—Por tanto —le dijo Philip a Ivy el miércoles por la noche—, puedo volver a ver Jurassic Park.
—¿Por tanto? —repitió Ivy con una sonrisa. Se inclinó sobre la mano de su madre y dio rápidamente otra pasada de esmalte a las uñas de ésta. Andrew y Maggie tenían que asistir a otro evento universitario para recaudar fondos.
—Eso dijo Andrew.
—¿Así que ya ha comprobado que has terminado los deberes? —le preguntó Ivy.
—Dijo que mi historia sobre la fiesta era enormemente imaginativa y muy buena.
—Enormemente imaginativa y muy buena —lo imitó Maggie—. Antes de que te des cuenta, vamos a tener a un profesor de metro veinte rondando por aquí.
Ivy volvió a sonreír.
—Ve a poner el vídeo en marcha —le dijo a Philip—. Bajaré en cuanto mamá y yo hayamos terminado.
Levantó el pincel escarlata justo a tiempo cuando Philip bajó de la cama de un salto, dejando a ella y a su madre dando botes.
Al salir de la habitación, Maggie le susurró a Ivy:
—Gregory dijo que esta noche se quedaría aquí, de modo que si Philip te causa algún problema…
Ivy frunció el ceño. Siempre había sido capaz de manejar a Philip mucho mejor que su madre o Gregory.
—… o si empiezas a sentirte, ya sabes, decaída…
Ivy sabía lo que su madre quería decir: deprimida, desequilibrada, suicida. Maggie no tenía valor para pronunciar esas palabras, pero había aceptado lo que otros decían sobre su hija. No se podía luchar contra ello, así que Ivy simplemente lo ignoraba.
—Es muy amable por parte de Andrew ayudar a Philip con las tareas escolares —observó.
—A Andrew le importáis mucho Philip y tú —repuso su madre—. Hace tiempo que quería hablar de esto contigo, Ivy, pero con todo lo…, bueno, ya sabes, lo sucedido en las últimas tres semanas…
—Escupe, mamá.
—Andrew ha presentado una solicitud de adopción.
Ivy dejó caer una gota de Pasión Escarlata sobre el nudillo de su madre.
—Estás de broma.
—Vamos a tramitarla para Philip —prosiguió Maggie limpiándose el nudillo—. Pero tú pronto cumplirás dieciocho años. Te corresponde a ti decidir lo que quieres hacer.
Ivy no sabía qué decir. Se preguntó si Gregory sabría algo al respecto y, si lo sabía, qué le parecía. Ahora su padre tendría dos hijos, y era cada vez más evidente que Andrew prefería a Philip.
—Andrew quiere que sepas que ésta será siempre tu casa. Te queremos mucho, Ivy. Nadie podría quererte más. —Su madre hablaba de prisa, nerviosa—. Cada día te encontrarás mejor. De verdad, cariño. La gente se enamora más de una vez —continuó Maggie hablando cada vez más a prisa—. Un día conocerás a alguien especial. Volverás a ser feliz. Créeme, por favor —suplicó.
Ivy cerró el frasco de esmalte. Cuando se puso en pie, su madre permaneció sentada en la cama, mirando a Ivy con expresión preocupada, sus uñas rojas extendidas sobre su regazo. Ivy se agachó y besó con delicadeza a su madre en la frente, allí donde se formaban todas las arrugas de inquietud.
—Ya me encuentro mejor —la tranquilizó—. Venga, deja que arremeta contra esas bellezas con el secador de pelo.
Después de que Maggie y Andrew se marcharon, Ivy se sentó en el sofá del salón a ver los golpes y porrazos de Jurassic Park. Se colocó una almohada detrás de la nuca y puso los pies sobre la banqueta contra la que su hermano estaba recostado. Ella, la gata, saltó a la banqueta y se tumbó, bien estirada, sobre las largas piernas de Ivy, apoyando su mentón peludo en la rodilla de la chica.
Ivy acarició al animal con gesto distraído. Cansada de fingir sin parar durante los últimos días, de su alegre esfuerzo por demostrarle a todo el mundo que se encontraba bien, sentía que los párpados le pesaban cada vez más. Con los primeros temblores de la tormenta de Jurassic Park, Ivy se quedó profundamente dormida.
Imágenes del instituto se mezclaban en un sueño siempre cambiante con la cara de torta de la señorita Bryce, sus escrutadores ojillos de orientadora escolar, que aparecían y desaparecían gradualmente. Ivy estaba primero en el aula, después en los pasillos, recorriendo los interminables pasillos. Profesores y alumnos formaban una fila a ambos lados, observándola.
—Estoy bien. Soy feliz. Estoy bien. Soy feliz —repetía Ivy una y otra vez.
En el exterior del instituto se estaba fraguando una tormenta. Podía oírla a través de las paredes, sentía los muros temblar. Ahora la veía, veía cómo arrancaba de los árboles las tiernas hojas verdes de mayo, ramas que se agitaban adelante y atrás contra el cielo oscuro.
Ahora conducía un coche, ya no andaba. El viento zarandeaba su vehículo y los relámpagos hendían el cielo. Sabía que se había perdido. Una sensación de terror comenzó a apoderarse de ella. No sabía adónde iba y, sin embargo, el terror crecía como si estuviera cada vez más cerca de algo terrible. De pronto, una Harley roja dobló la curva. El motorista redujo la velocidad. Por unos instantes pensó que iba a detenerse para ayudarla, pero aceleró. Tras un recodo de la carretera, vio la ventana.
Conocía aquella ventana, aquel gran rectángulo de cristal con una sombra oscura detrás. El coche aceleró. Ivy se dirigía disparada hacia ella. Intentó parar, trató de frenar, pisó el pedal una y otra vez, pero el coche no se detenía. ¡No aminoraba la marcha! Entonces, la portezuela se abrió e Ivy rodó fuera del coche. Se tambaleó. Apenas si podía tenerse en pie. Creyó que iba a caerse al interior de la gran ventana. Detrás del cristal, una sombra oscura se iba haciendo progresivamente mayor. Ivy alargó una mano. El cristal estalló, un tren lo atravesó. Por un instante, el tiempo quedó congelado, los pedazos de cristal colgando en el aire como carámbanos, el enorme tren inmóvil, detenido antes de golpearla brutalmente y matarla.
Entonces, unas manos la apartaron. El tren pasó a toda velocidad, y los trozos de cristal se fundieron en el suelo. La tormenta había pasado, aunque aún estaba oscuro y el cielo se veía del color que suele tener justo antes del alba. Ivy se preguntó de quién serían las manos que la habían salvado. Eran tan fuertes como las de un ángel. Al mirar hacia abajo se dio cuenta de que estaba agarrada a Philip.
Se maravilló de la paz que ahora los rodeaba. Tal vez estuviera amaneciendo realmente, vislumbraba un tenue resplandor. La luz se intensificó. Se volvió tan larga como una persona, y sus márgenes rielaban con brillantes colores. No era la luz del sol, aunque verla le caldeaba el corazón. La luz los rodeaba a Philip y a ella, acercándose cada vez más.
—¿Quién está ahí? —preguntó Ivy—. ¿Quién está ahí? —Por primera vez en mucho tiempo se sentía llena de esperanza—. ¿Quién está ahí? —gritó deseando aferrarse a ella.
—Gregory. —La sacudió con fuerza para despertarla—. ¡Soy Gregory!
Estaba sentado junto a ella en el sofá, agarrándola de los brazos. Philip se encontraba al otro lado, agarrándose con fuerza al mando del aparato de vídeo.
—Estabas soñando otra vez —le dijo Gregory. Tenía el cuerpo tenso. Sus ojos escudriñaban los de ella—. Creí que las pesadillas habían terminado. Han pasado ya tres semanas, esperaba…
Ivy cerró los ojos por unos instantes. Quería ver la luz, quería volver a ver el resplandor. Quería apartarse de Gregory y regresar a aquel sentimiento de intensa esperanza. Las palabras de Gregory mellaron sus bordes.
—¿Qué pasa? —inquirió—. ¿Qué pasa, Ivy?
Ella no contestó.
—¡Háblame! —la instó él—. Por favor. —Su voz se había suavizado hasta convertirse en un ruego—. ¿Por qué tienes esa mirada? ¿Había algo nuevo en el sueño?
—No. —Ivy vio la duda en los ojos de Gregory—. Sólo al principio —se apresuró a añadir—. Antes de conducir bajo la tormenta, recorría los pasillos del instituto, y todos me observaban.
—Te observaban —repitió él—. ¿Eso es todo?
Ella asintió.
—Me imagino que estos últimos días habrán sido duros para ti —manifestó Gregory acariciándole suavemente la mejilla con el dedo.
Ivy deseaba que la dejara en paz. Con cada instante que pasaba a su lado, la luz del sueño y su sentimiento de esperanza se desvanecían más y más.
—Sé que es difícil enfrentarse a todos los rumores del instituto —añadió Gregory con la voz llena de comprensión.
Ivy no quería oír lo que decía. Si podía volver a tener esperanza, no necesitaría ni su comprensión ni la de nadie. Cerró los ojos deseando poder dejarlo fuera, pero sentía que él la observaba de modo idéntico a los demás.
—Me sorprende que tu, eeh, experiencia en la estación de ferrocarril no fuera parte de tu sueño —señaló Gregory.
—A mí también —respondió ella abriendo los ojos, preguntándose si él sabría que estaba ocultándole la verdad—. Estoy bien, Gregory, de verdad. Vuelve a lo que fuera que estuvieras haciendo.
Ivy no se explicaba por qué había mentido, salvo porque la luz parecía volverse cada vez más débil en presencia de Gregory.
—Me estaba preparando un tentempié —dijo él—. ¿Quieres algo?
—No, gracias.
Gregory asintió con la cabeza y salió de la habitación, aún con aire preocupado. Ivy esperó hasta que lo oyó meter ruido en la cocina; entonces se dejó caer al suelo junto a su hermano, que estaba viendo de nuevo la película.
—Philip —le dijo en voz baja—, aquella noche en la estación, después de que me salvaste, ¿había una especie de luz temblorosa?
Philip se volvió hacia ella con unos ojos como platos.
—¡Estás recordando!
—Chsss. —Ivy miró en dirección a la cocina, escuchando los movimientos de Gregory.
A continuación se recostó contra la banqueta e intentó poner en orden las imágenes que acudían a su mente. Vio la luz de su sueño como si estuviera en la estación, en el andén, cerca de ella y de Philip. ¿Se lo había inventado, o es que por fin empezaba a recordar?
—¿Qué hacía la luz? —le preguntó a su hermano—. ¿Se movía?
El chico se quedó pensativo un momento.
—La luz se movía a nuestro alrededor, como describiendo un círculo.
—Así sucedía en mi sueño —repuso Ivy. Luego volvió la cabeza y se llevó rápidamente un dedo a los labios.
Cuando Gregory entró un minuto después, ella y Philip estaban sentados el uno junto al otro, mirando atentamente la película.
—Pensé que un poco de té te calmaría —dijo agachándose junto a ella y tendiéndole una taza de té caliente. Le dio a Philip una botella de batido de chocolate.
—¡Qué bien, gracias! —exclamó el chico alegremente.
Gregory hizo un gesto con la cabeza y volvió a mirar a Ivy.
—¿No lo quieres?
—Eeh, claro. Es… estupendo…, gracias —balbuceó sorprendida por la doble imagen que acababa de aparecer de pronto ante sus ojos: Gregory tal como era ahora y Gregory aquella vez en su habitación. Al tomar la infusión de sus manos, lo vio tendiéndole otra taza de té humeante. Acto seguido, como si estuviera sentado a su lado, en su cama, acercándole la taza a los labios e insistiéndole para que bebiera.
—¿Preferirías tomar otra cosa? —le preguntó Gregory.
—No, está bien.
¿Estaría recordando aquella noche? ¿Era posible que Gregory le hubiera puesto alguna droga en el té?
—Estás pálida —observó él, y le tocó el brazo desnudo—. Estás helada, Ivy.
Tenía la carne de gallina en el brazo. Gregory se lo frotó arriba y abajo con la mano. Ella se dio cuenta de lo fuertes que eran sus dedos. Gregory la había abrazado muchas veces desde la muerte de Tristan, pero Ivy se daba cuenta por primera vez de la fuerza que tenía en las manos. Ahora, él miraba más allá de ella, a la pantalla del televisor, a una persona que era arrastrada por un dinosaurio.
—Gregory, me estás haciendo daño en el brazo.
Él se apresuró a soltarla y se sentó sobre los talones para verla. Era imposible leer los pensamientos que se ocultaban tras sus claros ojos grises.
—Pareces disgustada —observó.
—Sólo estoy cansada —replicó Ivy—. Estoy cansada de que la gente me observe, esperando que…, no sé qué.
—¿Esperando que te desmorones? —sugirió él en voz baja.
—Supongo que sí —contestó ella.
«Pero no sucederá —pensó—. Además, todavía no me he desmoronado, a pesar de lo que tú o cualquiera podáis creer».
—Gracias por el té —dijo—. Ya me siento mejor. Creo que me quedaré aquí sentada con Philip un rato y veré cómo esos chicos se convierten en piscolabis para dinosaurios.
Un lado de la boca de Gregory se curvó ligeramente hacia arriba.
—Gracias —repitió Ivy—. No sé lo que haría sin ti.
Él posó por un instante su mano sobre la suya y, a continuación, dejó que ella y Philip siguieran viendo el vídeo. En cuanto Ivy lo oyó subir la escalera, vertió su té en una maceta. Philip estaba demasiado absorto en la película para darse cuenta.
Volvió a sentarse en el sofá y cerró los ojos intentando recordar cómo era la luz, tratando de aferrarse al rayo de esperanza que su sueño le había dejado.
¿Sería verdad? ¿Era posible que Philip hubiera estado viéndolo todo el tiempo? ¿Había un ángel que la protegía? Se le llenaron los ojos de lágrimas. ¿Sería Tristan?
—¿Tristan? —llamó Ivy con voz queda, y se estremeció de la emoción.
Se había escondido en la taquilla del instituto el jueves por la tarde, y había estado esperando hasta que la piscina estuvo vacía y el entrenador se hubo marchado a una reunión de profesores. Entonces, completamente vestida, se había quitado los zapatos y había trepado por la escalerilla plateada. En esos momentos se encontraba en lo alto del trampolín, muy arriba por encima de la piscina, como el pasado mes de abril.
Aunque ahora Ivy ya sabía nadar, parte del antiguo miedo seguía allí. Avanzó tres pasos y notó que el trampolín se doblaba bajo su peso. Apretando los dientes, miró hacia abajo, al agua azul verdosa, veteada y centelleante a la luz de los fluorescentes. Nunca le gustaría el agua tanto como le gustaba a Tristan, pero allí era donde él le había tendido la mano por primera vez. Era allí donde tenía que intentar llegar hasta él.
—¿Tristan? —repitió con suavidad.
El único sonido era el zumbido monótono de los fluorescentes.
«¡Ángeles, ayudadme! Ayudadme a llegar hasta él». Ivy no pronunció las palabras en voz alta. Tras la muerte de Tristan, había dejado de rezarles a sus ángeles. Después de perderlo, no lograba encontrar las palabras. No creía que nadie las escuchara. Pero esa súplica parecía estar abriéndose paso a fuego para brotarle del corazón.
Avanzó otros dos pasos.
—¡Tristan! —llamó en voz alta—. ¿Estás ahí?
Anduvo hasta el final del trampolín y se quedó quieta, con los dedos de los pies en el mismísimo borde.
—Tristan, ¿dónde estás? —Los muros de hormigón le devolvieron su voz—. ¡Te quiero! —gritó—. ¡Te quiero!
Ivy dejó caer la cabeza. Tristan no estaba allí. No podía oírla. Tenía que bajar antes de que alguien la pillara allí arriba, comportándose como una loca.
Ivy se alejó un paso del borde. Mirándose los pies, se giró sobre el trampolín despacio y con precaución. Al mirar hacia arriba, soltó un grito sofocado.
En el otro extremo del trampolín, el aire resplandecía con un brillo trémulo. Era como una luz líquida, un tallo dorado que ardía en forma de persona. La figura brillante estaba rodeada de una neblina de colores puros y titilantes. Eso era lo que había visto en la estación.
—Tristan —dijo en voz baja.
Alargó la mano y echó a andar hacia él. Deseaba que la envolviera en su luz dorada, que la rodeara con sus colores, que la abrazara todo lo que era Tristan ahora.
—Dime que eres tú. Háblame —rogó—. ¡Tristan!
—¡Ivy!
—¡Ivy!
Las dos voces resonaron contra las paredes, la de Gregory y la de Suzanne.
—¡Está sufriendo una crisis, Gregory! Temía que pudiera suceder esto.
Ivy miró hacia abajo y vio que Gregory se hallaba ya en el segundo peldaño de la escalerilla y que Suzanne buscaba desesperadamente a su alrededor.
—Iré a buscar ayuda —dijo Suzanne—. Voy a buscar a la señorita Bryce.
—Espera —objetó Gregory.
—Pero, Gregory, está…
—Espera. —Era una orden. Suzanne calló—. Ya corren por ahí suficientes rumores sobre Ivy. Podemos manejarla nosotros mismos.
«¿Manejarla?», repitió Ivy mentalmente. Hablaban de ella como si fuera una chiquilla revoltosa o inconsciente que no pudiera cuidar de sí misma.
—La bajaré de ahí —anunció Gregory con calma.
—Me bajaré yo sola —intervino Ivy—. Si necesito ayuda, Tristan está aquí.
—Te lo dije…, ¡está ida, Gregory! ¡Completamente chalada! ¿Es que no te das cuenta de que…?
—Suzanne —le gritó Ivy—, ¿no ves su luz?
Ahora Gregory se precipitaba escalerilla arriba.
—Ahí no hay nada, Ivy. Nada —gimió Suzanne.
—Mira —dijo Ivy, y señaló con el dedo—. ¡Aquí! —Acto seguido miró al otro lado del trampolín, donde se encontraba Gregory, que se había subido a él.
Suzanne tenía razón. Allí no había nada, ni colores temblorosos, ni luz dorada.
—¿Tristan?
—Gregory —dijo Gregory, y le tendió la mano.
Ivy miró a uno y otro lado. Deseaba volver a la luz dorada, que volviera a rodearla. Habría dado cualquier cosa por haberse quedado congelada en ese momento con Tristan.
—Ven aquí, Ivy. No hagas las cosas más difíciles.
A ella le desagradó profundamente su tono condescendiente.
—¡Venga! —le ordenó Gregory—. ¿Quieres que llame a la señorita Bryce?
Ivy lo miró, pero sabía que no podía enfrentarse a él.
—No —repuso por fin—. Puedo bajar sola. ¡Baja, baja! Te seguiré.
—Buena chica —replicó Gregory, y bajó la escalerilla.
Ivy avanzó hasta el final del trampolín y se dio la vuelta. Estaba a punto de bajar el primer peldaño cuando Suzanne gritó.
—¡Will! ¡Por aquí! ¡Date prisa!
—Cállate, Suzanne —le mandó Gregory.
Pero Will, que acababa de entrar en la zona de la piscina, vio a Ivy en lo alto del trampolín y corrió hacia Gregory y Suzanne.
—Beth me dijo que estabais buscándola —les explicó jadeando—. ¿Está bien? ¿Qué estaba intentando hacer?
El resentimiento que ardía en Ivy se inflamó ahora en cólera.
Ella. De ella. Hablaban de ella como si no los estuviera oyendo, como si no los entendiera.
—¡Estoy aquí! —les gritó Ivy—. No tenéis que hablar de mí como si hubiera perdido la cabeza.
—Cree que Tristan está allí arriba y que va a ayudarla —le contó Suzanne a Will—. Ha dicho algo sobre la luz de Tristan.
Al oír eso, Will alzó la vista para mirar a Ivy. Ivy bajó la vista para mirarle. Will recibió su mirada furiosa con ojos de asombro. Recorrió con la mirada el trampolín que se extendía tras ella, inspeccionándolo. Lanzó una rápida ojeada alrededor de la piscina y volvió a mirarla a ella. Ivy leyó la palabra «Tristan» en sus labios, aunque no la pronunció en voz alta. Al final, él le preguntó:
—¿Puedes bajar sin problema?
—Claro que puedo.
Gregory y Suzanne se apostaron uno a cada lado de la escalera mientras ella bajaba, como si cupiera la posibilidad de que tuvieran que sostenerla. Will se mantuvo alejado de ellos y siguió mirando alrededor de la piscina.
Cuando Ivy llegó abajo, Suzanne la abrazó, luego la apartó ligeramente.
—Chica, te daría un sopapo, un sopapo… —Se estaba riendo, pero Ivy vio lágrimas en los ojos de su amiga y alivio en su rostro.
Entonces intervino Gregory y rodeó a Ivy con sus brazos, atrayéndola hacia sí.
—Me has dado un buen susto, Ivy —le dijo.
Ella apenas si podía respirar e intentó separarse de él, pero Gregory no se lo consintió.
Suzanne le puso a Gregory una mano en el brazo. Ahora ya había superado el miedo y ese largo abrazo le molestaba. Will se mantuvo a distancia, sin decir nada.
—Te llevaré a casa —terció Gregory soltándola por fin.
—No, estoy bien —protestó ella.
—Quiero llevarte a casa.
—De verdad, Gregory, preferiría…
—¿Y yo voy a tener que ir andando? —interrumpió Suzanne.
Gregory se volvió hacia ella.
—Te llevaré primero a ti, Suzanne, y después…
—Pero si estoy bien —insistió Ivy.
—Está bien —repitió Suzanne como un eco—. Está bien, lo sé. Y nosotros teníamos planes.
—Suzanne, después de lo que acaba de pasar, no puedes esperar que deje sola a Ivy. Si Maggie está en casa, podemos…
—¿Puedo acompañarte a casa, Ivy? —terció Will.
—Sí. Gracias —respondió ella.
Gregory parecía irritado.
Suzanne sonrió.
—Bueno, hermano mayor —le dijo a Gregory rodeándolo con el brazo—, arreglado pues. No tienes por qué preocuparte.
—¿Te quedarás con ella? —le preguntó Gregory a Will—. ¿Cuidarás de ella hasta que Maggie vuelva a casa?
—Claro. —Will levantó los ojos hasta el trampolín—. La cuidaré, o lo hará Tristan —añadió.
Ivy le hizo un gesto ladeando la cabeza. Suzanne soltó una risita y se cubrió la boca con la mano. Gregory no sonrió en lo más mínimo.