12

—¡Eso es, Philip! —exclamó Gregory mientras se levantaba la camiseta para enjugarse el sudor de la cara—. Ya no voy a darte más clases de tenis, o me ganarás siempre.

—Entonces tendré que darte las clases yo —contestó el chico, extremadamente satisfecho de sí mismo.

Gregory terminó de quitarse la camiseta mojada y, con ella, le dio un ligero azote a Philip.

—Mocoso.

Ivy y Maggie, que habían estado observando la clase de los jueves por la mañana, rompieron a reír.

Era un día de verano perfecto, el cielo tenía el tono azul de las postales, los pinos se mecían a causa de una suave brisa.

Estaban sentadas la una al lado de la otra junto a la pista de tenis; Ivy tomaba el sol, su madre ocupaba la parte sombreada de la manta.

Maggie suspiró con satisfacción.

—¡Por fin somos una familia! Y puedo marcharme sabiendo que mis polluelos están felices y seguros en casa.

—No desperdicies ni un solo momento pensando en nosotros, mamá —le aconsejó Ivy—. Andrew y tú os merecéis pasar un tiempo a solas en el lago.

Maggie asintió.

—Está claro que Andrew necesita pasar un tiempo fuera. Últimamente hay algo que le ronda por la cabeza. Antes de acostarnos, suele contarme todo lo que le ha ocurrido ese día…, todos y cada uno de los detalles de cada cosa. Así es como consigo quedarme dormida.

Ivy se echó a reír de nuevo.

—Pero estoy segura —continuó Maggie— de que algo le preocupa y de que se lo está guardando para sí.

Ivy posó una mano sobre las de su madre.

—Es cierto que necesitáis alejaros de nosotros y de la universidad también. Espero que lo paséis genial, mamá.

Su madre le dio un beso y después se puso en pie para despedirse de Philip.

Lo rodeó con un brazo por encima de los hombros.

—Sé bueno, calabacita.

Philip hizo una mueca.

—De acuerdo —contestó Gregory con alegría.

Maggie soltó una carcajada. Le dio un enorme beso rosa a Philip, titubeó, y después también besó tímidamente a Gregory.

—Cuida de mi niño —oyó Ivy que su madre decía en voz baja—. Cuida de mi niña grande y del pequeño.

Gregory sonrió.

—Cuenta conmigo, Maggie.

La madre de Ivy se alejó felizmente con su enorme bolso balanceándose tras ella. Ya habían cargado el coche; Maggie iba a recoger a Andrew tras su reunión de la mañana.

Gregory le dedicó una sonrisa a Ivy y después se tumbó a su lado sobre la manta.

—Durante los próximos tres días —le dijo—, podremos comer lo que queramos y cuando queramos.

—Yo me voy a hacer un sándwich ahora mismo —les dijo Philip—. ¿Queréis uno?

Ivy negó con la cabeza.

—Tengo que irme a trabajar dentro de poco. Comeré algo en el centro comercial.

—¿Qué clase de sándwich te vas a hacer? —le preguntó Gregory.

—De crema de queso, canela y azúcar.

—Creo que paso.

Philip se encaminó hacia la casa, pero no antes de haberse secado la cara con la camiseta, habérsela quitado y haber azotado un árbol con ella.

Una vez que su hermano hubo desaparecido tras el bosquecillo de pinos que separaba la casa de la cancha de tenis, Ivy preguntó:

—¿Te has dado cuenta de que te imita? ¿Cómo te sientes siendo un modelo de conducta?

—No lo sé. —Gregory esbozó una sonrisa torcida—. Supongo que tendré que sentar la cabeza.

Ella se rió y se recostó sobre la manta.

—Gracias por ser amable con mi madre —le dijo.

—¿Por prometerle que cuidaría de su niña? Eso no será difícil de cumplir. —Gregory se acercó a Ivy. La miró con detenimiento y después le acarició con suavidad el abdomen desnudo—. Tienes la piel muy caliente.

Ivy sintió una oleada de calor que le recorrió el cuerpo. Puso su mano sobre la de Gregory.

—¿Por qué no llevaste este biquini a la fiesta de Eric? —le preguntó.

Ella se echó a reír.

—Sólo me lo pongo cuando me siento cómoda.

—¿Y te sientes cómoda conmigo? —Se incorporó sobre un codo y la miró a los ojos; después dejó que su mirada se deslizara lentamente por el cuerpo de la chica.

—Sí y no —contestó ella.

—Siempre eres muy sincera —dijo Gregory mientras se inclinaba sobre ella, sonriendo.

Sin tocarla, acercó su boca a la suya. Ella lo besó. Gregory se apartó un segundo; a continuación volvió a acercar la boca, aún sin tocarla con ninguna parte de su cuerpo excepto con los labios.

Se besaron una tercera vez. Entonces Ivy alzó las manos y le rodeó la nuca con ellas; tiró de él para que se recostara sobre ella.

Ivy no oyó las ligeras pisadas sobre la hierba.

—Llevo esperándote en el parque desde las diez.

Gregory levantó la cabeza sobresaltado e Ivy agarró con fuerza el extremo de la manta.

—Parece que has encontrado algo mejor que hacer —comentó Eric; entonces le dedicó a Ivy un gesto de saludo.

Gregory se levantó. Ivy se cubrió con la manta, como si Eric acabara de pillarla completamente desvestida. Él la miraba de una forma que la hacía sentirse desnuda. Se sentía expuesta.

Eric se rió.

—Vi una película de una chica que no era capaz de quitarle las manos de encima a su hermano.

—Es hermanastro —le indicó Gregory.

Ivy se hizo un ovillo dentro de la manta.

—Lo que tú digas. Supongo que ya has superado lo de Tristan, ¿eh? —continuó Eric—. ¿Te ha curado Gregory?

—Lárgate, Eric —le advirtió Gregory.

—¿Lo hace mejor que Tristan? —preguntó Eric con un tono de voz bajo y suave—. Estoy seguro de que se mueve muy bien. —Sus palabras eran como serpientes que se abrían camino hacia la mente de Ivy.

—¡Cállate de una vez! —le gritó Gregory poniéndose en pie de un salto.

—Pero ya lo sabías, ¿no? —continuó Eric con voz sedosa—. Ya sabías cómo lo hacía Gregory porque las chicas habláis entre vosotras.

—¡Márchate de aquí!

—Te lo habrá contado Suzanne —siguió Eric.

—Te estoy avisando…

—Seguro que Suzanne le ha contado a su mejor amiga lo sexi que es Gregory —dijo Eric agitando las caderas.

—¡Sal de mi casa!

Eric se volvió hacia Gregory y se echó a reír.

—¿Tu casa? —Estiró los labios hasta formar una sonrisa exagerada—. ¿Tuya? Quizá algún día, si tienes suerte.

Gregory guardó silencio durante unos segundos; después, habló con un tono de voz sereno pero amenazador.

—Más te vale que la tenga, Eric, porque si yo me quedo sin suerte, tú también.

Dio varios pasos en dirección a su amigo.

Eric se volvió para largarse. Les lanzó una mirada por encima del hombro y se rió, como un crío que se estuviera escapando y que retara a los demás a atraparlo. Sin embargo, en su carcajada había un deje maníaco que hizo que a Ivy se le helara la sangre.

Philip, que había salido de la casa tras oír los gritos, corría por el césped en dirección a ellos.

—¿Qué ha pasado? —preguntó. Miró primero a Gregory y luego a Ivy, que estaba de pie junto a él, todavía envuelta en la manta—. ¿Qué ha ocurrido?

—Nada —le respondió Gregory—. Nada de lo que debas preocuparte.

El chico lo observó no muy convencido. Después se concentró en su hermana.

—¿Estás bien?

Ella asintió en silencio.

Gregory la rodeó con un brazo.

—Eric le ha dicho unas cuantas cosas desagradables.

—¿Cosas desagradables como qué?

—Sólo cosas desagradables —repitió Gregory.

—¿Como qué?

—No quiero hablar de ello ahora —intervino Ivy.

Philip se mordió el labio inferior. Entonces dio media vuelta y comenzó a caminar hacia la casa de nuevo.

Ivy supo que el chico sentía que lo habían dejado de lado. Salió de debajo del brazo protector de Gregory.

—¿Me das un abrazo, Philip? Sé que ahora ya eres mayor, pero no me encuentro muy bien. ¿Puedes darme un abrazo?

Su hermano se volvió, la rodeó con los brazos y la apretó con fuerza.

—Nosotros cuidaremos de ti —le susurró.

—¿Lo haréis? —preguntó Ivy también en un murmullo.

—Gregory y yo —le aseguró—, y el ángel Tristan.

Ivy se separó de él a toda prisa, intentando con todas sus fuerzas que no le temblaran los labios.

—Gracias —le dijo. Y después echó a correr hacia la casa.

Cuando Tristan oyó los gritos, se apresuró hacia la ventana para ver qué estaba ocurriendo. Gregory y Eric estaban ocultos tras los árboles. El sonido de sus voces llegaba hasta él, pero no podía distinguir lo que decían. El furioso intercambio acabó casi con tanta rapidez como había empezado.

El ángel debatió para sí qué debía hacer. Quería asegurarse de que Ivy estaba bien, pero no podía dejar la habitación de Gregory tal y como estaba. Se había pasado la mañana registrándola y los cajones todavía estaban abiertos, los papeles desperdigados, los bolsillos tanto de los pantalones como de las chaquetas dados la vuelta… Si Gregory descubriera que alguien había estado curioseando entre sus cosas, se volvería mucho más cauteloso, y eso haría que para Tristan fuera más difícil averiguar qué estaba ocurriendo.

La última vez que Ivy había necesitado ayuda, había llamado a Tristan; silenciosamente, pero él la había oído. En ese momento, el ángel se mantuvo inmóvil durante unos segundos, escuchando. Al no percibir que Ivy estuviera en peligro, decidió quedarse donde estaba y comenzar a ordenar.

Unos cuantos minutos después, oyó a la chica subir escaleras arriba y, después, a Philip y a Gregory hablando mientras se aproximaban a la casa. Tristan se propuso trabajar a más velocidad, pero estaba perdiendo las fuerzas a un ritmo vertiginoso. Como había materializado los dedos en varias ocasiones durante breves períodos de tiempo, comenzaba a sentirlos cansados y torpes. Apenas podía ya abrir y cerrar el escritorio de Gregory.

Encima de la mesa había una vieja revista del instituto que sujetaba unos cuantos artículos periodísticos que el joven había recortado. Antes, Tristan le había echado un vistazo a las noticias para tratar de descubrir por qué le interesaban a Gregory. En ese momento, los recortes volaban en torno a la habitación a causa de la corriente.

Tristan intentó atrapar uno de los artículos, pero derribó una pila de cajas que contenían cintas de vídeo.

Unas cuantas se salieron de las cajas y Tristan trató de recogerlas a toda prisa. Oía a Gregory hablando con Philip en la parte baja de la escalera trasera, pero, cuanto más se apresuraba, más metía la pata. Era incapaz de volver a introducir una de las cintas en su caja…, había algo pegajoso que lo impedía.

Concentró todas sus energías y tiró de ella hacia afuera una vez más. Fue entonces cuando lo vio: uno de los laterales de la carcasa negra estaba cubierto con celofán y escondía tres cápsulas brillantes y rojas en su interior.

Oyó que los escalones crujían. Gregory estaba subiendo. Tristan arrancó el plástico, volvió a deslizar la cinta dentro de su caja y la puso en la parte superior de la pila. Sabía que Gregory no sería capaz de percibir su presencia, pero entonces divisó las píldoras rojas en el suelo. Con sus últimas reservas de energía, las lanzó tras la cómoda. Medio segundo después, Gregory entró en la habitación.

Tristan se dejó caer hacia atrás, exhausto. Vio que todo estaba en su lugar excepto un horario de trenes que continuaba en el suelo, justo donde habían caído las cintas.

«No hay ningún problema —se dijo—. Gregory pensará que se ha volado del escritorio porque no había nada que lo sujetara».

En verdad, el chico no se percató de que el horario estuviera allí, y eso a pesar de que fue directo hacia su escritorio y se sentó. Tenía la frente perlada de sudor y la piel de un color extraño, como si hubiera palidecido bajo su bronceado. Hundió la cabeza entre las manos. Durante varios minutos estuvo frotándose las sienes; después, se recostó en la silla.

De pronto, Gregory volvió la cabeza sobresaltado. Clavó la mirada en el horario de trenes que había en el suelo; luego echó un vistazo lento y desconfiado en torno a la habitación. Estiró el brazo para coger la cinta de vídeo y la sacó de su caja. Se quedó boquiabierto.

Comprobó la etiqueta y a continuación comenzó a sacar una cinta detrás de otra. Arrancó celofán de una segunda cinta que contenía otras tres cápsulas… y, una vez más, miró alrededor.

—¡Philip! —Se puso en pie con tanta brusquedad que volcó la silla. Echó a andar hacia la puerta, pero entonces se detuvo y golpeó la pared con la palma de una mano. Se quedó allí, inmóvil, con la mirada fija en la puerta que daba al pasillo y con las drogas aún apretadas con fuerza en la otra mano—. ¡Maldito mocoso!

Se metió las pastillas en el bolsillo y, a continuación, deslizó también en él su cartera. Regresó al escritorio, recogió la silla y, después, se sentó para estudiar el horario de trenes.

Tristan lo leyó por encima del hombro del chico y observó cómo Gregory trazaba un círculo alrededor de la hora del último tren que circulaba tras la medianoche. Salía de Tusset a la 1.45, pero no paraba en la pequeña estación de Stonehill. Gregory realizó unos cuantos cálculos rápidos, anotó «las 2.04», lo subrayó dos veces y, entonces, metió el horario debajo de un libro. Luego permaneció sentado quince minutos más con la barbilla apoyada sobre las manos.

Tristan se preguntó qué le estaría pasando a Gregory por la mente, pero estaba demasiado débil como para intentar penetrar en ella. El joven ya parecía mucho más tranquilo…, tan tranquilo que resultaba inquietante. Se recostó sobre la silla con lentitud y asintió para sí como si hubiera tomado una decisión importante. A continuación cogió las llaves de su coche y se encaminó hacia la puerta. A media escalera, Gregory comenzó a silbar.