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—Me siento tonto —dijo Tristan al contemplar su reflejo en la ventana, en forma de rombo, de la puerta que separaba la cocina del salón del club de antiguos alumnos de la universidad.

Los empleados se afanaban en encender los candelabros y comprobar las copas. En la enorme cocina donde Gary y él aguardaban, las mesas estaban repletas de exquisitas frutas y entremeses. Tristan no tenía ni idea de qué eran la mayoría de ellos o de si debían servirse de alguna forma especial; tan sólo esperaba que tanto los platos como las copas de champán se mantuvieran en lo alto de su bandeja.

Gary estaba peleándose con sus gemelos. No conseguía que el fajín de su esmoquin de alquiler se mantuviera alrededor de la cintura, ya que el velcro no pegaba. Se había abrochado uno de los brillantes zapatos negros, un número más pequeño, con un cordón de sus zapatillas moradas como solución de emergencia. «Gary es un amigo de verdad al acceder a este plan», pensó Tristan.

—Recuerda —le dijo—, pagan bien y necesitamos el dinero para el campeonato del mediooeste.

—A ver cuánto nos queda después de pagar los desperfectos —gruñó Gary.

—¡Todo! —contestó confiadamente Tristan.

¿Tan difícil podía ser pasearse con una bandeja? Gary y él eran nadadores. Su equilibrio natural les había otorgado el derecho a decir una mentirijilla sobre su experiencia cuando se habían entrevistado con el encargado del catering. El trabajo iba a ser pan comido.

Tristan cogió una bandeja de plata y contempló su reflejo.

—No sólo me siento tonto, sino que además lo parezco.

—Lo eres —dijo Gary—. Y quiero que sepas que no soy tan estúpido como para tragarme ese cuento de ganar dinero para el campeonato.

—¿Qué quieres decir?

Gary cogió una fregona y la sujetó de forma que las fibras esponjosas cayeran sobre su cabeza.

—¡Oh, Tristy! —exclamó con voz aguda—. ¡Qué sorpresa verte en la boda de mi madre!

—Cierra el pico.

—¡Oh, Tristy! Deja esa bandeja y baila conmigo.

Gary sonrió y se pasó la mano por el pelo de fregona.

—Su pelo no es así.

—¡Oh, Tristy! He cogido el ramo de mi madre, fuguémonos juntos y casémonos.

—¡No quiero casarme con ella! Sólo quiero que sepa que existo. Sólo quiero salir con ella. ¡Una vez! Y si no le gusto, pues…

Tristan se encogió de hombros como si no le importara, como si el peor enamoramiento de su vida fuera a desaparecer de la noche a la mañana.

—¡Oh, Tristy…!

—Te voy a…

La puerta de la cocina se abrió de golpe.

—Señores —anunció el señor Pompideau—, los invitados a la boda ya han llegado y están esperando a que se les sirva. ¿Cómo ha podido sonreírnos de este modo la Fortuna para que dos garçons tan experimentados como ustedes estuvieran disponibles para ayudarnos a servirles?

—¿Está siendo sarcástico? —preguntó Gary.

Tristan puso los ojos en blanco y ambos se apresuraron a unirse a la fila de camareros que ya estaban en sus puestos.

Durante los primeros diez minutos, Tristan se dedicó a observar a los demás empleados, intentando aprender lo que tenía que hacer. Sabía que a las chicas y a las mujeres les gustaba su sonrisa, y se sirvió de ella siempre que le pareció útil, especialmente cuando el caviar que estaba sirviendo saltó sobre el regazo de una mujer como si de un pez se tratara.

Se abrió paso por el enorme salón de recepción, buscando a Ivy, mirando de reojo a los barrigones que vaciaban su bandeja. Dos de ellos se marcharon con la bebida sobre la ropa, refunfuñando, pero él apenas si se dio cuenta. Lo único en lo que podía pensar era en Ivy. Si la tuviera delante, ¿qué le diría? «¿Una croqueta de cangrejo?». O quizá: «¿Puedo sugerirle la croquette de cangrejé?».

Sí, eso la impresionaría.

¿En qué clase de chico se había convertido? ¿Por qué él, Tristan Carruthers, alguien cuya foto colgaba en cientos de taquillas de chicas (bueno, quizá exagerase un poco), necesitaba impresionarla a ella, una chica sin ningún interés en ocupar su taquilla o, que él supiera, la de ningún otro? Caminaba por los mismos pasillos que él, pero era como si viviera en otro mundo.

Se había fijado en ella el primer día que llegó al instituto. No era tan sólo esa clase distinta de belleza, su maraña salvaje de cabello rubio y rizado y sus ojos de color verde mar lo que hacía que quisiera mirarla continuamente y tocarla, sino la manera en que parecía libre de las cosas que obsesionan a los demás: la forma en que se concentraba en la persona con quien hablaba, sin mirar a su alrededor para comprobar quién más había; la forma en que se vestía sin intentar parecerse a nadie; la forma en que quedaba absorta por una canción. Un día, Tristan se había plantado en la puerta de la clase de música del instituto, cautivado. Por supuesto, ella ni siquiera se había percatado de su presencia.

Dudaba que ella supiera que existía. Pero ¿era ese catering una buena forma de ponerla al corriente? Tras recuperar una croqueta de cangrejo que había rodado hasta detenerse entre unos zapatos acabados en punta, empezaba a tener sus dudas.

Y entonces la vio. Iba vestida de rosa y rosa y más rosa: metros de tela rosa brillante que caía desde sus hombros. Debía de llevar, además, algún tipo de aro bajo la falda.

Gary pasó en ese momento por su lado. Tristan se volvió demasiado de prisa y sus codos chocaron. Ocho copas temblaron y se derramó un poco de vino tinto.

—¡Menudo vestido! —exclamó Gary con una risita.

Tristan se encogió de hombros; sabía que el vestido era cursi, pero no le importaba.

—Se lo acabará quitando —replicó.

—Un poco presuntuoso por tu parte, amigo.

—¡No era eso lo que quería decir! Lo que…

—Pompideau —lo avisó Gary, y ambos se dispersaron rápidamente.

No obstante, el encargado alcanzó a Tristan y lo arrastró a la cocina. Cuando volvió a salir, llevaba una fuente plana con verduras y un recipiente poco profundo con una especie de salsa; todo cosas que no se derramaban. Se percató de que algunos de los invitados parecían reconocerlo y se apartaban rápidamente de su camino cuando se acercaba. Así pues, se dedicó a pasear una bandeja repleta de un lado a otro, sin apenas tener que fijarse por dónde iba, y tuvo mucho tiempo para contemplar la fiesta.

—¡Eh, tú, nadador! Nadadooor.

Era alguien del instituto, seguramente uno de los amigos de Gregory. A Tristan nunca le habían gustado los chicos y las chicas que iban con él. Todos tenían dinero y alardeaban de él; además, hacían cosas estúpidas y siempre estaban buscando nuevas emociones.

—Nadadooor, ¿estás sordo? —insistió el chico.

Era Eric Ghent, un tipo rubio con la cara alargada. Estaba apoyado distraídamente en la pared, aferrando un aplique.

—Lo siento —dijo Tristan—. ¿Hablabas conmigo?

—Te conozco, Paredes, te conozco. ¿Es esto lo que haces entre un largo y otro?

Eric soltó la lámpara y se tambaleó ligeramente.

—Esto es lo que hago para poder permitirme hacer largos —contestó Tristan.

—Estupeeendo. Te compraré máaas largos.

—¿Qué?

—Paredes, haré que te salga rentable traerme una copa.

Tristan lo miró detenidamente.

—Creo que ya te has tomado una.

Eric alzó cuatro dedos y luego dejó caer la mano.

—Cuatro —se corrigió Tristan.

—Es una fiesta privada —dijo Eric—. Sirven a los menores. Bueno, fiesta privada o no, servirán lo que sea a quien quiera el viejo Baines. Ya sabes que el hombre compra a cualquiera.

«De alguien ha tenido que aprender Gregory», pensó Tristan.

—Bueno, en ese caso, el bar está por ahí.

Intentó seguir su camino, pero Eric se plantó delante de él.

—El problema eees que me han cortado el grifo.

Tristan respiró profundamente.

—Necesito una copa, Paredes. Y túuu necesitas dinero —continuó Eric.

—No acepto propinas —dijo él firmemente.

Eric se echó a reír.

—Bueno, quizá no te las den. He visto cómo chocabas con la gente. Aunque pienso que deberías aceptarlas.

—¿Perdón?

—Nos necesitamos el uno al otro. Tenemos dos opciones: ayudarnos o pelearnos.

Tristan no respondió.

—¿Me has entendido, Paredes?

—Te he entendido, pero no puedo ayudarte.

Eric dio un paso adelante y Tristan retrocedió, pero él volvió a acercarse.

Tristan se puso tenso. En su opinión, el amigo de Gregory era un peso ligero, igual de alto que él, pero ni de lejos tan ancho de espaldas. No obstante, el chico había bebido y no tenía nada que perder; nada del estilo de una bandeja enorme repleta de verduras. «Ningún problema —pensó—, una finta rápida hará que se desplome y se caiga de bruces».

Con lo que Tristan no había contado era con que el cortejo nupcial pasara por allí en ese preciso instante. Lo vio venir por el rabillo del ojo, por lo que tuvo que virar y chocó con el inestable Eric. Trozos de apio, coliflor, champiñones, tiras de pimiento, brócoli y guisantes salieron disparados hacia uno de los candelabros y cayeron cual lluvia sobre el cortejo.

Entonces ella lo miró. Ivy, la reluciente Ivy. Por un momento sus miradas se encontraron. Sus ojos eran redondos como los tomatitos cherry que acababan de caer sobre los invitados de su madre.

Tristan podía estar seguro de que finalmente ella sabía que existía y, también, de que nunca saldría con él, jamás.

—Puede que tuvieras razón, Ivy —susurró Suzanne cuando miraron al suelo y lo vieron todo salpicado de verduras crudas—. En tierra firme, Tristan es un poco patoso.

«¿Qué está haciendo aquí? —se preguntó ella—. ¿Por qué no se ha quedado en su piscina, donde pertenece?». Sabía que sus amigas se convencerían de que estaba siguiéndola, y sintió vergüenza.

Beth se dirigió hacia ellas de puntillas; aun así, se le clavó un tomate en el tacón.

—Quizá se dedique a esto para ganar algo de dinero —dijo al ver la expresión preocupada de Ivy.

Suzanne negó con la cabeza.

—¿A tirarle brócoli a la novia?

—Ese nadador pelirrojo tan mono también está aquí —prosiguió Beth.

Llevaba el pelo recogido en lo alto de la cabeza, lo que hacía que pareciera aún más un búho.

—Ninguno de los dos tiene ni idea de lo que está haciendo —señaló Suzanne.

—Sólo están aquí para esta noche —se lamentó Ivy.

—Creo que Tristan está algo necesitado —añadió Beth.

—¿De dinero o de Ivy? —preguntó Suzanne, y ambas se echaron a reír.

—Oh, venga, Ivy —dijo Beth tocándole el brazo con suavidad—. ¡Es divertido! Seguro que ha puesto unos ojos como platos al ver lo que llevabas puesto.

Suzanne abrió los suyos de manera exagerada y empezó a tararear la melodía de Lo que el viento se llevó.

Ivy hizo una mueca de disgusto. Era consciente de que parecía Escarlata O’Hara después de haberle caído encima un chaparrón de purpurina. Por desgracia, era el vestido que su madre había escogido especialmente para ella.

Suzanne siguió tarareando.

—Seguro que a Gregory también se le han puesto unos ojos como platos al ver lo que no llevabas puesto —añadió Ivy con la esperanza de hacerla callar.

Suzanne llevaba un vestido negro de tubo muy escotado.

—¡Eso espero!

—Hablando del rey de Roma —dijo Beth.

—¡Aquí estás, Ivy! —Gregory hablaba con voz agradable e incluso cómplice.

Suzanne se volvió en seguida hacia él, pero éste le ofreció el brazo a Ivy.

—Nos esperan en la mesa de los novios.

Con la mano ligeramente apoyada sobre el brazo de él, Ivy caminó a su lado, deseando que fuera Suzanne la que estuviera en su lugar. Su madre levantó la vista cuando se acercaron y esbozó una radiante sonrisa al ver a Ivy con su abombado vestido.

—Gracias —dijo Ivy cuando Gregory le apartó la silla.

Él sonrió, mostrando esa sonrisa secreta que había visto por vez primera en el campeonato de natación. Luego se agachó y acercó los labios a su cuello descubierto.

—Ha sido un placer, madame.

Ivy notó que se le ponía la carne de gallina. «Está jugando, simplemente síguele el juego», se dijo. Desde aquel día, él había estado haciendo bromas e intentando ser amable, y ella sabía que debía concederle puntos por eso; sin embargo, seguía prefiriendo al antiguo y distante Gregory.

Había entendido a la perfección la fría reacción de él a su llegada al instituto. Comprendía que debía de haber sido un terrible golpe para él enterarse de que Maggie se mudaba con su prole de su apartamento de Norwalk a un piso que su padre había alquilado en Stonehill y que eso era tan sólo un paso previo a la boda.

El lío entre Andrew y Maggie había empezado años antes. Aunque los líos líos son, como dice la gente, y Andrew y su madre eran una pareja muy dispar: el adinerado y distinguido rector de una universidad y la peluquera de su esposa. ¿Quién iba a adivinar que años después de su aventura, años después del divorcio de Andrew, Maggie y él acabarían casándose?

Incluso a Ivy la había sorprendido. Su padre había muerto cuando ella era una niña, y había crecido viendo a su madre pasar de un novio a otro; estaba convencida de que siempre sería así.

Se inclinó hacia adelante para mirar a su madre, pero captó la atención de Andrew, que le dirigió una sonrisa y le dio un codazo a su nueva esposa. Maggie también le sonrió. Parecía tan feliz…

«Ángel del amor, cuida de mamá. Cuida de todos nosotros. Haz que seamos una familia feliz, feliz y fuerte», rezó en silencio Ivy.

—¿Debería decirte que, esto…, tus brillantes están nadando en la sopa?

Ivy se echó hacia atrás en seguida. Gregory rompió a reír y le ofreció su servilleta.

—Ese vestido puede meterte en muchos líos —bromeó—. Antes casi deja ciego a Tristan Carruthers.

Ivy notó cómo se ruborizaba. Quería dejar claro que había sido Eric y no ella…

—Lo siento por la mesa a la que le toque como camarero esta noche. Por la suya y por la de ese otro deportista —añadió Gregory, aún sonriendo—. Espero que no sea la nuestra.

Ambos echaron un vistazo a la sala.

«Yo también —pensó Ivy—. Yo también».

Poco después de la lluvia de verduras, le dijeron que podía y, de hecho, debía marcharse inmediatamente. Tristan, cansado y humillado, se habría ido gustosamente, pero debía llevar a Gary a su casa. Así que se quedó merodeando por la cocina hasta que encontró una despensa donde esconderse.

Estaba oscura y tranquila. Los estantes estaban repletos de cajas y latas enormes. Acababa de acomodarse sobre una caja de cartón cuando oyó unos crujidos detrás. «Serán ratones o ratas», pensó. No le importaba. Como consuelo se imaginó en lo alto del pódium, con la bandera de Estados Unidos izada detrás y el himno sonando de fondo, mientras Ivy lo veía en la televisión y se lamentaba por haber perdido la oportunidad de salir con él.

—Soy idiota —se dijo apoyando la cabeza en las manos—. Puedo tener a cualquier chica que quiera y…

Una mano se posó sobre su hombro. Tristan levantó la cabeza y se encontró con la cara pálida y triangular de un niño de unos ocho años. Iba bien vestido, llevaba el nudo de la corbata bien hecho y el pelo negro muy aplastado. Debía de ser uno de los invitados a la boda.

—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó Tristan.

—¿Me has traído comida? —lo interrogó el niño.

Tristan frunció el ceño, molesto por tener que compartir su escondrijo, un lugar acogedor en el que suspirar por Ivy.

—¿Por qué no la coges tú mismo?

—Me verán —contestó el muchacho.

—¡Y a mí!

La boca del niño se tornó una línea fina y recta; su expresión era firme, aunque sus ojos parecían vacilantes. Puso cara de enfadado.

—Parece que los dos intentamos lo mismo —dijo Tristan con voz amable—: escondernos.

—Tengo mucha hambre. Ni he desayunado ni he comido —añadió el niño.

Por la puerta entreabierta, Tristan podía ver a los otros camareros entrar y salir a toda prisa. Acababan de empezar a servir la cena.

—A lo mejor tengo algo en el bolsillo.

Sacó una croqueta de cangrejo aplastada, algunas gambas, tres tallos de apio rellenos, un puñado de anacardos y algo irreconocible.

—¿Eso es sushi? —preguntó el niño.

—Me has pillado. Todo esto ha ido a parar al suelo y luego a mi bolsillo, y no sé dónde ha estado la chaqueta porque es alquilada.

El chico asintió solemnemente y estudió la selección que Tristan le había presentado.

—Me gustan las gambas —dijo al fin.

Cogió una, escupió sobre ella y la limpió con el dedo. Hizo lo mismo con todas las demás, luego con la croqueta de cangrejo y, por último, con el apio. Tristan se preguntaba si escupiría sobre cada uno de los diminutos anacardos. Sentía curiosidad por conocer cuál sería el gran problema del niño para no haber comido nada en todo el día y haber acabado escondiéndose en una oscura despensa.

—Me parece que no te gustan mucho las bodas —dijo.

El niño lo miró y, acto seguido, le dio un mordisco a la cosa irreconocible.

—¿Tienes nombre, chaval?

—Sí.

—Yo me llamo Tristan, ¿y tú?

El chico dejó a un lado el entremés irreconocible y empezó a limpiar los anacardos.

—Quiero cenar —respondió—. Estoy hambriento.

Tristan miró por el resquicio de la puerta. Los camareros entraban y salían apresuradamente de la cocina.

—Hay mucha gente.

—¿Estás metido en algún lío? —preguntó el niño.

—Algo así, nada serio. ¿Y tú?

—Aún no.

—Pero ¿lo estarás?

—Cuando me encuentren.

Tristan asintió.

—Imagino que ya te habrás dado cuenta de que no puedes quedarte aquí para siempre.

El niño entornó los ojos y examinó los estantes de la oscura habitación, como si estuviera considerando seriamente sus posibilidades. Tristan puso la mano sobre el brazo del chico.

—Colega, ¿qué problema tienes? ¿Quieres contármelo?

—Lo que quiero es cenar —contestó.

—¡Vale, vale! —dijo Tristan, irritado.

—También quiero postre.

—¡Comerás lo que pille! —exclamó secamente.

—De acuerdo —contestó el chico, sumiso.

Tristan suspiró.

—No me lo tengas en cuenta, estoy algo gruñón.

—No te lo tendré en cuenta —le aseguró el niño con dulzura.

—Mira, colega —dijo Tristan—, sólo queda un camarero y mucha comida. ¿Vienes conmigo? ¡Bien! Ya se va. Ladrones, a sus puestos, preparados…

—¿Dónde está Philip? —preguntó Ivy.

Iban por la mitad de la cena cuando se percató de que su hermano no estaba en su sitio.

—¿Habéis visto a Philip? —dijo levantándose de la silla.

Gregory la obligó a sentarse de nuevo.

—Yo no me preocuparía, Ivy. Estará jugando por ahí.

—Pero no ha comido nada en todo el día —replicó ella.

—Entonces, estará en la cocina —dijo él simplemente.

Gregory no lo entendía. Su hermano pequeño llevaba semanas amenazando con fugarse. Había intentado explicarle una y otra vez lo que estaba pasando, lo bien que estarían en su enorme casa en la que había una cancha de tenis y vistas al río, y lo estupendo que sería tener a Gregory como hermano mayor; pero no se lo había tragado. En realidad, tampoco Ivy lo había hecho.

Retiró la silla, demasiado a prisa como para que Gregory la detuviera, y se dirigió a la cocina.

—¡Al ataque! —dijo Tristan.

Sobre la caja que había entre él y el chico había un montón de comida: un filete carbonizado, unas cuantas gambas, verduras surtidas, algo de ensalada y unos bollos untados en exceso con mantequilla.

—No está nada mal —comentó el niño.

—¿Nada mal? ¡Pero si es un festín! ¡Vamos, come! Necesitamos coger fuerzas para capturar el postre.

Tristan atisbó una pequeña sonrisa que desapareció acto seguido.

—¿Con quién tienes problemas? —quiso saber el chico.

Tristan acabó de masticar.

—Con el encargado del catering, el señor Pompideau. Trabajaba para él y derramé varias cosas, también mojé unos cuantos pantalones.

El niño sonrió, una gran sonrisa en esa ocasión.

—¿Mojaste al señor Lever?

—¿Debería haber sido mi objetivo? —preguntó Tristan.

El niño asintió, su cara iluminándose considerablemente al imaginarlo.

—Da igual, Pompideau me dijo que llevara cosas que no pudieran derramarse, imagínate.

—¿Sabes qué le habría dicho yo?

Había dejado de fruncir el ceño y había pasado a engullir comida mientras hablaba con la boca llena. Parecía estar cien veces mejor que hacía tan sólo quince minutos.

—¿Qué?

—Le habría dicho: «¡Llévalo tú con la oreja!».

—¡Buena idea! —dijo Tristan cogiendo un tallo de apio—. Llévalo con la oreja, Pompideau.

El niño rió a carcajadas. Tristan se colocó el apio en la oreja.

—¡Con la otra oreja, Pompideau! —ordenó el niño.

Tristan cogió más apio.

—¡En el pelo, yabadabadú! —continuó el chico, transportado por el juego.

Tristan cogió un puñado de lechuga en tiras y se la puso en el pelo, descubriendo, demasiado tarde, que estaba aderezada con una vinagreta. El niño echó la cabeza hacia atrás y rió alegremente.

—¡En la nariz, Scooby Doo!

«Y ¿por qué no?», pensó Tristan. Él también había tenido ocho años, y recordaba que a los niños pequeños las narices y los mocos les parecían algo muy divertido. Cogió dos colas de gamba y se las metió en la nariz, dejando que el extremo asomara por sus orificios.

El crío estuvo a punto de caerse de la caja debido a la risa.

—¡En los dientes, Scooby Doo!

Dos aceitunas negras bastaron, cada una en un diente, para conseguir dos incisivos negros.

—En…

Tristan estaba ocupado acomodando el apio y las gambas y no se había dado cuenta de que el haz de luz se había ampliado. Tampoco vio cómo el chico se demudaba.

—¿En dónde, Scooby Doo?

Y entonces levantó la vista.