—Vaya, hola, dormilón —lo saludó la chica sentada en el banco del centro comercial.
Tristan dio un respingo y emergió sobresaltado de un estado de profunda concentración. Había salido de la oscuridad aproximadamente quince minutos antes e inmediatamente siguió a Ivy hasta su trabajo en Es Tiempo de Fiesta. A lo largo de los últimos minutos había estado intentando unir los fragmentos del sueño de Ivy y lo que esos fragmentos significaban, pero su mente aún estaba confusa, sumida en la oscuridad.
Lacey se rió de él.
—¿Sabes qué día es hoy?
—Eh…, lunes.
—¡Meeecccc! —Lacey realizó su odiosa imitación del zumbido de un concurso televisivo; después señaló el asiento que había a su lado.
Tristan se sentó.
—Es lunes —insistió—. Cuando entré en el centro comercial lo comprobé en un periódico, justo como me dijiste que hiciera.
—Quizá deberías haber comprobado el más reciente —observó ella—. Es martes, y casi la una de la tarde. Ivy debería hacer su descanso pronto.
Tristan miró hacia el otro lado del centro comercial, hacia la tienda. Ivy estaba ocupada con dos clientes: un hombre viejo y calvo que se estaba probando una capa de Superman y una mujer con aspecto de abuela entrañable que sujetaba una cestita rosa y llevaba puestas unas orejas de conejo. Tristan sabía que en Es Tiempo de Fiesta vendían disfraces y artículos relacionados con épocas festivas, la mayor parte de los cuales no encajaban con la temporada en la que estaban. Pero la oscuridad reciente, los dos clientes vestidos con prendas raras y la presencia de una mujer enorme con un bagel y un café que acababa de sentarse sobre Tristan lo hacían todo muy confuso.
Lacey le dio unas palmaditas en el hombro.
—Te dije que estabas demasiado cansado. Te lo advertí.
—Muévete —gruñó él. No sentía el peso de la mujer, pero le resultaba un poco extraño que su ancho vestido de rayas ondeara sobre él.
Lacey se echó hacia un lado.
—Tengo que contarte algo —le dijo—. Mientras estabas en la oscuridad, he estado ocupada.
—Ya lo sé.
El periódico del lunes le había llamado la atención debido a un artículo que informaba de que la gente se estaba reuniendo en Times Square para rezar después de que a una imagen de Barbra Streisand, proyectada sobre una valla publicitaria electrónica, le creció un cuerpo de ángel regordete y rosa y echara a volar.
—¿Tiene algo que ver con los atascos de la calle Cuarenta y dos? —preguntó él.
Lacey hizo un gesto desdeñoso con la mano.
—He leído algo acerca de que Streisand está considerando presentar una demanda, y sobre que los taxistas de Nueva York…
—Barbra nunca debería haber dicho que yo graznaba como un ganso. No es que no me hubieran venido bien unas cuantas clases de canto más…
—Lacey, ¿cómo vas a completar tu misión algún día?
—¿Mi misión? Hoy voy a ayudarte con la tuya —dijo, y después se levantó del banco dando un salto.
Tristan sacudió la cabeza y la siguió.
—El domingo fui al cementerio para hacerle una visita a la madre de Gregory —le comentó Lacey mientras caminaban entre los compradores—. Durante el rato que estuve allí, se acercó una persona, un tipo alto y delgado con el pelo oscuro. Creo que tenía unos cuarenta años. Le dejó unas flores a Caroline.
—Ya la había visitado antes —afirmó Tristan—. Lo vi el día que estuvimos en la capilla.
Recordaba que había visto a aquel hombre mientras estaba de espaldas y que, hasta el momento en que se volvió, lo había confundido con Gregory. Aún era capaz de ver su rostro, lleno de angustia.
—¿Cómo se llama? —le preguntó su compañera.
—No lo sé.
Se estaban alejando de Es Tiempo de Fiesta. Tristan se volvió y miró a Ivy con nostalgia, pero Lacey continuó caminando.
—Deberíamos descubrirlo. Quizá podría ayudarnos.
—¿Ayudarnos a qué? —inquirió Tristan.
—A averiguar lo que ocurrió realmente la noche en que murió Caroline.
Se detuvieron junto a la fuente para observar las cascadas de agua que caían en forma de gotas rosas y azules. Un día, cuando nadie lo miraba, Tristan había pedido allí un deseo: que Ivy fuera suya.
—He buscado la dirección de Caroline en la guía telefónica —prosiguió Lacey—. El 528 de Willow. La fecha de su muerte está escrita sobre su lápida. Esta mañana he venido aquí para revisar los registros de la tienda para ese día. —Hizo una pausa y miró a Tristan con expectación. Como él no decía nada, ella misma exclamó—: ¡Eres un ángel, Lacey, por ayudarme así!
—¿Qué has descubierto? —preguntó él ignorando su sarcasmo.
—En primer lugar, que Lillian y su hermana no tienen ni idea de cómo llevar la contabilidad de un negocio. Pero después de mucho buscar y rebuscar, lo he encontrado: una entrega a una tal señora Abromaitis de la calle Willow el 28 de mayo. No aparecía el número de la casa. Lo he buscado en la guía telefónica. ¿Lo adivinas? El 530 de Willow.
—Justo en la puerta de al lado —susurró Tristan mientras sentía que el miedo anegaba su mente—. Lo sabía: Ivy vio algo.
—Eso parece —corroboró Lacey. Cogió una moneda que una mujer había lanzado hacia la fuente e hizo que volara de vuelta hacia ella. La mujer la contempló con sorpresa y después clavó el desafortunado centavo en una maceta de helechos.
—Ivy vio algo en casa de Caroline —afirmó Tristan—, y no fue un suicidio.
—No podemos presuponerlo —replicó Lacey—. Aún es posible que Caroline se suicidara y que después alguien hubiera ido para llevarse algo o esconder algo. Es decir, que Ivy podría haber visto muchas cosas…
—Que no debería haber visto. —Tristan completó la frase por ella—. ¡Tengo que llegar a ella, Lacey!
—Yo había pensado que hoy deberíamos revisar la casa.
—¡Tengo que prevenirla ahora!
—Recuerdo que llevamos a cabo un registro en «Perry Mason» —comentó Lacey. Comenzó a tirar de Tristan hacia la salida del centro comercial, pero él estaba decidido a volver a Es Tiempo de Fiesta, y tenía más fuerza—. ¡Tristan, escúchame! No puedes hacer nada para proteger a Ivy. A nosotros no se nos ha concedido ese tipo de poder. Lo mejor que podrías hacer sería combinar los poderes que sí tienes con los de otra persona y hacer a ese individuo más fuerte. Pero por ti mismo no puedes detener a nadie que quiera hacerle daño.
Tristan se quedó inmóvil. Nunca había temido tanto por su propia vida como ahora temía por la de Ivy.
—Mientras esté rodeada de gente, está a salvo —agregó Lacey—, así que registremos la casa y…
—En cuanto se meta en el coche esta noche, estará sola —señaló Tristan—. En cuanto se vaya a dar un paseo, en cuanto suba a su sala de música, estará en peligro.
—Hay otras personas en casa con ella —repuso Lacey—. Probablemente allí esté segura. Así que descubramos con quién tiene que tener cuidado, y entonces…
Pero Lacey estaba hablando sola. Beth y Suzanne acababan de entrar en el centro comercial. Al divisarlas, Tristan se había dado la vuelta y había comenzado a caminar con ellas. Supuso que habrían quedado con Ivy para comer. Aquella vez conseguiría comunicarse con ella.
Ivy estaba de pie junto a la entrada de la tienda y, durante un instante, Tristan se olvidó de que tan sólo veía a sus amigas. Cuando vio la expresión de bienvenida en la cara de la chica, se apresuró a llegar a su lado tan sólo para descubrir que en realidad Ivy miraba hacia Suzanne y Beth, que lo seguían de cerca. El sufrimiento de estar cerca de ella, aunque muy lejos en realidad, no resultaba más liviano, no parecía disminuir.
—Tomaos vuestro tiempo para la comida —les estaba diciendo Lillian a las chicas—. Es un día tranquilo, así que id de compras. Aseguraos de echar un vistazo en la nueva tienda de regalos. Estoy segura de que no tienen móviles de viento que brillen en la oscuridad.
—Desde luego no con forma de gnomos y hadas —comentó Beth. Cada vez que iba a la tienda, su rostro mostraba una expresión de absoluta fascinación. Suzanne tenía que agarrarla y arrastrarla hasta la puerta.
Tristan siguió a las chicas por el centro comercial. Se paraban en un escaparate detrás de otro, y empezó a impacientarse. Quería que Beth se sentara en seguida y empezara a garabatear en su cuaderno. Pensó que nunca saldrían de la tienda de Beautiful You, que tenía todas aquellas botellas y tubos y botecitos de colores.
Comenzó a pasearse inquieto de un extremo a otro de la tienda y se topó de bruces con Lacey. No se había dado cuenta de que ella también había ido hasta allí.
—Relájate, Tristan —le exigió ella—. Ivy está a salvo por ahora, excepto si alguien la atraviesa con una lima de uñas.
Después vagó hasta una esquina, tan fascinada como las demás por los cientos de colores, que para él eran todos demasiado parecidos al rojo y al rosa. Tristan se preguntó si, en caso de que consiguiera pasar al siguiente reino en algún momento, se le revelarían algunos misterios sobre las chicas.
Suzanne, que para entonces ya llevaba rayas de distintos probadores de pintalabios a lo largo de todo el brazo, estaba hablando sobre una boda a la que acudiría ese fin de semana y que se celebraría en Filadelfia.
—Ojalá vinieras con nosotros, Ivy —dijo—. Le enseñé una foto tuya a mi primo. Está interesado, sin lugar a dudas, y es perfecto para ti.
«Estupendo», pensó Tristan.
—¿Así que al final has decidido ir al lago? —le preguntó Beth. Se estaba probando un gorro de ducha que le confería el aspecto de un champiñón plateado.
—¡Al lago! —exclamó Suzanne, sorprendida—. Se va a quedar en casa, y tú te quedarás con ella, Beth.
Beth frunció el ceño.
—Suzanne, sabes que no puedo perderme mi reunión familiar. Creía que se iba a Filadelfia contigo.
Ivy se había alejado de ambas.
—¡Ivy! —la reclamó Suzanne.
—¿Qué? —Comenzó a husmear en una caja de broches para el pelo y no alzó la mirada.
—¿Qué vas a hacer este fin de semana?
—Quedarme en casa.
Suzanne levantó sus cejas negras perfectamente delineadas.
—¿Tu madre va a dejar que te quedes sola?
—Cree que Beth y tú estaréis conmigo. Y cuento con que vosotras me cubráis —añadió.
Lacey le lanzó una mirada a Tristan.
—No sé a qué viene tanto alboroto —continuó Ivy—. Por una vez, me gustaría tener la casa para mí sola, para variar. No te preocupes, tendré mucho tiempo para ensayar para el festival, y Ella me hará compañía.
—Pero Ella no puede protegerte —protestó Tristan.
—Simplemente no me gusta la idea de que te pases el fin de semana sola deambulando de un lado a otro —explicó Suzanne.
—Esa casa es demasiado grande, está demasiado aislada —agregó Beth.
—Escúchalas, Ivy —la exhortó Tristan.
—¡Ya os lo dije, no pienso ir al lago Juniper! ¡No puedo!
—Eso tiene algo que ver con Tristan, ¿no es así? —preguntó Suzanne.
—No quiero hablar de eso —contestó Ivy.
Tenía que ver con él. Tristan se acordó de los planes que habían hecho la noche de su muerte. Ivy le había dicho que flotaría bajo el sol en la parte más profunda del lago Juniper.
«También a la luz de la luna».
«¿A la luz de la luna? —le había dicho él—. ¿Nadarías de noche?».
«Si estuvieras conmigo, sí».
Lacey tocó el brazo de Tristan.
—Esta vez tienes que conseguir contactar con ella.
Él asintió.
Siguieron a las chicas hacia el exterior de la tienda. Tristan se sintió tentado de colarse en la mente de Beth justo en ese momento, de dirigirla hacia una mesa donde pudiera sacar su libreta de notas, pero no quería imponerle demasiadas órdenes. Podría comenzar a resistirse.
Beth se detuvo de repente delante de una tienda de electrónica y Tristan siguió su mirada hasta un expositor de ordenadores que había dentro.
—Mírala. ¡Mírala! —exclamó Suzanne mientras le propinaba codazos a Ivy—. Cualquiera pensaría que Beth está pasando revista a algún chico.
—Ahí está el portátil que quiero —señaló Beth.
Entonces Lacey se acercó a ella a toda velocidad. Tristan vio que las yemas de sus dedos habían dejado de brillar. Le propinó a Beth un rápido empujón. La muchacha cruzó la puerta de la tienda dando traspiés y se volvió para mirar a Suzanne y a Ivy sorprendida. Sus amigas la siguieron, y Tristan y Lacey entraron justo detrás de ellas.
—¿Puedo ayudarla en algo? —preguntó un vendedor.
—Eh… No, sólo estoy mirando —contestó Beth al tiempo que se sonrojaba—. ¿Puedo probar los modelos que tienen expuestos?
El vendedor asintió con la cabeza en dirección a los ordenadores y luego se marchó.
—Te toca, Tristan —dijo Lacey.
A Beth no le llevó mucho tiempo encontrar el programa de procesamiento de textos. Tristan tuvo que hacer un esfuerzo para seguirle el ritmo, para pensar cuál podría ser su siguiente pensamiento, que era la forma en que Lacey le había enseñado a colarse en las mentes de los otros.
«Cuando una escritora mira una pantalla de ordenador vacía, ¿qué ve? —se preguntaba Tristan—. ¿Una pantalla de cine preparada para llenarse de rostros? ¿Un cielo nocturno con una estrellita que titila en la parte superior? ¿Un universo listo para ser escrito? Infinitas posibilidades. Las infinitas vueltas y revueltas del amor… y todas las imposibilidades del amor».
Beth comenzó a teclear:
Imposibilidades
¿Qué veía ella cuando todas las noches observaba la solitaria pantalla negra del cielo? Posibilidades. Las infinitas vueltas y revueltas del amor y, oh, corazón amargo, todas las imposibilidades del amor.
«¡Vaya!», pensó Tristan.
«¡Vaya!», tecleó Beth; después le echó un vistazo a la pantalla.
—Quédate a su lado, Tristan —le advirtió Lacey—, mantén la concentración.
«Atrás. Borra la palabra. “Oh, corazón amargo”», le dictó Tristan a la chica.
«Oh, corazón amargo, corazón solitario», escribió Beth, y a continuación se detuvo.
Ambos estaban bloqueados; entonces Tristan encontró el nexo: «No deberías quedarte sola en casa».
«No deberías quedarte sola en casa», tecleó Beth.
«No es seguro que estés sola», pensó Tristan.
«No es seguro que estés sola», tecleó ella.
Entonces, antes de que Tristan pudiera enviarle ningún mensaje más, Beth continuó escribiendo: «Pero ¿está mi corazón seguro a solas con él?».
«No», pensó él.
—Sí —contestó Beth.
«¡No!».
—¡Sí!
«¡No!».
—Sí —dijo Beth frunciendo el ceño.
Tristan suspiró. Claro, Beth quería que la historia romántica funcionara y que la chica que observaba el cielo nocturno no volviera a sentirse sola. Pero Tristan quería dar un aviso. Si Ivy se quedaba a solas con el tipo equivocado…
—¿Qué pasa? —le preguntó Ivy.
—Vuelvo a experimentar ese sentimiento tan raro —respondió Beth—. Es muy extraño, como si hubiera alguien dentro de mi cabeza diciéndome cosas.
—¡Oh, escritores! —resopló Ivy, y se inclinó para ver la pantalla.
«¡No! ¡Sí! ¡No! ¡Sí!», leyó, y se echó a reír con cierta tristeza.
—Como yo cuando conocí a Tristan.
«Soy Tristan», tecleó Beth con rapidez.
Ivy dejó de sonreír.
Tristan continuó presionando, y Beth comenzó a pulsar las teclas a la misma velocidad con que él pensaba: «Ten cuidado, Ivy. Es peligroso. No te quedes sola. Te quiero. Tristan».
Ivy se irguió.
—¡No tiene gracia, Beth! ¡Es estúpido y cruel!
Su amiga miró la pantalla con detenimiento, y la incredulidad hizo que se quedara boquiabierta.
Suzanne se inclinó para leerlo.
—¡Beth! —la increpó—, ¿cómo has podido hacer algo así? ¡Ivy, espera!
Pero Ivy ya estaba a medio camino de la salida de la tienda. Beth se quedó contemplando la pantalla con todo el cuerpo tembloroso. Tristan salió entonces de su mente, exhausto.
—¿Le gustaría imprimir lo que ha escrito? —le preguntó el vendedor, que caminaba hacia ella.
Beth negó con la cabeza lentamente y presionó la tecla «Borrar página».
—Esta vez, no —contestó con lágrimas en los ojos.
Todos los esfuerzos por llegar hasta Ivy que Tristan realizó esa semana fracasaron. Y, lo que era aún peor, sus intentos por advertirle la habían alejado aún más de él y de todos los que se preocupaban por ella. Evitaba a Beth, y en ese momento también a Philip, después de que el pequeño le había dicho que su ángel decía que Ivy no debía quedarse sola. Tristan podría haberlo intentado una vez más por medio de Will, pero sabía que Ivy se limitaría a construir otro muro, uno más alto.
El jueves por la noche se encaminó al cementerio de Riverstone Rise con la intención de descansar un poco y la esperanza de evitar la oscuridad sin sueños; de esa forma podría vigilar a Ivy durante todo el fin de semana. De camino a su propia tumba, Tristan decidió pasar por la de Caroline y ver si le habían dejado rosas frescas. Pensó que Lacey tenía razón: debían averiguar quién era el hombre que visitaba a Caroline y qué sabía sobre su muerte.
Tristan ascendió a lo largo del camino del cementerio como si aún fuera de carne y hueso, temeroso de despertar a los pacíficos muertos. Bajo la luz de la luna, las piedras blancas conformaban un inhóspito paisaje urbano: obeliscos que se elevaban como rascacielos, mausoleos con aspecto de mansiones, las lápidas redondeadas y bajas y los bloques rectangulares y brillantes señalando los barrios de la gente corriente. Era una ciudad tranquila e inquietante, la ciudad de los muertos… «Mi ciudad», pensó con gravedad. Entonces reconoció la piedra que indicaba una de las esquinas de la parcela familiar de los Baines.
Era una parcela bien cuidada, con algunas esculturas ornamentales, figuras que parecían vigilar a Tristan mientras se acercaba a la tumba de Caroline desde la parte de atrás. Una vez hubo superado su indicador, se volvió bruscamente a causa de la sorpresa. Sentado sobre la hierba de Caroline, recostado sobre su lápida como si estuviera holgazaneando en la cama, se encontraba Eric. Sus brazos y sus piernas estaban relajados, y tenía la cabeza vuelta hacia un lado, de forma que su mejilla quedaba apoyada contra la piedra. Durante unos instantes, Tristan no estuvo muy seguro de si Eric respiraba. Cuando se acercó vio que los ojos pálidos del chico estaban abiertos, y sus pupilas tan dilatadas que parecía que se hubiera bebido dos charcos de noche.
Respiraba con suavidad y farfullaba algo…, algo que tan sólo tenía sentido para una mente colocada por efecto de las drogas. Tristan se preguntó si Eric sería capaz de realizar determinadas acciones en ese estado. ¿Podría ponerse en pie? ¿Podría caminar? Con la mente en tal estado de confusión, ¿sería capaz de hacer algo que después desearía no haber hecho? Tras materializar sus dedos, Tristan recorrió con ellos la palma de la mano de Eric.
Eric le agarró los dedos y, por un momento, Tristan se sintió atrapado. Después dejó que sus dedos se disolvieran y se liberó de su mano.
—Ha pasado mucho tiempo —dijo Eric al mismo tiempo que doblaba la mano con la que había agarrado a Tristan—. Ha pasado demasiado tiempo, Caroline, lo siento. Han sucedido un montón de cosas, muchas más de las que sabe nadie. —Se rió sin hacer ruido y señaló como si pudiera verla justo ante él—. Por supuesto, tú sí las sabes.
—No las sé —respondió Tristan—. ¿Qué está pasando? Cuéntamelo.
Eric ladeó la cabeza y, durante un momento, Tristan pensó que había oído su pregunta.
—Sí…, es probable —dijo Eric contestando alguna otra pregunta—. Pero podría resultar, ya sabes, turbio. No me gustan las cosas… turbias.
«¿Turbias?», se preguntó Tristan. ¿Qué significaba eso? ¿Complicadas? ¿Sangrientas?
Eric se había incorporado y estaba sentado en posición erguida. Guiñaba los ojos, atento a la voz que oía en su cabeza. Bajo la luz de la luna su cabello parecía casi blanco, y sus ojos en sombra se clavaban en Tristan.
—Te refieres a Ivy. Se llama Ivy —dijo Eric mientras agitaba en el aire su mano huesuda. Atravesó a Tristan y le provocó tanto frío como el roce de un esqueleto—. Bien, ¿y qué quieres que haga? Ya sabes dónde estoy, Caroline. ¡No me empujes! ¡Atrás!
Se puso en pie de un salto y se quedó allí, tambaleándose.
Entonces soltó una carcajada gutural.
—Sí, sí —asintió—. Este fin de semana todo el mundo excepto Ivy irá al lago. —Eric sonrió como si acabara de oír algo divertido—. ¡Vaya, ése no ha sido un comentario muy agradable!
¿Qué pensaba esa mente perturbada por las drogas que había dicho Caroline?
—¡Eh! —gritó Eric—. Te he dicho que no me empujes. —Dio dos pasos hacia un lado—. ¡Para, Caroline! No quiero seguir escuchándote. ¡Atrás!
Eric echó a correr; tropezaba con los indicadores y se tambaleaba de un lado al otro al mismo tiempo que gritaba con una voz extraña y aguda:
—¡Para, Caroline! ¡Para! ¡Para!
Tristan lo observó hasta que desapareció camino abajo. Intentó imaginarse la otra mitad de la conversación de Eric. ¿Qué creía Eric que Caroline quería que hiciera?
La mente de Tristan se anegó de pensamientos aterradores. Luego se calmó y, reuniendo toda su energía, llamó:
—Caroline, ¿estás ahí?
Lo intentó tres veces, abrigando en cada ocasión la esperanza de que ella le contestara. Pero sus sentidos angelicales ya le habían dicho lo que el silencio demostraba: que allí no había nada más que un cuerpo frío cuyas respuestas se estaban pudriendo con él.