó muy ofendida por el pasillo.
Ivy se recostó contra su taquilla. Sabía que salir corriendo tras Suzanne no serviría de nada, y pensó en llamar a Tristan y pedirle que cuidara de su amiga. Tal vez Lacey pudiera echarles un cable. Pero esa petición tendría que esperar. Ivy había cambiado los planes que tenía para la tarde y, si Tristan le leía la mente, tal vez intentara detenerla.
Desplegó el pedazo cuadrado de papel que habían pegado donde antes estaba la foto de Tristan. La nota, firmada con las iniciales de Eric, era breve y convincente: «Ve sola. A las cinco en punto. Sé por qué sueñas lo que sueñas».