—Creo que sus días de gloria han pasado a la historia —comentó Beth mientras observaba la amapola marchita que Ivy había colocado en un vaso de agua encima de la mesa que las separaba.
Cuando Lillian y Betty abrieron la tienda el jueves por la mañana, encontraron la flor morada en la boca de King Kong, asomando entre sus labios como si fuera una rosa entre los dientes de un bailarín. A lo largo de ese día, Ivy había negado una y otra vez que hubiera sido ella la bromista que la había puesto allí.
—¿Por qué estamos intentando revivirla? —preguntó Beth. Lamió el cono de helado que se estaba comiendo—. ¿No podemos comprarle otra a King Kong?
—El sábado en el festival vendían amapolas —le contestó Ivy—. Compré unas cuantas, moradas, para Tristan. Philip y yo se las llevamos al cementerio.
—Me alegro de que Philip fuera contigo —dijo Beth—. Él también echa de menos a Tristan.
—Formó una «T» con las flores sobre su tumba —le explicó Ivy con una ligera sonrisa.
Su amiga asintió, como si entonces ya estuviera perfectamente claro por qué Ivy se tomaba tantas molestias a causa de una flor marchita que alguien había dejado en la tienda.
—Me estoy volviendo loca, ¿verdad? —dijo Ivy de repente—. ¡Se supone que debería estar mejorando! ¡Se supone que debería superar lo de Tristan! Y aquí estoy, salvando esta estúpida flor para guardarla como recuerdo porque se parece a una que yo…
Sacó la amapola del vaso y la arrojó sobre una bandeja de platos sucios que llevaba una camarera. Beth se levantó, siguió a la camarera y volvió con la amapola.
—Tal vez grane —dijo tras volver a meterla en el vaso de agua.
Ivy negó con la cabeza y dio un sorbo a su té sin decir una sola palabra. Beth se concentró en comerse el helado durante unos minutos.
—Ya sabes que yo siempre estoy dispuesta a escuchar —dijo al fin.
Ivy asintió.
—Lo siento, Beth. Te llamo con un ataque de pánico a las nueve de la noche, te arranco de tus escritos para que te tomes algo con los cincuentones de la liga de bolos en Howard Johnson —echó un vistazo en torno a la atestada sala verde y naranja—, y ahora parece que no soy capaz de hablar.
—No te preocupes —dijo Beth agitando su helado ante ella—. Me estoy tomando un cono con baño triple de caramelo…, sólo por eso, podrías haberme llamado a las tres de la mañana. Pero ¿cómo sabes que estaba escribiendo?
Ivy sonrió. Beth se había reunido con ella en el aparcamiento. Había aparecido con unos pantalones de chándal cortados, nada de maquillaje y un par de gafas viejas que sólo se ponía cuando se pegaba a una pantalla de ordenador. Todavía llevaba pegada a la camiseta una nota adhesiva y el pelo recogido con una pinza para sujetar papeles.
—Sólo ha sido una corazonada —dijo Ivy—. ¿Qué iba a hacer Suzanne esta noche?
Ivy y Suzanne no habían hablado desde el día del festival.
—Iba a salir con alguien.
—¿Con Gregory? —preguntó Ivy con el entrecejo fruncido. Su hermanastro le había prometido que se quedaría en casa con Philip hasta que ella llegara por la noche.
—No, con un chico que se supone que va a hacer que Gregory se ponga increíblemente celoso.
—Ah.
—¿No te lo ha contado? —preguntó Beth, sorprendida—. Es de lo único que habla. —Al ver la expresión en el rostro de Ivy, agregó rápidamente—: Estoy segura de que Suzanne pensaba que ya te lo había contado. Ya sabes lo que pasa…, se lo dices a una persona y después piensas que se lo has contado a otra.
Ivy asintió, pero las dos sabían que eso no era lo que había ocurrido.
—Gregory no pasa mucho tiempo con Suzanne últimamente —señaló Beth; después se detuvo para cazar las gotas de chocolate que resbalaban por la galleta de su helado—, pero eso ya lo sabes.
Ivy se encogió de hombros.
—Gregory sale, pero no le pregunto adónde va.
—Bueno, Suzanne está convencida de que ahora sale con otra chica.
Ivy comenzó a trazar con el dedo los dibujos de su mantel individual.
—Al principio, Suzanne creía que tan sólo era un juego. No se preocupó porque no era nadie en concreto. Pero ahora cree que sale sólo con una persona. Piensa que está realmente colado por alguien.
Ivy alzó la mirada y vio que su amiga la estaba examinando con detenimiento. «¿Beth es capaz de leer la mente de verdad —se preguntó—, o es mi cara la que siempre me delata?».
—Suzanne no deja de preguntarme qué creo que está ocurriendo —continuó Beth con el entrecejo ligeramente arrugado.
—¿Y qué le contestas? —preguntó Ivy.
Beth parpadeó varias veces; después apartó la mirada. Observó a una camarera con el pelo blanco que flirteaba con dos hombres calvos vestidos con camisas de jugar a los bolos de satén borgoña.
—Que no soy la persona apropiada para preguntarle —dijo al fin—. Ya me conoces, Ivy; siempre observo a la gente y añado cosas a lo que veo para inventarme historias a partir de ahí. A veces olvido qué parte me he inventado y qué parte es cierta en realidad.
—¿Qué crees que es cierto en realidad sobre Gregory? —insistió Ivy.
Beth agitó el helado de un lado a otro.
—Creo que le gusta ir de flor en flor. Creo que…, eh…, les gusta a un montón de chicas. Pero no soy capaz de adivinar quién le interesa a él de verdad ni qué piensa en realidad. No soy capaz de leerlo con facilidad.
Beth dio un mordisco a la galleta de su helado y la masticó pensativamente.
—Gregory es como un espejo —siguió—. Refleja la personalidad de la persona con la que está. Cuando está con Eric, da la sensación de que actúa como él. Cuando está contigo, es considerado y divertido como tú. El problema es que nunca puedo ver quién es verdaderamente Gregory, al igual que no puedo ver cómo es un espejo por sí mismo, porque siempre refleja a los que lo rodean. ¿Sabes a qué me refiero?
—Creo que sí.
—¿Qué debería decirle, Ivy? —preguntó Beth. El tono de su voz había cambiado: suplicaba una respuesta—. Las dos sois amigas mías. Cuando Suzanne me pregunta qué creo que está ocurriendo, ¿qué debería decirle?
—No lo sé. —Ivy empezó a estudiar su mantel individual una vez más para leer las descripciones de los postres—. Te lo diré cuando lo sepa, ¿de acuerdo? Bueno, ¿cómo van tus escritos?
—¿Mis escritos? —repitió Beth esforzándose por seguir el cambio de tema de Ivy—. Pues tengo buenas noticias.
—¿Sí? Cuéntamelas.
—Me los van a publicar. Me refiero a una revista de verdad. —Los ojos azules de Beth centelleaban—. En Confesiones de un corazón sincero.
—¡Beth, eso es fantástico! ¿Qué relato?
—El que escribí para el club de teatro. Ya sabes, el que apareció en la revista literaria del colegio la primavera pasada.
Su amiga trató de recordarlo.
—He leído tantos…
—«Apretó el arma contra el pecho —dijo Beth—. Dura, triste, fría e implacable. Fotos de él. Fotos gastadas y descoloridas de él, de él con ella. En la silla de la mujer había fotos esparcidas, hechas pedazos, bañadas en lágrimas, cubiertas de sal. Las había ahogado en su propia sangre…».
Dos camareras, que llevaban las bandejas cargadas hasta arriba, se habían parado a escucharla.
—¿Qué pasa? —le preguntó Beth a Ivy—. Tienes una expresión muy extraña.
—Nada…, nada, simplemente estaba pensando —respondió Ivy.
—Últimamente lo haces a menudo.
Ivy se echó a reír.
—Tal vez sea capaz de mantener la costumbre para cuando empiece el instituto el mes próximo.
Les dejaron la cuenta sobre la mesa. Ivy alargó el brazo para coger su monedero.
—Escucha —dijo Beth—, ¿por qué no te quedas a dormir esta noche en mi casa? No tenemos que hablar. Veremos películas, nos limaremos las uñas, haremos galletas… —Se metió la punta del cono del helado en la boca—. Galletas bajas en calorías —puntualizó.
Ivy esbozó una sonrisa. A continuación comenzó a escarbar en su monedero en busca del dinero.
—Debería irme a casa, Beth.
—No, no deberías.
Ivy dejó de rebuscar. Beth había pronunciado aquellas palabras con gran seguridad.
—No sé por qué —dijo Beth al tiempo que se retorcía tímidamente un mechón de pelo—. Simplemente, no deberías irte a casa.
—Tengo que ir —repuso Ivy—. Si Philip se despierta en mitad de la noche y se da cuenta de que no estoy en casa, pensará que algo va mal.
—Llámalo —sugirió su amiga—. Si está dormido, Gregory puede dejarle una nota junto a la cama. No deberías ir a casa esta noche. Es un… presentimiento, un presentimiento realmente fuerte que tengo.
—Beth, sé que tienes ese tipo de intuiciones, y ya acertaste una vez, pero en esta ocasión es diferente. Las puertas estarán cerradas con llave. Gregory está en casa. No me va a ocurrir nada.
Beth miraba a un punto situado detrás de Ivy; tenía los ojos entornados, como si estuviera tratando de enfocar la vista sobre algo.
Ivy se volvió rápidamente y vio a un hombre de pelo rizado que llevaba una camisa de jugar a los bolos brillante y amarilla. El hombre le guiñó el ojo y se dio la vuelta de nuevo.
—¿Puedo quedarme a pasar la noche contigo? —le preguntó Beth.
—¿Qué? No, esta noche no —respondió Ivy—. Necesito dormir y tú tienes que acabar ese relato que he interrumpido antes. Yo invito —añadió tras coger la cuenta.
En el aparcamiento, Ivy se despidió varias veces, y Beth se separó de ella a regañadientes.
Mientras conducía hacia su casa, Ivy pensaba en el relato de su amiga. Los detalles del suicidio de Caroline no se habían hecho públicos, así que su amiga no sabía nada de las fotografías que la madre de Gregory había rasgado el día en que se disparó. Resultaba curioso que en las historias de Beth aparecieran cosas que parecían inverosímiles y un tanto melodramáticas hasta que cierta versión de ellas se hacía realidad.
Cuando Ivy llegó a casa, vio que todas las luces excepto una —una lámpara de la habitación de Gregory— estaban apagadas. Abrigaba la esperanza de que su hermanastro no hubiera oído su coche mientras se acercaba por el camino de entrada. Lo dejó fuera del garaje. Así, si Gregory se preocupaba, vería que había llegado a casa sana y salva. Ivy pensó en subir por la escalinata central para no tener que pasar por delante de la habitación del chico. Gregory había llamado dos veces a la tienda a lo largo de la tarde. Ivy sabía que quería hablar, pero ella no se sentía preparada.
Era una noche cálida, todavía sin luna, con un cielo salpicado de estrellas. Ivy las observó durante unos instantes, después echó a andar en silencio para atravesar el jardín.
—¿Dónde has estado?
Ivy dio un respingo. No lo había visto sentado a la sombra de la casa.
—¿Qué?
—¿Dónde has estado?
Ella se sintió ofendida por su tono.
—Por ahí —respondió.
—Deberías haberme devuelto las llamadas. ¿Por qué no lo has hecho, Ivy?
—Estaba ocupada con los clientes.
—Pensé que volverías a casa en cuanto terminaras de trabajar.
Ivy dejó caer sus llaves ruidosamente sobre una mesa de hierro forjado.
—Y yo pensé que no se me iba a hacer un interrogatorio por salir un rato, al menos no que fueras a hacérmelo tú. ¡Ya me estoy cansando, Gregory!
Oyó que él cambiaba de postura en la silla, pero no podía verle la cara.
—¡Ya me estoy hartando de que todo el mundo se preocupe tanto por mí! ¡Beth no es mi madre y tú no eres mi hermano mayor!
Él se rió con suavidad.
—Me alegra oírte decir eso. Tenía miedo de que Eric te hubiera confundido.
Ivy bajó la cabeza un poco; después, dijo:
—Tal vez lo haya hecho. —Dio un paso en dirección a la casa.
Gregory la agarró por una muñeca.
—Tenemos que hablar.
—Necesito pensar, Gregory.
—Entonces piensa en voz alta —dijo él.
Ella negó con la cabeza.
—Ivy, escúchame: no estamos haciendo nada malo.
—Entonces, ¿por qué me siento tan… tan confusa? ¿Y tan desleal?
—¿Hacia Suzanne?
—Suzanne cree que estás saliendo con otra chica —respondió Ivy.
—Así es —dijo él en voz baja—. Sólo es que no estoy seguro de si ella está saliendo conmigo. ¿Estás saliendo conmigo?
Ivy se mordió el labio inferior.
—No pienso tan sólo en Suzanne.
—Tristan.
Ella asintió.
Gregory le tiró del brazo para atraerla hacia sí.
—Siéntate.
—Gregory, no quiero hablar de ello.
—Entonces limítate a escucharme. Préstame atención. Quieres a Tristan. Lo quieres como no quieres a nadie más.
Ivy trató de apartarse un poco, pero él la sujetó con fuerza.
—¡Escúchame! Si hubieras sido tú la que hubiera muerto en el accidente, ¿qué habrías querido para Tristan? ¿Querrías que nadie más lo quisiera? ¿Querrías que estuviera solo durante el resto de su vida?
—No, claro que no —dijo ella.
—Claro que no —repitió él con suavidad.
Entonces hizo que Ivy se sentara en la silla junto a él. El metal estaba frío y duro.
—Llevo todo el día y toda la noche pensando en ti —continuó.
La acarició con delicadeza; sus dedos recorrieron el óvalo de la cara y los huesos del cuello de Ivy. La besó con tanta ternura como habría besado a un bebé. Ella se lo permitió, pero no le devolvió el beso.
—Llevo toda la noche esperándote aquí —dijo él—. Necesito salir un rato. ¿Qué te parece si vienes a dar una vuelta conmigo en coche?
—No podemos dejar solo a Philip —le recordó ella.
—Claro que podemos —contestó Gregory en voz baja—. Está profundamente dormido. Cerraremos con llave todas las puertas de la casa y activaremos la alarma exterior. Podemos ir a dar una vuelta corta. Y no hablaré más, te lo prometo.
—No podemos dejar solo a Philip —dijo ella por segunda vez.
—Estará bien. No hay nada malo en que vayamos a dar un paseo, Ivy. No hay nada malo en subir al máximo el volumen del equipo de música y conducir un poco de prisa. No hay nada malo en pasarlo bien.
—No quiero ir —repuso ella.
Ivy sintió que el cuerpo de Gregory se tensaba.
—Esta noche, no —agregó la chica con rapidez—. Estoy cansada, Gregory. Necesito irme a la cama, de verdad. Otra noche, quizá.
—De acuerdo. Como quieras —dijo él con voz ronca, y se apoyó en el respaldo de su silla—. Vete a dormir.
Ivy lo dejó allí y buscó a tientas su camino por la casa en penumbra. Fue a ver cómo estaba Philip; después atravesó el baño contiguo para llegar a su propia habitación, donde los ojos resplandecientes de Ella la saludaron. Ivy encendió una pequeña lámpara que había sobre la cómoda y la gata comenzó a ronronear.
—¿Ese ronroneo es para mí —le preguntó Ivy—, o para él?
La foto de Tristan, la que le había dado su madre, estaba situada bajo el círculo de luz.
Ivy sujetó la fotografía entre las manos. Tristan le sonreía desde el papel con su vieja gorra de béisbol…, colocada hacia atrás, por supuesto. La chaqueta del instituto se agitaba con el viento, como si el joven caminara hacia ella. Algunas veces, Ivy aún no era capaz de creer que estuviera muerto. Su cabeza sabía que era así, lo supo en un momento repentino. Tristan había dejado de existir, pero su corazón simplemente no lo dejaba marchar.
—Te quiero, Tristan —dijo; a continuación le dio un beso a la fotografía—. Dulces sueños.
Ivy se despertó gritando. Tenía la voz ronca, como si llevara horas chillando. El reloj decía que era la 1.15 de la madrugada.
—¡Tranquila! ¡Estás a salvo! ¡Todo va bien, Ivy!
Gregory la estaba rodeando con los brazos. Philip estaba de pie junto a la cama, estrechando a Ella.
Ivy los miró fijamente; después, se recostó contra Gregory.
—¿Cuándo parará? ¿Cuándo se acabará esta pesadilla?
—Chsss, chsss, todo va bien.
Pero no era cierto. La pesadilla no dejaba de crecer. No paraban de agregarse detalles que le provocaban continuos calambrazos de miedo que se filtraban en los lugares más ocultos de su mente. La chica cerró los ojos y apoyó la cabeza contra Gregory.
—¿Por qué no deja de tener ese sueño? —preguntó Philip.
—No estoy seguro —contestó Gregory—. Supongo que forma parte del proceso de superación del accidente.
—A veces los sueños son mensajes de los ángeles —sugirió Philip. Dijo la palabra «ángeles» rápidamente y, a continuación, miró a Ivy como si pensara que le iba a gritar por volver a mencionarlos.
Gregory observó al chico durante un momento; luego, le preguntó:
—Los ángeles son buenos, ¿no es así?
Philip asintió.
—Bien, pues si los ángeles son buenos —razonó Gregory—, ¿crees que le mandarían pesadillas a Ivy?
Philip lo pensó; después negó con la cabeza lentamente.
—No…, pero quizá sea un ángel malo quien lo esté haciendo.
Ivy sintió que Gregory se ponía rígido.
—Es mi mente la que lo hace —intervino la chica en voz baja—. Tan sólo es mi mente, que trata de acostumbrarse a lo que nos ocurrió a Tristan y a mí. Dentro de poco, las pesadillas desaparecerán.
Pero estaba mintiendo. Tenía miedo de que aquellos sueños no terminaran jamás. Y estaba empezando a pensar que había algo más en ellos que el mero hecho de que tuviera que superar la muerte de Tristan.
—Tengo una idea, Philip —dijo Gregory—. Hasta que desaparezcan las pesadillas de Ivy, haremos turnos para despertarla y quedarnos con ella. Esta noche lo hago yo. La próxima vez te toca a ti, ¿de acuerdo?
Philip miró sin mucho convencimiento a Gregory y a su hermana.
—De acuerdo —dijo al final—. Ivy, ¿me puedo llevar a Ella a mi habitación?
—Claro. Le encantará acurrucarse contigo.
Ivy observó a su hermano mientras se llevaba a la gata con la cabeza inclinada hacia ella y la frente escondida entre su pelaje.
—Philip —lo llamó—, cuando vuelva de trabajar mañana, haremos algo juntos, solos tú y yo. Piensa en qué te apetece…, algo divertido. Todo va bien, Philip. De verdad. Todo va a salir bien.
El muchacho asintió, pero Ivy se dio cuenta de que no la creía.
—Que descanses —añadió Ivy—. Tienes a Ella. Y a tu ángel —señaló.
Philip la miró con unos ojos como platos.
—¿Tú también lo has visto?
Ivy vaciló.
—Claro que no —respondió Gregory por ella.
«Claro que no», se repitió Ivy a sí misma. Y, aun así, durante un segundo casi llegó a pensar que lo había visto. Casi creyó que existía un ángel para Philip, aunque no para ella.
—Buenas noches —le dijo a su hermano en voz baja.
Una vez que el chico se hubo marchado, Gregory abrazó a Ivy con fuerza y la estuvo meciendo durante varios minutos.
—¿El mismo sueño de siempre? —le preguntó.
—Sí.
—¿Sigue apareciendo Eric en él?
—Aparece la moto roja —contestó Ivy.
—Ojalá pudiera hacer desaparecer tus pesadillas —deseó Gregory—. Si supiera cómo hacerlo, las tendría yo todas las noches. Ojalá pudiera evitar que tuvieras que pasar por esto.
—No creo que nadie pueda pararlas —apuntó Ivy.
Él levantó la cabeza.
—¿Qué quieres decir?
—Hoy ha ocurrido algo diferente. Del mismo modo en que la moto se agregó la última vez, en esta ocasión ha aparecido otra cosa. Gregory, creo que podría estar recordando. Y creo que quizá tenga que seguir soñando con ello hasta que me acuerde de… algo —se encogió de hombros.
Él echó la cabeza ligeramente hacia atrás para poder mirarla.
—¿Qué se ha añadido al sueño?
—Iba conduciendo. La ventana estaba allí, esa a través de la que no puedo ver y tras la que hay una sombra. Era la misma ventana, pero esta vez yo iba conduciendo, no caminando hacia ella.
Hizo una pausa. No quería pensar en ello, en lo que podía significar ese nuevo dato.
Él volvió a abrazarla con fuerza.
—¿Y todo lo demás era igual?
—No. Conducía el coche de Tristan.
Ivy oyó la brusca inspiración de Gregory.
—Cuando vi la ventana, intenté detener el coche. Pisé el freno, pero el coche no reducía la velocidad. Entonces oí su voz: «¡Ivy, frena! ¡Para! ¿No lo ves, Ivy? ¡Ivy, para!». Pero no podía parar. No podía frenar. Pisé el pedal una y otra vez. ¡No tenía frenos!
Sintió que la recorría un escalofrío. Los brazos de Gregory la rodeaban, pero la piel del chico estaba cubierta de un sudor frío.
—¿Por qué no habría frenos? —susurró—. ¿Estoy recordando, Gregory? ¿Qué estoy recordando?
Él no contestó. Temblaba tanto como ella.
—Quédate conmigo —le rogó Ivy—. Me da miedo volver a dormirme.
—Me quedaré, pero tienes que dormir, Ivy.
—¡No puedo! Me da miedo empezar a soñar de nuevo. ¡Me aterra! ¡No sé qué ocurrirá la próxima vez!
—Estaré justo aquí. Te despertaré en cuanto comiences a soñar de nuevo, pero necesitas dormir. Te traeré algo que te ayude.
Se puso en pie.
—¿Adónde vas? —le preguntó ella, nerviosa.
—Chsss —la tranquilizó él—. Sólo voy a prepararte algo que te ayude a dormir.
Entonces cogió la foto de Tristan de la cómoda y la puso sobre la mesilla de noche, justo al lado de Ivy.
—Volveré en seguida. Yo no te abandonaré, Ivy, te prometo que no te abandonaré. —Le acarició el pelo—. No hasta que esas pesadillas desaparezcan de forma definitiva.