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Con la cabeza alta y su mata de cabello rubio y rizado echado hacia atrás, retirado de la cara, Ivy cerró la puerta del despacho de la orientadora escolar y avanzó por el pasillo. Varios chicos del equipo de natación se volvieron a mirarla mientras se dirigía a su taquilla. Ivy se obligó a devolverles la mirada y a adoptar un aire de seguridad. Los pantalones y la camiseta ajustada que llevaba el primer día de curso se los había elegido Suzanne, su mejor amiga y experta en moda. «Lástima que no haya elegido también una bolsa a conjunto para ponérmela en la cabeza», pensó Ivy. Pasó frente al tablón de anuncios de la clase de los mayores. La gente murmuraba. La señalaban con leves gestos de la cabeza. No debería haberle extrañado.

Habrían señalado a cualquier chica por la que Tristan Carruthers hubiera perdido la cabeza. Habrían murmurado de cualquier chica con la que Tristan hubiera estado la noche en que lo mataron. Como es natural, a cualquier chica que hubiera intentado quitarse la vida por no poder superar la muerte de Tristan la habrían señalado, habrían murmurado acerca de ella y la habrían observado con mucha, mucha atención. Y lo que todos decían de Ivy era que, con el corazón destrozado, se había tomado unas cuantas pastillas y después había intentado arrojarse bajo un tren.

Sólo recordaba la parte del corazón destrozado, el largo verano que sucedió al accidente de coche, las pesadillas en las que veía al ciervo que chocaba contra el parabrisas. Hacía tres meses, había tenido otro de aquellos sueños y se había despertado chillando. Lo único que recordaba de aquella noche era que su hermanastro, Gregory, la había consolado y que después se había quedado dormida mirando la foto de Tristan. Ahora, esa foto, su foto favorita de Tristan, en la que llevaba su vieja chaqueta del instituto y una gorra de béisbol con la visera hacia atrás, la atormentaba. La atormentaba incluso antes de haber oído el extraño relato de su hermano pequeño acerca de lo acontecido aquella noche.

La historia de Philip en relación con el ángel que la había salvado no había convencido ni a su familia ni a la policía de que no se trataba de un intento de suicidio. ¿Cómo podía negar haber tomado una droga que aparecía en los análisis de sangre que le habían hecho en el hospital? ¿Cómo podía contradecir al maquinista del tren, que había declarado a la policía que no podría haberlo detenido a tiempo?

—Co, co, co, co, co, co. —Una voz suave y temblorosa interrumpió los pensamientos de Ivy—. ¿Quién quiere jugar a gallina, gallina, gallina?

La voz procedía del hueco oscuro detrás de la escalera. Ivy sabía que se trataba del mejor amigo de Gregory, Eric Ghent. Pasó de largo.

—Co, co, co, co, co, co…

Al ver que no reaccionaba, Eric salió del tenebroso hueco de la escalera como un esqueleto que sale disparado de su tumba. El fino cabello rubio le caía en mechones sobre la frente y sus ojos parecían canicas azul pálido incrustadas en unas órbitas huesudas. Hacía tres semanas que Ivy no veía a Eric. Sospechaba que Gregory había mantenido a su burlón amigo lejos de ella.

Eric avanzó lo bastante de prisa como para bloquearle el paso.

—¿Por qué no lo hiciste? —inquirió—. ¿Te asustaste? ¿Por qué no seguiste adelante y te mataste?

—¿Decepcionado? —preguntó Ivy a su vez.

—Gallina, gallina, gallina —dijo él con voz suave, en son de burla.

—Déjame en paz, Eric. —Ivy caminó más de prisa.

—Ajá. Aún no. —La agarró de la muñeca rodeándole fuertemente el brazo con sus delgados dedos—. Ahora ya no puedes ignorarme, Ivy. Tú y yo tenemos demasiado en común.

—No tenemos nada en común —contestó ella liberándose de él.

—Gregory —repuso Eric dándose un golpecito en un dedo de una mano con el índice de la otra—. Drogas —se golpeó el dedo siguiente—. Y los dos somos campeones en el juego del gallina —se agarró un tercer dedo y lo agitó—. Ahora somos colegas.

Ivy siguió andando, aunque deseaba salir corriendo. Eric anduvo junto a ella balanceándose de un lado a otro.

—Cuéntaselo a tu amiguito —insistió—. ¿Qué te impulsó a hacerlo? ¿En qué pensabas mientras veías que el tren se abalanzaba por la vía hacia ti? ¿Estabas drogada? ¿Cómo fue el viaje?

Sus preguntas la asqueaban. Le parecía imposible pensar que hubiera saltado deliberadamente delante del tren. Había perdido a Tristan, pero en su vida había otras personas a las que quería muchísimo: Philip, su madre, Suzanne y Beth, y Gregory, que la había protegido y reconfortado tras la muerte de aquél. Ivy había visto el dolor y la rabia que aquella muerte había provocado, por lo que la idea de haber intentado provocar esa misma situación le parecía una completa locura.

Pero todo el mundo decía que lo había hecho. Gregory lo decía.

—¿Cuántas veces he de decírtelo? No recuerdo lo que sucedió aquella noche, Eric. No lo recuerdo.

—Pero lo recordarás —replicó él con una risa silenciosa—. Tarde o temprano lo recordarás.

Entonces se apartó de ella y se volvió por donde había venido, como un perro que ha llegado al final de su territorio. Ivy continuó su camino en dirección a su taquilla y las de sus amigas, ignorando más miradas curiosas. Esperaba que Suzanne y Beth hubieran terminado sus reuniones de orientación académica.

No tuvo que mirar los números de las taquillas para localizar el nuevo nido de Suzanne Goldstein. Suzanne no se encontraba allí, pero su taquilla se estaba aromatizando con una botella abierta de su perfume favorito, lo que condujo directamente a Ivy —y a todo chico interesado en dejarle a Suzanne una nota— al lugar en cuestión. Últimamente, su amiga había encontrado a otros tres chicos con los que salir, pero Beth e Ivy sabían que sólo era una estratagema para poner a Gregory celoso.

De la taquilla de Beth Van Dyke, que ese año se encontraba cerca de la suya, pendía ya un pedazo de papel, aunque probablemente no se tratara de una nota dejada por un atractivo admirador. Lo más seguro era que Beth hubiera cerrado la puerta sobre el borrador desechado de una novela rosa subida de tono, una de las muchas que llenaban sus cuadernos.

Ivy se dirigió a su propia taquilla para dejar allí sus libros nuevos. Se puso de rodillas, marcó la combinación y abrió la puerta de par en par. Soltó un grito. Sujeta con cinta adhesiva en la cara interior de la puerta había una foto de Tristan, la misma foto que había estado atormentándola durante las últimas tres semanas. Por unos instantes no pudo respirar. ¿Cómo había llegado hasta allí?

Recordó desesperadamente cuanto había hecho esa mañana: había asistido a la primera hora de clase y había estado presente mientras pasaban lista; a continuación, había asistido a una asamblea general; después había estado en la tienda de la escuela y, por último, había acudido a su reunión con la orientadora escolar. Comprobó la lista dos veces, pero no logró recordar haber pegado la fotografía en la puerta. ¿Estaría perdiendo realmente el juicio?

Cerró los ojos y se apoyó contra la puerta. «Estoy loca —pensó—. Estoy loca de verdad».

—¿Estoy zumbada, Gregory? —le había preguntado a su hermanastro tres semanas antes, el primer día que pasaba en casa después de volver del hospital, cuando éste se encontraba en su habitación. Ivy sujetaba la foto de Tristan en sus manos temblorosas.

Gregory le quitó la foto con delicadeza y se la tendió a Philip, su salvador de nueve años.

—Te pondrás mejor, Ivy. De eso estoy seguro —respondió Gregory tirando de ella para que se sentara a su lado en la cama y rodeándola con el brazo.

—Quiero decir si estoy loca ahora.

Él no contestó en seguida. Ivy se había apercibido del cambio operado en él cuando fue a verla al hospital. Llevaba el cabello oscuro perfectamente peinado, como siempre, y su agraciado rostro era como una máscara, justo como el día en que lo conoció, pues sus claros ojos grises ocultaban sus más profundos pensamientos.

—Es difícil de entender, Ivy —repuso con tacto—. Es difícil saber qué pensabas exactamente entonces. —Miró a Philip, que estaba colocando la foto enmarcada sobre el escritorio—. Y la historia de Philip ciertamente no es de gran ayuda.

Su hermano respondió con una mirada llena de obstinación.

—Quizá ahora que estamos solos puedas contarnos lo que pasó de verdad, Philip —aventuró Gregory.

El chico dirigió los ojos hacia las dos estanterías vacías donde antes había estado la colección de ángeles de Ivy. Ahora las figuritas las tenía él. Ivy se las había regalado con la condición de que no volviera a hablar de ángeles nunca más.

—Ya te lo dije.

—Prueba otra vez —terció Gregory con voz grave y tensa.

—Por favor, Philip. —Ivy alargó el brazo buscando su mano—. Me ayudará.

Él dejó que le tomara la mano sin responder a la presión. Ivy sabía que estaba cansado de que lo interrogaran, primero la policía, luego, en el hospital, los médicos, después, su madre y el padre de Gregory, Andrew.

—Estaba durmiendo —dijo Philip—. Después de que tuviste la pesadilla, Gregory dijo que se quedaría contigo. Yo volví a dormirme. Pero entonces oí que alguien me llamaba.

Philip calló, como si ése fuera el final de la historia.

—¿Y?

El chiquillo alzó los ojos hasta las estanterías vacías y, a continuación, se apartó de su hermana.

—Sigue —lo instó Ivy.

—Es que vas a empezar a chillarme.

—No, no lo haré —repuso ella—. Y Gregory tampoco. —Le dirigió a Gregory una mirada de advertencia—. Dinos lo que recuerdas.

—Oíste una voz en tu cabeza que te decía que Ivy necesitaba ayuda—dijo Gregory—. La voz se parecía un poco a la de Tristan.

Era Tristan —insistió Philip—. ¡Era el ángel Tristan!

—Vale, vale —dijo Gregory.

—¿Te dijo su voz por qué estaba yo en apuros? —inquirió Ivy—. ¿Te dijo la voz dónde estaba?

El chiquillo negó con la cabeza.

—Tristan me dijo que me pusiera los zapatos, bajara la escalera y me dirigiera a la puerta de atrás. Luego cruzamos corriendo el jardín hasta llegar al muro de piedra. Yo sabía que no debía saltarlo, pero Tristan dijo que no pasaba nada porque él estaba conmigo.

Ivy sentía el cuerpo de Gregory tenso junto al suyo, pero le hizo a Philip un gesto alentador con la cabeza.

—Bajar la empinada ladera de la colina daba mucho miedo, Ivy. Era difícil sujetarse. Las piedras estaban realmente resbaladizas.

—Es imposible —intervino Gregory con expresión frustrada y perpleja—. Un crío no podría haberlo hecho. Yo no podría haberlo hecho.

—Tristan estaba conmigo —le recordó Philip.

—No sé cómo llegaste a la estación, Philip —dijo Gregory con vehemencia—, pero estoy harto de esa historia de Tristan. No quiero volver a oírla.

—Yo sí —afirmó Ivy con voz queda, y oyó que Gregory contenía la respiración—. Sigue —lo animó.

—Cuando llegamos abajo, aún tuvimos que saltar otra cerca. Le pregunté qué estaba pasando, pero Tristan no quiso decírmelo. Sólo dijo que teníamos que ayudarte. Así que comencé a trepar, pero luego la fastidié. Pensé que, como Tristan era un ángel, podíamos volar —Gregory se puso en pie y comenzó a dar vueltas por la habitación a grandes pasos—, pero no podíamos, y nos caímos desde lo alto de aquella valla tan alta.

Ivy miró el tobillo vendado de su hermano. Tenía las rodillas peladas y magulladas.

—Entonces oímos el silbido del tren. Y tuvimos que seguir adelante. Cuando nos aproximamos, te vimos a ti en el andén. Te llamamos a gritos, Ivy, pero no nos oíste. Subimos corriendo la escalera y cruzamos el puente. Fue entonces cuando vimos al otro Tristan. El de la gorra y la chaqueta, igual que el de tu foto —explicó, señalándola.

Ivy se estremeció.

—Así que ahora el ángel Tristan está en dos sitios —dijo Gregory—: contigo, y también al otro lado de las vías. Le está haciendo una jugarreta a Ivy, llamándola para que vaya con él. No fue una jugarreta muy simpática, que digamos.

—Tristan estaba conmigo —protestó Philip.

—Entonces, ¿quién estaba al otro lado de las vías? —preguntó Gregory.

—Un ángel malo —contestó el chiquillo con total seguridad—. Alguien que quería que Ivy muriese.

Gregory parpadeó.

Ivy se recostó contra la cabecera de su cama. Por extraña que pareciera la historia de Philip, le parecía más real que la idea de haber tomado drogas y haberse arrojado bajo las ruedas de un tren. Y el hecho seguía siendo que su hermano había llegado hasta allí de algún modo y la había retenido en el último momento. El maquinista había visto la imagen borrosa delante del tren y había dicho por radio que no podría parar a tiempo.

—Yo creí que habías visto a Tristan.

—¿Qué? —se extrañó Ivy.

—Te volviste. Pensé que habías visto su luz. —Philip estudió su rostro, esperanzado.

Ivy negó con la cabeza.

—No lo recuerdo. No recuerdo nada de lo que sucedió en la estación.

Tal vez sería mejor que nunca recordara lo que había sucedido, pensó Ivy. Pero, ahora, cada vez que miraba la foto, algo le hacía cosquillas en lo más profundo de su mente. Algo que no iba a permitirle mirar hacia otro lado y olvidar. Ivy miró la fotografía hasta que su imagen se volvió borrosa. Se había echado a llorar sin darse cuenta.

—Ivy…, Ivy, no llores.

Las palabras de Suzanne devolvieron a Ivy de golpe al presente.

Mientras levantaba la cabeza, su amiga se agachó junto a la taquilla. Su boca era una adusta línea de carmín. Beth, que también había vuelto de su reunión con la orientadora, estaba de pie a su lado, revolviendo en su mochila en busca de pañuelos de papel. Bajó la vista para mirar a Ivy mientras sus propios ojos a punto de desbordar reflejaban las lágrimas de ésta.

—Estoy bien —dijo Ivy secándose los ojos con gesto rápido, mirando ora a la una, ora a la otra—. De verdad, estoy bien.

Pero se daba cuenta de que no la creían. Ese día, Gregory la había acompañado al instituto en coche, y Suzanne iba a llevarla de vuelta a casa. Era como si no confiaran en que pudiera conducir ella misma, como si pensaran que en cualquier momento podría perder la razón y arrojarse por un precipicio.

—No deberías tener esa foto pegada en la taquilla —señaló Suzanne—. Tarde o temprano tendrás que dejarlo estar, Ivy. Tú misma estás haciéndote… —titubeó.

—¿Perder el juicio?

Suzanne se echó hacia atrás su mata de pelo negro y se puso a juguetear con uno de los aros de oro que adornaban sus orejas. Hasta entonces, nunca había vacilado en decir lo que pensaba, pero ahora actuaba con precaución.

—No es saludable, Ivy —dijo por fin—. No puede ser bueno que tengas ahí esa foto para recordártelo cada vez que abras la puerta.

—Es que no fui yo quien la puso ahí —repuso ella.

Suzanne frunció el ceño.

—¿Qué quieres decir?

—¿Tú me viste hacerlo? —preguntó Ivy.

—Pues no…, pero tú deberías acordarte —terció su amiga.

—Pues no me acuerdo.

Suzanne y Beth intercambiaron una mirada.

—Así que alguna otra persona debe de haberlo hecho —añadió Ivy en un tono que expresaba mucha más seguridad de la que sentía en realidad—. Es una foto de instituto. Cualquiera podría hacerse con una copia. Yo no la pegué ahí, así que otra persona tiene que haberlo hecho.

Hubo un momento de silencio. Suzanne suspiró.

—¿Has estado hoy con la orientadora? —inquirió Beth.

—Acabo de venir de allí —contestó Ivy al tiempo que cerraba la taquilla dejando la foto en el interior.

Se puso en pie junto a Beth, cuya indumentaria también había elegido Suzanne. Pero a Ivy, por muy a la moda que se vistiera Beth, le parecía siempre un búho de ojos enormes, con su cara redonda y sus plumas de pelo con mechas.

—¿Qué te ha dicho la señorita Bryce? —le preguntó Beth mientras echaban a andar por el pasillo.

—No mucho. Debo ir a hablar con ella dos veces por semana e informar si tengo un mal día. Entonces, ¿vais a venir las dos el lunes? —inquirió cambiando de tema.

A Suzanne se le iluminaron los ojos.

—¿Al guateque de los Baines? ¡Es una tradición del Día del Trabajo! —Parecía aliviada por hablar de una fiesta.

Ivy sabía que el último mes no había sido fácil para Suzanne. Se había sentido tan celosa por la atención que Gregory le prestaba a ella que le había retirado la palabra a su mejor amiga. Más adelante, cuando Gregory le había contado que Ivy había intentado suicidarse, se había culpado por haberle dado la espalda. Pero Ivy sabía que ella misma era en parte culpable de su distanciamiento. Se había acercado demasiado a Gregory. Durante las tres semanas transcurridas desde el incidente de la estación, Gregory se había mostrado más frío con Ivy, tratándola más como a una hermana que como a una chica en la que estaba sentimentalmente interesado. Suzanne había vuelto a buscar la compañía de Ivy, y ésta se alegraba de que ambos hubieran cambiado de actitud.

—Hemos asistido al guateque de los Baines desde que éramos pequeñas —le explicó Beth a Ivy—. Como todo el mundo en Stonehill.

—Menos yo —señaló Ivy.

—Y Will. Él vino a vivir aquí el invierno pasado, igual que tú —explicó Beth—. Le hablé de la fiesta y va a ir.

—¿Ah, sí? —Ivy se había percatado de que Beth y Will se veían cada vez con mayor frecuencia—. Es un chico simpático.

—Muy simpático —repuso Beth con entusiasmo.

Se observaron atentamente la una a la otra durante unos instantes. ¿Estarían convirtiéndose Beth y Will en algo más que amigos?, se preguntó Ivy. Después de escribir todas esas historias, tal vez Beth hubiera acabado cayendo. No era difícil: muchas chicas perdían la cabeza por Will. A la propia Ivy, cada vez que miraba sus oscuros ojos castaños, le parecía que… Se refrenó y descartó rápidamente la idea. Nunca se permitiría enamorarse de nuevo.

Las chicas franquearon las puertas de la escuela y, para llegar a los coches, Suzanne les hizo dar un rodeo que pasaba muy oportunamente junto al campo donde el equipo de fútbol estaba entrenando.

—He de hacerme con un programa del equipo —observó Suzanne después de quedarse mirando varios minutos—. ¿Y si empieza a caérseme la baba por el número cuarenta y nueve y descubro que no es más que un estudiante de segundo año?

—Un tío bueno es un tío bueno —replicó Beth filosóficamente—. Y las mujeres mayores con tíos más jóvenes están de moda.

—No le digas a Gregory que voy por ahí mirando —dijo Suzanne en un aparte mientras proseguían su camino hacia los coches.

—¿Es que no está permitido mirar? —preguntó Beth en tono inocente.

—Lo he pensado mejor, ¡díselo, díselo! —exclamó Suzanne extendiendo sus brazos con gesto dramático—. Cuéntaselo, Ivy, dile que voy a la caza.

Su amiga sonrió sin decir nada. Desde el principio, Suzanne y Gregory habían jugado a juegos de poder el uno con el otro.

—Quiero decir que… ¿Por qué debería atarme a un solo chico?

Ivy sabía que lo decía por decir. Suzanne había estado obsesionada con Gregory desde marzo y deseaba desesperadamente atarlo a ella.

—Empezaré en el guateque de los Baines. —Abrió la puerta del coche con la llave—. Ahí es donde comenzaron muchas historias de amor del instituto, ¿sabes?

—¿Cuántas piensas tener tú? —se burló Ivy.

—Seis.

—Estupendo —intervino Beth—. Tendré seis desengaños más sobre los que escribir.

—Lo dejaré en cinco —añadió Suzanne lanzándole a Ivy una mirada maliciosa—, si tú te quedas con la otra y dejas de pensar en Tristan.

Ivy no contestó.

Suzanne subió al coche, cerró la puerta y se estiró para quitarle el seguro a la puerta del acompañante. Pero antes de que Ivy pudiera abrirla, Beth le cogió la mano. Habló de prisa y en voz baja:

—No puedes olvidar, Ivy. Aún no. Olvidar sería peligroso.

En lo más profundo de su mente, Ivy volvió a sentir aquel cosquilleo.

A continuación, Beth abrió de un tirón la portezuela de su propio coche, subió de un salto y se marchó rápidamente. Suzanne echó una ojeada al retrovisor al tiempo que fruncía el ceño.

—No sé qué le pasa a esa chica. Últimamente ha estado dando saltos por ahí como un conejo asustado. ¿Qué te estaba diciendo hace un momento?

Ivy se encogió de hombros.

—Sólo me dio un consejito.

—No me lo digas…, ha tenido otra de sus premoniciones.

Ivy calló.

Suzanne se echó a reír.

—Tienes que admitir que Beth es bastante rara. Yo nunca me tomo sus consejos en serio. Tú tampoco deberías.

—Hasta ahora no lo he hecho —repuso Ivy.

«Y las dos veces —pensó— me he arrepentido de ello».