14

—«¡Ivy, frena! ¡Para! ¿No lo ves, Ivy? ¡Ivy, para!».

Pero Ivy no se había detenido. Le contaba el sueño a Gregory una y otra vez, y ahora él sabía que la chica recordaba más y más cosas cada vez. Quizá en la siguiente ocasión se acordara de todo…, fuera lo que fuese aquello que Gregory no quería que nadie supiera. Si es que había una siguiente ocasión.

Tristan estaba tumbado, inmóvil, en la habitación de Ivy. Se había vuelto loco, gritándole y chillándole. Había gastado ingentes cantidades de energía. ¿Para qué? Ella seguía sentada, inquieta, asustada…, anhelando la vuelta de Gregory.

Se levantó. Salió a toda prisa de la habitación y bajó la escalera principal de la casa en penumbra; después se dirigió instintivamente hacia la cocina, donde se encontraba Gregory. La única luz encendida era la que había sobre los fogones. El agua silbaba en la tetera. Gregory estaba sentado en un taburete alto junto a la encimera, mirándola, con la piel pálida y brillante.

No paraba de jugar con un envoltorio de celofán que se había sacado del bolsillo. Tristan podía imaginarse lo que contenía y lo que Gregory pretendía hacer a continuación. Y también sabía que, incluso aunque contara con todas sus energías en ese momento, no sería capaz de vencerlo. No podía manejar la mente de Gregory del mismo modo en que utilizaba la de Will. Gregory lucharía contra Tristan hasta el final, y su cuerpo tenía una fuerza física cien veces superior a la de los dedos materializados del ángel.

Pero, aun así, las manos humanas también podían cometer errores, pensó Tristan. Si una capsulita roja —algo que Tristan podía manipular— se moviera de forma inesperada, Gregory tendría que buscarla a tientas.

El chico había elegido un té de frambuesa, tal vez porque su sabor fuerte enmascararía el de la droga, consideró Tristan. Se acercó a él con paso seguro. Tendría que materializar sus dedos justo en el momento preciso.

Gregory abrió cuidadosamente el envoltorio de celofán y cogió dos de las tres cápsulas. Tristan estiró su mano resplandeciente y comenzó a concentrarse en las yemas de sus dedos. La mano de Gregory se cernía sobre el té caliente.

En el momento en que las soltó, Tristan dio un golpe a las píldoras. Las cápsulas saltaron por la encimera. El hermanastro de Ivy soltó un taco y extendió la mano, pero Tristan fue más rápido y desplazó las cápsulas hacia el fregadero. Ambas se quedaron pegadas a la superficie húmeda y Tristan tuvo que volver a intervenir para hacer que se colaran por el desagüe.

Mientras lo hacía, Gregory logró introducir la tercera cápsula en el té.

Entonces Tristan trató de alcanzar la taza, pero Gregory la sujetó firmemente con los dedos. Dio vueltas al líquido con una cucharilla y, una vez que la cápsula se hubo disuelto, llevó la bebida al piso de arriba.

Ivy pareció muy aliviada al verlo.

—Esto debería ayudarte —le dijo Gregory.

—¡No te lo bebas, Ivy! —le advirtió Tristan, a pesar de que sabía que no podía oírlo.

Ella dio un sorbo al té. Luego dejó la taza y apoyó la cabeza contra el pecho de Gregory.

Él volvió a coger la taza antes de que Tristan pudiera tocarla.

—¿Demasiado caliente?

—No, está bien. Gracias.

—¡Para! —gritó Tristan.

Ivy tomó otro sorbo, como si quisiera convencer a Gregory de que el té estaba bien.

—He elegido bien, ¿no? Tienes tantos tipos de té ahí abajo que…

—Déjalo, Ivy.

—Es perfecto —dijo ella, y comenzó a dar tragos más largos.

—Lacey, ¿dónde estás cuando te necesito? —llamó Tristan—. ¡Necesito tu voz, necesito que alguien le diga que no se lo beba!

Cada vez que Ivy alargaba el brazo para dejar de nuevo el té con la droga sobre la mesilla, Gregory se lo quitaba de las manos y lo sujetaba. Estaba sentado en la cama junto a ella; la rodeaba con un brazo, con el otro le llevaba la taza a los labios.

—Un poco más —insistía.

—¡No bebas más! —gritó Tristan.

—¿Cómo te sientes? —preguntó Gregory varios minutos después.

—Tengo sueño. Me siento extraña. No asustada…, sólo extraña. Siento como si hubiera alguien más en la habitación, observándonos —dijo mientras miraba en torno al dormitorio.

—¡Estoy aquí, Ivy!

Gregory le ofreció el último trago de té.

—No hay nada de lo que preocuparse —la tranquilizó—. Estoy aquí contigo, Ivy.

Tristan se esforzaba por mantenerse calmado. Una píldora no la mataría, razonó. ¿Habría encontrado Gregory el otro paquete, el que Tristan había tirado detrás de la cómoda? ¿Tenía planeado drogarla un poco y después darle las demás?

—¡Lacey, no puedo salvarla solo!

«Will —pensó Tristan—, busca a Will». Pero ¿cuánto tiempo le llevaría aquello? A Ivy se le iban cerrando los ojos poco a poco.

—Duerme —le repetía Gregory una y otra vez—. No hay nada de lo que tener miedo, duerme.

Ella cerró los ojos y su cabeza cayó hacia atrás. Gregory no se molestó en sujetarla. La empujó a un lado y dejó que cayera como un fardo sobre la almohada.

Sin darse cuenta, Tristan había comenzado a llorar. Rodeó a Ivy con los brazos, aunque ni siquiera podía abrazarla. Estaba muy lejos de él, y también distanciándose de Gregory, hundiéndose más y más en un sueño artificial. Tristan lloraba sin poder contenerse.

Gregory se puso en pie con brusquedad y salió de la habitación.

Tristan sabía que tenía que conseguir ayuda, pero no era capaz de separarse de Ivy durante mucho tiempo.

Philip. Era su única oportunidad. Tristan se apresuró hacia la habitación de al lado.

Ella se puso alerta en cuanto él entró en el dormitorio.

—Ayúdame, Ella. Tenemos que despertarlo, pero sólo lo suficiente como para que pueda introducirme en su mente.

La gata se encaramó al pecho de Philip, le olisqueó la cara y después maulló.

El chico parpadeó varias veces, levantó una mano y rascó a Ella perezosamente. Tristan se imaginó el tacto suave de la gata en los dedos de Philip. Un segundo después, tras haber compartido sus pensamientos, se coló en el interior del muchacho.

—Soy yo, Philip, tu amigo, tu ángel, Tristan.

—Tristan —murmuró Philip, y, de repente, estaban sentados el uno frente al otro con un tablero de damas entre los dos.

Philip se comió una pieza de su adversario:

—¡Una reina!

Tristan se había introducido en un recuerdo o en un sueño tejido a partir de un recuerdo. Luchó porque ambos salieran de allí.

—Despierta, Philip, soy Tristan. Despierta. Necesito que me ayudes. Ivy necesita que la ayudes.

Tristan oyó que Ella volvía a ronronear y vio la cara del animal escudriñando la suya, a pesar de que todo estaba borroso. Supo que Philip estaba escuchando y despertándose poco a poco.

—Venga, Philip. Así se hace, colega.

En ese momento, el chico estaba mirando las figuritas de los ángeles. Se preguntaba qué ocurría, pero no tenía miedo. Aún sentía los brazos y las piernas pesados. Hasta el momento, todo iba bien.

Entonces Tristan oyó un ruido en el pasillo. Oyó pisadas; eran de Gregory, aunque caminaba de forma extraña, pesadamente.

—¡Levanta, Philip! ¡Tenemos que ir a ver!

Antes de que el muchacho pudiera levantarse, Gregory ya había bajado la escalera. Un momento después, se oyó un portazo en el exterior.

—¡Ponte los zapatos! ¡Los zapatos!

Se oyó el ruido de un motor al arrancar. Tristan lo reconoció: era el viejo Dodge de Ivy. Se le cayó el alma a los pies. Gregory se llevaba a Ivy. «¿Adónde te la llevas? ¿Adónde?».

—No lo sé —dijo Philip con voz soñolienta.

«Piensa: ¿qué le resultaría más fácil?», se dijo Tristan.

—No lo sé —masculló el chico.

Con Ivy drogada, sería sencillo orquestar un accidente. ¿De qué tipo? ¿Cómo y dónde iba a hacerlo? «Debe de haber pistas en su habitación, algún indicio en los recortes de periódico».

De pronto Tristan recordó el horario de trenes. Se acordó de la extraña expresión de Gregory cuando lo encontró en el suelo. Había trazado un círculo en torno al tren nocturno, el que partía de Tusset. Después había realizado algunos cálculos y había anotado una hora que subrayó dos veces: las 2.04. Era correcto… Tristan sabía que el tren pasaba a toda velocidad por su estación unos minutos después de las dos todas las madrugadas. ¡Pasaba a toda velocidad! No paraba en estaciones pequeñas como la de Stonehill, que, después de medianoche, debía de estar desierta. ¡Tenían que detenerlo!

Miró el reloj digital de Philip: la 1.43.

—¡Vamos, Philip!

El chico estaba desplomado sobre la silla con tan sólo uno de los zapatos atado. Cuando intentó hacer la lazada del otro, sintió que sus dedos se movían con torpeza. Apenas podía mantenerse en pie, y descendió muy lentamente hacia el vestíbulo mientras Tristan lo guiaba. El ángel decidió bajar por la escalera principal, en la que había una barandilla a la que agarrarse. Consiguieron llegar a salvo hasta la planta baja, así que condujo a Philip hacia la puerta de atrás; Gregory se la había dejado abierta. Como si tuviera un reloj en su interior, Tristan sentía transcurrir todos y cada uno de los segundos.

No conseguirían llegar a tiempo si iban a pie; el largo camino que descendía por la colina los llevaba en dirección contraria a la estación. Llaves…, ¿podría encontrar las llaves del coche de Gregory? Si lo lograba, podría materializar sus dedos y… Pero ¿y si desperdiciaba todo su tiempo buscando las llaves y Gregory las llevaba encima?

—Por el otro lado, Philip. —Tristan hizo que el chico diera media vuelta. Era un atajo peligroso, pero su única oportunidad: la ladera empinada y rocosa de la colina, que llegaba hasta la estación.

Después de un par de pasos, el aire fresco de la noche espabiló a Philip. A través de los ojos y los oídos del niño, Tristan tomó conciencia de las sombras plateadas y los sonidos susurrantes de la noche. Él también se sentía más fuerte. Ante los ruegos de Tristan, Philip echó a correr por la hierba. Pasaron a toda prisa junto a la pista de tenis y, después, a unos cuarenta metros hacia el límite de la propiedad, por el margen donde el terreno caía abruptamente en picado.

Se movían a más velocidad de la que podría haber desplegado un crío, ya que sus fuerzas se combinaban. Tristan no sabía cuánto tiempo aguantaría esa energía renovada, y tampoco estaba seguro de poder hacer que ambos llegaran a salvo al final de la escarpada ladera de la colina. Tenía la sensación de que llegar hasta donde estaban ya le había llevado toda la vida.

Sintió un intento de resistencia cuando Philip y él treparon al muro que señalaba el final de la propiedad.

—Se supone que no debo hacer esto —dijo Philip.

—No te preocupes, estás conmigo.

Mucho más abajo de donde se encontraban podía verse la estación de tren. Para llegar hasta ella tendrían que descender por un lado de la colina donde los únicos asideros eran las raíces de unos cuantos árboles pequeños y algunas estrechas cornisas de piedra debajo de las que se ocultaban desniveles muy escarpados. De vez en cuando, a través de la superficie rocosa, emergían grupos de matorrales, pero la mayor parte del terreno estaba cubierto de una tierra llena de surcos y de una cascada de rocas sueltas que echaban a rodar con el más mínimo roce de un pie.

—No estoy asustado —dijo Philip.

—Me alegra que uno de nosotros no lo esté —repuso Tristan.

Elegían su trayectoria lenta y cuidadosamente. La luna había salido tarde y las sombras que proyectaba eran largas y confusas. Tristan tenía que controlarse continuamente, debía acordarse de que las piernas que estaba utilizando eran más cortas que las suyas, y los brazos de Philip incapaces de estirarse tanto como los de él.

Estaban a medio camino de la ladera cuando calculó mal. Su salto fue demasiado corto y se asomaron excesivamente sobre una estrecha franja de rocas. A partir de aquella cornisa no había más que una caída vertical de unos siete metros y medio con tan sólo unas cuantas piedras a las que poder agarrarse en la parte de abajo, justo antes de que comenzara otro desnivel. Ambos se tambalearon. Tristan se recogió en sí mismo, escondió sus pensamientos y sus instintos para dejar que Philip tomara el control. Fue el natural sentido del equilibrio del chico lo que los salvó.

Mientras seguían bajando, Tristan intentaba no pensar en Ivy, a pesar de que la imagen de la cabeza de la joven colgando sobre su propio hombro como si fuera la de una muñeca de trapo acudía a su mente una y otra vez.

—¿Qué pasa? —preguntó Philip al sentir la preocupación de Tristan.

—Sigue, no te pares. Luego te lo cuento.

No podía dejar que el muchacho conociera el grave peligro que corría su hermana. Encubrió ciertos pensamientos para ocultar de la conciencia de Philip tanto la identidad de Gregory como sus intenciones. No estaba seguro de cómo le afectaría esa información, si le entraría un ataque de pánico por lo que podría pasarle a Ivy o si incluso trataría de defender a Gregory.

Ya habían llegado a la parte de abajo y corrían entre las hierbas altas y la maleza, tropezando con las rocas. Philip se torció un tobillo, pero ni siquiera se detuvo. Ante el niño y el ángel apareció una alambrada alta. A través de ella se veía la estación.

La estación contaba con dos vías situadas la una junto a la otra; una de ellas estaba orientada hacia el norte y la otra hacia el sur, y cada una tenía su propio andén. Los andenes estaban conectados por un puente alto que pasaba por encima de las vías. En el lado orientado hacia el sur, que era el que más lejos de Philip y Tristan se hallaba, estaba el edificio de madera que hacía las veces de estación y el aparcamiento. Tristan sabía que el tren nocturno circulaba en dirección sur.

Justo en el momento en que alcanzaron la valla, oyó las campanas de la iglesia de la ciudad que tañían una vez, dos veces. Las dos de la madrugada.

—La alambrada es terriblemente alta, Tristan.

—Al menos no está electrificada.

—¿Podemos descansar?

Antes de que Tristan tuviera oportunidad de contestar, a lo lejos se oyó el silbido de un tren.

—¡Philip, tenemos que llegar antes que el tren!

—¿Por qué?

—Simplemente tenemos que hacerlo. ¡Trepa!

Philip obedeció. Comenzó a incrustar los dedos de los pies en los huecos de la malla de alambre mientras estiraba las manos para agarrarse e ir subiendo. Estaban encima de la valla, a seis metros de altura. Entonces Philip saltó. Se dieron un golpe contra el suelo y rodaron.

—¡Philip!

—Pensé que tenías alas. Se supone que tienes alas.

—Vale, ¡pero tú no! —le recordó Tristan.

El silbido volvió a sonar, esta vez más cerca. Corrieron hacia el primer andén. Cuando llegaron a él, pudieron ver el lado opuesto de la estación.

«Ivy».

—Algo va mal —dijo Philip.

Estaba de pie sobre el andén orientado hacia el sur, apoyada contra una columna situada al borde de la vía. Tenía la cabeza ladeada hacia un lado, como si de un peso muerto se tratara.

—¡Podría caerse! Tristan, se acerca un tren y… —Philip comenzó a gritar—. ¡Ivy! ¡Ivy!

Su hermana no lo oía.

—La escalera —dijo entonces Tristan.

Corrieron hacia ella, después cruzaron el puente y bajaron por el otro lado a toda prisa.

Oían el rugido del tren que se aproximaba. Philip no paraba de llamar a Ivy, pero su hermana tenía la mirada clavada en el lado opuesto de la vía, como si estuviera hipnotizada. Tristan siguió la dirección de sus ojos… y entonces Philip y él se quedaron helados.

—¿Tristan? ¿Tristan, dónde estás? —preguntó Philip con la voz teñida de pánico.

—Aquí, estoy aquí. Todavía estoy en tu interior.

Pero incluso él tenía la sensación de que estaba allí fuera, al otro lado de la vía. Tristan contempló la imagen de sí mismo que permanecía de pie entre las sombras del andén orientado al norte. La extraña figura iba vestida con una chaqueta del instituto, como la que Tristan llevaba en su fotografía, y una vieja gorra de béisbol del revés. El ángel se quedó mirándola fijamente, tan extasiado por la silueta como Ivy y Philip.

—Ése no soy yo —le dijo a Philip—. No te dejes engañar. Es otra persona que va vestida como yo. —«Gregory», dijo para sí.

—¿Quién es? ¿Por qué va vestido como tú?

Vieron una mano pálida que salía de las sombras hacia la clara luz de la luna. La figura le hizo señales a Ivy, la animaba, trataba de arrastrarla a través de la vía.

En ese momento el tren ya estaba casi a la altura de los chicos, su luz delantera iluminaba la vía que quedaba a sus espaldas, su silbido acometió un último aviso.

Ivy no le prestó la más mínima atención. Se sentía atraída hacia aquella mano como una polilla a un fuego titilante. No dejaba de hacerle gestos. De pronto, la chica estiró su propia mano y dio un paso adelante.

—¡Ivy! —gritó Tristan.

—¡Ivy! —gritó Philip.

—¡Ivy, no lo hagas!