—Las capas y las dentaduras se están vendiendo muy bien —observó Betty mientras echaba un vistazo a los comprobantes de venta de Es Tiempo de Fiesta—. ¿Hay una convención de vampiros en el Hilton esta semana?
—No lo sé —murmuró Ivy tras calcular por tercera vez la vuelta de un cliente.
—Creo que necesitas un descanso, cariño —señaló Lillian.
Ivy miró el reloj.
—Acabo de cenar hace una hora.
—Lo sé —dijo Lillian—, pero como vas a cerrar por Bet y por mí, y como acabas de venderle a ese encantador jovencito que ha comprado la capa de Drácula un par de labios de cera…
—¿Labios de cera? ¿Está segura?
—Los Rojo Rubí —contestó Lillian—. No te preocupes, lo he cogido en la puerta y le he dicho que los cambiara por unos buenos colmillos. Pero de verdad creo que deberías tomarte un descanso.
Ivy bajó la mirada hacia la caja registradora, estaba avergonzada. Ya llevaba tres días cometiendo errores, aunque las hermanas, gentilmente, habían fingido no darse cuenta. Se preguntó si el cierre de la caja habría salido bien el domingo y el lunes. La asombraba que confiaran en ella para cerrar esa noche.
—La última vez que te vi así —intervino Betty—, te estabas enamorando.
Lillian fulminó a su hermana con la mirada.
—Esta vez no es así —repuso Ivy con firmeza—. Pero quizá no me vendría mal un descanso.
—Pues largo —le dijo Lillian—. Tómate tanto tiempo como necesites.
Le dio a Ivy un suave empujón.
Ivy recorrió de un extremo al otro el piso superior del centro comercial mientras intentaba poner orden en su cabeza una vez más. Desde el sábado, Gregory y ella habían estado realizando una especie de danza tímida el uno en torno al otro: manos que se rozan, miradas que se cruzan, saludos recíprocos suaves y después alejamientos. El domingo por la noche su madre había preparado la mesa para una cena familiar y había encendido dos velas. Gregory había mirado a Ivy desde el otro lado de la mesa como ya solía hacer antes, pero esa vez Ivy vio la llama que bailaba en sus ojos. El lunes Gregory se había escabullido sin dirigirle la palabra a nadie. Ivy no sabía adónde había ido y no se atrevió a preguntar. Quizá a casa de Suzanne. Tal vez el sábado por la noche no había sido más que un momento de intimidad…, un único momento, un solo beso, después de todo lo malo que habían compartido.
Ivy se sentía culpable.
Pero ¿estaba tan mal que le importara alguien a quien ella le importaba? ¿Estaba mal querer tocar a alguien que la acariciaba con ternura? ¿Estaba mal cambiar de opinión con respecto a Gregory?
Ivy jamás se había sentido tan confusa. Sólo tenía una cosa clara: iba a tener que recuperar la compostura y concentrarse en lo que estaba haciendo, se dijo… justo en el momento en que chocó contra un cochecito de bebé.
—¡Ay! Lo siento.
La mujer que empujaba el cochecito sonrió e Ivy le devolvió la sonrisa; a continuación se dio de espaldas contra un puesto en el que vendían pendientes y cadenas. Todo tintineó.
—Lo siento, lo siento.
Evitó por poco una papelera y después se dirigió directa a la cafetería Coffee Mill.
Luego se llevó su taza de capuchino al extremo más apartado del centro comercial. Las dos tiendas grandes que habían abierto allí habían cerrado, y se habían fundido varias bombillas. Se sentó en un banco vacío bajo el crepúsculo artificial y comenzó a sorber el café. Las voces de los clientes en el otro extremo del centro comercial ondeaban hacia ella en suaves olas que nunca llegaban a alcanzarla del todo.
Ivy cerró los ojos durante un instante para disfrutar de la soledad. Entonces los abrió y volvió la cabeza a toda velocidad, sorprendida por las tres voces que le llegaban con nitidez desde la derecha. Una de ellas le resultaba muy familiar.
—Está todo ahí —dijo un hombre.
—Voy a contarlo.
—¿No te fías de mí?
—He dicho que voy a contarlo. Deduce si confío en ti o no.
En un túnel débilmente iluminado que llevaba hacia el aparcamiento, Gregory, Eric y una tercera persona hablaban, ignorantes de que alguien los observaba. Cuando el hombre al que no conocía volvió la cabeza hacia la luz, Ivy apenas pudo dar crédito a sus ojos. Lo había visto en la entrada del instituto y sabía que era traficante de drogas. Pero cuando vio que Gregory le entregaba una bolsa al camello, lo que realmente no se podía creer era que ella se hubiera olvidado de la otra cara de Gregory.
¿Cómo había llegado a sentirse tan unida a alguien cuyos amigos eran tan ricos y formaban una piña? ¿Cómo había llegado a confiar en alguien que, aburrido de lo que tenía, corría riesgos estúpidos? ¿Por qué se fiaba de una persona que jugaba a juegos peligrosos con sus amigos sin que les importara a quién hicieran daño?
Tristan se lo había advertido una vez, antes de aquella noche en los puentes del ferrocarril, antes de la noche en que Will estuvo a punto de matarse. Pero Ivy creía que Gregory había cambiado desde entonces. A lo largo de las últimas cuatro semanas, él… Bueno, era obvio que Ivy se había equivocado.
Se levantó del banco abruptamente y, sin querer, se derramó el capuchino por encima.
«¡Tristan! —gimió para sí—. Ayúdame, Tristan. ¡Ayúdame a aclarar las cosas en mi cabeza!».
Echó a correr por el vestíbulo en dirección a la zona más iluminada del centro comercial. Se dirigía a toda prisa hacia la escalera mecánica cuando chocó contra Will.
La amiga que lo acompañaba, una chica con el pelo cobrizo a la que Ivy reconoció de la fiesta de Eric, soltó un taco por lo bajo.
Will se quedó mirando con fijeza a Ivy y ella le devolvió la intensa mirada. Apenas podía soportar la forma en que él la observaba, la forma en que podía mantenerla atrapada con los ojos.
—¿Qué estás haciendo aquí? —exigió saber ella.
—¿Y a ti qué te importa? —le espetó la chica.
Ivy la ignoró.
—No me lo digas —le dijo a Will—, has tenido un presentimiento, simplemente pensaste…, de alguna manera tan sólo supiste…
Vio un destello de luz en los ojos del chico y apartó la mirada rápidamente.
La chica que iba con Will la miraba y le hacía muecas, como si Ivy estuviera loca; de hecho, Ivy se sentía como si estuviera un poco loca.
—Tengo… Tengo que irme a trabajar —dijo.
Pero Will la mantuvo inmóvil con sus ojos.
—Si me necesitas —intervino él—, llámame. —Entonces volvió ligeramente la cabeza, como si alguien le hubiera hablado por encima del hombro.
Ivy pasó por su lado con rapidez y se apresuró a subir por la escalera mecánica, ascendiendo a más velocidad de la que llevaban los escalones. Luego echó a correr hacia la tienda.
—Oh, cielo —le dijo Lillian cuando cruzó la puerta de sopetón.
—¡Dios mío! —agregó Betty.
Ivy jadeaba a causa de la rabia tanto como de correr. Entonces se detuvo para mirar la parte delantera de su vestido verde pálido: tenía el color del lodo.
—Deberíamos ponerlo en remojo ahora mismo.
—No, no pasa nada —repuso ella intentando recuperar el aliento, inspirando y espirando lenta y profundamente para tratar de calmarse—. Le pasaré una esponja húmeda.
Se dirigió hacia el baño que había en la parte de atrás, pero Betty ya estaba examinando un perchero de disfraces y Lillian observaba otro con gesto pensativo.
—Voy a pasarle una esponja húmeda —repitió—. Saldré dentro de un minuto.
Lillian y Betty tarareaban para sí.
—Es un vestido viejo, de todas formas —añadió Ivy.
A veces aquellas ancianitas se hacían las sordas.
—Algo sencillo —terminó por suplicar. La última vez había acabado vestida de extraterrestre… con un disfraz con pilas que hacían que brillara y pitara.
En efecto, las hermanas le dieron algo sencillo: una blusa fina y blanca que se recogía en la barriga y se llevaba por debajo de los hombros, y una falda muy colorida.
—¡Oh, qué guapa está vestida de cíngara! —le dijo Lillian a Betty.
—Deberíamos disfrazarla todos los días —comentó su hermana.
Las dos le dedicaron a Ivy una sonrisa que parecía la de dos tías abuelas que la adoraran.
—No te olvides de apagar la luz de la parte de atrás, cariño —le recordó Betty. Después, las hermanas se marcharon a casa con sus siete gatos.
Ivy soltó un suspiro de alivio. Se alegraba de que fuera a estar sola en la tienda a lo largo de las dos horas siguientes. Eso la mantendría lo suficientemente ocupada como para no pensar en lo que acababa de ver.
Estaba enfadada…, pero más consigo misma que con Gregory. Él era quien era. No había cambiado su forma de ser. Era ella quien lo había convertido en el chico perfecto.
A las 21.25, Ivy había despachado a su último cliente. El centro comercial ya estaba prácticamente vacío. Cinco minutos después, atenuó las luces de la tienda, echó la llave de la puerta por dentro y comenzó a contar el dinero y a sumar comprobantes de venta.
Se sobresaltó cuando alguien dio unos golpecitos en el cristal.
—Gitanilla —llamó.
—Gregory.
Durante unos instantes consideró la posibilidad de dejarlo allí fuera, volviendo a situar entre ellos el muro de cristal que él había levantado el enero anterior. Pero caminó hacia él con paso lento, giró la llave en la cerradura de la puerta y abrió una rendija de cinco centímetros.
—¿Molesto? —preguntó él.
—Tengo que cuadrar la caja y cerrar.
—Estaré callado —le prometió.
Ivy abrió la puerta unos centímetros más y Gregory entró.
Ella echó a andar hacia la caja registradora pero se volvió rápidamente.
—También podría quitarme este peso de encima ahora mismo —le dijo.
Gregory esperó; parecía que supiera que se le venía encima algo importante.
—Os he visto a Eric, a ti y al otro tipo… al camello… haciendo un intercambio.
—Ah, es eso —respondió él, como si no tuviera la menor importancia.
—¿Ah, es eso? —repitió ella.
—Creía que ibas a decirme algo como que, de ahora en adelante, no nos íbamos a ver nunca a solas.
Ivy bajó la mirada y tironeó y retorció una borla de la falda. Probablemente sería mejor que no volvieran a verse a solas.
—Ah —continuó Gregory—, ya veo. También ibas a decir eso.
Ella no le contestó. Sinceramente, no lo sabía.
Gregory se acercó a ella y posó una mano sobre las suyas para evitar que arrancara la borla.
—Eric toma drogas —afirmó—, eso ya lo sabes. Y había contraído deudas, muchas deudas, con nuestro simpático traficante del barrio. Las he saldado yo.
Ivy alzó la mirada y la clavó en los ojos de Gregory. Sobre su rostro bronceado, parecían más claros, como un mar de plata en un día nuboso.
—No te culpo, Ivy, por pensar que no estoy haciendo lo correcto. Si creyera que Eric fuera a parar cuando se quedara sin dinero, no cubriría sus deudas. Pero no va a parar, y van a ir a por él. —Le soltó las manos—. Eric es mi amigo. Es amigo mío desde primaria. No sé qué otra cosa podría hacer.
Ivy se volvió mientras pensaba en lo leal que Gregory se mostraba hacia Eric y lo desleal que ella había sido con Suzanne.
—Venga, dilo —la retó él—. No te gusta lo que estoy haciendo. Crees que debería buscarme unos amigos mejores.
Ella negó con la cabeza.
—No te culpo por lo que estás haciendo —le dijo—. Eric tiene suerte de contar con un amigo como tú, tanta como yo. Tanta como Suzanne.
Gregory la obligó a volver el rostro hacia él con tan sólo un dedo.
—Termina tu trabajo —sugirió—, y después hablamos. Iremos a algún lado, no a casa, ¿vale?
—Vale.
—¿Vas a llevar puesto eso? —le preguntó con una sonrisa.
—¡Vaya! Lo había olvidado. Me he derramado un capuchino sobre el vestido. Está en remojo en el lavabo.
Gregory se echó a reír.
—No importa. Tienes un aspecto…, eehh…, exótico —dijo lanzándole una mirada a sus hombros desnudos.
Ivy sintió un ligero hormigueo.
—Supongo que tendré que buscarme un disfraz —añadió él.
Comenzó a inspeccionar la pared de los sombreros y las pelucas. Al cabo de unos minutos la llamó:
—¿Qué tal esto?
Ivy alzó la mirada desde detrás de la caja registradora y soltó una carcajada.
Llevaba puesta una peluca roja y encrespada, un sombrero de copa y una pajarita de lunares.
—Muy elegante —respondió.
Gregory siguió probándose un disfraz tras otro…, una máscara de Klingon, la cabeza y el pecho de King Kong, un enorme sombrero de flores y una boa de plumas.
—¡Payaso! —le dijo Ivy.
Él le dedicó una amplia sonrisa y la saludó con su estola de plumas.
—Si quieres ponerte un disfraz completo, hay probadores en la parte de atrás. El de la izquierda es grande y tiene espejos por todas partes. Te ves desde todos los ángulos —le explicó—. Me da mucha pena que no esté Philip para jugar contigo.
—Cuando hayas acabado, puedes jugar tú conmigo —contestó él.
Ivy siguió trabajando un rato más. Cuando al fin cerró los libros, vio que Gregory había desaparecido en la parte de atrás.
—¿Gregory? —llamó.
—Sí, carrrrriño —contestó él poniendo un acento extraño.
—¿Qué estás haciendo?
—Ven aquí, carrrrriño —respondió—. Te he estado esperrrrrando.
Ella esbozó una sonrisa.
—¿Qué estás tramando?
Se acercó de puntillas al probador y abrió lentamente la puerta batiente. Gregory se había pegado a la pared. Entonces se volvió rápidamente y de un salto se colocó delante de ella.
—¡Oh! —Ivy ahogó un grito. No tuvo que fingir; Gregory pasaba a la perfección por un vampiro terriblemente atractivo. Llevaba una camisa blanca con un pronunciado escote con forma de uve y una capa negra de cuello alto. Se había peinado el pelo oscuro hacia atrás y en sus ojos brillaba la malicia.
—Hola, carrrrriño.
—Dime —intervino Ivy tras recuperarse de la sorpresa—, si te pones los colmillos, ¿serás capaz de pronunciar la erre simple?
—Ni hablarrrrr. Así es como prrrrronunció. —Tiró de Ivy hacia el interior del probador—. Tengo que decirrrrrte, carrrrriño, que tienes un cuello adorrrrrable.
Ella se echó a reír. Gregory se puso los colmillos y comenzó a mordisquearle el cuello haciéndole cosquillas.
—¿Dónde te clavo la estaca de madera? —preguntó Ivy mientras lo separaba un poco de sí—. ¿Justo ahí? —Le dio unos ligeros golpecitos en la parte del pecho que la camisa dejaba al descubierto.
Gregory le cogió la mano y la retuvo durante un buen rato. Entonces se quitó los dientes y se la llevó a los labios para besársela con ternura. Luego atrajo a Ivy hacia sí.
—Creo que ya lo has hecho, me la has clavado justo en el corazón —le dijo.
Ivy lo miró, casi sin aliento. Los ojos de Gregory resplandecían como dos piedras de carbón gris bajo sus párpados entornados.
—Qué cuello tan adorable —repitió.
Agachó la cabeza y su pelo moreno cayó hacia adelante. La besó en el cuello con suavidad. La besó una y otra vez mientras, poco a poco, llevaba su boca hacia la de ella.
Sus besos se tornaron más apremiantes. Ivy respondió con besos más delicados. Él la apretó contra sí, la abrazó con fuerza; después, de repente, la soltó y se dejó caer ante ella. Se arrodilló ante Ivy y elevó los brazos hacia su cuerpo; sus manos la acariciaban con fuerza, se movían con lentitud sobre ella, intentaban hacerla descender hasta él.
—Tranquila —susurró—, tranquila.
Se aferraron el uno al otro y se mecieron. Entonces Ivy abrió los ojos. A la izquierda, a la derecha, reflejada delante de ella, reflejada detrás de ella…, desde todos y cada uno de los ángulos del probador de los espejos, recibía la imagen de Gregory y de ella envueltos el uno en el otro.
Se liberó de su abrazo.
—¡No!
Se llevó las manos a la cara y se tapó los ojos.
Gregory intentó que las apartara. Ella se volvió hacia la pared y se encogió en una esquina, pero no podía apartarse del reflejo de la chica que había estado besando a Gregory.
—Esto no está bien —dijo.
—¿No está bien?
—No es bueno. Ni para ti, ni para mí, ni para Suzanne.
—¡Olvídate de Suzanne! Lo que importa somos tú y yo.
—No te olvides de Suzanne —suplicó Ivy en voz baja—. Hace mucho tiempo que quiere estar contigo. Y yo, yo quiero estar cerca de ti, y hablar contigo, y tocarte. Y besarte. ¿Cómo podría evitarlo cuando te has portado tan bien conmigo? Pero, Gregory, Sé… —Respiró profundamente—. Sé que todavía estoy enamorada de Tristan.
—¿Y crees que no lo sé? —rió Gregory—. Ivy, lo has dejado bastante claro.
Dio un paso hacia ella y estiró el brazo para cogerle la mano.
—Soy consciente de que aún estás enamorada de él y de que aún sufres por él. Deja que te ayude a aliviar el dolor.
Con suavidad, sujetó la mano de ella entre las suyas.
—Piénsalo, Ivy. Sólo piénsalo —le dijo.
Ella asintió en silencio mientras la mano que tenía libre jugueteaba con la borla de la falda.
—Voy a cambiarme —continuó Gregory—, y después nos iremos a casa cada uno en su coche. Yo daré un rodeo para que no lleguemos al mismo tiempo. Ni siquiera nos veremos cuando subamos a las habitaciones. Así que… —se llevó la mano de Ivy a la boca—, éste es mi beso de buenas noches —añadió rozando sus labios con delicadeza contra las yemas de sus dedos.
Cuando Tristan se despertó, el probador tan sólo estaba iluminado por su suave resplandor, que volvía a él desde cada uno de los espejos. Pero la oscuridad que sentía que lo rodeaba en aquella habitación vacía era algo más que la mera ausencia de luz. La oscuridad parecía tener vida propia, una forma blanda y siniestra, una presencia que enfurecía y asustaba a Tristan.
—Gregory —dijo en voz alta, y las escenas que había presenciado hacía unas horas destellaron en su mente. Durante unos instantes pensó que el cuarto estaba iluminado. ¿Se había enamorado realmente Gregory de Ivy?, se preguntó. ¿Decía la verdad acerca de Eric y el traficante? Tristan tenía que averiguarlo, tenía que meterse en su cabeza—. Eres el siguiente, Gregory —dijo—. Tú eres el siguiente.
—¿Podrías dejar de hablar solo? ¿Cómo se supone que debe tener una chica un sueño reparador si no te callas?
Tristan cruzó la puerta del probador y salió a la tienda, que estaba iluminada por dos tenues luces nocturnas y un indicador de salida de emergencia. Lacey estaba tumbada a los pies de King Kong.
—Te he estado esperando en tu apartamento de Riverstone Rise —le dijo; a continuación le tendió una flor marchita—. Te he traído esto. Había otras, igual de secas, formando una «T» sobre tu tumba. Imagino que no has pasado por allí desde hace tiempo.
—Cierto.
—He ido a ver a Eric —continuó Lacey—, por si acaso te habías perdido en esa casa del terror también conocida como su mente. Después he visitado a Ivy, que no está pasando una buena noche… Así que, ¿qué hay de nuevo?
—¿Ivy está bien? —preguntó Tristan. Había querido seguirla hasta su casa y tomarse el descanso que necesitaba allí. De esa forma podría haberse asegurado de que Ella estaba cerca de Ivy; podría haber avisado a Philip si su hermana lo hubiera necesitado. Pero sabía que, si hubiera ido con ella, se habría pasado despierto y alerta toda la noche—. ¿Está bien?
—Es Ivy… —contestó Lacey al tiempo que se atusaba el pelo—. Pero, dime, ¿qué me he perdido en el culebrón? Gregory está tan inquieto como ella. ¿Qué le ha dado?
Tristan le contó lo que había pasado esa noche, así como lo que había experimentado en el interior de la cabeza de Eric…, el recuerdo de la escena en casa de Caroline, con sus abrumadores sentimientos de frustración y miedo. Lacey lo escuchó durante un rato, luego se puso a caminar nerviosamente de un extremo a otro de la tienda. Materializó los dedos y se probó una máscara; se volvió un segundo hacia Tristan y después se probó otra.
—Tal vez ésta no sea la primera vez que Eric se haya visto envuelto en esa clase de problemas —observó—. ¿Y si solía recurrir a Caroline para que le diera dinero para drogas de la misma forma en que ahora acude a Gregory? ¿Y si aquella noche, cuando necesitaba un pago, Caroline no se lo dio?
—No, no es tan sencillo —se apresuró a responder Tristan—. Sé que no es tan sencillo.
Lacey levantó una ceja.
—¿Lo sabes o simplemente es lo que quieres creer? —le preguntó.
—¿Qué quieres decir?
—Me da la sensación de que te resultaría un pelín gratificante demostrar que Gregory es culpable. El pobre, inocente y atractivo Gregory —dijo con intención de provocarlo—. Quizá de lo único que sea culpable sea de jugar con las chicas y de enamorarse de la tuya…, y de que ella se haya colgado de él —añadió con malicia.
—¡No puedes pensar que eso sea cierto! —exclamó Tristan.
Ella se encogió de hombros.
—No estoy diciendo que Gregory no se comporte a veces como un imbécil, pero en otras ocasiones, al menos en una, tuvo el suficiente buen corazón como para salvarle el cuello a un amigo que estaba metido en un buen lío. —Se pasó la lengua por los dientes y sonrió—. Creo que es rico, guapo e inocente.
—Sus recuerdos demostrarán si es inocente —manifestó Tristan.
Lacey negó con la cabeza, con una expresión que de repente se había tornado seria.
—Esta vez podría mandarte a la luna.
—Aprovecharé mis oportunidades y lo conseguiré, Lacey. Al fin y al cabo, he tenido una maestra excelente.
Ella entornó los ojos.
—Tenías razón. Resultó más fácil meterse en la mente de Eric cuando su sueño ya era ligero. Intentaré hacer lo mismo con Gregory.
—¡Eso me enseñará a no enseñarte!
Tristan ladeó la cabeza.
—Esto debería darte unos cuantos puntos, Lacey…, puntos angelicales por ayudarme a completar mi misión.
Ella se dio la vuelta.
—Y esos puntos podrían ayudarte a completar la tuya, ¿no es eso lo que quieres?
Lacey se encogió de hombros, aún de espaldas a él.
Tristan la miró, perplejo.
—¿Hay algo que se me escapa?
—Muchas cosas, Tristan —suspiró Lacey—. ¿Qué quieres que haga con esta flor?
—Dejarla aquí, supongo. Traérmela ha sido muy amable por tu parte, pero gastaría demasiada fuerza intentando llevarla conmigo. Escucha, tengo que ponerme en marcha.
Ella asintió.
—Gracias, Lacey.
La chica siguió sin volverse.
—¡Eres un ángel! —le dijo Tristan.
—Ya…
Él se movió de prisa y llegó a la habitación de Ivy justo cuando el cielo comenzaba a iluminarse. Le resultaba tan tentador materializar un dedo y acariciarle suavemente la mejilla con él…
«Te quiero, Ivy. Nunca he dejado de quererte».
Sólo una caricia suave, era todo lo que deseaba. ¿Qué podría costarle, una única caricia suave?
Se marchó antes de que cayera en la tentación y gastara energías que necesitaba para Gregory.
Gregory dormía un sueño inquieto. Tristan echó un rápido vistazo a la colección de música del chico y encontró un CD que le resultaba conocido. Materializó dos dedos, metió el disco en el reproductor y puso el volumen muy bajo. Le dio unos golpecitos a Gregory y, después, él mismo comenzó a seguir el ritmo de la música, repitiendo la letra, concentrándose en las imágenes de la canción.
Pero, por alguna razón, Tristan no paraba de confundirse una y otra vez. Creía que se sabía la letra de memoria. Volvió a centrarse, y entonces se dio cuenta de que sus imágenes se estaban mezclando con otras…, con las de Gregory.
«¡Estoy dentro, Lacey! ¡Estoy dentro!».
De pronto sintió que Gregory lo estaba buscando, que trataba de alcanzarlo a ciegas, desesperadamente, de la misma forma en que una persona dormida busca a tientas el despertador cuando la alarma empieza a sonar. Tristan se mantuvo inmóvil, inmóvil por completo, y la música arrastró a Gregory lejos de él.
Tristan suspiró aliviado. ¿A qué distancia de su mente podría enviarlo Gregory?, se preguntó.
Pero todos aquellos pensamientos eran diferentes de los de Gregory, y lo único que harían sería volver a ponerlo alerta. Tristan no podía pararse a pensar en lo que estaba haciendo, simplemente tenía que hacerlo.
Había decidido concentrarse en la lámpara de pie del salón de Caroline. El día que Lacey y él había registrado la casa, la había visto al lado de la silla donde la policía había encontrado el cuerpo de Caroline. La lámpara halógena, con su larga barra y su disco de metal en la parte superior, era tan normal que no levantaría sospechas, pero sí podría despertar un recuerdo visual de Caroline sentada en la silla durante aquella tarde de finales de mayo.
Tristan se concentró en ella. La rodeó con su mente. Alargó el brazo como si fuera a encenderla.
Y se encontró de pie en medio del salón de Caroline. Ella estaba sentada en la silla, mirándolo con un aire ligeramente divertido. De repente, se levantó. Tenía las mejillas encendidas, como si unos largos dedos rojos se las colorearan del mismo modo en que le cubrían las mejillas a Gregory cuando éste se enfadaba. Pero en sus ojos también había un extraño brillo de victoria.
Se encaminó hacia un escritorio. Tristan, en el interior del recuerdo de Gregory, permaneció donde estaba, cerca de la lámpara. Caroline cogió un trozo de papel y lo agitó en dirección a su hijo, como si se estuviera burlando de él. Sintió que las manos de Gregory se apretaban en sendos puños.
A continuación Caroline se dirigió hacia él. Pensó que le estaba diciendo que mirara el papel, pero no era capaz de entender las palabras con claridad. Su rabia había crecido a tal velocidad, sentía tanta furia, que el corazón le palpitaba con fuerza y la sangre circulaba por su interior con tanta prisa que le zumbaba en los oídos.
Entonces levantó una mano. Le dio un golpe con ella a la lámpara, le dio un golpe en dirección a Caroline. Vio que la mujer se tambaleaba hacia atrás, que salía despedida de espaldas como si fuera un personaje de dibujos animados hasta atravesar el brillante cuadro azul del ventanal.
Gregory gritó. El propio Tristan gritó cuando vio que Caroline se caía y que un largo reguero de sangre le surcaba la cara.
De repente, Gregory dio un respingo y Tristan supo que lo había oído. Él sería el siguiente en recibir un golpe. Luchó por escabullirse, pero entonces las imágenes se arremolinaron a su alrededor como fragmentos de cristales afilados y de colores que formaran parte de un caleidoscopio. Se sentía mareado y tenía ganas de vomitar. No era capaz de separar su propia mente de la de Gregory. Corría a través de un laberinto de pensamientos interminables, circulares y dementes. Y supo que estaba atrapado.
En ese momento, de pronto, una voz llamó a Gregory, le rogó que se despertara. Era Ivy.
Tristan la vio a través de los ojos de Gregory, envuelta en su bata, inclinándose sobre él. El pelo de la chica resbaló hacia adelante y le rozó la cara. Sus brazos lo rodearon y lo consolaron. Entonces Gregory calmó la marabunta de sus pensamientos y Tristan consiguió escapar.