5

Ivy estaba de pie junto a Philip en la habitación de éste, examinando una estantería llena de tesoros: las figuritas de ángeles que le había regalado tras la muerte de Tristan, un muñeco de papel de Don Mattingly que se tenía de pie, unos fósiles de Andrew y un tornillo de ferrocarril oxidado.

Philip y Maggie habían llegado a casa esa tarde justo cuando Will llegaba con Ivy. Después de compartir un tentempié con Philip, ella cargó con los libros escolares de su hermano mientras él subía a su habitación con gran cuidado su nuevo tesoro, un nido de pájaro mohoso. Ivy lo observó instalar el nido en el sitio de honor y luego pasó la mano por la fila de estatuillas de ángeles. Tocó una que no era suya, un ángel que iba vestido como un jugador de béisbol.

—Ésta es la figurita que me trajo la amiga de Tristan —le explicó Philip—. Quiero decir, la chica ángel. La he visto un par de veces.

—¿Has visto a otro ángel? ¿Estás seguro? —preguntó Ivy, sorprendida.

Su hermano asintió.

—Vino a nuestra superfiesta.

—¿Cómo la distingues de Tristan? —quiso saber Ivy.

Philip se quedó pensando unos instantes.

—Sus colores son más morados.

—¿Cómo sabes que es una chica?

—Tiene forma de chica —respondió él.

—Ah.

—De chica de tu edad —añadió.

De debajo de un montón de cómics, Philip sacó una foto que mostraba una extraña mancha pálida. Ivy la reconoció: era la primera fotografía que Will les había sacado en el Festival de las Artes.

Philip la miró con atención y frunció el ceño.

—Supongo que aquí no se ve tanto —observó.

«¿Qué es lo que no se ve?», se preguntó Ivy en silencio.

—¿De verdad que sólo quieres que te devuelva tu ángel del agua? —inquirió Philip.

Ivy sabía que quería conservar todas las figuras.

—Sólo ése —le aseguró y, a continuación, se llevó el ángel de porcelana a su habitación.

Era la figura que Ivy más quería. A causa de su túnica arremolinada color azul verdoso, lo había llamado ángel del agua en recuerdo del ángel que había visto cuando tenía cuatro años, del ángel que la había salvado de morir ahogada. Colocó la figurita junto a la foto de Tristan y pasó los dedos por la suave superficie barnizada. Acto seguido tocó la fotografía de Tristan.

—Dos ángeles…, mis dos ángeles —dijo, y se encaminó a su sala de música del tercer piso.

La gata la siguió y saltó a la ventana abuhardillada que había frente al piano. Ivy tomó asiento y se puso a practicar las escalas, desgranando música. Mientras sus manos recorrían el teclado, pensaba en Tristan, en el aspecto que tenía cuando nadaba, con la luz dispersa en las gotitas de agua que levantaba a su alrededor, justo como su luz podía brillar ahora en torno a ella.

Los últimos rayos de sol de ese día de septiembre eran de oro puro, como el resplandor de Tristan, y el ocaso mostraría su misma gama de colores. Ivy miró hacia la ventana y dejó de tocar bruscamente. Ella estaba sentada, con las orejas enhiestas, los ojos bien abiertos y brillantes. Ivy se volvió a mirar a su espalda.

—Tristan —dijo con voz queda.

El resplandor la rodeó.

—Tristan —susurró de nuevo—. Háblame. ¿Por qué no puedo oírte? Los demás, Will y Beth, te oyen. ¿No puedes hablar conmigo?

Pero lo único que oyó fue el sonido amortiguado que Ella produjo al saltar de su atalaya y trotar hacia ella. Ivy se preguntó si la gata podía ver a Tristan.

—Sí, me vio la primera vez que vine.

Ivy se quedó atónita al oír su voz.

—Eres tú. Eres tú de verdad…

—Asombroso, ¿no?

En su interior, Ivy no sólo oía su voz, sino la risa que traslucía. Sonaba como siempre que algo le hacía gracia. Luego la risa cesó.

—Ivy, te quiero. Nunca dejaré de quererte.

Ivy descansó su rostro en sus manos. Las palmas y los dedos estaban bañados en una pálida luz dorada.

—Te quiero, Tristan, y te he echado mucho de menos. No sabes cuánto te he echado de menos.

—Y tú no sabes las veces que he estado contigo, contemplándote mientras dormías, escuchándote tocar. Fue como revivir el invierno pasado, siempre esperando, con la ilusión de que te fijaras en mí.

El ansia de su voz la hizo estremecerse, como antes le sucedía con sus besos.

—Si hubiera tenido los poderes angelicales necesarios, te habría tirado algún pedazo de brócoli y zanahorias —añadió riendo.

Ivy se rió a su vez, recordando la bandeja de verduras que Tristan había volcado en la boda de su madre.

—Fueron los trozos de apio que tenías en las orejas y las colas de gamba que llevabas en la nariz lo que te hicieron irresistible tanto para Philip como para mí —repuso con una sonrisa—. Oh, Tristan, ojalá hubiéramos pasado juntos este verano. Ojalá hubiéramos flotado el uno junto al otro en el lago, dejando que el sol centelleara en los dedos de nuestras manos y nuestros pies.

—Sólo quiero estar cerca de ti —dijo él.

Ivy alzó la cabeza.

—Ojalá pudiera sentir tus brazos rodeándome.

—No podrías estar más cerca de mi corazón de lo que estás ahora.

Ella extendió los brazos y se rodeó el cuerpo con ellos, como alas cerradas.

—He deseado mil veces poder decirte que te quiero. Pero nunca creí, nunca jamás creí que tendría la oportunidad…

—¡Tienes que creer, Ivy! —Ella sintió el miedo de su voz resonar en su interior—. No dejes de creer o dejarás de verme. No sabes lo mucho que me necesitas en estos momentos —le advirtió.

—A causa de Gregory —replicó Ivy, dejando caer las manos en su regazo—. Lo sé. Sólo que no comprendo por qué habría de querer… —rechazó aquella idea aterradora— hacerme daño.

Matarte —puntualizó Tristan—. Todo lo que Philip te contó sobre aquella noche sucedió de verdad; el «ángel malo» era Gregory. Y no fue la primera vez, Ivy. Cuando estabas sola aquel fin de semana…

—Pero no tiene ni pies ni cabeza —dijo ella alzando la voz—, no después de todo lo que ha hecho por mí. —Se levantó de un salto de la banqueta del piano y comenzó a recorrer la habitación arriba y abajo—. Después del accidente, él fue el único que comprendió por qué no quería hablar de ello.

—No quería que pensaras mucho en ello —precisó Tristan—. No quería que recordaras aquella noche y que empezaras a hacerte preguntas, como si nuestro accidente había sido de verdad un accidente.

Ivy se detuvo junto a la ventana. Tres pisos más abajo, Philip estaba dándole patadas a una pelota de fútbol. Andrew, que llegaba por el camino de entrada a la casa, había detenido el coche para verlo jugar. Su madre estaba cruzando el césped en su dirección.

—No fue un accidente —dijo ella por fin. Recordaba su pesadilla: iba en el coche de Tristan, y no podía frenar… justo como el día en que habían atropellado al ciervo y no pudieron parar—. Alguien estuvo enredando con los frenos.

—Eso parece.

Ivy sintió náuseas ante la simple idea de que Gregory la tocara, la besara, se mantuviera cerca de ella, lo bastante cerca como para matarla cuando se presentara la ocasión. No quería creerlo.

—¿Por qué? —gritó.

—Creo que los motivos se remontan a la noche en que asesinaron a Caroline.

Ivy regresó donde el piano y se sentó despacio, intentando aclararse las ideas.

—¿Quieres decir que me culpa del… del asesinato de su madre? Fue un suicidio, Tristan. —Pero mientras lo decía sentía un hormigueo en el pecho y en la garganta, un miedo creciente que amenazaba con bloquear todo pensamiento razonable.

—Tú estuviste en la casa de al lado la noche en que murió —señaló él—. Creo que viste a alguien en la ventana, a alguien que sabe lo que pasó o que fue culpable de ello. Tienes que intentar recordar.

Ivy se esforzó por separar los recuerdos de aquella noche de las pesadillas subsiguientes.

—Cuanto pude ver fue la sombra de una persona. Con los reflejos del cristal, no distinguí de quién se trataba.

—Pero él te vio a ti.

Poco a poco, el sueño se iba desenmarañando. Ivy comenzó a temblar.

—Lo sé —dijo Tristan con delicadeza—. Lo sé.

Ivy ansiaba experimentar la misma sensación que antes cuando él le hablaba de ese modo.

—Yo también tengo miedo —señaló Tristan—. No tengo poderes suficientes para protegerte solo. Pero créeme, Ivy, juntos somos más fuertes que él.

—Oh, Tristan, te he echado de menos.

—Y yo a ti —replicó el—, he echado de menos abrazarte, besarte, volverte loca…

Ella se echó a reír.

—Ivy, toca para mí.

—No me pidas… no me pidas eso ahora. Sólo quiero seguir oyendo tu voz —le rogó—. Pensé que te había perdido para siempre, pero ahora estás aquí…

—Chsss, Ivy. Toca. He oído un ruido. Hay alguien en tu habitación.

Ivy miró a Ella, que ahora estaba en lo alto de la escalera escudriñando la oscuridad del piso inferior. La gata se deslizó silenciosamente escaleras abajo, con la cola erizada. «Es Gregory», pensó Ivy.

Con gesto nervioso, abrió un libro y comenzó a tocar. Tocó fuerte, intentando borrar el recuerdo de los abrazos de Gregory, de sus besos apremiantes, la noche en que se había quedado sola en la tienda y la noche en que se encontraba a oscuras en la casa.

¿Intentar matarla? ¿Matar a su madre? No tenía sentido. Casi podía comprender que Eric pudiera hacerlo, medio desequilibrado por las drogas. Recordaba el mensaje que había oído sin querer en el teléfono de Gregory. Eric siempre necesitaba dinero para comprar droga. Tal vez hubiera intentado que Caroline se lo diera y las cosas salieron mal. Pero ¿qué motivo podía tener Gregory para hacer algo tan terrible?

—Eso es lo que he estado intentando averiguar.

Ivy dejó momentáneamente de tocar.

—¿Me has oído? —preguntó mentalmente.

—No blindas tan bien tus pensamientos como Will.

De modo que había oído todo lo que acababa de pensar, incluido aquello de los besos apremiantes. Empezó a tocar de nuevo, aporreando el piano.

Ahora parecía como si Tristan estuviera gritando en su cabeza.

Sonrió y tocó con más suavidad.

—Ivy, tenemos que ser sinceros el uno con el otro. Si no confiamos el uno en el otro, ¿quién va a ayudarnos?

—Te quiero. Eso sí es sincero —replicó ella, pronunciando ahora todas las palabras en silencio, de modo que sólo Tristan pudiera oírla. Terminó la canción y se dispuso a empezar otra.

—Se ha ido —le dijo él.

Ivy dejó escapar un suspiro de alivio.

—Escúchame, Ivy. Tienes que salir de aquí.

—¿Salir? ¿A qué te refieres? —inquirió.

—Tienes que alejarte de Gregory tanto como puedas.

—Eso es imposible —protestó ella—. No puedo marcharme sin más. No tengo ningún sitio a donde ir.

—Ya encontrarás uno. Le pediré a Lacey (es un ángel) que no se separe de ti. Hasta que consiga averiguar qué está pasando y encuentre alguna prueba para llevársela a la policía, tienes que estar lejos de aquí.

—No —rechazó Ivy empujando la banqueta hacia atrás.

—Sí —insistió él.

A continuación, le contó lo que había descubierto viajando en el tiempo a través de las mentes de Gregory y de Eric. Le relató la violenta escena entre Gregory y su madre, cómo Caroline lo había provocado con un pedazo de papel y él le había arrojado la lámpara de pie, haciéndole un corte en la cara. Después le habló del recuerdo que había experimentado en la mente de Eric, aquella intensa escena entre él y Caroline, que había tenido lugar en una noche de tormenta.

—Tienes razón en lo que dices de Eric —concluyó Tristan—. Necesita dinero para drogas y está implicado. Pero aún no sé exactamente qué es lo que ha hecho para Gregory.

—Hoy Eric estaba registrando la zanja de drenaje que hay junto a la estación.

—¿Ah, sí? Entonces es que se tomó en serio la amenaza de Gregory —replicó Tristan, y le habló de la discusión que había presenciado por casualidad en la fiesta—. Vigilaré a los dos. Entretanto, tienes que irte.

—No —repitió Ivy.

—Sí, cuanto antes.

—¡No! —esta vez la voz saltó fuera de ella.

Tristan calló.

—No voy a irme —declaró Ivy hablando de nuevo mentalmente.

Se acercó a la ventana y miró a través de ella los viejos árboles azotados por el viento que coronaban la colina, unos árboles con los que se había familiarizado en los últimos seis meses. Los había visto pasar de una neblina primaveral de brotes rojizos a una espesura de hojas verdes y, de ésta, a las delicadas formas ribeteadas con la luz dorada del atardecer, el color del otoño. Ése era su hogar, allí era donde estaban las personas que amaba. No iba a permitir que la echaran. No iba a dejar a Philip y a Suzanne solos con Gregory.

—Suzanne no sabe nada —señaló Tristan—. Hoy, después de que te marchaste con Will, seguí a Gregory y a ella. Ella es inocente…, está confusa respecto a ti y totalmente colgada de él.

—¿Está totalmente colgada de Gregory y quieres que la abandone?

—No sabe lo suficiente como para meterse en problemas —sostuvo Tristan.

—Si huyo —insistió Ivy—, ¿cómo sabemos qué va a hacer? ¿Cómo sabemos que no irá a por Philip? Mi hermano tal vez no entienda lo que vio, pero aquella noche vio cosas, cosas que no le gustarán mucho a Gregory.

Tristan guardó silencio.

—No te veo —dijo Ivy—, pero puedo adivinar la cara que pones.

Entonces lo oyó reír, y se puso a reír con él.

—Ay, Tristan, sé que me quieres y que temes por mí, pero no puedo abandonarlos. Philip y Suzanne no saben que Gregory es peligroso. No se andarán con cuidado.

Él no contestó.

—¿Estás ahí? —preguntó Ivy tras un largo silencio.

—Estoy pensando —replicó él.

—Entonces te estás escondiendo de mí —repuso ella—. Estás cubriendo tus pensamientos para que no los oiga.

De pronto Ivy se estremeció, invadida por un sentimiento de amor y ternura. Después, un miedo intenso se apoderó de ella, miedo y rabia, y una desesperación imposible de describir con palabras. Nadaba en un agitado mar de emociones, y, por unos instantes, no logró respirar.

—Tal vez debería haber levantado sólo una esquinita de la manta —observó Tristan—. Ahora tengo que dejarte, Ivy.

—No, espera. ¿Cuándo volveré a verte? —preguntó ella—. ¿Cómo te encontraré?

—Bueno, no hace falta que te coloques al borde de un trampolín.

Ivy sonrió.

—Con que te subas a la rama de un árbol bastará —prosiguió Tristan—. O al tejado de cualquier edificio de tres pisos o más.

—¿Qué?

—Es una broma —replicó él riendo—. Simplemente llámame, en cualquier momento, en cualquier lugar, mentalmente, y te oiré. Si no vengo es porque estoy haciendo algo y no puedo dejarlo, o porque estoy sumido en la oscuridad. No puedo controlar la oscuridad. —Suspiró—. La siento llegar, la siento ahora mismo, y puedo combatirla durante un rato. Pero al final pierdo el sentido. Así es como descanso. Supongo que un buen día la oscuridad será definitiva.

—¡No!

—Sí, mi amor —repuso en voz baja.

Un momento después, había desaparecido.

El vacío que dejó en su interior era casi insoportable. Sin su luz, la habitación quedó sumida en una sombra azul, e Ivy se sintió perdida en la penumbra entre dos mundos. Luchó contra las dudas que empezaban a apoderarse de ella. No se lo había imaginado: Tristan había estado realmente allí, y Tristan volvería de nuevo.

Practicó varias melodías de Bach, tocándolas de forma mecánica una tras otra, y justo cuando acababa de cerrar sus libros de música, su madre la llamó. La voz de Maggie sonaba extraña, y cuando Ivy llegó al pie de la escalera entendió por qué. Su madre se hallaba de pie ante la cómoda de Ivy. El ángel del agua estaba hecho añicos a sus pies.

—¡Cariño! Lo siento —dijo Maggie.

Ivy se acercó a la cómoda y se arrodilló. Había unos cuantos trozos grandes, pero el resto de la figurita se había roto en pequeños fragmentos. No tenía arreglo.

—Philip debe de haberla puesto aquí —aventuró Maggie—. Debe de haberla dejado demasiado cerca del borde. Por favor, no permitas que esto te entristezca, cariño.

—La traje yo misma, mamá. Y no hay por qué entristecerse. Estas cosas pasan —manifestó, maravillada de su propia serenidad—. Por favor, no te culpes.

—Pero si no lo he hecho yo —replicó Maggie en seguida—. He entrado para llamarte para cenar y la he visto aquí en el suelo.

Al oír sus voces, Philip asomó la cabeza por la puerta.

—Oh, no —gimió—. ¡Se ha roto!

Gregory entró en la habitación tras él. Observó la figurita, sacudió la cabeza y miró hacia la cama.

Ella —dijo en voz baja.

Pero Ivy sabía quién lo había hecho. Había sido la misma persona que había destrozado aquella silla tan cara de Andrew hacía unos meses, y no había sido Ella. Quería acorralar a Gregory contra la pared. Quería hacérselo admitir delante de los demás. Pero sabía que tenía que seguirle el juego. Y lo haría… hasta hacerle confesar que había roto otras cosas además de ángeles de porcelana.