6

El viernes por la mañana Gregory agitó un papel con un número de teléfono escrito en él ante el rostro de Ivy.

—Prométemelo —suplicó.

Ella se encogió de hombros; después asintió sin mucho entusiasmo.

—El lago Juniper está a una hora y media de camino y, con mi forma de conducir, a tan sólo una hora —añadió con una amplia sonrisa—. Prométemelo, Ivy.

—Sé cuidarme sola —le espetó ella, y comenzó a colocar la comida en la nevera por cuarta vez.

Ese fin de semana, Maggie tenía que llevar comida para Andrew, para Gregory, para Philip y para ella misma, pero había empaquetado cosas como para alimentar, además, a una familia de osos.

—Ya sé que eres capaz de cuidarte sola —concedió Gregory—, pero aun así puedes deprimirte o asustarte. Este sitio puede dar bastante miedo cuando uno está solo. —Sacudió el papel—. Si me necesitas, da igual que sea en mitad de la noche, llámame.

Ivy hizo un ligero gesto con la cabeza, que no quería decir ni que lo llamaría ni que no. A continuación comenzó a guardar la variedad de galletas y patatas fritas que su madre había dispuesto sobre la encimera de la cocina.

—Espero que estés preparado para comer veinticuatro horas al día —le dijo a Gregory.

Él soltó una carcajada y abrió una de las bolsas que Ivy sujetaba. Cogió dos galletas; llevó una a la boca de Ivy y ella la mordió.

—Te dije que no me chivaría de que te quedabas aquí sola, Ivy —dijo—, pero el trato es que tienes que llamarme una vez al día. —Mantuvo la mirada fija en la de ella—. ¿De acuerdo?

Ella asintió.

—Prométemelo —insistió con el rostro muy cerca del de Ivy, y la sujetó enganchando uno de sus dedos en la trabilla del cinturón de su hermanastra.

—Vale, vale, lo prometo —dijo ella entre risas.

Gregory la soltó. Durante un momento, Ivy deseó que él se quedara en casa.

—Sé lo que en verdad estás tramando —la provocó—. En cuanto nos larguemos de aquí, llamarás a un montón de gente y montarás una buena juerga.

—Exacto —dijo ella mientras ponía un paquete de servilletas encima de la bolsa de los aperitivos—. Me has pillado.

—¿Has pensado en llamar a Will? —Gregory seguía sonriendo, pero su propuesta era seria.

—No —respondió ella con firmeza.

—¿Por qué no te cae bien? —le preguntó—. No será por aquellos dibujos de los ángeles…

—No, no es por eso. —Ivy revisó los paquetes de platos y vasos de papel. Eran de Es Tiempo de Fiesta y estaban decorados con pavos del Día de Acción de Gracias y corazones de San Valentín—. No me cae mal. Simplemente es que me hace sentir incómoda. No sé cómo explicarlo. Cuando lo miró, hay algo en sus ojos…

Gregory se rió con ganas.

—¿Amor? ¿O son sólo hormonas alteradas?

—Está bien, está bien —respondió ella—. Debe de ser eso.

—Eso creo yo. —Le puso las manos sobre los hombros para impedir que se marchara—. Un día de éstos te darás cuenta de que hay chicos de los que ni siquiera sospechas que te están mirando… con algo en sus ojos.

Ivy bajó la mirada hacia sus pies.

Gregory se echó a reír de nuevo y bajó las manos.

—Sé amable con Will —le dijo—. Ha pasado por épocas duras en la vida.

Antes de que Ivy pudiera preguntar qué clase de épocas duras eran aquéllas, Maggie y Philip entraron en la cocina. Su hermano llevaba la gorra y la camiseta de los Yankees que Gregory le había comprado en el partido.

Poco a poco, Philip le iba cogiendo cariño a Gregory, y Gregory parecía satisfecho con ello. El parloteo del muchacho sobre los ángeles todavía le molestaba, pero probablemente porque era algo que disgustaba a Ivy.

Philip le dio a su hermana un suave puñetazo en el brazo. Ivy se había dado cuenta últimamente de que cuando había gente a su alrededor el niño no la abrazaba. Maggie, que iba vestida para la vida salvaje del cuello para abajo y maquillada para una sesión fotográfica del cuello hacia arriba, le dio a Ivy un achuchón y un beso.

De inmediato, Gregory y Philip se frotaron la cara en el mismo punto en que la había besado. Ivy les sonrió, pero se dejó la marca roja de los labios en la mejilla.

—Ésa es mi chica —dijo Maggie—. Lo has colocado todo. Juro que te he criado para que seas mejor madre que yo.

Ivy soltó una carcajada.

Gregory cargó la nevera y los demás lo siguieron llevando bolsas y maletas que metieron en el coche de Maggie. Gregory tenía previsto llevarse su propio coche, y Andrew, al que había retenido una reunión vespertina, conduciría hasta el lago más tarde.

Hubo un montón de portazos de coche y fuertes ráfagas de música. Philip, que quería ir con Gregory, estaba jugando con su estéreo. Por fin los dos coches se alejaron e Ivy se quedó sola disfrutando del silencio. La tarde era cálida y tranquila, y sólo los árboles —en realidad, tan sólo sus copas— susurraban ásperamente. Era uno de los pocos momentos de verdadera paz que había sentido desde la muerte de Tristan.

Entró en la casa y cogió un libro, uno que Beth le había regalado, así que con toda seguridad se trataba de una tórrida novela romántica. Beth se lo había enviado por medio de Suzanne con una nota de disculpa, temerosa de enfrentarse a Ivy y temerosa de llamarla. Ivy la había telefoneado para hacerle saber que ya no estaba enfadada.

Sin embargo, sí seguía desconcertada. Era muy extraño que Beth hubiese hecho algo así, que hubiera creado un mensaje por ordenador de «Tristan». Beth solía ser muy sensible hacia las emociones de los demás. Bueno, también había creído que Will era sensible y mira lo que había hecho: dibujarle un par de alas a Tristan.

A pesar del dolor que le provocaba ese recuerdo, Ivy esbozó una sonrisa. ¿Qué habría pensado Tristan de que Will lo convirtiera en un ángel?

Estuvo leyendo durante más de una hora y media en la casa del árbol, escudriñando de vez en cuando a través de las ramas la lejana cinta brillante que era el río. Después se metió el libro en la cinturilla de los vaqueros y descendió por la escala de cuerda. Le apetecía dar un paseo, así que bordeó la fachada de la casa y comenzó a bajar el serpenteante camino de entrada. Aceleró el ritmo, y así lo mantuvo cuando deshizo sus pasos colina arriba, hasta que llegó a la cima sudorosa y contenta.

Quizá al fin podría tocar Liebestraum, pensó Ivy. Con todo aquel silencio a su alrededor, tal vez pudiera tocar un buen rato y enfrentarse a la canción de amor completa. Había ensayado para el festival todos los días, pero no había sido capaz de llegar al final de la pieza. En algún punto, los recuerdos siempre volvían a ella, una marea lenta que se revolvía en su interior y arrastraba toda su música. Quizá ese día pudiera aferrarse a las notas.

Cogió un refresco de la cocina y corrió escaleras arriba para darse una ducha. A mitad de camino se preguntó si debería haber cerrado con llave la puerta de atrás. «No seas tonta —se dijo—. Nadie sube nunca a esta colina». Tenía intención de disfrutar de aquellos días de paz, y estaba decidida a no dejar que las preocupaciones de Suzanne, Beth y Gregory la pusieran nerviosa.

Cuando subió la escalera hacia su sala de música, la gata arrancó a correr delante de ella y se encaramó de un salto a la banqueta del piano.

Ivy sonrió.

—¿Tú también estás ensayando para el festival?

Recordó las notas repetidas que Ella había «tocado» la semana anterior, pero en seguida las apartó de su mente; la canción haría que empezara a pensar en Tristan.

Ivy comenzó sus ejercicios de calentamiento, después tocó unas cuantas melodías que eran las favoritas de Philip y, finalmente, comenzó Liebestraum. Se sentía satisfecha de cómo estaba tocando; sus dedos volaban sobre las teclas, absolutamente atrapados en la vibrante cadencia. Justo antes de que regresara al tema inicial, en el momento en que se detuvo para pasar la página, oyó un ruido.

En seguida pensó en el sonido del cristal al romperse. Se le puso la carne de gallina, pero luchó contra su miedo. Se recordó que el ruido de cristales rotos pertenecía a sus pesadillas. Si de verdad alguien querría entrar en la casa, todo cuanto tenía que hacer era abrir la puerta trasera. El ruido no era el de una ventana rota, se dijo, sino el de una rama de un árbol que hubiera golpeado la casa o el de algo que el viento hubiese derribado en el piso de abajo.

Aun así, Ivy se sentía intranquila. Echó una mirada en torno a la habitación y vio que Ella se había marchado. Quizá la gata hubiera tirado algo. Lo mejor que podía hacer era investigar y probarse a sí misma que no era nada. Se acercó a la escalera del desván y prestó atención.

Creía que el ruido había sonado en el ala oeste, cerca del despacho de Andrew. Quizá fuera Andrew, que había salido temprano de la reunión y que había parado en casa para recoger algo.

Ivy descendió la escalera hasta su habitación y se detuvo junto a la puerta antes de salir al pasillo. Deseó que Ella estuviera allí; la gata podría prevenirla al levantar las orejas o al mover la cola.

La casa le resultaba repentinamente enorme, como si tuviera el doble de su tamaño real, provista de un montón de escondites, y muy lejos de cualquier persona que pudiera oírla gritar. Ivy volvió sobre sus pasos y descolgó el teléfono de su habitación; luego volvió a colgarlo.

«Contrólate —pensó—. No puedes arrastrar a la policía hasta aquí por nada».

—¿Andrew? —llamó—. Andrew, ¿eres tú?

No hubo respuesta.

Ella, ven aquí. ¿Dónde estás, Ella?

La casa seguía sumida en un silencio ensordecedor.

Ivy salió de puntillas al pasillo y decidió bajar por la escalinata central en lugar de por la más estrecha que llevaba hacia el ala oeste. Había un teléfono en la mesa del vestíbulo, abajo. Si se daba cuenta de que habían tocado cualquier cosa, inmediatamente haría una llamada desde allí.

Al final de la escalera, miró con rapidez a izquierda y a derecha. Tal vez debería limitarse a salir corriendo por la puerta principal, pensó.

Y ¿entonces, qué? ¿Dejar que alguien se llevara lo que quisiera? O, peor aún, ¿dejar que encontrara un lugar acogedor en el que acurrucarse para esperarla?

«No te dejes llevar por la imaginación», se reprendió.

Las habitaciones de la parte este de la casa —el salón, la biblioteca y la terraza— estaban todavía cerradas, con las contraventanas echadas para protegerlas de la luz solar de la mañana. Se volvió hacia el otro lado y atisbó el comedor desde la esquina. Lo atravesó, tensándose cada vez que las viejas tablas crujían, y abrió la puerta de la cocina. Frente a ella estaba la puerta que había dejado sin candar, aún cerrada. Tras revisar a toda prisa dos armarios, cerró la puerta de fuera.

Pero ¿qué pasaba con el sótano? Echó el pestillo de la puerta que había en el lateral de la cocina. Podría comprobar la entrada que llevaba hasta él desde el exterior más tarde, pensó, y acto seguido se encaminó hacia la sala de estar. Nadie había tocado nada.

Justo en el momento en que entraba en la galería que conducía al despacho de Andrew, Ella se le acercó trotando.

¡Ella! —exclamó Ivy con alivio—. ¿Qué has estado tramando?

La gata sacudió la cola con fuerza una y otra vez.

—Primero fue su silla —dijo Ivy moviendo el dedo índice ante el morro del animal a pesar de que jadeaba de alivio—. Y ¿ahora, qué? ¿Un jarrón de Waterford?

Entró en la estancia y se detuvo.

El cristal de la ventana estaba roto, y la puerta que había a su lado entornada. Ivy dio un paso atrás.

Y chocó con él.

—¿Qu…?

Antes de que pudiera volverse, le pusieron una bolsa sobre la cabeza. Ivy gritó y luchó por liberarse intentando rasgar la bolsa con las manos, arañándola como un gato. Cuanto más tiraba de la tela, con más fuerza la apretaban en torno a ella. Sintió que se ahogaba. Se esforzaba por reprimir el pánico mientras forcejeaba con alguien con mucha más fuerza que ella. «¡Piensa! ¡Piensa!», se dijo.

Aún tenía los pies libres pero sabía que, si daba una patada y perdía el equilibrio, se haría con ella. Comenzó a utilizar su peso balanceando todo el cuerpo de un lado a otro. Lo hizo con fuerza y su captor la soltó; Ivy se dio la vuelta.

Él volvió a agarrarla en seguida. Empezó a empujarla, hacia una pared o una esquina, pensó Ivy. No veía absolutamente nada dentro de aquella bolsa oscura, y había perdido la noción del espacio. Incluso aunque lograra zafarse de él, no sabría en qué dirección correr.

La tela de la bolsa era tan áspera que, cada vez que el asaltante tiraba de ella, hacía que le ardiera la cara. Ivy quería levantar las manos y rasgarla para poder ver el rostro de quien la estaba atacando.

Fuera quien fuese, no profería ningún sonido. Ivy se dio cuenta de que el hombre cambiaba de posición y de que en ese momento la estaba agarrando con un solo brazo. Después, lo sintió: algo que le presionaba la cabeza, algo duro y redondo, como el cañón de una pistola.

Ivy se puso a patalear y a gritar.

Entonces oyó un ruido que retumbaba en algún otro punto de la casa. Alguien estaba dando golpes y llamándola:

—¡Ivy! ¡Ivy!

Intentó contestar.

El asaltante la empujó hacia adelante y ella no pudo evitar caerse. Se golpeó contra algo tan duro como una roca y resbaló hasta el suelo. A su alrededor cayeron con gran estrépito varios objetos metálicos. Luego, todo se desvaneció.

—¡Ivy! ¡Ivy! —llamó Tristan.

—¡Ivy! ¡Ivy! —gritó Will mientras aporreaba la puerta delantera. Después echó a correr en torno a la casa en busca de algún otro modo de entrar en ella.

Vio el coche de Gregory aparcado en la parte de atrás. Se detuvo —Tristan se detuvo— ante la ventana rota y la puerta que daba al despacho de Andrew.

—Ivy, pero ¿qué na…? ¿Quién te ha hecho esto? —estaba diciendo Gregory mientras se inclinaba sobre ella y le retiraba la bolsa con delicadeza—. ¿Estás bien? Tranquila, ahora estás a salvo.

Los utensilios de la chimenea estaban esparcidos por el suelo. Ivy se frotó la cabeza y clavó la mirada en Gregory. Entonces, ambos se volvieron para mirar a Will, que seguía de pie en el umbral de la puerta abierta. Tristan acababa de salir de Will, pero vio el miedo y la desconfianza en el rostro de Ivy, y el rubor que la rabia provocaba en el de Gregory.

—¿Qué estás haciendo aquí? —exigió saber Gregory.

Will se había quedado sin habla e, incluso aunque Tristan hubiera permanecido en su interior, no habría sido capaz de dar una respuesta que hubiera satisfecho a Gregory o a Ivy.

—No lo sé —contestó Will—. Sólo pensé… Sólo supe que tenía que venir. Sentí que algo iba mal y que debía venir.

A medida que el color del enfado iba desapareciendo del rostro de Gregory, su piel adquiría un tono más pálido de lo habitual. Parecía estar incluso más conmocionado que la chica.

—¿Estás bien, Ivy? —preguntó Will.

Ella asintió y se volvió para recostar la cabeza sobre el pecho de Gregory.

—¿Puedo hacer algo? —volvió a preguntar Will.

—No.

—Será mejor que llame a la policía.

—Sí, será mejor que lo hagas —repuso Gregory con tono glacial y arisco.

Cuando Will hizo la llamada habló con calma, pero Tristan sabía que su compañero estaba tan alterado y desconcertado como él. Tristan sabía tan poco como Will acerca de por qué había intuido en primera instancia que Ivy estaba en peligro.

«Te necesita». Ése era el mensaje que le había llegado a Tristan, aunque ni siquiera podía decir si lo había oído o si simplemente lo había comprendido. Pero, al saber que estaba a punto de ocurrir algo, y recordando que Lacey le había dicho que no podría salvarla él solo, que tendría que combinar sus fuerzas con las de alguien más, se había dirigido a toda prisa hasta Will y lo había exhortado a acudir a Ivy, a ayudarla.

Había supuesto un esfuerzo, sobre todo al principio. Tristan tenía que aprender a canalizar su energía, y Will, poco a poco, fue cediendo a sus órdenes. Tristan se preguntaba si Will era consciente de que había conducido a ciento treinta kilómetros por hora colina arriba a pesar del desnivel y las curvas. ¿Se acordaba Will de que había corrido desde la puerta delantera de la casa a la trasera a más velocidad de la que era humanamente posible?

Pero no había sido lo suficientemente rápido como para atrapar al atacante de Ivy, pensó Tristan. Hasta que descubriera quién era el asaltante, no habría forma de averiguar cuándo volvería a actuar o cómo Will y él podrían proteger a Ivy.

Will y él. Él y Will. Ahora ya no cabía duda de que Will sentía algo por Ivy… y de que Tristan también lo necesitaba.

Tristan observó la escena mientras Gregory cogía a Ivy y la llevaba hasta el sofá. Ella se acurrucó bajo el escritorio de Andrew; desde allí, sus ojos brillaban como dos brasas.

—¿Quién ha sido, Ella? —le preguntó Tristan—. Eres la única que lo ha visto. ¿Quién lo ha hecho?

Will salió de la habitación y volvió con una bolsa de hielo.

Gregory la sujetó con suavidad contra la cabeza de Ivy.

—Estoy aquí. Todo va a ir bien —le repetía una y otra vez al tiempo que le acariciaba continuamente la espalda y trataba de tranquilizarla.

No pasó mucho rato antes de que oyeran el aullido de una sirena. Un coche de policía giró hacia el camino de entrada seguido, inesperadamente, de otro coche. El de Andrew.

—¿Qué ha pasado? —gritó Andrew mientras se apresuraba a entrar en la casa junto con los agentes—. Ivy, ¿estás bien? —Le echó un vistazo a la ventana rota, luego a Will y, finalmente, centró su atención en Gregory—. ¿Por qué estás aquí? —le preguntó a su hijo—. Se supone que deberías estar con Maggie y con Philip.

—¿Por qué estás tú aquí? —le preguntó Gregory a él a su vez.

Andrew lanzó una mirada rápida a los policías; a continuación señaló su escritorio.

—Olvidé unos papeles, unos informes sobre los que quería trabajar en el lago.

—Yo he venido porque Ivy me ha llamado —explicó Gregory—. Esta mañana le había dicho que debía llamarme si necesitaba cualquier cosa. —Bajó la mirada hacia ella. Ivy se la devolvió con expresión atónita—. Has sido tú la que me has llamado, ¿no es así? —le preguntó.

—No.

Gregory se sorprendió; después, le dio un apretón en las manos y se las soltó.

—Vaya —dijo en voz baja—. Le debes a alguien una gorda. —Se volvió hacia los demás—. Al llegar al lago tuve que salir corriendo a la tienda. Maggie se había acordado de llevar de todo para el viaje excepto papel higiénico.

»Cuando regresé, el hombre de la recepción me dijo que alguien había llamado tres veces preguntando por mí, pero que no había dejado ningún mensaje. Supuse que había sido Ivy. Últimamente ha pasado una mala racha…, ya lo sabes —dijo dirigiéndose a su padre—. No perdí ni un minuto. Volví a casa de inmediato.

—Una chica con suerte —observó uno de los agentes.

Entonces los policías comenzaron a hacer preguntas. Tristan se movía por la habitación lentamente analizando los rostros y leyendo las notas que tomaban los agentes.

¿Eran celos lo que sentía cada vez que veía que Gregory tocaba a Ivy? ¿O era algún tipo de intuición?, se preguntaba. ¿Estaba Ivy realmente a salvo entre los brazos de Gregory?

¿Gregory le habría dicho a Eric que Ivy iba a estar sola todo el fin de semana? Si Eric era el responsable de todo aquello, ¿lo cubriría Gregory?

¿Y por qué habría cuestionado Gregory a su padre? ¿Creía que la excusa de Andrew para volver a casa era demasiado oportuna?

Los policías se quedaron un buen rato e hicieron un montón de preguntas, pero Tristan tuvo la sensación de que todas eran desatinadas.