Esa noche Ivy deambuló de una habitación a otra de la casa sintiéndose inquieta y tensa. No quería salir o llamar a una amiga, pero tampoco encontraba nada que hacer en casa. Cada vez que oía que el reloj daba la hora en el comedor, era incapaz de impedir que su mente volviera insistentemente a la noche en que Tristan murió.
Cuando Maggie y Andrew se fueron a la cama, Ivy subió a su habitación a leer. Le habría gustado que Gregory estuviera en casa. A lo largo de las últimas semanas habían visto muchos programas nocturnos de televisión juntos, sentados en silencio el uno al lado del otro, compartiendo galletas y riéndose de los chistes tontos. Se preguntaba dónde estaría en ese momento. Quizá había ayudado a Eric a recoger tras la fiesta, y después los dos habían salido juntos. O quizá hubiera ido a casa de Suzanne. Podía llamar a su amiga y decirle… Ivy se contuvo antes de que ese pensamiento fuera más lejos. ¿En qué estaba pensando? ¿Llamar a Suzanne en mitad de una cita?
«Dependo demasiado de Gregory», pensó.
Bajó al piso inferior y cogió una linterna del cajón de la cocina. Quizá un paseo haría que le entrara sueño; quizá la libraría de ese sentimiento que le escocía en algún lugar oculto de su mente. Cuando Ivy abrió la puerta trasera, vio el BMW de Gregory aparcado frente al garaje. Debía de haber llevado el coche en algún momento y haberse marchado de nuevo. Deseó que estuviera allí para que paseara con ella.
El camino de entrada, una curva continua que descendía por la ladera de la colina, tenía unos mil doscientos metros de largo. Ivy caminó hasta llegar abajo del todo. Después del empinado camino de vuelta, por fin sintió que su cuerpo estaba cansado, pero su mente continuaba despierta y todavía tan inquieta como los árboles que se agitaban con el viento. Era como si hubiera algo que tuviera que recordar y no pudiera dormir hasta que no lo hiciera…, pero no tenía ni idea de qué se trataba.
Cuando llegó de nuevo a la casa, el viento había cambiado y un aroma acre y húmedo inundó la colina. Hacia el oeste, los relámpagos destellaban y proyectaban imágenes de nubes que parecían montañas altísimas. Ivy anheló una tormenta de relámpagos brillantes y viento que liberara lo que fuese que se hallaba agazapado en su interior.
A la una y media se metió en la cama. La tormenta había bordeado la ladera de la colina, pero había más destellos en el oeste. Quizá le llevaran la siguiente gran ráfaga de lluvia y viento.
A las dos de la madrugada continuaba despierta. Oyó el largo pitido de un tren nocturno cuando éste cruzó el puente y se apresuró a atravesar la pequeña estación que se encontraba mucho más abajo, a gran distancia de la casa.
—Llévame contigo —susurró—, llévame contigo.
Su mente vagó tras el solitario sonido del pitido e Ivy sintió que se desvanecía acunada por el grave rugido de los truenos en las colinas distantes.
Entonces el rugido se tornó más audible, más audible y más cercano. Los rayos se estremecieron. El viento arreció, y los árboles que hasta entonces se habían mecido con lentitud de un lado a otro comenzaron a fustigarse con sus ramas empapadas. Ivy se esforzaba por ver a través de la tormenta. Casi no podía distinguir nada, pero sabía que algo iba mal. Abrió una puerta.
—¿Quién es? —gritó—. ¿Quién anda ahí?
Ahora se encontraba en el exterior, forcejeando contra el viento; se dirigía hacia una ventana mientras los rayos refulgían a su alrededor. La ventana había cobrado vida debido a los reflejos y las sombras. Apenas podía adivinar la figura que había al otro lado, pero sabía que allí había algo o alguien, y la silueta le resultaba familiar.
—¿Quién es? —volvió a llamar mientras se acercaba cada vez más a la ventana.
Ya había hecho eso alguna vez, sabía que lo había hecho, en algún momento, en algún lugar, quizá en un sueño, pensó. Un sentimiento de pánico la inundó.
Estaba en un sueño, atrapada en él, en aquella vieja pesadilla. ¡Quería escapar de allí! ¡Escapar!
Sabía que tenía un final horrible. No recordaba cuál era, sólo que era horrible.
Entonces Ivy oyó un quejido muy fuerte. Se volvió de golpe. El ruido aumentó hasta ahogar el de la tormenta. Una Harley roja bramó hasta llegar a ella.
—¡Pare! ¡Por favor, pare! —chilló Ivy—. ¡Necesito ayuda! ¡Necesito salir de este sueño!
El motorista dudó; entonces aceleró y se marchó a toda velocidad.
Ivy regresó hacia la ventana. La silueta aún estaba allí. ¿Le estaba haciendo señas? ¿Quién o qué podía ser? Acercó la cara a la ventana. De repente, el cristal estalló en mil pedazos. Ella chillaba y chillaba mientras el ciervo ensangrentado la atravesaba.
—¡Ivy! ¡Ivy, despierta! —Gregory la estaba sacudiendo—. Ivy, es sólo un sueño. ¡Despierta! —le ordenó. Aún estaba vestido. Philip estaba de pie detrás de él, un fantasmita con un pijama pálido.
Ivy los miraba de hito en hito; después se recostó contra Gregory. Él la rodeó con sus brazos.
—¿Ha sido el ciervo otra vez? —le preguntó Philip—. ¿El ciervo que atraviesa la ventana?
Ella asintió y tragó saliva con dificultad varias veces. Era reconfortante sentir los brazos de Gregory, fuertes y firmes, en torno a ella.
—Siento haberte despertado, Philip.
—No pasa nada —murmuró él.
Ivy trató de calmar el temblor de sus manos. «Ahora Gregory está en casa —se dijo—, todo va a ir bien».
—Siento que me siga pasando esto, Philip. No era mi intención asustarte.
—No estoy asustado —respondió él.
Ivy alzó la mirada bruscamente hacia su hermano y vio que, en efecto, no lo estaba.
—Los ángeles están en mi habitación —explicó el pequeño.
—Entonces, ¿por qué no vuelves con ellos? —le dijo Gregory. Ivy sintió que los músculos de los brazos de su hermanastro se tensaban—. ¿Por qué no…?
—Ya está bien, Gregory. Deja en paz a Philip —replicó ella con tono de suave resignación—. Está haciendo frente a esto de la mejor forma que sabe.
—Pero te lo está haciendo más difícil a ti —se opuso Gregory—. ¿No lo entiendes, Philip? He intentado un millón de veces que…
Se quedó callado y, en ese momento, Ivy supo que él también lo veía: el brillo en los ojos de su hermano, la certidumbre en su rostro. Durante unos segundos la voluntad del muchacho pareció más fuerte que las de ellos dos unidas. Era imposible discutir con él acerca de lo que creía. Ivy se sorprendió a sí misma deseando poder volver a ser tan inocente.
Gregory suspiró y le dijo a Philip:
—Yo me hago cargo de Ivy. ¿Por qué no das una cabezada? Mañana es un gran día…, el partido de los Yankees, ¿te acuerdas?
Philip miró a su hermana y ella hizo un gesto de asentimiento.
Después dirigió la mirada a un punto situado por detrás de ella y de Gregory, y lo hizo de tal manera que, instintivamente, Ivy se volvió para ver qué había. Nada.
—Estarás bien —afirmó con seguridad, y echó a correr hacia su cama.
Ivy se reclinó contra Gregory y él volvió a rodearla con sus brazos. Sus manos eran delicadas y reconfortantes. Le apartó el pelo de la cara y, después, la obligó a levantar el rostro hacia el suyo.
—¿Cómo estás? —le preguntó.
—Bien, supongo.
—No eres capaz de librarte de ese sueño, ¿verdad?
Ivy percibió la preocupación del joven. Se dio cuenta de cómo escudriñaba su cara en busca de pistas de lo que estaba sintiendo.
—Era el mismo sueño, pero diferente —le explicó Ivy—. Me refiero a que se le habían añadido cosas.
Su gesto de preocupación se intensificó.
—¿Qué se le había sumado?
—Una tormenta. Volvían a aparecer todas esas imágenes revueltas sobre la ventana, pero esta vez me daba cuenta de que lo que estaba viendo era una tormenta. Los árboles se agitaban y los relámpagos destellaban y se reflejaban en el cristal. Y había una moto —agregó. Le resultaba complicado explicar la sensación como de pesadilla que le transmitía la motocicleta, ya que esa parte del sueño era normal y corriente. El motorista no le había causado ningún daño. Todo lo que había hecho era negarse a detenerse para ayudarla—. Una moto roja se acercaba a toda velocidad —continuó—. Llamé al conductor con la esperanza de que me ayudara. Disminuyó la velocidad durante unos momentos, pero después continuó su marcha.
Gregory atrajo la cara de su hermanastra hacia su pecho y le acarició la mejilla.
—Creo que hay una explicación para esto. Eric acaba de acercarme a casa. Tiene una Harley roja…, ya la has visto en otras ocasiones. Debes de haber oído el ruido del motor mientras dormías y se ha colado en tu sueño.
Ivy negó con la cabeza.
—Creo que hay algo más que eso, Gregory —repuso en voz baja.
Él dejó de acariciarle la mejilla. Permaneció muy quieto, a la espera de que ella continuara.
—¿Recuerdas que el día que tu madre se… murió había tormenta?
—Se suicidó —dijo él con claridad.
Ivy asintió.
—Y yo estaba en el barrio, en aquel momento, haciendo una entrega para la tienda.
—Sí.
—Creo que eso forma parte del sueño. Me había olvidado por completo de ello. Creía que mi pesadilla tan sólo tenía que ver con Tristan y con el accidente, por lo del ciervo que atraviesa el cristal, que atravesó el parabrisas del coche. Pero no es así. —Se detuvo y trató de organizar su mente—. Por alguna razón, relaciono los dos acontecimientos. La noche en que murió tu madre no era capaz de encontrar la casa. Cuando buscaba alguna señal con el nombre de la calle, alguien montado en una moto roja se acercó. Me vio haciéndole señales para que parara y dudó, pero después aceleró y pasó de largo. —Notaba la respiración regular y rápida de Gregory sobre su frente. La abrazaba con tanta firmeza que oía los veloces latidos de su corazón—. Más tarde creí que había encontrado la casa; había limitado la búsqueda a dos casas. Una de ellas tenía un gran ventanal y había alguien de pie al otro lado del mismo, pero no pude ver quién era. Pensé que podría ser la persona que estaba esperando mi entrega. Entonces, la puerta de la casa de al lado se abrió… y allí era donde se suponía que yo debía estar. —Resultaba extraña la manera en la que iba recordando poco a poco los detalles de aquella noche—. ¿No lo ves, Gregory? Ésa es la ventana a la que no dejo de volver en mi sueño para tratar de ver a través de ella. No sé por qué.
—¿Sabes si fue a Eric a quien viste aquella noche? —le preguntó.
Ivy se encogió de hombros.
—Era una moto roja y el motorista llevaba un casco rojo. Pero, bueno, imagino que es algo muy común. Si hubiera sido Eric, ¿no habría parado para ayudarme?
Gregory no respondió.
—Quizá no —añadió ella—. Es decir, sé que es tu amigo, pero nunca le he caído muy bien —agregó a toda prisa.
—Por lo que yo sé —intervino Gregory—, a Eric tan sólo le ha gustado de verdad una persona en toda su vida. Es capaz de hacer que las cosas sean muy complicadas para la gente que lo rodea.
Ivy alzó la vista, sorprendida. Gregory veía cómo era Eric con más claridad de la que ella habría creído. Aun así, había seguido siendo un amigo leal para él, de la misma manera en que ahora lo era para ella.
Se relajó contra su pecho. Le estaba entrando sueño, pero se resistía a alejarse del consuelo de los brazos de Gregory.
—¿No es extraño que una la muerte de tu madre y la de Tristan en un solo sueño? —reflexionó Ivy.
—En realidad, no —contestó él—. Tú y yo hemos sufrido mucho, Ivy, y lo hemos pasado juntos, ayudándonos el uno al otro a seguir adelante. Me resulta bastante lógico que conectes esos sucesos en tu sueño. —Hizo que Ivy alzara el rostro hacia el suyo una vez más y la miró a los ojos con fijeza—. ¿No?
—Supongo que sí —admitió ella.
—Lo echas mucho de menos, ¿verdad? No puedes evitar seguir recordándolo.
Ivy bajó la cabeza; después la levantó para sonreírle a través de las lágrimas.
—Tendré que limitarme a continuar recordando la suerte que he tenido al encontrar a un amigo como tú, a alguien que me entiende de verdad.
—Esto es mejor que cualquier estreno de Hollywood de este verano —dijo Lacey.
—¿Qué pintas tú aquí? —le preguntó Tristan.
Había estado sentado junto a la cama de Ivy viéndola dormir… no sabía desde hacía cuánto tiempo. Por fin Gregory lo había dejado a solas con ella. Por fin Ivy parecía estar tranquila.
Después de que Gregory se hubo marchado, Tristan había estado reflexionando sobre lo que había descubierto y había puesto mucho empeño en intentar mantenerse consciente. Hacía tiempo que no se veía sumido en la oscuridad sin sueños. Ya no lo rodeaba tan rápidamente y tan a menudo como cuando acababa de convertirse en ángel, pero sabía que no podía continuar sin descansar. Aun así, por muy cansado que estuviera, no lograba soportar la idea de abandonar esos momentos a solas con Ivy en el silencio de la noche. Le molestó la intromisión de Lacey.
—Me ha enviado Philip —le dijo.
—¿Philip? No lo entiendo.
—Hoy en Manhattan he encontrado una figurita de un ángel guardián muy guay, un jugador de béisbol con alas. —Agitó los brazos con dramatismo—. Lo he conseguido para regalárselo.
—¿Quieres decir que lo has robado?
—Bueno, ¿y cómo querías que lo pagara? —le espetó—. En cualquier caso, tan sólo había venido a dejárselo. Pero vio mi resplandor y señaló con el dedo en esta dirección. Supongo que imaginaba que su hermana necesitaba toda la ayuda que pudiera conseguir.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí? —le preguntó Tristan. No se había percatado de la llegada de Lacey.
—Desde que Gregory le apartó el pelo de la cara e hizo que la levantara hasta la de él.
—¿Has visto eso?
—Ya te lo he dicho, triunfaría en Hollywood —comentó Lacey—. Hace todos los movimientos necesarios.
La opinión de Lacey era tanto deseable como terrorífica para Tristan. Por un lado, no quería que Gregory hiciera más que jugar a ser romántico con Ivy; no quería que entre ellos ocurriera nada de verdad. Por el otro, Tristan tenía miedo de que detrás de ese juego hubiera alguna motivación oscura.
—Así que también lo has oído todo. Has estado aquí todo este tiempo.
—Sí.
Lacey se encaramó a la cabecera de la cama de Ivy. Sus ojos castaños centelleaban como dos botones brillantes, y los picos de su pelo lila parecían pálidas plumas bajo la luz de la luna. Se situó justo por encima de la cabeza de Ivy.
—No quería molestarte. Estabas muy concentrado en tus pensamientos —le dijo—. Y supuse que querías pasar un rato a solas con ella.
Tristan ladeó la cabeza.
—¿Por qué te muestras tan considerada de repente? ¿Has concluido tu misión? ¿Te estás preparando para marcharte?
—¿Concluido? —A punto estuvo de ahogarse al pronunciar la palabra—. Eehh…, no —negó apartando la mirada de él—. Dudo mucho que vaya a largarme al siguiente reino en algún momento cercano.
—Oh —repuso Tristan—. Entonces, ¿qué ha pasado en Nueva York?
—Eehh…, no creo que deba contártelo. En cualquier caso, creo que mañana saldrá en los periódicos.
Tristan asintió.
—Así que ahora estás recuperando unos cuantos puntos.
—Aprovéchate de mí mientras puedas —lo instó ella.
Tristan sonrió.
—Consigo puntos con ello —apostilló la chica mientras rozaba levemente los labios de Tristan con la punta de una de sus largas uñas; pero la sonrisa de él ya había desaparecido—. Estás verdaderamente preocupado.
—Ya has oído lo del sueño —remarcó Tristan—. Resulta bastante obvio que hay algún tipo de relación entre la muerte de Caroline y la mía.
—Háblame de Caroline. ¿Cómo la palmó? —lo interrogó Lacey.
—Se pegó un tiro, en la cabeza.
—¿Y están seguros de que fue un suicidio?
—Bueno —respondió él—, la policía tan sólo encontró sus huellas en la pistola, y ella aún la sostenía entre los dedos. No dejó ninguna nota, pero había roto fotografías del padre de Gregory y la madre de Ivy.
Lacey bajó de un salto de la cabecera y comenzó a caminar de un lado a otro de la habitación en círculos.
—Supongo que alguien podría haberlo organizado todo para que pareciera un suicidio —comentó Tristan con lentitud—. E Ivy estaba en el barrio aquella noche. Podría haber visto algo. ¡Lacey! ¿Y si Ivy vio algo que no debería…?
—¿Te he contado alguna vez que actué en «Perry Mason»? —lo interrumpió ella.
—¿…y ella ni siquiera se dio cuenta? —continuó Tristan.
—Claro que ahora Raymond Burr ya está muerto —siguió ella.
—Tengo que verificar la dirección de la madre de Gregory —decidió Tristan—, y la dirección donde Ivy hizo la entrega aquella noche.
—En cuanto leí la esquela, busqué en seguida a Raymond —dijo la chica.
—¡Escúchame, Lacey! —exigió Tristan.
—Estaba convencida de que le encomendarían algún tipo de misión…
—Lacey, por favor —suplicó su amigo.
—Pensé que podríamos ser colegas…
—¡Lacey! —gritó Tristan.
—Me refiero a que Raymond sería un ángel increíble…
Tristan descansó la cabeza entre las manos. Necesitaba tiempo para pensar en lo que estaba ocurriendo y en cómo podría mantener a Ivy a salvo.
—Pero debió de seguir adelante a toda velocidad —supuso Lacey.
—Sí —masculló Tristan. Notaba que su mente se tornaba cada vez más borrosa. Necesitaba descansar para poder poner en orden sus ideas.
—¡No podría explicarte la decepción que me llevé!
—Acabas de hacerlo —observó Tristan con tono cansado.
—Raymond dijo que nunca olvidaría el episodio que hice con él.
«Podría haber miles de razones para ello», pensó Tristan.
—Raymond siempre apreció mi talento.
Ivy estaba en peligro y él no sabía cómo prevenirla o contra quién prevenirla, y Lacey no dejaba de parlotear sobre un actor muerto.
—Así que lo que quiero decir es que probablemente pueda ayudarte con este asunto —añadió Lacey.
Tristan la miró fijamente.
—¿Porque hiciste un papel secundario en un episodio con otro actor que fingía ser un abogado que de algún modo terminaba por resolver crímenes televisivos?
—Bueno, si te lo vas a tomar de esa forma, ¡no esperes que te ayude!
Atravesó airada la habitación; después se detuvo con teatralidad y volvió la cabeza para mirarlo por encima del hombro.
Tristan deseó que se marchara de verdad. La luz pálida del amanecer ya bañaba la habitación y los primeros pájaros se habían despertado; sus cantos titilantes iban pasando de un árbol al siguiente. Necesitaba los últimos momentos que podría pasar a solas con Ivy. Se volvió hacia su cama anhelando tocarla.
—Yo no lo haría, si estuviera en tu lugar.
—No sabes lo que voy a hacer —respondió Tristan.
—Bueno, puedo suponerlo —dijo ella a su espalda—. Y estás demasiado exhausto.
—Déjame en paz, Lacey.
—Tan sólo he pensado que debía advertirte.
—¡Déjame en paz!
Y ella lo hizo.
En cuanto se marchó, Tristan alargó la mano. Ivy seguía durmiendo tranquilamente por debajo de ella. Necesitaba tanto tocarla, sentir su calor, reconocer su suavidad una vez más. Reuniendo todas sus fuerzas, Tristan se concentró en las yemas de sus dedos. Sabía que estaba demasiado cansado, demasiado, pero aun así se centró en sus últimos restos de energía. Las puntas de sus dedos dejaron de brillar, ya eran sólidas.
Lenta, delicadamente, le pasó los dedos por la mejilla, sintió su tacto sedoso, lo maravillosa que era. Trazó el contorno de su boca.
¡Ojalá pudiera besar esos labios! Si pudiera abrazar a Ivy, rodearla por completo con sus brazos…
Entonces comenzó a perder el tacto.
Volvió a intentarlo, pero estaba perdiendo el contacto.
—¡No! —gritó. Se sintió como si estuviera muriendo de nuevo. El dolor que le producía perderla era tan intenso, tan insoportable, que cuando la oscuridad sin sueño lo envolvió se entregó a ella por voluntad propia.