Cuando Ivy fue a abrir la puerta el martes por la mañana, en seguida supo que Beth había leído el periódico local. Su amiga entró en la casa con un rápido y tímido «¿Cómo lo llevas?». Abrazó a Ivy hasta casi dejarla sin aliento y después dio un paso atrás, sonrojada.
—Estoy bien —contestó ella—. Estoy muy bien.
—¿De verdad?
Beth parecía una madre búho preocupada: los ojos abiertos de par en par, el cabello deslustrado escapándose del recogido en suaves mechones de plumas. Miró con fijeza la mejilla magullada de Ivy.
—Es la última moda desde los tatuajes —comentó su amiga con una sonrisa, rozándose suavemente la cara.
—Tu cara parece… un pensamiento.
Ivy se echó a reír.
—Morado y amarillo. Voy a tener un aspecto estupendo para el festival. ¿Tienes algo que haga juego?
Beth intentó sonreír, pero terminó mordiéndose el labio inferior.
—Veamos —dijo Ivy conduciéndola hacia la cocina—. Cojamos algo de beber. Tenemos que quedarnos un rato por aquí. Van a entrevistarme por tercera vez.
—¿Un periódico?
—La policía.
—¡La policía! Ivy, les has dicho… —Beth titubeó.
—¿Que si les he dicho qué?
—Lo de los mensajes del ordenador —respondió su amiga en voz baja.
—No. —Ivy sacó un taburete alto para que Beth se sentara—. ¿Por qué debería haberlo hecho? No fue nada más que una coincidencia extraña. Sólo estabas haciendo el tonto y…
La expresión de los ojos de Beth la frenó.
—No estaba haciendo el tonto.
Ivy se encogió de hombros y se puso a medir la cantidad de granos de café que necesitaba. Desde el viernes por la tarde se había comportado como si no hubiera ocurrido nada del otro mundo, como si ya se hubiera recuperado del susto. Se sentía mal por haberle estropeado a todo el mundo el fin de semana, e intentaba evitar que se preocuparan y se desvivieran por ella. Pero la verdad era que estaba contenta de tener de vuelta en casa a su familia. Estaba empezando a inquietarse.
Philip estaba convencido de que un ángel había enviado a Gregory para que la salvara, el mismo ángel que había evitado que él se cayera de la casa del árbol, decía. Hacía poco se había encontrado una figurita de un jugador de béisbol angelical, y aseguraba que se la había entregado un amigo resplandeciente de su propio ángel guardián.
Ivy sabía que su hermano decía esas cosas porque estaba asustado. Quizá, al haber perdido a Tristan, Philip tenía miedo de perderla a ella también. Tal vez ésa era la razón por la que la había advertido en varias ocasiones acerca del tren que subía colina arriba para cogerla.
¿Cómo podía culparlo? Con el accidente de coche y tras escapar por los pelos al ataque del viernes, ella misma se imaginaba peligros ocultos allá donde posaba la vista. Y, si había algo que no necesitaba justo en ese momento, era que Beth la mirara como si acabara de ver un ser aterrador del más allá.
—Beth, tú eres amiga mía, y estabas tan preocupada porque me quedara sola como lo estaban Suzanne y Gregory. La diferencia es que tú eres escritora y… y tienes una imaginación muy activa —añadió Ivy con una sonrisa—. Es lógico que, cuando te preocupas, se refleje en una historia.
Beth no parecía muy convencida.
—En cualquier caso, no es responsabilidad tuya. Aunque fueras adivina, los adivinos sólo saben cosas, no las provocan. —En ese preciso momento sonó el timbre e Ivy se secó las manos a toda prisa—. Así que no hay motivo para contárselo a la policía.
—¿Contarles el qué? —preguntó Gregory mientras entraba en la cocina.
Se había levantado más temprano que de costumbre y se había vestido para pasar el día en Nueva York con Suzanne.
—Cuéntaselo a Gregory, Beth, si eso va a hacer que te sientas mejor —le aconsejó Ivy; después se marchó a abrir la puerta.
Un hombre pelirrojo que chupaba una pastilla para el aliento caminaba de un lado al otro del porche de entrada como si llevara horas esperando. Se identificó como el teniente Donnelly y le preguntó a Ivy si podía hablar con ella en el despacho en el que había tenido lugar el ataque.
—Lo consultaré —contestó Ivy—. Hoy mi padrastro no ha ido a la universidad, y si está trabajando…
—¿Está en casa? Bien —dijo el detective enérgicamente—. También figura en mi lista.
Unos minutos después, Gregory se reunió con ellos en el despacho de Andrew. El detective tenía preguntas para todos ellos, pero sobre todo hablaron de cosas que ya habían comentado con anterioridad.
Cuando terminaron, el teniente dijo:
—El motivo por el que hemos vuelto a interrogarte es que anoche se produjo un incidente similar en Ridgefield. El mismo método de allanamiento, y la víctima, una chica de instituto a la que le taparon la cabeza con una bolsa. Si nuestro amigo está emprendiendo una serie de ataques de ese tipo, necesitamos hallar todas las similitudes que sea posible. De esa forma podemos establecer un patrón, predecirlo… y cogerlo.
—¿Así que han llegado a la conclusión de que el ataque contra Ivy fue un acto fortuito, y no una acción realizada por alguien que la conoce? —preguntó Andrew.
—No hemos llegado a ninguna conclusión —replicó el detective inclinándose hacia adelante y enarcando sus tupidas cejas rojas—, y siempre me interesan las teorías de otras personas.
—No tengo ninguna teoría —le espetó Andrew secamente—. Sólo quiero saber si Ivy ya está a salvo.
—¿Hay alguna razón por la que piense que no lo está? ¿Conoce a alguien que quisiera hacerle daño a algún miembro de su familia?
—No —contestó Andrew; a continuación se volvió hacia su hijo—. No, que yo recuerde —agregó con lentitud—. ¿Sabes tú de alguien, Gregory?
El chico dejó que la pregunta quedara suspendida en el aire durante unos segundos.
—No.
Andrew volvió a mirar al detective.
—Sólo queremos saber si podemos suponer que Ivy está a salvo.
—Por supuesto. Lo comprendo, señor —dijo Donnelly—. Y estoy seguro de que usted también entiende que no puedo asegurárselo. —Le ofreció a Ivy su tarjeta de visita—. Si recuerdas cualquier detalle más, llámame.
—La chica de Ridgefield —dijo Ivy mientras sujetaba al detective por la manga—, ¿está bien?
La boca del detective adoptó un gesto adusto. Negó con la cabeza dos veces.
—Está muerta —respondió con calma; después abrió de golpe la puerta situada junto al cristal de la ventana que acababan de reponer—. No hace falta que me acompañen.
En cuanto se hubo marchado, Ivy se apresuró a salir de la habitación, puesto que no quería que los demás vieran sus lágrimas. Gregory la alcanzó cuando ya había subido la mitad de la escalera de atrás. Se zafó de él y se dejó caer a cuatro patas sobre los escalones. Él la hizo incorporarse.
—Ivy, cuéntamelo, ¿qué sucede?
Ella se apartó de él y apretó los labios.
—¿Qué pasa? —insistió él.
—¡Podría haberme ocurrido a mí! —estalló—. Si no hubieras llegado en aquel momento, si no lo hubieras asustado… —Las lágrimas le resbalaban por las mejillas.
—Pero no ocurrió —repuso Gregory delicada pero firmemente. Hizo que Ivy se sentara sobre un escalón.
«No te vayas ahora —suplicó Ivy para sí—. No salgas hoy con Suzanne. Yo te necesito más que ella».
De inmediato se sintió culpable por pensar así.
Gregory le enjugó las lágrimas.
—Lo siento —se disculpó ella.
—¿Qué es lo que sientes?
—Actuar de una forma tan… tan…
—¿Humana?
Ivy se recostó sobre él.
Gregory le apartó el pelo de la cara y dejó que sus dedos permanecieran enredados en él.
—¿Sabes? Mi padre tenía razón. Por una vez, el viejo Andrew lo ha hecho bien. Lamento mucho lo que le ha ocurrido a la familia de la otra chica, pero me siento bastante aliviado. Ahora sabemos que no fue alguien que iba a por ti. —Agachó la cabeza para mirarla—. Y eso saca a Will del atolladero —bromeó.
Ivy no se rió.
—A no ser que Will tenga una carrera profesional que no conocemos —añadió él—. Puede ser tremendamente callado y misterioso…
Ivy seguía sin sonreír. Respiraba con tanta regularidad como le era posible para tratar de contener los hipidos.
—Será mejor que te pongas en marcha, Gregory —le recomendó—. ¿Te has dado cuenta de la hora que es? A Suzanne no le gusta que sus citas lleguen tarde.
—Lo sé —contestó. Apartó a Ivy de sí y la estudió.
«¿Mirará así a Suzanne —se preguntó ella—, con tanta intensidad como si intentara averiguar sus pensamientos? ¿La mirará a los ojos de la misma forma en que me mira a mí? ¿Se preocupa tanto por ella como lo hace por mí?».
Otra oleada de culpabilidad la inundó; su cara debió de revelarlo.
—¿Qué? —le preguntó Gregory—. ¿En qué estás pensando?
—En nada. Deberías irte.
Él siguió mirándola de un modo vacilante.
—Cuando salgas, ¿podrías decirle a Beth que bajaré dentro de un minuto?
Gregory se encogió de hombros y la soltó.
—Claro.
Ivy subió de prisa la escalera. Se alegraba de que fuera a pasar la mayor parte del día fuera con Beth. Si Ivy le decía a su amiga que no quería hablar sobre algo, Beth no tocaría el tema. Por desgracia, ya había quedado con Suzanne para cenar esa noche, después de que Gregory y ella volvieran de Nueva York. Ivy no tenía muchas ganas de darle vueltas a los detalles de la heroica intervención de Gregory y a todos y cada uno de los «me ha dicho, le he dicho» de la cita de Suzanne.
Acababa de pasar por delante de la habitación de Gregory cuando su teléfono empezó a sonar. Se preguntó si debería contestar en su lugar o dejar que el contestador recogiera el mensaje.
«Seguro que es Suzanne —pensó Ivy—, que llama para preguntar dónde está». Se detuvo a escuchar; si era su amiga, lo cogería y le diría que Gregory estaba de camino.
El contestador emitió un pitido. Siguieron unos instantes de silencio; después, una voz dijo:
«Soy yo. Necesito el dinero, Gregory. Sabes que no me gusta acudir a tu viejo. Y ya sabes lo que ocurrirá si no consigo el dinero. Lo necesito, Gregory, ahora».
El chico que había llamado colgó sin identificarse, pero Ivy había reconocido su voz. Era Eric.
Ivy tamborileó sobre la silla de mimbre, echó un vistazo al estanque que había detrás de la casa de los Goldstein y miró la hora en su reloj una vez más. Era obvio que Suzanne se había olvidado de sus planes. Habían quedado allí a las seis y media. Ya eran las siete y veinticinco.
A Ivy le molestaba tener que esperar tanto tiempo, sobre todo teniendo en cuenta que ni siquiera le apetecía ver a Suzanne esa noche. Pero creía que, como una buena mejor amiga, debía aguantarlo.
—Siempre tu mejor amiga —murmuró. En casa tenía una caja enorme llena de cartas destrozadas, de notas que Suzanne había comenzado a escribirle en cuarto de primaria cada vez que se aburría en clase. Todas ellas estaban firmadas como «Siempre tu mejor amiga».
Siempre…, pero la verdad era que, con Gregory rondando por allí, las cosas estaban empezando a cambiar entre ellas. Y Suzanne tenía tanta culpa como ella. Ivy se levantó de la silla con brusquedad y comenzó a bajar la escalera del porche.
Desde el otro lado de la casa le llegó el ruido de un coche que recorría el camino de entrada. Se oyó un portazo. Ivy anduvo alrededor de la casa y, entonces, se detuvo. Gregory y Suzanne caminaban lentamente hacia la casa rodeándose las cinturas con los brazos; Suzanne apoyaba la cabeza sobre el hombro de Gregory. Ivy deseó haberse marchado antes, mucho antes.
Él fue el primero en divisarla, y dejó de caminar. Entonces Suzanne levantó la vista.
—¡Hola, Ivy! —dijo con sorpresa. Un instante después, se llevó una mano a la cabeza—. ¡Oh, no! Me he olvidado por completo. Lo siento mucho. Espero que no lleves mucho rato esperando.
«Desde las seis y media, y lo sabes, y estoy muerta de hambre», quiso decir Ivy, pero no lo hizo. Aunque tampoco le siguió el juego a Suzanne tranquilizándola de alguna forma: «No, no, acabo de llegar». Se suponía que era eso lo que debía decir, ¿no? Se limitó a mirar a su amiga y a dejar que lo comprendiera.
Quizá Gregory percibió la tensión que reinaba entre ellas, ya que intervino de inmediato:
—En el último momento decidimos tomar una pizza en Celentano’s. Siento mucho que no supiéramos que estabas aquí, Ivy. Habría sido genial que vinieras con nosotros.
Como recompensa recibió dos miradas furiosas: la de Suzanne por haber dado a entender que la cena habría sido genial si Ivy hubiera ido, y la de Ivy por sugerir que se lo habría pasado bien acompañándolos durante una cita. ¿Nunca había oído decir que tres son multitud?
Gregory se desembarazó de Suzanne y después retrocedió hacia el coche. Se metió una mano en el bolsillo y apoyó la otra sobre la puerta abierta en un intento por aparentar despreocupación.
—Ya veo que aquí esta noche va a haber cotorreo, un poco de cotilleo. Tal vez debería marcharme antes de que me enganche al culebrón.
«Tú eres el culebrón», pensó Ivy.
—Sí, quizá deberías irte —le contestó Suzanne—. La mayor parte de los chicos no sois más que aficionados en cuanto a cotilleos.
Gregory se echó a reír, no con tanta comodidad como pretendía aparentar, y después les dijo adiós agitando las llaves y se marchó.
—Estoy molida —dijo Suzanne antes de sentarse en la escalera de la entrada y de tirar de Ivy para que hiciera lo mismo a su lado—. Manhattan en verano…, te lo aseguro, todos los locos se lanzan a las calles. Deberías haber visto a toda esa gente en Times Square esperando a tener otra visión de…
Se calló, pero Ivy sabía lo que estaba a punto de decir. Ya había leído lo de la Barbra Streisand angelical.
Suzanne estiró la mano y acarició el rostro de su amiga con delicadeza.
—¿No están ya hartos de verte en urgencias?
Ivy soltó una risita.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó Suzanne.
—Bien…, de verdad —apostilló Ivy cuando vio una sombra de duda en los ojos de Suzanne.
—¿Ahora también sueñas con esto?
—De momento, no —contestó Ivy.
—Eres una chica dura —dijo Suzanne mientras sacudía la cabeza—. Y apuesto a que tienes hambre y ganas de matarme.
—Mucha hambre, y estoy casi a punto de matarte —respondió Ivy cuando su amiga se levantó de los escalones y comenzó a rebuscar las llaves de su casa en el bolso.
Peppermint, la perrita de Suzanne, las saludó con ladridos de alegría que se anticipaban a su cena. Fueron directas a la cocina.
Mientras Suzanne daba de comer a Peppermint, Ivy exploró el frigorífico de los Goldstein, que siempre estaba bien provisto. Se decidió por una gran fuente de sopa casera. Suzanne puso en la mesa que las separaba una bandeja de brownies y unos pastelillos glaseados de limón. Se cortó un trozo de brownie y se puso a dar vueltas en su silla giratoria.
—Lo tengo, Ivy —dijo—. Sin duda, Gregory ha mordido el anzuelo. Ahora lo único que tengo que hacer es recoger el sedal.
—Pensé que ibas a recogerlo la semana pasada, o quizá la anterior —le recordó Ivy.
—Por eso necesito tu ayuda —repuso Suzanne a toda prisa—. Nunca me siento segura acerca de Gregory. Tengo que saberlo, Ivy… ¿Ha salido con chicas este fin de semana? Es decir, como yo estaba fuera y él tuvo que volver a casa por ti, me preguntaba si habría sacado su agenda de citas y…
Ivy comenzó a dar vueltas a los fideos con la cuchara sopera.
—No lo sé —respondió.
—¿Cómo puedes no saberlo? ¡Vives con él!
—El sábado por la mañana estuvo en casa. Por la tarde, jugamos al tenis y fuimos de compras. Por la noche vino al cine con Philip y conmigo. Salió un rato el domingo por la tarde, pero el resto del tiempo estuvo con Philip y conmigo.
—Y contigo. Menos mal que eres mi mejor amiga y la hermanastra de Gregory —observó Suzanne—; si no, me pondría terriblemente celosa. Es una suerte para las dos, ¿no crees?
—Sí —contestó Ivy sin ningún entusiasmo.
—¿Qué hay del lunes? ¿Salió ese día?
—Un rato por la mañana, y también anoche. Suzanne, no me siento bien dándote información sobre él.
—Bueno, ¿de qué bando estás? —le preguntó su amiga.
Ivy mojó una galleta salada en la sopa.
—No sabía que hubiera bandos.
—¿Hacia quién sientes más lealtad, hacia mí o hacia Gregory? —se empeñó Suzanne—. Ya sabes, al principio pensé que no te caía bien. De hecho, pensé que no lo soportabas pero que no decías nada porque no querías hacerme daño.
Ivy asintió.
—No lo conocía muy bien por aquel entonces. Pero ahora ya sí, y dado que me importáis tanto él como tú, y dado que tú lo estás persiguiendo…
—Ya lo he cazado, Ivy.
—Dado que lo has cazado y a mí me hiciste morder el anzuelo hace años, ¿de qué bandos hablas?
—No seas tan ingenua —contestó Suzanne—. Siempre hay bandos en el amor. —Comenzó a hacer pedacitos los brownies de la bandeja—. El amor es la guerra.
—No lo hagas, Suzanne.
Su amiga paró de cortar los pasteles.
—¿Que no haga qué?
—No le hagas lo que le estás haciendo.
Suzanne se recostó en la silla.
—¿Qué estás diciendo exactamente? —Su tono era evidentemente frío.
—Estoy diciendo que no juegues con él. No lo mangonees igual que has hecho con los demás chicos. Se merece que lo trates mejor, mucho mejor.
Suzanne permaneció en silencio durante un momento.
—¿Sabes lo que necesitas, Ivy? Un novio.
Ella clavó la mirada en la sopa.
—Y Gregory opina lo mismo que yo.
Su amiga levantó la vista bruscamente.
—Piensa que Will es perfecto para ti.
—Tristan era perfecto para mí.
—Era —puntualizó Suzanne—. Era. La vida sigue, ¡y tú tienes que seguir adelante con ella!
—Lo haré cuando me sienta preparada —contestó Ivy.
—Tienes que desprenderte del pasado. —Suzanne posó una mano sobre la muñeca de Ivy—. Debes dejar de actuar como una cría que se agarra a la mano de su hermano mayor, Gregory.
Ivy apartó la mirada.
—Tienes que empezar a salir y a ver a otros chicos. Will es un comienzo.
—Deja de meterte donde no te llaman, Suzanne.
—Gregory y yo podemos organizarlo.
—¡He dicho que te metas en tus asuntos!
—¡Vale! —Suzanne cortó un pedazo extremadamente fino de brownie y después señaló a Ivy con el cuchillo—. Pero entonces no te metas tú tampoco donde no te llaman y no me digas lo que tengo que hacer. Te lo advierto, no te entrometas entre Gregory y yo.
¿A qué se refería con entrometerse?, se preguntó Ivy. ¿A que no le diera consejos… o a que dejara de agarrarse a la mano de Gregory?
Ambas siguieron mirando su comida en silencio. Peppermint se sentó entre sus sillas, mirándolas de hito en hito. Después, de algún modo, tras lo que pareció un silencio interminable, consiguieron recalar en terreno más seguro hablando sobre la boda a la que Suzanne había asistido. Pero mientras ella hablaba y su amiga asentía, Ivy tan sólo podía pensar en que, de una forma u otra, perdería a alguien que significaba mucho para ella.