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—¡Ah, hola! —exclamó Beth minutos después al levantar la vista y ver a Ivy y a Will.

Estaba sentada con la espalda apoyada contra la taquilla de Ivy, lápiz en mano, con aspecto de haber estado muy ocupada escribiendo un relato. Pero cuando Ivy miró su cuaderno, supo que no era así.

—Si escribes de ese modo, vas a tener el final de la historia al principio —le dijo inclinándose hacia ella y poniéndole el cuaderno del derecho.

Will rió suavemente y Beth se sonrojó.

—Supongo que no soy muy buena actriz —replicó Beth levantándose del suelo—. ¿Estás bien?

Ivy se encogió de hombros.

—Ya no sé qué contestar a esa pregunta, y, en cualquier caso, cuando lo hago nadie me cree.

—Está bien —intervino Will descansando su mano en el hombro de Beth en ademán tranquilizador. Curiosamente, la seguridad de su voz tranquilizó también a Ivy.

Reunió sus libros y los tres se dirigieron al aparcamiento. Beth caminaba entre Ivy y Will, manteniendo viva la conversación. Pero unos minutos después, cuando Beth se marchó en su coche, un incómodo silencio se hizo entre los dos. Ivy se subió al Honda plateado de Will y mantuvo la vista al frente. Mientras se dirigían a su casa, lo único que él le preguntó fue si quería las ventanillas cerradas.

Desde la fiesta, Will había estado evitando a Ivy en el instituto. Ella se figuraba que probablemente se sentía avergonzado por la extraña conversación que habían mantenido en la pista de baile. Y le agradecía que se hubiera tragado lo suficiente el orgullo y la hubiera sacado del atolladero con Gregory y Suzanne.

—Gracias de nuevo —le dijo.

—No hay de qué —replicó Will ajustando la visera parasol.

Ivy se preguntó por qué no le pedía explicaciones acerca de lo que estaba haciendo en el trampolín. Tal vez hubiera supuesto que eso era lo que hacían los chiflados. Mientras conducía, Will mantenía los ojos fijos en el tráfico. Cuando se detuvieron en una intersección, parecía inhabitualmente atento a la gente que cruzaba frente al coche. Entonces, le lanzó una mirada de soslayo.

—Era una broma, ¿verdad? —espetó Ivy—. Cuando le dijiste a Gregory que cuidarías de mí, o que Tristan lo haría, sólo estabas bromeando.

El semáforo cambió y Will avanzó una manzana antes de contestar.

—A Gregory no le hizo gracia —observó.

—¿Estabas bromeando? —insistió Ivy retorciéndose en su asiento.

—¿Qué crees tú?

—¿Qué importa lo que yo crea? —estalló ella—. Yo soy la loca que intentó suicidarse.

Will giró el volante de repente y se detuvo en la cuneta.

—Yo no lo creo —le dijo con calma.

—Bueno, todos los demás lo creen.

Will mantuvo el motor en marcha y descansó los brazos sobre el volante. Ella estudió las manchas de pintura de sus manos.

—Algunos quizá se hayan creído los rumores, pero me extraña que te los hayas creído tú.

Ivy no contestó.

—A mí me parece —la voz de Will sonaba tranquila y razonable— que la gente que está loca de verdad no cree estarlo. ¿Por qué habrías de creerlo tú?

—Bueno, está esa historia sobre que me presenté en la estación justo antes de que pasara el último expreso nocturno —replicó Ivy, incapaz de evitar el sarcasmo en su voz.

Will se volvió hacia ella desafiándola con sus ojos oscuros.

—¿Recuerdas haber ido en coche hasta allí? ¿Recuerdas haber planeado saltar al paso del tren?

Ivy negó con la cabeza.

—No. Ni una cosa ni la otra. Sólo recuerdo la luz que vi después. El resplandor.

—Que es lo que viste arriba, en el trampolín.

Ella asintió.

—Me pregunto por qué tú lo ves y yo lo oigo —dijo Will.

—¿Tú lo oyes? —Ivy se estiró y apagó el motor—. ¿Tú lo oyes?

—Y Beth también.

Ivy se quedó boquiabierta.

—Beth escribe historias con mensajes que no son suyos. Yo dibujo ángeles que no tenía intención de dibujar. —Trazó una imagen invisible sobre el parabrisas—. Ambos hemos acabado pensando que estábamos perdiendo el juicio.

Ivy recordó aquel día en que, en la tienda de electrónica, Beth había escrito en el ordenador: «Ten cuidado, Ivy. Es peligroso. No te quedes sola. Te quiero. Tristan». Ivy se había marchado corriendo de la tienda furiosa con Beth por haberle jugado esa mala pasada. Pero debería haberla escuchado. Días después, alguien la había atacado en su casa.

—Tristan te está advirtiendo —prosiguió Will—. Beth cree que se trata de algo demasiado gordo como para que ninguno de nosotros pueda manejarlo solo, y está muerta de miedo.

Ivy sintió que se le ponían de punta los pelos de la nuca. Desde la noche anterior no había hecho más que pensar en entrar en contacto con la luz que creía que era Tristan. Había evitado la aterradora pregunta de por qué motivo el ángel Tristan podía estar intentando ponerse en contacto con ella.

—Tienes que recordar lo que pasó —continuó Will—. Eso es lo que Tristan estaba intentando decirte la otra noche en la fiesta, mientras bailábamos.

—Entonces, ¿estaba contigo? —Mentalmente, Ivy comenzó a repasar los extraños acontecimientos del verano anterior—. De modo que los ángeles que dibujabas, y ese cuadro del ángel que se parecía a Tristan…

—Yo estaba tan asombrado como tú —dijo Will—. Intenté decírtelo, yo nunca haría nada parecido para hacerte daño. Pero no sabía cómo explicarte lo que había sucedido. Se metió dentro de mí. Era como si no tuviera más remedio que dibujar esos ángeles. Mis manos casi no parecían las mías.

Ivy se inclinó y puso una mano sobre las suyas.

—Creo que Tristan quería reconfortarte —añadió Will.

Ella asintió, conteniendo las lágrimas.

—Siento no haberlo comprendido entonces. Siento haberme enfadado tanto contigo. —Respiró profundamente—. Tengo que recordar. Tengo que pensar en aquella noche. Will, ¿me llevas a la estación?

Él puso el coche en marcha de inmediato. Cuando llegaron, varias personas acababan de apearse de un tren de cercanías procedente de Nueva York. Will aparcó el coche mientras los viajeros abandonaban la estación. Luego acompañó a Ivy hasta la escalera que conducía al andén donde paraban los trenes que circulaban hacia el sur.

—No voy a decirte nada más —señaló—. Probablemente será mejor que husmees por aquí sola y veas qué se te ocurre. Pero estaré aquí mismo si me necesitas.

Ivy asintió y, acto seguido, subió la escalera. Por el informe de la policía sabía cuál era la columna contra la que Philip la había encontrado apoyada, recostada, se corrigió: la que estaba marcada con una D. Pero había olvidado lo cerca que se hallaban las columnas metálicas del borde del andén y lo cerca que el andén estaba de las vías. Al verlo sintió que el estómago le daba un vuelco.

Sabía que tenía que colocarse con la espalda contra la columna e intentar recordar lo que había pasado aquella noche, pero no podía hacerlo, aún no. Anduvo precipitadamente por el andén hasta llegar a la escalera que conducía al puente que salvaba las vías. Entonces cruzó por el puente al otro lado. Desde el andén de los trenes que se dirigían al norte, Ivy se volvió a mirar a Will, que estaba sentado en un banco, esperándola pacientemente.

Se puso a andar arriba y abajo. ¿Quién podía haber estado allí aquella noche? Si la historia de Philip era cierta, alguien se había disfrazado de Tristan. Casi cualquiera podía hacerse con una chaqueta del instituto y una gorra de béisbol. Y en la oscuridad, con ellas puestas, cualquiera podría haberse parecido a Tristan, incluso Gregory.

Se quitó rápidamente ese pensamiento de la cabeza. Se estaba poniendo paranoica, sospechando de Gregory. Pero tal vez no fuera tan paranoide imaginar que Eric lo hiciera. Recordaba aquella noche en que había arrastrado a Will al puente del ferrocarril justo antes de que pasara un tren. A Eric le encantaban los juegos peligrosos. Y con toda seguridad tenía acceso a drogas.

Un sonido largo y agudo penetró en los pensamientos de Ivy, el silbido de un tren que se dirigía hacia el sur, que resonaba contra el empinado muro de lo alto de la colina. Observó por encima del hombro la ladera rocosa. Parecía imposible que Philip hubiera logrado bajar sano y salvo, pero quizá, si los ángeles existían, si Tristan estaba allí…

Volvió a oírse el pitido del tren. Ivy echó a correr. Bajó los escalones de dos en dos, cruzó corriendo el puente y bajó al otro lado. Oyó el estruendo del tren antes de ver la luz de su locomotora, un ojo pálido y ciego en pleno día. Era uno de esos grandes trenes de la Amtrak[4] que pasaban a toda velocidad sin detenerse.

Corrió hacia la columna y se quedó de pie con la espalda pegada a ella, cerca del borde, cegada por el ojo blanco del tren. Recordó la vieja historia de Philip acerca de un tren que subía por la colina, un tren que la buscaba a ella. Ahora se dirigía tronando hacia ella, mientras las vías echaban chispas y el andén que tenía bajo los pies vibraba. Se sintió como si su cuerpo zarandeado fuera a volar en pedazos.

Entonces el tren pasó por su lado a toda velocidad como una larga mancha borrosa.

No sabía cuánto tiempo llevaba allí, cerca de ella, a su espalda, dejando que Ivy entrelazara sus dedos con los suyos. Volvió la cabeza hacia un lado y miró a Will por encima del hombro.

—Me alegro de que no hayas saltado —le dijo con una media sonrisa—. O estaríamos muertos los dos.

Ivy liberó sus dedos y se volvió a mirarlo.

—¿Te acuerdas ahora? —inquirió Will.

Ella negó con la cabeza con gesto cansado.

—No.

Will levantó el brazo como si fuera a tocarle la mejilla. Ivy lo miró, y él retiró rápidamente la mano y se la metió en el bolsillo.

—Salgamos de aquí —dijo.

Ivy lo siguió hasta el coche, volviéndose continuamente a mirar las vías.

«¿Y si Gregory y Eric hubieran colaborado el uno con el otro?», pensó. Pero seguía sin poder creer que nadie, y menos aún Gregory, quisiera hacerle daño. Él se preocupaba por ella. En su opinión, se preocupaba muchísimo.

Sacaron el coche del aparcamiento en silencio. Will parecía tan ensimismado como ella. Entonces, Ivy se incorporó de golpe y apuntó con el dedo. Unos cuarenta y cinco metros más allá de la salida había una Harley de color rojo aparcada en la cuneta.

—Parece la de Eric —observó.

—Lo es.

Una larga zanja de drenaje llena de hierba alta y arbustos bordeaba la carretera. Eric estaba registrando la zanja, y estaba tan concentrado en su tarea que no se apercibió de que el coche se detenía en el arcén.

Cuando Will abrió la puerta, Eric levantó la cabeza.

—¿Has perdido algo? —le preguntó Will al tiempo que bajaba del coche—. ¿Necesitas que te ayudemos a buscar?

Eric se protegió los ojos de la luz oblicua del sol con la mano.

—No, gracias, Will —respondió—. Sólo estoy intentando encontrar un viejo pulpo que uso para sujetar las cosas. —Entonces se percató de que Ivy estaba en el coche. Pareció sobresaltado, y trasladó su mirada de Will a Ivy y de nuevo a Will. Les hizo señas de que siguieran adelante—. Lo dejo dentro de un minuto —aseguró.

Will asintió y volvió a entrar en el coche.

—Se estaba esforzando mucho para tratarse de un viejo pulpo —observó Ivy mientras se alejaban.

—Ivy —terció Will—, ¿hay algún motivo por el que alguien podría querer asustarte o hacerte daño?

—¿Qué quieres decir?

—¿Hay alguien que te guarde rencor?

—No —contestó ella despacio. «Ahora ya no», pensó.

El invierno anterior había sido otra historia: a Gregory no le había gustado que su padre se casara con Maggie. Pero su resentimiento y su enfado habían desaparecido hacía meses, se recordó rápidamente a sí misma. Gregory se había mostrado encantador con ella desde la muerte de Tristan, la había consolado, incluso la había rescatado el día del allanamiento. Había sido Gregory el primero en llegar, había asustado al intruso, y le había quitado a Ivy la bolsa de la cabeza justo cuando llegó Will.

¿O no? Tal vez hubiera estado allí todo el tiempo. Había dado una excusa extraña para justificar el hecho de haber vuelto a casa aquel día. De repente, Ivy sintió que un frío intenso se apoderaba de ella. ¿Y si el propio Gregory la hubiera atacado y luego hubiera cambiado de planes al presentarse Will?

La idea la recorrió como un río helado, y el cuero cabelludo y la piel de la nuca se le erizaron. Ivy se retorció las manos. Sin darse cuenta dobló un bolígrafo que había cogido del asiento y rompió la cubierta de plástico.

—Toma —le dijo Will quitándole el bolígrafo y ofreciéndole su mano—. Necesito que me devuelvas los dedos cuando lleguemos a tu casa —añadió con una sonrisa—, pero así, al menos por ahora, no te llenarás toda de tinta.

Ivy le cogió la mano. Se agarró a Will con fuerza y volvió la cabeza para observar unos brillantes parches verdes que destellaban al pasar, el final del verano unido a pronunciadas sombras otoñales.

«Siempre he estado a tu lado. ¡Te quiero!». Las palabras volvieron flotando hasta ella.

—Will, cuando estábamos bailando y Tristan estaba dentro de ti, y dijiste… —titubeó.

—¿Y dije…?

—«Siempre he estado a tu lado. ¡Te quiero!». —Vio que Will tragaba saliva con fuerza—. Quien hablaba era Tristan, ¿no? —preguntó Ivy—. Era Tristan quien lo decía y yo lo malinterpreté, ¿verdad?

Will miró una bandada de gansos que cruzaban volando el cielo.

—Verdad —dijo por fin.

Ninguno de los dos dijo una palabra durante el resto del viaje hasta casa.