10

Ivy chilló y luchó contra él lanzando una patada hacia atrás con todas sus fuerzas. Él la sujetó contra el suelo mientras le tapaba la nariz y la boca con la mano. La chica gritó tras su mano y, después, trató de mordérsela, pero era demasiado rápido para ella. Ivy trató de hacer rodar su cuerpo hacia adelante y hacia atrás. Lo obligaría a rodar con ella sobre la llama de la vela si tenía que hacerlo.

—¡Ivy!, ¡Ivy! ¡Soy yo! ¡Cállate, Ivy! Vas a asustar a Philip, sólo soy yo.

Ella se relajó bajo su peso.

—Gregory.

Él se levantó poco a poco de encima de su hermanastra. Se miraron el uno al otro; ambos sudaban y se habían quedado sin resuello.

—Pensé que estabas dormida —dijo él—. Estaba intentando ver si estabas bien sin despertarte.

—Yo… Simplemente… no sabía quién eras. Philip no está. Va a pasar la noche en casa de Sammy. Y mi madre y Andrew están en la cena de gala.

—¿Todo el mundo ha salido? —preguntó Gregory con brusquedad.

—Sí, y creía que…

Él se golpeó la palma de la mano con el puño varias veces; se detuvo cuando se dio cuenta de la forma en que lo miraba Ivy.

—¿Qué pasa contigo? —exigió saber—, ¿qué pasa contigo, Ivy? —La agarró por los dos brazos—. ¿Cómo puedes ser tan estúpida?

—¿Qué quieres decir? —preguntó ella.

Él la miró a los ojos con gran fijeza.

—¿Por qué has estado evitándome?

Ivy apartó la mirada.

—¡Mírame! ¡Contéstame!

Ella volvió la cabeza hacia Gregory de nuevo.

—Pregúntale a Suzanne, si quieres saber por qué.

Entonces percibió el destello en los ojos de su hermanastro, como si de repente lo hubiera entendido. Resultaba difícil creer que no se hubiera imaginado lo que estaba ocurriendo. ¿Por qué otro motivo iba a evitarlo ella si no?

Gregory disminuyó la fuerza con la que la sujetaba.

—Ivy. —El tono de su voz era ya más suave, vacilante—. Estás sola en casa, por la noche, en una casa en la que te atacaron la semana pasada, con la puerta abierta de par en par. ¡Te has dejado la puerta abierta de par en par! ¿Por qué has hecho una tontería así?

Ella tragó saliva con dificultad.

—Creía que la mosquitera tenía el cerrojo echado. Pero no era así, supongo, y Ella debe de haberla abierto de un empujón.

Gregory se apoyó contra el sofá al tiempo que se frotaba la cabeza.

—Lo siento. Siento que te hayas preocupado —se disculpó Ivy.

Él respiró profundamente y colocó una mano sobre las de ella. Ya estaba mucho más calmado.

—No, he sido yo el que te ha asustado. Debería ser yo el que se disculpara.

Incluso a la titilante luz de la vela, Ivy era capaz de ver la fatiga que rodeaba los ojos de Gregory. Levantó una mano y le acarició la sien que él se había estado frotando.

—¿Dolor de cabeza?

—Ya no es tan fuerte como antes.

—Pero aún te duele. Túmbate —le ordenó. Ivy puso un cojín en el suelo para que Gregory apoyara la cabeza—. Te traeré un poco de té y una aspirina.

—Puedo cogerlo yo mismo.

—Deja que lo haga yo. —Con delicadeza, posó una mano sobre su hombro—. Tú has hecho mucho por mí, Gregory. Por favor, deja que te ayude en eso.

—No he hecho nada que no quisiera hacer.

—Por favor.

Gregory se tumbó.

Ivy se levantó y puso un disco de música de saxo y piano.

—¿Demasiado alto? ¿Demasiado bajo?

—Perfecto —contestó él con los ojos cerrados.

Ivy preparó una tetera, puso unas cuantas galletas sobre la bandeja junto con una aspirina y lo llevó todo a la habitación iluminada por la vela.

Durante un rato sorbieron el té en silencio y comieron galletas. Después, juguetonamente, Gregory hizo chocar su taza contra la de Ivy en un brindis silencioso.

—¿Qué es esto? Me da la sensación de que me estoy bebiendo un jardín.

Ella se echó a reír.

—Es lo que estás haciendo… y es bueno para tu salud.

Gregory dio otro sorbo y la miró a través del tenue vapor.

—Tú eres buena para mi salud —repuso.

—¿Te gusta que te rasquen la espalda? —le preguntó Ivy—. A Philip le encanta.

—¿Que se la rasquen?

—Bueno, que se la froten. Cuando eras pequeño, ¿tu madre no te acariciaba la espalda para conseguir que te durmieras?

—¿Mi madre?

—Date la vuelta.

Él la miró con cierto aire de diversión; después volvió a dejar su té en la bandeja y se tumbó boca abajo.

Ivy comenzó a acariciarle la espalda trazando sobre ella con la mano círculos grandes y pequeños, igual que hacía con Philip. Percibía lo tenso que estaba, todos y cada uno de sus músculos estaban rígidos. Lo que Gregory necesitaba en realidad era un masaje, y sería mejor si se quitara la camiseta, pero a Ivy le daba miedo proponérselo.

«¿Por qué? Tan sólo es mi hermanastro —se recordó Ivy—. No es una cita. Es un buen amigo y una especie de hermano…».

—¿Ivy?

—¿Sí?

—¿Te molestaría que me quitara la camiseta?

—Al contrario, sería mejor que lo hicieras —respondió ella.

Gregory se la quitó y volvió a tumbarse. Tenía una espalda larga y bronceada, y fuerte a causa del tenis. Ivy comenzó a trabajar en ella de nuevo, en esa ocasión, apretando con fuerza, subiendo las manos por su columna y moviéndolas hacia los lados a través de sus hombros musculosos. Le masajeó la nuca dejando que sus dedos trabajaran bajo el pelo moreno de Gregory. Después deslizó las manos hacia la parte baja de su columna. Con lentitud, pero con seguridad, sintió que el joven se relajaba bajo sus dedos.

Sin previo aviso, Gregory se dio la vuelta y la miró.

A la luz de la vela, sus rasgos proyectaban sombras escarpadas. Una luz dorada inundaba un pequeño hueco que se le había formado en el cuello. Ivy se sintió tentada de acariciarlo, de posar la mano sobre su cuello y sentir dónde palpitaba su pulso.

—¿Sabes? —dijo Gregory—, el invierno pasado, cuando mi padre me dijo que se iba a casar con Maggie, lo último que me apetecía era que te metieras en mi casa.

—Lo sé —asintió Ivy sonriéndole.

Él alzó una mano y le acarició una mejilla.

—Y ahora… —Estiró los dedos y dejó que se enredaran en la melena de Ivy—. Ahora… —Acercó la cabeza de ella hacia sí.

«Si nos besamos —pensó Ivy—, si nos besamos y Suzanne…».

—¿Ahora? —susurró Gregory.

No podía seguir luchando contra ello. Ivy cerró los ojos.

Con ambas manos, Gregory atrajo con rapidez el rostro de la chica hasta el suyo. Entonces, sus ásperas manos se relajaron y el beso fue largo, suave y delicioso. Después alzó el rostro y la besó con ternura en el cuello.

Ivy bajó la boca y comenzaron a besarse de nuevo. Justo en ese instante, ambos se quedaron paralizados, sobresaltados por el ruido de un motor y por el trazo de los faros de un coche sobre el camino de entrada. El coche de Andrew.

Gregory echó la cabeza hacia atrás y se rió con suavidad.

—No me lo puedo creer. —Soltó un suspiro—. Han llegado nuestras carabinas.

Ivy notó la lentitud y la mala gana con la que los dedos de Gregory se separaban de ella. Luego sopló la vela, encendió la luz e intentó no pensar en Suzanne.

A Tristan le habría gustado conocer alguna forma de apaciguar a Ivy. Sus sábanas estaban revueltas y su pelo se había convertido en una maraña de oro retorcido una y otra vez. ¿Había vuelto a tener pesadillas? ¿Había ocurrido algo desde que se había separado de ella tras el festival?

Después de su actuación, Tristan supo que tenía que descubrir quién quería hacerle daño a Ivy. También supo que se estaba quedando sin tiempo. Si Ivy se enamoraba de Gregory, Tristan perdería a Will como modo de acercarse a ella y prevenirla.

Ivy se revolvió.

—¿Quién está ahí? ¿Quién está ahí? —murmuró.

Tristan reconoció el comienzo del sueño y un sentimiento de terror lo inundó, como si fuera él mismo quien se estuviera viendo arrastrado hacia la pesadilla. No podía soportar verla tan asustada una vez más. Si al menos pudiera abrazarla, si al menos pudiera rodearla con sus brazos…

Ella, ¿dónde estaba Ella?

La gata estaba sentada ronroneando sobre el alféizar de la ventana. Tristan se aproximó rápidamente el animal y materializó sus dedos. Se maravilló de cómo iba aumentando su fuerza, de cómo podía sujetar a la gata por el pescuezo durante unos segundos y llevarla hasta la cama. La soltó y, justo antes de que sus fuerzas lo abandonaran, utilizó las yemas de los dedos para darle unos golpecitos a Ivy y despertarla.

Ella —susurró la chica—, hola, Ella.

Ivy rodeó a la gata con los brazos.

Tristan dio un paso atrás para apartarse de la cama. Así era como tenía que quererla ahora, a un paso de distancia, ayudando a otros a reconfortarla y a cuidarla en su lugar.

Con Ella acurrucada a su lado, Ivy cayó en un sueño más pacífico. La pesadilla había desaparecido, la había enterrado a mayor profundidad entre los rincones más ocultos de su mente. Ojalá él pudiera llegar hasta ese sueño. Estaba convencido de que Ivy había visto algo que no debería la noche en que Caroline murió…, o que alguien creía que la joven había visto algo. Si supiera de qué se trataba, sabría quién iba tras ella. Pero le resultaba tan poco posible colarse dentro de ella como colarse en el interior de Gregory.

Dejó que siguiera durmiendo. Ya había decidido qué haría, y tenía pensado hacerlo a pesar de todas las advertencias de Lacey: viajar hacia atrás en el tiempo a través de la mente de Eric. Tenía que averiguar si era él quien aparecía en el sueño de Ivy montado en su moto y si había estado en casa de Caroline la noche en que ella había muerto.

Mientras Tristan se desplazaba hacia la casa de Eric, intentó recordar todos los detalles que había visto con anterioridad esa misma noche. Tras el festival, Lacey lo había acompañado a casa de Caroline. Mientras que ella se había dedicado a abrir armarios, mirar detrás de los cuadros y a husmear entre las cosas que se estaban guardando en cajas, él había analizado los detalles de la casa, los objetos acerca de los que podría meditar una vez que se introdujera en la cabeza de alguien y que le darían la oportunidad de dar con la corriente de recuerdos adecuada.

—Si vas a seguir adelante con ese estúpido plan tuyo —le había dicho Lacey a la vez que escarbaba entre los cojines del sofá—, ve preparado. Y descansa un poco antes.

—Ya estoy listo —había protestado él mientras barría con la mirada el salón donde Caroline había muerto.

—Escucha, ángel deportista —replicó Lacey—. Ahora estás empezando a sentir tu fuerza. Eso está muy bien, pero no te dejes llevar. No estás listo para las Olimpiadas celestiales, aún no. Si insistes en intentar colarte en el interior de Eric, entonces tómate unas horas de oscuridad esta noche. Lo vas a necesitar.

Tristan no le había respondido en seguida. De pie junto al ventanal, había notado que desde allí había una buena vista de la calle y de cualquiera que subiera por el camino.

—Quizá tengas razón —había admitido al final.

—No hay «quizás» que valgan. Además, Eric será más vulnerable a ti al amanecer o justo después, cuando su sueño sea ligero —había apuntado Lacey—. Intenta cogerlo tan sólo lo suficientemente consciente como para que siga tu sugerencia, pero no tan despierto como para que se dé cuenta de lo que está haciendo.

Le había parecido un buen consejo. En ese momento, con el cielo empezando a brillar por el este, Tristan encontró a Eric dormido sobre el suelo de su habitación. La cama aún estaba hecha y el chico todavía llevaba la misma ropa que el día anterior; estaba tumbado de lado, hecho un ovillo en una esquina, junto a su equipo de música. A su alrededor había unas cuantas revistas desperdigadas. Tristan se arrodilló a su lado. Hizo que sus dedos se materializaran y hojeó una revista de motos hasta que encontró la imagen de una muy similar a la de Eric. Se concentró en ella y le dio unas palmaditas al chico para despertarlo.

Tristan estaba admirando las líneas limpias y curvas de la moto, imaginándose su potencia, cuando de repente supo que la estaba viendo a través de los ojos de Eric. Le había resultado tan sencillo como colarse dentro de Will. Quizá Lacey se equivocaba, pensó. Quizá simplemente no se daba cuenta de lo bien que había desarrollado sus poderes. Entonces la imagen se tornó borrosa en los márgenes.

Eric cerró los ojos. Durante un momento tan sólo hubo oscuridad en torno a Tristan. Había llegado el momento de que pensara en la calle de Caroline, de llevar a Eric a dar un lento paseo hasta la casa de la mujer, de conseguir que comenzara un recuerdo.

Pero de repente las tinieblas se abrieron, como si alguien hubiera bajado la cremallera de un muro oscuro y Tristan se estuviera precipitando hacia adelante a toda velocidad. La carretera se abalanzaba sobre él desde la nada, y continuó haciéndolo como la calzada de un videojuego de carreras. Se movía demasiado de prisa como para que pudiera reaccionar, demasiado de prisa como para averiguar hacia dónde estaba yendo.

Iba montado en una moto, circulando a toda velocidad sobre una carretera a través de brillantes destellos de luz y oscuridad. Levantó los ojos de la vía y vio árboles, muros de piedra y casas. Los árboles eran tan intensamente verdes que hacían que a Tristan le ardieran los ojos. El cielo azul era de neón. El rojo le proporcionaba calor.

Eric y Tristan estaban ascendiendo por una carretera a toda prisa, subían y subían. Tristan intentó que redujeran la velocidad, girar en una dirección y después en la otra, ejercer algún tipo de control, pero estaba indefenso.

De repente frenaron en seco. Tristan alzó la mirada y vio la casa de los Baines.

La casa… era y no era la de Gregory. La contempló mientras se acercaban a ella caminando. Era como mirar una habitación reflejada en un adorno navideño; veía objetos que conocía bien distorsionados por una perspectiva extraña, conocida y rara al mismo tiempo.

¿Se hallaba en un sueño o se trataba de un recuerdo cuyos márgenes se habían quemado y encogido por efecto de las drogas?

Llamaron y después entraron por la puerta principal. No había techo, no había tejado. De hecho, no era una habitación amueblada, sino un enorme parque infantil cuya valla era la estructura de la casa. Gregory estaba allí, mirándolos desde lo alto de un tobogán muy alto, una rampa plateada que no se detenía al llegar al suelo, sino que se internaba en él a través de un túnel.

También había una mujer. «Caroline», se percató Tristan de pronto.

Cuando los vio, la mujer los saludó con la mano y sonrió de forma cálida y agradable. Gregory permaneció en lo alto de su tobogán, observándolos desde allí con frialdad, pero Caroline les hizo gestos para que se acercaran a un tiovivo y ellos no pudieron resistirse.

La mujer estaba de un lado; ellos, en el contrario. Corrieron y dieron impulso, corrieron y dieron impulso, y después subieron de un salto. Dieron vueltas y más vueltas, pero en lugar de ir perdiendo velocidad, como esperaba Tristan, iban cada vez más de prisa. Y aún más de prisa… Se quedaron colgando de las yemas de los dedos mientras giraban. Tristan creyó que su cabeza iba a salir volando. Entonces sus dedos resbalaron y se precipitaron hacia el espacio.

Cuando Tristan levantó la vista, el mundo siguió girando durante un momento; después, se detuvo. El parque infantil había desaparecido, pero la estructura de la casa todavía estaba allí, cercando un cementerio.

Vio su propia tumba. Vio la tumba de Caroline. Entonces vio una tercera, abierta de par en par, y un montículo de tierra recién removida junto a ella.

¿Fue Eric el que comenzó a temblar entonces o fue él mismo? Tristan no lo sabía, y tampoco podía detenerlo… Se agitó violentamente y cayó al suelo. El suelo retumbó y se inclinó. Las lápidas rodaban a su alrededor, se revolcaban como dientes sacudidos de una calavera. Él estaba de lado, temblando, hecho un ovillo, esperando a que la tierra se resquebrajara, a que se abriera en dos como una boca y se lo tragara.

Y entonces paró. Todo se quedó inmóvil. Vio delante de él la imagen satinada de una moto. Eric se había despertado.

Era un sueño, pensó Tristan. Aún estaba en su interior, pero Eric no parecía darse cuenta. Tal vez estuviera demasiado agotado, o quizá su cerebro frito estuviera demasiado acostumbrado a las sensaciones y los pensamientos extraños como para reaccionar a Tristan.

¿Significaban algo los rocambolescos sucesos del sueño? ¿Había alguna verdad oculta en ellos o eran las divagaciones de la mente de un drogadicto?

Caroline era una figura misteriosa. Tristan recordó que les había faltado voluntad para resistirse a su invitación de montar en el tiovivo. Su expresión era tan acogedora…

Volvió a verlo, el rostro acogedor. Ahora era más viejo. Se la imaginó de pie a la entrada de su propia casa. Después volvió a atravesar aquella puerta con ella. ¡Entonces sí que estaba en la memoria de Eric!

Caroline echó un vistazo en torno a la habitación, y ellos también lo hicieron. Los postigos del gran ventanal estaban abiertos; pudo ver que en el cielo, hacia el oeste, se estaban acumulando nubes oscuras. En un jarrón había una rosa roja de tallo largo, aún firmemente recogida en un capullo. Caroline estaba sentada frente a él, sonriéndole. Ahora tenía el entrecejo fruncido.

El recuerdo saltaba, como una película mal empalmada de la que se caían los fotogramas. Sonrisa, ceño, sonrisa de nuevo. Tristan apenas podía oír las palabras que se estaban intercambiando; estaban ahogadas por oleadas de sentimientos.

Caroline echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada. Se rió casi de forma histérica, y Tristan experimentó una abrumadora sensación de miedo y frustración.

Agarró los brazos de la mujer y la sacudió, la sacudió con tanta fuerza que su cabeza se agitó hacia adelante y hacia atrás como si fuera la de una muñeca de trapo. De pronto oyó las palabras que, a gritos, le dirigían a Caroline:

—Escúchame. ¡Lo digo en serio! ¡No es una broma! Tú eres la única que se ríe. ¡No es una broma!

Entonces Tristan sintió una presión que le oprimía la cabeza, que le constreñía la mente con tanta intensidad que pensó que iba a desvanecerse. Caroline y la habitación se disolvieron, como la escena de una película que se desintegrara ante sus ojos; la pantalla se tornó negra. Eric había enterrado el recuerdo. De pronto su propia habitación se enfocó ante sus ojos.

Tristan se levantó y caminó con Eric de un lado a otro del dormitorio. Observó cómo los dedos del chico abrían una mochila y sacaban un sobre. Eric lo sacudió hasta que unas pastillas de brillantes colores cayeron sobre su mano temblorosa; se las llevó a la boca y las tragó.

«Ahora —pensó Tristan— es el momento de tomarse en serio las advertencias de Lacey sobre las mentes corrompidas por las drogas». Salió de allí a toda prisa.