—Danos unos minutos más, Philip —rogó Ivy—. Queremos ver el resto de estos cuadros.
—Creo que iré a buscar a Gregory.
Ivy alargó el brazo rápidamente y agarró a su hermano por la espalda de la camiseta.
—Hoy no. Estás atrapado con Beth y conmigo.
Durante los cuatro días anteriores, Ivy había pasado poco tiempo con Gregory; lo había visto sólo durante esporádicas comidas familiares y encuentros fortuitos en el vestíbulo. Cada vez que sus caminos se cruzaban, Ivy había puesto mucha atención en no iniciar una conversación larga con él. Cuando Gregory la había buscado, y cuanto más lo evitaba ella más la buscaba él, le había asegurado que la pillaba de camino a la sala de música para ensayar.
Gregory parecía estar sorprendido y un poco enfadado a consecuencia de la distancia que ella estaba marcando entre ambos. Pero ¿qué otra cosa podía hacer? Habían intimado demasiado. Sin darse cuenta, Ivy había comenzado a depender de él. Si no se alejaba en ese momento, podría perder la amistad de Suzanne.
Suzanne y Beth habían quedado con Gregory, Philip e Ivy en la ciudad esa tarde, al final de Main Street, donde iba a dar comienzo el festival. Suzanne en seguida le había pasado el brazo por la espalda a Gregory y le había metido la mano en el bolsillo trasero de los pantalones; a continuación echó a andar con él para separarlo de Ivy y de Philip. Ivy había reaccionado llevándose a Philip en dirección contraria. Beth se quedó sola, de pie, en la esquina de la calle.
—Ven con nosotros —la llamó Ivy—. Vamos a echar un vistazo a las pinturas.
La exposición estaba dispuesta a lo largo de una estrecha calle de viejas tiendas que se alejaba de Main Street. Una gran variedad de vecinos —mujeres empujando cochecitos de bebé, ancianas con sombreros de paja, niños con las caras pintadas y dos tipos vestidos de payaso— caminaban mirando los cuadros e intentando adivinar quiénes eran los artistas. A todas las pinturas se les había asignado un título y un número, pero los nombres de los autores estaban ocultos por la valoración que tendría lugar más tarde ese mismo día.
Ivy, Beth y Philip estaban ya casi al final de la exposición cuando Philip comenzó a protestar diciendo que quería encontrar a Gregory.
Entonces, Ivy le indicó un cuadro extraño con la intención de distraerlo.
—¿Qué crees que es eso? —le preguntó.
—Cosas. —El muchacho leyó el título con el entrecejo fruncido.
—A mí me parece una hilera de pintalabios —comentó Beth—, o árboles en otoño, o velas de Navidad, o botes de ketchup o misiles al atardecer…
Philip arrugó el rostro.
—A mí me parece que es una estupidez —dijo en voz alta.
—¡Chsss! Philip, habla bajo —le advirtió Ivy—. El artista podría estar justo detrás de nosotros.
Philip se volvió para mirar. De repente, el ceño desapareció y se le iluminó el rostro.
—No —dijo—, pero hay un án… —titubeó.
—¿Qué? —le preguntó Beth.
Ivy echó un rápido vistazo a su espalda. Allí no había nadie.
Philip se encogió ligeramente de hombros.
—No importa —dijo, y suspiró.
Se acercaron a la obra del último participante, un panel con cuatro acuarelas.
—¡Vaya! —exclamó Beth—. ¡Son fantásticas! Número treinta y tres, seas quien seas, eres mi ganador.
—Y el mío —convino Ivy. Los colores que había empleado el artista eran casi transparentes e irradiaban una luz propia. Ivy señaló una lámina de un jardín—. Ojalá pudiera sentarme ahí durante horas y horas. Me tranquiliza mucho.
—Me gusta la serpiente —observó Philip.
Sólo un niño podría haberla encontrado, pensó Ivy, tan disimuladamente pintada como estaba.
—Yo quiero hablar con la mujer del último cuadro —comentó Beth.
Estaba sentada bajo un árbol con la cara vuelta en dirección opuesta al pintor. Sobre ella caían flores, luminosas flores de manzano, pero a Ivy le recordaban a la nieve. Miró el título: Demasiado pronto.
—Éste esconde una historia —dijo Beth con suavidad.
Ivy asintió. Conocía la historia, o una parecida, de perder a alguien antes de tener la oportunidad de…
Durante unos instantes le escocieron los ojos. Después parpadeó y dijo:
—Bueno, ya hemos visto toda la muestra. Vayamos a gastar dinero.
—¡Sí! —gritó Philip—. ¿Dónde están las atracciones?
—No hay atracciones, no es esa clase de festival.
El chico se paró en seco.
—¿No hay atracciones? —No podía creerlo—. ¡No hay atracciones!
—Creo que nos espera una tarde muy larga —le comentó Ivy a Beth.
—No pararemos de darle de comer —respondió su amiga.
—Quiero irme a casa.
—Volvamos a Main Street —sugirió Ivy— y veamos qué es lo que vende la gente.
—Eso es aburrido. —Su hermano estaba adquiriendo ese aire testarudo que significaba problemas—. Voy a buscar a Gregory.
—¡No! —Ivy lo dijo con tal sequedad que Beth le lanzó una mirada inquisitiva—. Tiene una cita, Philip —le recordó ella en voz baja—, y no podemos importunarlo.
El muchacho comenzó a arrastrar los pies como si hubiera caminado kilómetros. Beth también caminaba despacio, analizando a Ivy.
—Es que en realidad no es justo para Gregory —le dijo Ivy a su amiga como si ésta le hubiera pedido alguna explicación—. No está acostumbrado a tener a un niño de nueve años pegado a él continuamente.
—Ah.
La forma en que Beth apartó la mirada de ella le dijo a Ivy que su amiga sabía que eso no era totalmente cierto.
—Y, claro está, Suzanne no está acostumbrada a ello en absoluto.
—Supongo que no —respondió Beth con suavidad.
—Esto es aburrido, aburrido, aburrido —se quejó Philip—. Quiero irme a casa.
—¡Pues camina! —le espetó su hermana
Beth echó una mirada en derredor.
—¿Y si vamos a hacernos una foto? —sugirió—. Todos los años ponen un puesto llamado Fotos del Viejo Oeste. Tienen varios disfraces que te puedes poner. Es divertido.
—¡Buena idea! —exclamó Ivy—. Nos haremos suficientes como para llenar un álbum —añadió entre dientes—, si eso lo mantiene ocupado.
El puesto cubierto estaba situado delante de la tienda de fotografía y parecía un escenario en miniatura. Había varios telones de fondo entre los que elegir, baúles de ropa que niños y adultos revisaban y el atrezo desperdigado por todas partes: pistolas, jarras de madera, una cabeza de búfalo de piel sintética. Una tintineante música de piano le otorgaba a la carpa la atmósfera de un saloon.
Incluso el fotógrafo llevaba puesto un sombrero de vaquero, un chaleco y unos pantalones de cuero ajustados. Beth lo observó desde atrás.
—Mono —comentó—. Muy mono.
Ivy esbozó una sonrisa.
—Me gusta cualquier cosa que lleve botas —dijo Beth en un tono de voz excesivamente alto.
El vaquero se volvió.
—¡Will!
Él se rió de la chica, que se puso roja a causa de la vergüenza. Le colocó una mano tranquilizadora sobre el hombro y después le dirigió a Ivy un ademán de saludo. Philip ya se había lanzado hacia los baúles de los disfraces.
—¿Cómo estás? —preguntó Will.
Beth se dio una palmada en la cabeza.
—Se me había olvidado por completo que, con tu trabajo, estarías aquí.
Él le sonrió…, fue una sonrisa enorme y tranquila. Era imposible verle los ojos a Will bajo el ala de su sombrero, pero Ivy pudo adivinar el momento en que pasó a mirarla a ella porque la sonrisa se tornó no tan enorme y no tan tranquila.
—¿Pensando en haceros una foto? —inquirió él.
Philip ya estaba casi enterrado entre la ropa.
—Parece que a nuestra cita le apetece —le dijo Beth a Ivy.
—¿Vuestra cita?
—Mi hermano Philip —le explicó Ivy. El pequeño se había incrustado entre dos tipos lo suficientemente grandes como para ser jugadores profesionales de fútbol americano—. El bajito.
Will asintió.
—Tal vez debería llevarlo hacia otro baúl. Los disfraces de mujer están allí —añadió Will mientras caminaba hacia Philip, señalando unos baúles donde se había congregado una marabunta de chicas.
Había algunas que eran mayores que Ivy y Beth. Otras tenían aspecto de ser dos o tres años más jóvenes. Ninguna de ellas paraba de volverse una y otra vez para mirar a Will y reírse tontamente.
—Eh, vaquero —lo llamó Beth en voz baja—. Juraría que a esas chicas les encantaría que les echaras una mano, incluso más que a Philip.
—Se las están arreglando bien —contestó él, y siguió caminando.
—¡Vaya culo!
Will se detuvo.
Ivy miró a Beth y Beth miró a Ivy. Ivy sabía que ella no lo había dicho, pero Beth actuaba como si ella tampoco hubiera sido.
—Yo no lo he dicho.
—Y yo tampoco.
Will se limitó a negar con la cabeza y se alejó.
—Pero lo estabais pensando —dijo alguien.
Ivy miró a su alrededor.
—Bueno, quizá sí lo estaba pensando, Ivy —admitió Beth—, pero…
Will se dio la vuelta.
—¡No lo he dicho yo! —insistió Ivy.
—¿No has dicho qué? —preguntó él inclinando la cabeza.
Ivy estaba segura de que él lo había oído.
—Que tienes… Que yo pensaba… Que… —Ivy le lanzó una mirada a Beth—. Bueno, da igual.
—¿De qué está hablando? —le preguntó Will a Beth.
—De algo relacionado con tu culo —respondió ella.
Ivy hizo un gesto de desdén con las manos.
—¡Me importa un bledo su culo!
El zumbido de voces que inundaba la tienda cesó. Todo el mundo observó a Will y después a Ivy.
—¿Te gustaría ver el mío? —preguntó uno de los que parecían futbolistas.
—¡Por Dios…! —refunfuñó Ivy.
Will soltó una carcajada estrepitosa.
—Te has puesto roja —le advirtió Beth.
Ivy se llevó las manos a la cara.
Su amiga se la llevó a un lado.
—Ese color te sienta mucho mejor que el morado y el amarillo.
Quince minutos después, Ivy hizo una mueca cuando Beth le subió la cremallera delante del espejo del vestidor.
—Si me agacho, Will sacará una buena foto.
—Sacará una buena foto aunque te mantengas erguida —observó Beth.
Habían decidido vestirse de chicas de saloon con dos vestidos rojos y negros idénticos, «vestidos de fulana», como los llamaba Beth. La chica se pasó varias veces las manos sobre sus anchas caderas.
—Me da igual que mi hombre no respete la ley —dijo con el acento nasal de los habitantes del Oeste—, siempre y cuando respete las mías.
Ivy se echó a reír. Después le echó otro vistazo a su imagen en el espejo. Beth le había dado el vestido más pequeño; no había ni una sola curva que no se le marcara. Ivy se mostraba reticente a cruzar las cortinas del vestidor pese a que Beth le había dicho que los dos futbolistas se habían marchado. Pero Ivy podía manejar a los Hermanos Machote; lo que le daba vergüenza era que Will estuviera por allí.
Puede que el chico lo percibiera. Le ofreció la mano a Beth en cuanto Ivy y ella pusieron un pie fuera del vestidor.
—Oh, señorita Lizzie —le dijo—, hoy está realmente preciosa. Y usted también, señorita Ivy —añadió discretamente.
—¿Qué tal yo? —preguntó Philip. El chico apareció con unos pantalones de flecos y un chaleco que casi era de su talla. Pero el sombrero de cowboy le quedaba enorme.
—Apabullante —contestó Will—. Apabullante e imponente, si pudiera verte la barbilla.
Ivy rió; volvía a sentirse más cómoda.
—¿Qué tal si te pruebas otra talla?
—Que sea negro —exigió Philip.
—De acuerdo, Slim.[3]
Will encontró un sombrero apropiado y los colocó a los tres en fila frente a la cámara para conseguir un ángulo perfecto. Entonces se echó el sombrero hacia atrás y se situó al otro lado de la máquina de fotos. Se trataba de una cámara nueva dentro de la carcasa de una vieja; estaba incluso preparada para soltar una gran nube de humo tras el disparo…, era parte del espectáculo. Pero tras el flash y el humo, la cabeza de Will surgió de detrás del equipo. Tenía un aspecto casi cómico, y al principio Ivy pensó que eso también formaba parte del espectáculo. Pero el modo en que Will fijó la mirada hizo que los tres se volvieran para mirar detrás de ellos.
—Eh… Voy… voy a sacar otra —tartamudeó—. ¿Podéis colocaros justo como estabais antes?
Lo hicieron, y una segunda nube de humo se elevó en el aire.
—¿Qué ha salido mal la primera vez? —preguntó Beth.
—No estoy seguro. —Beth y él cruzaron una mirada que Ivy no supo interpretar. Will negó con la cabeza. Un segundo después el sombrero volvía a cubrirle los ojos—. Tardarán unos minutos en imprimirse. ¿Queréis dos o tres copias? —les preguntó.
—Dos serán suficientes —respondió Ivy—. Una para Beth y otra para nosotros.
—Yo quiero una para mí solo —protestó Philip.
—Y yo también —dijo otra voz.
Todos se volvieron.
—¿Qué hay, socio? —dijo Gregory tendiéndole la mano a Philip—. Señoritas. —Dedicó un buen rato a contemplar a Ivy, recorriéndola lentamente con la mirada de arriba abajo.
Suzanne le echó un vistazo más rápido.
—¿No podrías haberte puesto algo más ajustado? —observó—. Me extraña que no se haya formado un corro a tu alrededor.
Will dio un tirón a sus pantalones ajustados.
—¿Te refieres a ella o a mí? —preguntó con ligereza.
Gregory se echó a reír. Beth hizo lo mismo tras él; después miró a Suzanne con incomodidad. A su amiga no le había hecho gracia.
Will metió dos carretes en la máquina de revelado y se preparó para su siguiente grupo de clientes.
—Suzanne, tan sólo había dos vestidos iguales —aclaró Ivy a toda prisa—, y Beth y yo queríamos salir haciendo juego, así que ella cogió ése y yo… Díselo, Beth.
Pero mientras Beth repetía la explicación, Ivy se dijo: «¿Por qué molestarse? Hasta que Gregory no aprenda a evitar que se le vayan los ojos tras otras chicas, no tiene remedio. En cualquier caso, preferiría que se le fueran tras Beth, la verdad».
Echó a andar hacia el vestidor.
Gregory la agarró por el brazo.
—Te esperamos —le dijo—. Vamos a ir a ver los cuadros de Will.
Ivy vio a Suzanne por el rabillo del ojo; estaba tamborileando con los dedos sobre un baúl; el anillo de su dedo meñique destellaba.
—Ya los hemos visto —le contestó.
—Aunque no sabíamos cuáles eran los suyos —repuso Beth—. Los nombres de los autores siguen tapados.
—Son acuarelas —apuntó Gregory.
—¿Acuarelas? —repitieron Ivy y Beth al mismo tiempo.
—Will —llamó Gregory—, ¿qué número les han asignado a tus pinturas?
—El treinta y tres —respondió.
Beth e Ivy intercambiaron una mirada.
—Has pintado el jardín en el que Ivy quiere sentarse durante horas —le informó Beth.
—Y la serpiente —agregó Philip.
—Y la mujer sobre la que caen flores que parecen copos de nieve —añadió Ivy.
—Así es. —Will continuó trabajando, colocando a sus clientes ante la cámara.
—¡Son fantásticas! —exclamó Beth.
—Me gusta la serpiente —insistió Philip.
Ivy contempló a Will sin decir una palabra. Volvía a actuar como Will O’Leary el guay, como si sus cuadros y lo que se decía sobre ellos no le importara. Entonces percibió que el chico giraba la cabeza con rapidez, como si quisiera comprobar si ella seguía allí. En ese momento se dio cuenta de que Will quería que hiciera algún comentario.
—Tus cuadros son realmente…, eh… —Todas las palabras que se le ocurrían le parecían sosas.
—No importa —intervino él atajándola antes de que pudiera dar con la descripción adecuada.
—¿Vais a venir a echarles otro vistazo o no? —preguntó Gregory con impaciencia.
—Estaré lista dentro de un minuto —respondió Beth mientras se apresuraba hacia el vestidor.
Philip echó a andar hacia el vestidor al tiempo que se desvestía.
—Yo no puedo —le dijo Ivy a Gregory—. Toco a las cinco y necesito…
—¿Ensayar? —Sus ojos relampaguearon.
—Necesito tiempo para serenarme, para pensar en lo que voy a tocar, eso es todo. No puedo hacerlo con gente alrededor.
—Lamento que no puedas venir —dijo Suzanne, y en ese momento Ivy supo que estaba haciendo progresos. Pero, aun así, le dolió ver cómo Gregory daba media vuelta y se alejaba.
Se entretuvo en el vestidor el tiempo suficiente para que los demás se marcharan. Cuando salió, tan sólo quedaban dos clientes que se estaban probando sombreros y riéndose.
Will estaba descansando sobre una silla de lona, con una pierna apoyada sobre un baúl. Analizaba una fotografía que sujetaba en las manos. La puso boca abajo cuando vio a Ivy.
—Gracias por pasaros por aquí —le dijo.
—Will, no me has dado la oportunidad de decirte lo que me ha gustado de tus cuadros. Al principio no era capaz de encontrar las palabras apropiadas…
—No buscaba tus halagos, Ivy.
—Me da igual que los buscaras o no —repuso ella, y se dejó caer sobre la silla que había frente a él—. Tengo algo que decir.
—De acuerdo. —Sus labios se curvaron en una ligera sonrisa—. Dispara.
—Tiene que ver con el que se llama Demasiado pronto.
Will se quitó el sombrero. Ivy deseó que se lo hubiera dejado puesto. De alguna forma —y cada vez más, parecía—, mirarlo a los ojos hacía que le resultara difícil hablar. Se dijo a sí misma que no eran más que unos ojos castaño oscuro, pero cada vez que los miraba se sentía como si estuviera en caída libre.
Los ojos son el espejo del alma, había leído en una ocasión. Y los de Will estaban abiertos de par en par.
Ivy se concentró en sus propias manos.
—A veces, cuando algo te conmueve, es complicado encontrar términos que lo describan. Puedes utilizar adjetivos como «bonito», «fabuloso», «increíble», pero esas palabras no describen de verdad lo que sientes, sobre todo si el cuadro te hace sentir todo eso pero, además, te… te hace también un poco de daño. Y eso es lo que me ha ocurrido con tu acuarela. —Dobló los dedos—. Eso es todo.
—Gracias —dijo Will.
Entonces Ivy levantó la vista hacia él. Y fue un error.
—Ivy…
Ella trató de apartar la mirada, pero no pudo.
—¿…cómo estás?
—Estoy bien. De verdad, muy bien.
¿Por qué tenía que decirle eso a la gente una y otra vez? Y ¿por qué, cuando se lo decía a Will, le daba la sensación de que él era capaz de distinguir claramente la mentira?
—Yo también tengo algo que decir —afirmó él—. Cuídate.
Ivy sabía que le estaba mirando la mejilla en la que la habían golpeado durante el ataque. Todavía tenía una ligera sombra de color, a pesar de que Ivy había hecho todo lo posible por ocultarla bajo el maquillaje.
—Por favor, cuídate mucho.
—¿Por qué no iba a hacerlo? —le espetó.
—A veces la gente no se cuida.
Ivy quiso decirle: «No tienes ni idea de lo que estás diciendo, nunca has perdido a alguien a quien quisieras». Pero entonces recordó las palabras de Gregory acerca de que Will había pasado una época difícil. Quizá Will sí que sabía de qué hablaba.
—¿Quién es la mujer de tu cuadro? —le preguntó Ivy. ¿Es alguien a quien conocías?
—Mi madre. Mi padre aún no es capaz de mirar la lámina. —Entonces hizo un gesto para borrar ese pensamiento y se inclinó hacia adelante—. Ten cuidado, Ivy. No olvides que hay otras personas que sentirán que lo han perdido todo si te pierden a ti.
Ella apartó la mirada.
Will alargó la mano para acariciarle el rostro. Ella se retiró instintivamente cuando le rozó la parte magullada. Pero no le hizo daño, y no la dejó apartarse. Le pasó una mano por detrás de la cabeza y la sujetó con suavidad por la nuca. No había forma de escapar de él.
Tal vez no quería escapar de él.
—Ten cuidado, Ivy. ¡Ten cuidado! —Sus ojos brillaban con una intensidad extraña—. Te lo advierto… ¡Ten cuidado!
Ivy pestañeó. Después se zafó de Will y echó a correr.