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Ivy se quedó paralizada, asombrada al ver a Tristan con tallos de apio en las orejas, ensalada en el pelo, algo negro y blando en los dientes y, por increíble que pudiera parecer en alguien mayor de ocho años, una cola de gamba en cada orificio de la nariz.

Él también se quedó atónito al verla.

—¿Me he metido en un lío? —preguntó Philip.

—Creo que yo sí —dijo Tristan en voz baja.

—Tendrías que estar en el salón comiendo con todos nosotros —contestó Ivy.

—Estamos comiendo aquí. Estamos dándonos un festín.

Ivy echó un vistazo al surtido de comida apilada en los platos que tenían delante y arqueó un extremo de los labios hacia arriba.

—Por favor, Ivy, mamá dijo que podíamos traer amigos a la boda.

—Pero tú le respondiste que no tenías ninguno, ¿recuerdas? Dijiste que no tenías ningún amigo en Stonehill.

—Ahora sí.

Ivy miró a Tristan. Él procuraba no levantar la vista, concentrándose en el apio, las gambas y las aceitunas negras espachurradas que estaba alineando en la caja que tenía delante. Avergonzado.

—¡Mademoiselle!

—¡Es Scooby Doo! —gritó Philip—. ¡Cierra la puerta! ¡Ivy, por favor!

Ella obedeció, aunque en contra de su buen juicio; por extraño que pudiera parecer, su hermano estaba más feliz de lo que lo había visto en semanas. Le dio la espalda a la despensa y quedó frente al encargado.

—¿Algo va mal, mademoiselle?

—No, señor.

—¿Está très certaine?

Très.

Ivy cogió al señor Pompideau del brazo y lo alejó de la puerta.

—Bueno, la requieren en el salón —dijo secamente—. Es la hora del brindis. Todo el mundo la está esperando.

Ivy se dio prisa. Efectivamente, la estaban esperando y no pudo evitar ruborizarse al cruzar la sala. Gregory la acercó hacia sí riendo y le ofreció una copa de champán. El encargado de hacer el brindis fue un amigo de Andrew, y se hizo interminable.

—¡Bravo! —gritaron todos los invitados al final.

—¡Bravo, hermanita! —dijo Gregory.

Bebió de un trago todo el contenido de la copa y luego la levantó para que le sirvieran más. Ivy apenas dio un sorbo a la suya.

—¡Chinchín, hermanita! —continuó él, aunque esa vez lo hizo en voz baja y suave y con un extraño brillo en los ojos.

Hizo chocar su copa con la de ella y volvió a vaciarla. Acto seguido, la atrajo hacia sí, tan cerca que Ivy no podía respirar, y la besó en la boca apasionadamente.

Estaba sentada al piano mirando los mismos compases desde hacía cinco minutos. Una mano reposaba suavemente sobre sus labios. La dejó caer sobre las teclas amarillentas y deslizó los dedos sobre ellas; se escaparon algunos acordes, aunque no llegaron a componer una melodía. Ivy se pasó la lengua por los labios. No estaban realmente quemados; todo estaba en su mente.

Se alegraba de haberle pedido a su madre que dejara que Philip y ella se quedaran en el piso hasta que hubiera acabado la luna de miel. Seis días a solas con Gregory en esa enorme casa de la colina era más de lo que podía afrontar, especialmente con Philip dando guerra.

El niño, que en el abarrotado apartamento de Norwalk había colocado unas viejas cortinas alrededor de su cama porque quería estar lejos de «las chicas», llevaba las dos últimas semanas suplicando que lo dejara dormir con ella. Al final, la noche antes de la boda le había permitido llevar un saco de dormir a su habitación; al despertarse, había descubierto a Philip y a Ella, la gata, encima de la cama. Después del largo día de la boda, seguramente volvería a dejarlo dormir en su habitación.

Philip estaba tirado en el suelo detrás de ella jugando con sus cromos de béisbol, organizando equipos de ensueño sobre una concurrida alfombra. Como de costumbre, Ella quería tumbarse en el centro del campo de béisbol. El pitcher se movió sobre su barriga, arriba y abajo. De vez en cuando, Philip dejaba escapar alguna frase en voz baja: «La bola se eleva en el aire hacia el centro del campo», y entonces Don Mattingly conseguía hacer un home-run.

«No debería haber dejado que se quedara despierto hasta tan tarde», pensó Ivy. Pero ella tampoco podía dormir, y apreciaba su compañía. Además, el chico había comido semejante mezcla de comida en la fiesta y tal cantidad de dulces después, gracias a Tristan, que era probable que vomitara sobre el saco de dormir, y las sábanas limpias, como todo lo demás en el piso, estaban empaquetadas.

—Ivy, he decidido que no voy a mudarme —dijo Philip de repente.

—¿Cómo?

Ivy levantó las piernas y giró sobre la banqueta.

—Me quedo aquí. ¿Ella y tú os quedáis conmigo?

—¿Y qué pasa con mamá?

—En adelante puede ser la madre de Gregory.

Ivy hizo una mueca de disgusto, igual que hacía cada vez que su madre se preocupaba en exceso por Gregory. Maggie era afable y cariñosa, y se estaba esforzando mucho; en realidad, demasiado. No tenía ni idea de que él la encontraba ridícula.

—Ella siempre será nuestra madre, y ahora mismo nos necesita.

—Vale —dijo Philip, conforme—, tú y Ella os marcháis. Le preguntaré a Tristan si quiere mudarse conmigo.

—¿Tristan?

El chico asintió y continuó para sí:

—Allá va el bateador… Va a conseguir la carrera del empate… Está llegando a la meta.

Al parecer, una vez tomada la decisión, no consideraba necesario seguir hablando del tema, por lo que siguió jugando alegremente. Eso era lo más extraño: había vuelto a jugar después de pasar la tarde con Tristan.

¿Qué le habría dicho para ayudarlo tanto? Quizá nada, pensó Ivy. Quizá en lugar de haber pasado las tres últimas semanas intentando explicarle por qué su madre se casaba, debería haberse metido una gamba en la nariz.

—Philip —dijo de pronto.

El niño no respondió hasta que hubo terminado la carrera del empate.

—¿Qué?

—¿Te dijo Tristan algo de mí?

—¿De ti? —Reflexionó un momento—. No.

—¡Ah!

«No es que me importe», se dijo a sí misma.

—¿Lo conoces? —preguntó él.

—No, no. Pensaba que tal vez te hubiera dicho algo de mí cuando te encontré en la despensa.

Philip adoptó una expresión pensativa.

—¡Ah, sí! Me preguntó si te gustaba ponerte vestidos de color rosa como el que llevabas y si de verdad creías en los ángeles. Le hablé de tu colección de figuritas.

—¿Qué le dijiste sobre el vestido?

—Que sí.

—¡¿Que sí?!

—Le dijiste a mamá que era bonito.

Y su madre la había creído, así que ¿por qué no iba a hacerlo Philip?

—¿Te ha dicho Tristan por qué estaba trabajando allí hoy?

—Ajá.

La entrada había acabado, y Philip estaba preparando una nueva defensa.

—¿Y bien? ¿Por qué? —preguntó ella, exasperada.

—Tenía que ganar algo de dinero para un campeonato de natación. Es nadador, Ivy. Tiene que ir a otros estados y viajar en avión… No recuerdo adónde.

Su hermana asintió. Claro, Tristan simplemente necesitaba dinero y había buscado un trabajo para ganarlo. Debería dejar de escuchar a Suzanne.

De repente, Philip se puso en pie.

—Ivy, no me obligues a ir a esa casa enorme, no me obligues. ¡No quiero cenar con él!

Ella lo atrajo hacia sí.

—Las cosas nuevas siempre dan miedo —lo tranquilizó—, pero Andrew ha sido amable contigo desde el principio. ¿Recuerdas quién te compró el cromo de Don Mattingly?

—No quiero cenar con Gregory.

Ivy no supo qué contestar.

Philip permaneció a su lado, moviendo los dedos en silencio sobre las teclas del viejo piano. Cuando era más pequeño solía hacer lo mismo, y acostumbraba a cantar la melodía que supuestamente estaba tocando.

—Necesito un abrazo —dijo ella—. ¿Qué me dices?

El niño la abrazó sin mucho entusiasmo.

—Toquemos nuestro nuevo dúo, ¿vale?

Él se encogió de hombros y tocó con ella, pero la felicidad de la que había sido testigo Ivy tan sólo un rato antes había desaparecido.

Llevaban cinco compases cuando el chico dejó caer violentamente las manos sobre el piano y aporreó las teclas una y otra vez.

—¡No iré! ¡No iré! ¡No iré!

Y rompió a llorar. Ivy lo abrazó y lo dejó sollozar en sus brazos. Cuando llegó el hipo del agotamiento, le dijo:

—Estás cansado, Philip. Sólo estás cansado.

Aunque sabía que no se trataba sólo de eso.

Philip se apoyó contra su hermana y ella tocó las melodías favoritas del chico. Fue ralentizando el popurrí hasta llegar a las canciones de cuna. Pronto estuvo casi dormido, pero pesaba demasiado para que ella lo llevara en brazos.

—Vamos —dijo ayudándolo a levantarse de la banqueta.

La gata los siguió hasta su habitación.

—Ivy.

—¿Hummm…?

—¿Puedo dormir con uno de tus ángeles?

—Por supuesto. ¿Con cuál?

—Con Tony.

Tony era una figurita de un ángel tallada en madera de color marrón oscuro, y representaba al padre de Ivy. Ella puso a Tony junto al saco de dormir y Don Mattingly. Philip gateó hasta meterse dentro e Ivy cerró la cremallera.

—¿Quieres rezarle una oración al ángel? —preguntó.

—Ángel de luz, ángel del cielo, cuida de mí esta noche, cuida de todos los que quiero —recitaron juntos.

—Ésa eres tú, Ivy —añadió Philip, y cerró los ojos.