3

Suzanne apartó de un manotazo una rama de una planta colgante que necesitaba una poda; después se estiró ostentosamente sobre su diván. Llevaba puesta una bata de seda dorada y se había enrollado en la cabeza una toalla verde y dorada a modo de turbante. Todo lo que había en la habitación —la enorme bañera redonda, los cojines, la lujosa moqueta y el papel de las paredes de seda veteada— era verde o dorado.

La primera vez que Ivy había entrado en esa habitación de la casa de Suzanne, se le habían salido los ojos de las órbitas. Por aquel entonces tenía siete años. Aquel baño suntuoso, la elegante habitación infantil y los baúles forrados de terciopelo que contenían veintiséis muñecas Barbie convencieron a Ivy de inmediato de que Suzanne era una princesa, y su amiga no se comportaba de un modo diferente. Era una extraordinaria princesa que compartía alegremente todos sus juguetes y que poseía un buen ramalazo de fiereza.

Aquel día, Ivy y Suzanne se habían cortado pequeños mechones de su propio cabello para hacerles pelucas a las muñecas. Veintiséis muñecas requerían mucho pelo. Ivy supuso que nunca volverían a invitarla, pero la señora Goldstein empezó a ir a recogerla muy a menudo, ya que Suzanne decía que deseaba jugar con Ivy más incluso de lo que deseaba su paga o un poni.

Suzanne suspiró, se ajustó el turbante y abrió los ojos.

—¿Tienes frío, Ivy?

Ella negó con la cabeza.

—Estoy perfectamente.

Tras llevar a Suzanne a casa desde la fiesta, Ivy se había quitado el bañador mojado y se había puesto una camiseta y unos pantalones cortos. Suzanne le había prestado una bata rosa satinada que resultaba necesaria en la casa debido al aire acondicionado. Hacía que Ivy se sintiera parte del escenario de princesa.

—Perfectamente —repitió Suzanne al tiempo que levantaba una pierna larga y bronceada y estiraba los dedos de los pies. De repente le dio un manotazo desgarbado a la planta que colgaba sobre su cabeza, después dejó caer la pierna y se echó a reír. Ahora que se había duchado y se había quitado la tarta y la nata montada del pelo, estaba de mucho mejor humor—. Él es… perfecto. Dime la verdad, Ivy —continuó—, ¿Gregory piensa en mí a menudo?

—¿Y cómo voy a saberlo yo, Suzanne?

Su amiga se volvió para mirar a Ivy.

—Bueno, ¿habla sobre mí?

—Lo ha hecho —dijo ella con precaución.

—¿Mucho?

—Está claro que a mí no me iba a contar mucho. Sabe que soy tu mejor amiga y que te lo comentaría a ti, o al menos que me torturarías hasta que te lo dijera. —Ivy esbozó una sonrisa burlona.

Suzanne se incorporó y se quitó la toalla de la cabeza con brusquedad. Una maraña de pelo negro azabache cayó sobre sus hombros.

—Le encanta coquetear —aseguró—. Gregory sería capaz de flirtear con cualquiera… incluso contigo.

Ivy no se ofendió a causa de esas palabras.

—Está claro que lo haría —confirmó—. Sabe que te afecta. A él también le gustan los juegos.

Suzanne bajó la barbilla y le dirigió una sonrisa a Ivy a través de mechones de pelo mojado.

—¿Sabes? —continuó Ivy—, los dos le estáis proporcionando un montón de material a Beth. Habrá escrito cinco novelas románticas antes de que acabemos el instituto. Si yo fuera tú, le pediría una comisión.

—Mmm —Suzanne sonrió para sí—. Y sólo acabamos de empezar.

Ivy lanzó una carcajada y se puso en pie.

—Bueno, ahora tengo que irme.

—¿Te vas? ¡Espera! Apenas hemos hablado sobre las otras chicas de la fiesta. —Habían estado diseccionando al resto de las chicas a lo largo de todo el camino hacia casa y habían gritado una docena más de comentarios maliciosos por encima del fuerte repiqueteo de la ducha de Suzanne—. Y no hemos hablado sobre ti —siguió Suzanne.

—Bueno, en lo que se refiere a mí, en realidad no hay mucho de lo que hablar —dijo Ivy. Se quitó la bata y comenzó a doblarla.

—¿Nada? Eso no es lo que he oído —le espetó Suzanne con picardía.

—¿Qué has oído?

—Bien, en primer lugar, quiero que sepas que cuando lo oí…

—¿Oíste el qué? —preguntó Ivy con tono impaciente.

—… les dije que, como alguien que te conoce desde hace mucho tiempo, creía que era algo bastante improbable.

—¿Qué es lo que considerabas improbable?

Suzanne comenzó a cepillarse el pelo.

—Puede que incluso dijera que muy improbable… No me acuerdo.

Ivy se sentó de nuevo.

—Suzanne, ¿de qué estás hablando?

—Al menos les dije que me sorprendía mucho oír que te estabas liando con Eric en la parte honda.

Ivy se quedó boquiabierta.

—¡Liándome con Eric! ¿Y les dijiste que era improbable? ¡Más bien absolutamente imposible! Suzanne, ¡sabes que jamás haría eso!

—Ya no estoy segura de nada con respecto a ti. Las personas hacen cosas extrañas cuando están atravesando un duelo. Se sienten solas. Prueban diferentes formas de olvidar… ¿Qué estabais haciendo exactamente?

—Jugando.

—¿A un juego de besos?

Ivy resopló.

—A un juego estúpido.

—Vale, me alegro de oír eso —comentó Suzanne—. No creo que Eric te convenga. Va demasiado de prisa y tontea con algunas cosas raras. Pero está claro que deberías empezar a quedar con chicos de nuevo.

—No.

—Ivy, ya es hora de que empieces a vivir otra vez.

—Vivir no es lo mismo que salir con chicos —señaló ella.

—Para mí, sí.

Ambas se echaron a reír.

—Y ¿qué hay de Will? —preguntó Suzanne.

—¿Qué pasa con él?

—Bueno, es una especie de novato en Stonehill, como tú, y le va lo artístico…, como a ti. Gregory me ha dicho que las pinturas que va a presentar en el festival son asombrosas.

Gregory también se lo había comentado a Ivy. Se preguntó si su amiga y su hermanastro estarían conspirando para que ella y Will terminaran juntos.

—Ya no estás enfadada porque dibujara aquellos ángeles, ¿verdad? —inquirió Suzanne.

«Porque dibujara una imagen de Tristan caracterizado como un ángel rodeándome con sus brazos», la corrigió Ivy en silencio.

—Sé que creyó que eso me haría sentir mejor —dijo en voz alta.

—Pues dale un respiro, Ivy. Sé lo que estás pensando. Sé exactamente cómo te sientes. ¿Te acuerdas de cuando murió Rayo de Sol y yo dije «Se acabaron los lulús de Pomerania. No quiero volver a tener un perro nunca jamás»? Pero ahora tengo a Peppermint y…

—Lo pensaré, ¿de acuerdo?

Ivy sabía que Suzanne tenía buenas intenciones, pero perder a Tristan no se parecía en nada a perder un perro de catorce años, medio ciego y completamente sordo. Estaba cansada de tratar con personas que tenían buenas intenciones y decían cosas ridículas.

Quince minutos después, Ivy se dirigía a su casa por el largo camino que trepaba por la colina en su viejo Dodge. Hacía varios meses no lo habría creído posible, pero habían llegado a gustarle el bajo muro de piedra, las sombras de los árboles y las ráfagas de flores silvestres por delante de los que pasaba: el muro, los árboles y las flores de su padrastro, Andrew. En realidad ya se sentía como en casa en la enorme construcción blanca situada en la cima de la colina, con sus alas y sus chimeneas dobles y sus pesadas contraventanas negras. Los techos altos ya no le parecían tan altos, el amplio vestíbulo y la escalinata central ya no la intimidaban, aunque todavía solía escabullirse a toda prisa por la escalera trasera.

Faltaba aproximadamente una hora para la cena e Ivy tenía ganas de pasar un rato a solas en su sala de música. Hacía justo cuatro semanas de la muerte de Tristan —a pesar de que nadie más parecía haberse dado cuenta de la fecha—, y justo cuatro semanas desde que ella había dejado de tocar el piano. Su hermano de nueve años, Philip, le había suplicado que tocara para él como hacía antes, pero cada vez que se sentaba en la banqueta el frío la inundaba por dentro. La música estaba congelada en algún punto de su interior.

«Tengo que superar este bloqueo», pensó Ivy mientras metía el coche en el garaje de la parte trasera de la casa.

Faltaban dos semanas para el Festival de las Artes de Stonehill y Suzanne la había inscrito como intérprete. Si Ivy no comenzaba a ensayar pronto, Philip y ella tendrían que hacer su famoso dúo de Chopsticks.[2]

Se detuvo antes de entrar en el garaje para observar a su hermano, que jugaba debajo de su casa del árbol. Estaba tan absorto en su juego que no se percató de la presencia de Ivy.

Pero Ella sí lo hizo. Fue como si la gata la hubiera estado esperando con sus ojos verdes abiertos de par en par y una mirada expectante. Comenzó a ronronear antes incluso de que Ivy la acariciara alrededor de las orejas, en su punto favorito; después siguió a la chica al interior de la casa.

Ivy saludó a su madre y a Henry, el cocinero, que estaban sentados a la mesa de la cocina. Henry tenía aspecto de estar agotado, y su madre, cuyas recetas más complicadas estaban copiadas de las latas de sopa, parecía confusa. Ivy supuso que estaban planeando el menú para otra cena ofrecida a los benefactores de la universidad de Andrew.

—¿Cómo te ha ido en la fiesta, cariño? —le preguntó su madre.

—Bien.

Henry estaba muy ocupado tachando elementos de la lista de Maggie.

—Pollo a la king, tarta de chocolate con nata montada —decía mientras resoplaba con desaprobación.

—Os veo luego —dijo Ivy. Y, cuando ninguno de los dos levantó la vista, se encaminó hacia la escalera trasera.

La parte oeste de la casa, donde estaban situados el comedor, la cocina y la sala de estar, era la zona que más se usaba. Una estrecha galería repleta de cuadros unía la sala de estar con el ala ocupada por el despacho de Andrew en el primer piso y la habitación de Gregory en el segundo. Ivy subió la pequeña escalera que salía de la galería y después cruzó el pasillo que llevaba de vuelta a la parte principal de la casa hasta alcanzar el distribuidor que daba acceso a su habitación y a la de Philip. Tan pronto como entró en su dormitorio, olió algo dulce.

Ahogó un grito de sorpresa. Sobre su cómoda, al lado de la foto de Tristan en la que llevaba su gorra de béisbol favorita y su vieja chaqueta del instituto, había una docena de rosas color lavanda. Las lágrimas acudieron a sus ojos a toda velocidad, como si esas gotas saladas hubieran estado todo el tiempo allí sin que ella lo supiera.

Tristan le había regalado quince rosas color lavanda el día después de su discusión acerca de su fe en los ángeles, una por cada una de sus figuritas de ángeles. Cuando vio lo mucho que le gustaba a Ivy el extraño color de las flores, le había comprado más y se las había dado mientras iban de camino a una cena romántica la noche del accidente.

Había una nota junto a las rosas. La caligrafía irregular de Gregory nunca era fácil de descifrar, y menos aún a través de las lágrimas. Ivy se enjugó los ojos y volvió a intentarlo.

«Sé que éstas han sido las cuatro semanas más duras de tu vida», decía la nota.

Ivy bajó el jarrón y recostó suavemente su rostro contra los pétalos olorosos. Gregory la había apoyado, había estado pendiente de ella desde la noche del accidente. Mientras que todos los demás la animaban a rememorar aquella noche y a hablar sobre el accidente —porque, decían, la ayudaría a sobreponerse—, él le permitía que se tomara su tiempo, la dejaba buscar su propia forma de curarse. Quizá fuera su propia pérdida, el suicidio de su madre, lo que lo había hecho tan comprensivo.

Su nota revoloteó hasta el suelo. Ivy se agachó rápidamente y la recogió, pero se le escapó por segunda vez. Cuando intentó volver a recogerla, el papel se rasgó un poco entre sus dedos, como si se hubiera enganchado con algo. Frunció el entrecejo y alisó la nota con delicadeza. Luego volvió a colocarla sobre la cómoda deslizando una de las esquinas bajo el pesado jarrón.

A pesar de las lágrimas, en ese momento se encontraba más serena. Decidió tratar de tocar el piano con la esperanza de encontrar la música en su interior.

—Venga, Ella. Vayamos arriba. Tengo que ensayar.

La gata la siguió a través de una puerta que había en la habitación y que escondía un empinado tramo de escaleras que llevaba al tercer piso de la casa. Andrew había amueblado la sala de música de Ivy, que tenía el techo abuhardillado y un tragaluz, para ofrecérsela como un regalo. A Ivy todavía le resultaba difícil creer que tuviera su propio piano, un piano de cuarto de cola con unas teclas brillantes y sin desportillar que mantenían perfectamente afinado. Aún se maravillaba ante el sonido del reproductor de discos compactos, así como ante el gramófono antiguo en el que podía poner la colección de discos de jazz que había pertenecido a su padre.

Al principio Ivy se había sentido avergonzada por el modo en que Andrew los colmaba tanto a ella como a Philip de regalos caros. Creyó que aquello era algo que hacía enfadar a Gregory. Pero ahora le parecía que había pasado mucho tiempo, que los meses en los que pensaba que Gregory la odiaba por invadir su vida doméstica y escolar estaban muy lejos.

Ella entró en la habitación a toda prisa por delante de ella y se encaramó al piano de un salto.

—Así que estás segura de que hoy voy a tocar —le dijo Ivy.

La gata aún conservaba aquella mirada perpleja y, mientras ronroneaba, contemplaba un punto situado justo por detrás de la chica.

Ivy sacó sus libros de música para intentar decidir qué tocaba. Cualquier cosa, cualquier cosa con tal de hacer que sus dedos se pusieran en movimiento. En el festival interpretaría alguna pieza que ya hubiera tocado en sus anteriores recitales. Mientras revisaba las partituras clásicas, dejó a un lado un libro de canciones de musicales de Broadway. Ése era el único tipo de música antigua y suave que Tristan, fan del rock, había conocido.

Llegó hasta Liszt y abrió la partitura. A Ivy le temblaron las manos cuando acarició las suaves teclas y comenzó a practicar sus escalas. A sus dedos les agradó la sensación familiar de los estiramientos; el repetitivo ascenso y descenso de las notas la tranquilizó. Levantó la vista hacia los compases iniciales de Liebestraum y se dispuso a tocar. Entonces sus manos asumieron el control y fue como si nunca hubiera dejado de tocar. A lo largo del último mes se había estado coartando a sí misma, pero en ese momento se abandonó a la música que se arremolinaba en torno a ella. La melodía quería arrastrarla, y ella se lo permitió, le permitió que la llevara a donde quiera que fuera.

«Te quiero, Ivy Lyons, y algún día me creerás».

Dejó de tocar. Sentirlo tanto la abrumó. El recuerdo era tan fuerte —él de pie detrás de ella bajo la luz de la luna, escuchándola tocar— que no podía creer que ya no estuviera. Ivy dejó caer su cabeza sobre el piano.

—¡Tristan! ¡Te echo de menos, Tristan!

Lloró como si alguien acabara de decirle que él había muerto. «Nunca se hará más llevadero —pensó—. Nunca».

Ella se acercó a su cabeza y la olisqueó. Cuando las lágrimas de Ivy dejaron de brotar, la joven alargó la mano hacia la gata. Entonces oyó un ruido: tres notas nítidas. «Las patas de Ella deben de haber resbalado —pensó—. Debe de haber pisado las teclas del piano».

Parpadeó para secarse los ojos y acunó a la gata entre sus brazos.

—¿Qué haría yo sin ti, Ella?

Abrazó al animal hasta que recuperó el ritmo normal de la respiración. Entonces depositó a la gata con suavidad sobre la banqueta y se puso de pie para ir a lavarse la cara. Ivy estaba ya a medio camino de la puerta, de espaldas al piano, cuando oyó de nuevo las tres mismas notas. Esa vez, la idéntica serie de tres sonó dos veces.

Se volvió hacia Ella, que parpadeó mientras le devolvía la mirada. Ivy se rió a pesar de que las lágrimas volvían a correr por sus mejillas.

—O yo me estoy volviendo loca, Ella, o tú has estado ensayando.

Después descendió la escalera de camino a su habitación.

En ese momento le apetecía bajar las persianas y dormir, pero no se lo permitió. No creía que el dolor fuera a aliviarse nunca, pero tenía que salir adelante, debía seguir concentrándose en la gente que la rodeaba. Sabía que Philip se había dado por vencido con ella. Hacía tres semanas que había dejado de pedirle que tocara con él. Ahora sería ella la que saliera y se lo pidiera a él.

Desde la puerta de atrás lo vio realizando algún tipo de ritual mágico de cocina debajo de dos arces enormes y de su nueva casa del árbol. Había colocado unos cuantos palos en una pila sobre la que descansaba una vieja olla de cocción lenta.

«Es tan sólo cuestión de tiempo que decida prender fuego a una de esas pilas e incendie el jardín de Andrew», se dijo Ivy. Ya había hecho unos cuantos dibujos con tiza en el camino de entrada.

Lo observó un tanto divertida y, mientras lo hacía, las seis notas volvieron a resonarle en la cabeza. Las notas repetidas le resultaban conocidas, como si pertenecieran a una canción que hubiera escuchado hacía mucho tiempo. De repente, a ellas se unieron unas palabras: «Cuando camines a través de la tormenta…».

A medida que iba recordando lentamente las palabras, Ivy cantaba: «Cuando camines a través de la tormenta… mantén la cabeza bien alta. —Hizo una pausa—. Y no tengas miedo de la oscuridad». La canción pertenecía al musical Carrusel. No recordaba mucho del espectáculo, salvo que al final un hombre que había muerto regresaba con un ángel junto a alguien a quien amaba. El título de la canción le vino a la mente.

Nunca caminarás solo —dijo en voz alta.

Se llevó la mano a la boca. Se estaba volviendo loca si se imaginaba que Ella tocaba notas concretas, si se imaginaba una melodía con un mensaje. Aun así, halló cierto alivio al recordar esa canción.

En el otro extremo del césped, Philip tarareaba su propia canción con suavidad sobre una olla de hierbajos larguiruchos. Ivy se acercó a él en silencio. Cuando su hermano alzó la vista y agitó su varita mágica en dirección a ella, supo que la había convertido en un personaje de su juego. Ella le siguió la corriente.

—¿Podría ayudarme, señor? —dijo—. Llevo días perdida en el bosque. Estoy lejos de mi hogar y no tengo nada que llevarme a la boca.

—Siéntate, niñita —la conminó Philip con la voz temblorosa de un hombre viejo.

Ivy se mordió el labio inferior para evitar que se le escapara la risa.

—Yo te alimentaré.

—Usted no… usted no es un hechicero, ¿verdad? —inquirió con dramática cautela.

—No.

—Bien —asintió ella mientras tomaba asiento junto a «la hoguera» y fingía que se calentaba las manos en ella.

Philip llevó la olla de hojas y hierbas hasta Ivy.

—Soy un mago.

—¡Oh! —Ivy se puso en pie de un salto.

Philip estalló en carcajadas y, después, volvió a asumir su aspecto serio y mágico.

—Soy un mago bueno.

—Ufff…

—Excepto cuando soy malvado.

—Comprendo —apuntó Ivy—. ¿Cómo se llama, mago?

—Andrew.

La elección del nombre la desconcertó durante unos instantes, pero decidió no hacer ningún comentario al respecto.

—¿Es ésa su casa, mago Andrew? —le preguntó al mismo tiempo que señalaba hacia la casa del árbol situada sobre sus cabezas.

Philip asintió con la cabeza.

El otro Andrew, el que hacía magia con sus tarjetas de crédito, había contratado carpinteros para que reconstruyeran la casa del árbol en la que Gregory jugaba cuando era pequeño. Ahora tenía más del doble de su tamaño anterior y contaba con una estrecha pasarela de tablas que conducía al arce que había al lado, donde se habían fijado más tarimas y verjas. Se habían añadido niveles superiores en ambos árboles. De uno de los arces colgaba una escala de cuerda, y del otro pendía una gruesa cuerda que terminaba en un nudo bajo un columpio. Era todo lo que un niño podría desear, y más. Gregory e Ivy habían compartido esa opinión tras trepar hasta ella un día que Philip había salido.

—¿Quieres subir a mi guarida? —le preguntó entonces Philip—. Estarás a salvo de todas las bestias salvajes, niñita.

Subió a toda prisa por la escala de cuerda e Ivy lo siguió. Disfrutó del esfuerzo físico, del áspero roce de la cuerda en las palmas de las manos y de la forma en que el viento y sus propios movimientos hacían que la escalera se balancease. Ascendieron dos pisos desde la planta principal; después se detuvieron para recobrar el aliento.

—Se está bien aquí arriba, mago.

—Se está seguro —respondió Philip—. Excepto cuando viene la serpiente de plata.

A unos cincuenta metros de ellos se hallaba el bajo muro de piedra que marcaba el final de la propiedad de los Baines. A partir de ese punto, el terreno caía abruptamente hacia un barranco de rocas puntiagudas, matorrales enmarañados y árboles flacuchos que se retorcían de maneras extrañas para mantenerse sujetos al suelo rocoso. Muy por debajo de la propiedad de los Baines estaba la minúscula estación de tren de Stonehill, pero desde la casa del árbol tan sólo se podían oír los silbatos de los trenes cuando circulaban entre el río y la colina.

Más hacia el norte, Ivy vio algo azul y retorcido, como una cinta cortada del cielo que se hubiera caído entre los árboles, y, junto a ella, un tren que avanzaba y que reflejaba la luz del sol.

Lo señaló con un dedo.

—¿Qué es eso, mago Andrew?

—La serpiente de plata —contestó él sin titubear.

—¿Muerde?

—Sólo si te interpones en su camino. Entonces te engulle y te escupe en el río.

—Qué asco.

—A veces, por la noche, trepa por la colina —afirmó Philip con expresión grave.

—No puede.

—¡Que sí! —insistió él—. Y tienes que tener mucho cuidado. No debes hacer que se enfade.

—De acuerdo, no diré una sola palabra.

Philip asintió con gesto aprobador; luego le advirtió:

—No debes dejar que sepa que tienes miedo. Tienes que contener la respiración.

—¿Contener la respiración? —Ivy estudió a su hermano con detenimiento.

—Si te mueves, te verá. Te observa incluso cuando crees que no te está observando. Día y noche.

¿De dónde sacaba Philip todo aquello?

—Huele cuando tienes miedo.

¿Tenía su hermano miedo de algo en realidad o todo aquello era tan sólo un juego?, se preguntó. Philip siempre había tenido una imaginación muy viva, pero le pareció que se estaba volviendo hiperactiva y más oscura. Ivy deseó que su amigo Sammy regresara del campamento de verano. Ahora su hermano tenía todo lo que podría querer, pero estaba demasiado aislado de otros niños. Pasaba demasiado tiempo en su propio mundo.

—La serpiente no me cogerá, Philip —le dijo casi con severidad—. No me da miedo. No tengo miedo de nada —continuó—, porque estamos a salvo en nuestra casa, ¿vale?

—Vale, niñita. Quédate aquí —le ordenó—, y no dejes que entre nadie más. Voy a acercarme a mi otra casa para traerte unas cuantas prendas mágicas. Te harán invisible.

Ivy esbozó una leve sonrisa. ¿Cómo iba a jugar a ser invisible? Entonces cogió una escoba maltrecha y comenzó a barrer el entarimado.

De pronto oyó que Philip soltaba un aullido. Se volvió y lo vio tambaleándose al borde del estrecho camino de tablas, a cinco metros del suelo. Soltó la escoba y se apresuró hacia él, pero sabía que no podría alcanzarlo a tiempo.

Entonces, tan de súbito como se había desestabilizado, el chico recuperó el equilibrio. Se dejó caer sobre la pasarela a cuatro patas y miró hacia atrás por encima del hombro. La expresión embelesada de su rostro frenó en seco a Ivy. Ya había visto esa mirada en el rostro de su hermano con anterioridad: el asombro, el brillo de placer, la boca entreabierta en una sonrisa tímida.

—¿Qué ha pasado? —le preguntó Ivy acercándose a él con gran lentitud ahora—. ¿Has tropezado?

Philip negó con la cabeza y después levantó el extremo suelto de una tabla.

Ivy se agachó para examinarlo. Habían construido el puente como una pasarela en miniatura, con dos tablones largos y finos asegurados entre los dos árboles y unas cuantas tablas cortas dispuestas horizontalmente sobre los tablones. Las tablas sobresalían unos cuantos centímetros de los tablones por ambos lados. Aquélla en concreto estaba mal clavada en un extremo —Ivy pudo sacar el clavo con las manos—, mientras que en el otro tenía el agujero, pero no el clavo.

—Cuando pisé aquí —señaló Philip—, se levantó el otro lado.

—Como un balancín —añadió su hermana—. Menos mal que no has perdido el equilibrio.

Philip negó con la cabeza.

—Menos mal que mi ángel estaba justo aquí.

Ivy inspiró profundamente.

—Porque a veces no está. Aunque sí suele estarlo cuando tú estás cerca.

Ella cerró los ojos y meneó la cabeza.

—Ya se ha ido —continuó Philip.

«Bien», pensó Ivy.

—Philip, ya hemos hablado sobre eso. Los ángeles no existen. Todo lo que tienes es un montón de figuritas…

—Tus figuritas —le interrumpió el chico—. Las estoy cuidando mucho.

—Te dije —le recordó mientras se le formaba un nudo en la garganta y comenzaba a sentir pinchazos en la cabeza—, te dije que si querías quedarte con esas figuritas no debías volver a hablarme jamás de ángeles. ¿Acaso no te lo dije?

Él agachó la cabeza y asintió.

—¿Acaso no me lo prometiste?

Philip volvió a asentir.

Su hermana suspiró y levantó la tabla de madera.

—Ahora rodéame y ponte detrás de mí. Antes de que sigas avanzando, quiero comprobar todas las tablas.

—Pero, Ivy —protestó él—, ¡he visto a mi ángel! Lo he visto agarrar la tabla por el otro lado y bajarla para que no me cayera. ¡Lo he visto!

Ella se puso en cuclillas.

—No me lo digas, déjame que lo adivine. Llevaba puestas unas alas y un camisón y tenía un pequeño disco de luz sobre la cabeza.

—No, tan sólo era luz. Sólo era resplandor. Creo que tiene una especie de silueta, pero me resulta difícil distinguirla. Me resulta complicado verle la cara —comentó Philip. Su propio rostro aniñado mostraba una expresión de seriedad.

—¡Déjalo ya! —exclamó Ivy—. ¡Para! ¡No quiero volver a oírte hablar de eso! Guárdatelo para cuando Sammy regrese a casa, ¿vale?

—Vale —dijo él. Las comisuras de sus labios estaban rígidas y rectas. Pasó junto a su hermana y se marchó hacia el arce.

Ivy empezó a examinar las tablas. Mientras, oía a su hermano barriendo la casa del árbol a su espalda. Entonces, la escoba se detuvo. Ella echó una ojeada por encima de su hombro. La cara de Philip brillaba de nuevo y transmitía felicidad. Aún sujetaba la escoba entre las manos, pero estaba de puntillas, intentando estirarse todo lo posible.

«Gracias», dijo moviendo los labios pero sin elevar la voz.