Lacey se arrellanó en la silla de la cafetería. Sonreía a Tristan y parecía estar muy satisfecha de sí misma. Aparentemente, ya lo había perdonado por sacarla a rastras de la batalla campal que se había producido en la casa de la piscina durante la fiesta de Eric. Entonces unió los dos pulgares y agitó las manos mientras mecía los dedos como si fueran alas.
—Tienes que admitir que hacer que aquella mariposa se posara sobre Ivy fue un buen toque.
Tristan observó sus dedos titilantes y sus uñas largas y respondió con algo a medio camino entre una mueca y una sonrisa. La primera vez que vio a Lacey Lovitt pensó que las uñas moradas y los extraños reflejos lilas de su pelo oscuro y peinado en punta se debían a que llevaba dos años merodeando por aquel mundo, un período de tiempo bastante largo para la clase de ángeles que eran. Pero en realidad se trataba del aspecto que a ella le gustaba que tuvieran sus uñas y su pelo, de la forma que se los había pintado después de su última película de Hollywood y antes de que su avión se estrellara.
—Lo de la mariposa estuvo bien —empezó él—, pero…
—Te preguntarás cómo lo hice —lo interrumpió Lacey—. Supongo que tendré que enseñarte a utilizar los campos de fuerza. —Le echó un vistazo a la bandeja de los postres que pasaba por su lado…, aunque no porque ella, o él, pudieran comer, en realidad.
—Pero… —dijo Tristan de nuevo.
—Te preguntarás cómo supe lo de la mariposa —intervino Lacey—. Ya te lo dije: lo leí todo sobre el héroe del instituto de Stonehill, el gran nadador Tristan Carruthers, en el periódico local. Sabía que tu estilo era la mariposa. Sabía que eso haría que Ivy pensara en ti.
—Lo que me estaba preguntando en verdad era esto: ¿no podrías haber dejado en paz las tartas?
La mirada de Lacey volvió a deslizarse hacia la bandeja de los postres.
—Ni se te ocurra planteártelo —le advirtió Tristan.
Tan sólo había un puñado de clientes sentados en la terraza de la cafetería de la ciudad a las cuatro y media de la tarde, pero Tristan sabía que su compañera era capaz de crear el caos con muy poco. Dos tartas y algo de nata montada: eso era todo lo que había necesitado antes en casa de Eric.
—Es decir, ¿ese truco no es un poco viejo? Ya lo era cuando lo usaban Los Tres Chiflados.[1]
—Oh, relájate, señor Deprimido —le respondió ella—. Todos los que estaban en la fiesta lo disfrutaron. Vale, vale —admitió—, algunos de los que estaban allí; otros cuantos, como por ejemplo Suzanne, se pusieron tiquismiquis por el pelo. Pero yo me lo pasé bien.
Tristan agitó la cabeza. Lacey se había movido a la velocidad del rayo por la casa de la piscina provocando peleas desde la invisibilidad. Era evidente que se lo había pasado genial tirando del bañador de Gregory hacia abajo cada vez que Eric estaba cerca de él.
—Ahora ya sé por qué nunca completas tu misión —aseguró Tristan.
—¿Perdooona? Por favor, recuérdame eso la próxima vez que me supliques que te acompañe y te ayude a intentar llegar hasta Ivy.
Lacey se puso en pie con brusquedad y salió de la cafetería a trompicones. Tristan estaba acostumbrado a su teatralidad, y la siguió lentamente hasta Main Street.
—Tienes mucha cara, Tristan, si criticas mi ratito de diversión. ¿Dónde estabas tú cuando Ivy empezó a poner la misma cara que un pez de colores en el extremo profundo de la piscina? ¿Quién se encargó de Eric?
—Tú —admitió él—, y ya sabes dónde estaba.
—Enmarañado en el interior de Will.
Tristan asintió. La verdad resultaba embarazosa.
Lacey y él avanzaron en silencio sobre la acera de ladrillo y pasaron por delante de una hilera de tiendas con brillantes toldos de rayas. Los escaparates, llenos de antigüedades y de centros de flores secas, libros de arte y papeles pintados decorativos, mostraban el gusto de la adinerada ciudad de Connecticut. Tristan aún caminaba como si estuviera vivo y fuese sólido, así que se apartaba del camino de los compradores. Lacey los atravesaba directamente.
—Debo de estar haciendo algo mal —dijo él al fin—. En un momento, estoy dentro de Will y me he convertido tanto en una parte de él que, cuando mira a Ivy, también lo hago yo. Es como si él sintiera lo que yo siento por ella. Entonces, de repente, él se aparta.
Lacey se había detenido para mirar el escaparate de una tienda de ropa.
—Debo de estar exigiéndole demasiado —continuó Tristan—. Necesito que Will hable por mí. Pero creo que me ha descubierto rondando por su mente y que ahora me tiene miedo.
—O quizá —intervino Lacey— tiene miedo de ella.
—¿De Ivy?
—De sus sentimientos hacia ella.
Lacey se volvió para mirarlo con la cabeza ladeada. Tristan fingió un repentino interés por un horrible vestido negro de lentejuelas que había colgado en el escaparate. No podía ver el reflejo del rostro de Lacey en el cristal, como tampoco podía ver el suyo. Contra el cristal tan sólo brillaban un trémulo resplandor dorado y unas volutas tenues de color; supuso que eso era lo que debía de ver un creyente cuando los miraba.
—¿Por qué? —preguntó Lacey—. Quiero saber por qué presupones que eres el único chico del mundo que está enamorado de…
Tristan la cortó.
—Me colé en el interior de Will y, dado que se trata de un buen receptor, él comenzó a sentir mis sentimientos y a pensar mis pensamientos. Así es como funciona, ¿no?
—¿No se te ha ocurrido nunca pensar que la razón por la que le resultó tan fácil a un principiante como tú penetrar en Will podría ser que él ya sentía tus sentimientos y pensaba tus pensamientos, al menos en lo que a Ivy se refiere?
Se le había ocurrido, pero Tristan había hecho todo lo que había podido para acallar esa idea.
—También me metí en la mente de Beth —le recordó.
La primera vez que Lacey había visto a Beth, le había dicho a Tristan que la amiga de Ivy sería un «receptor» natural, alguien que podría transmitir mensajes desde un ángulo diferente de la vida. Al igual que Tristan había persuadido a Will para que dibujara ángeles en un esfuerzo por reconfortar a Ivy, había hecho que Beth realizara un ejercicio de escritura automática, aunque el resultado había sido tan confuso que nadie había sido capaz de encontrarle el sentido.
—Te colaste en ella, pero fue mucho más complicado para ti —señaló Lacey—. Metiste bastante la pata, ¿te acuerdas? Y, además, Beth también quiere a Ivy. —Se volvió de nuevo hacia el escaparate—. Un vestido matador —comentó, y después continuó caminando—. Lo que de verdad me gustaría saber es lo que ve todo el mundo en esa chavala.
—Fue un detalle por tu parte salvar a una «chavala» de la que tienes tan mal concepto —observó Tristan secamente.
Pasaron por delante del laboratorio fotográfico donde trabajaba Will y se detuvieron delante del Celentano’s, la pizzería en la que el joven había dibujado los ángeles sobre el mantel de papel.
—No la salvé —replicó Lacey—. Eric sólo estaba jugando… pero convendría que averiguaras a qué tipo de juego. He conocido a unas cuantas sabandijas de verdad a lo largo de mi vida, y tengo que decirte que Eric no es una persona con la que me gustaría salir de fiesta.
Tristan asintió. Tenía tanto que aprender. Tras viajar atrás en el tiempo a través de su propia mente, estaba seguro de que alguien había cortado los cables del freno la noche en que su coche se había estampado de frente contra un ciervo. Pero no tenía ni idea de por qué.
—¿Crees que fue Eric quien lo hizo? —preguntó.
—¿Estropearte los frenos? —Lacey enroscó una punta de pelo morado en torno a una uña con aspecto de daga—. Existe una gran diferencia entre ser un abusón en la parte honda de la piscina y cometer un asesinato. ¿Qué tenía contra Ivy y contra ti?
Tristan levantó las manos y después las dejó caer nuevamente.
—No lo sé.
—¿Qué podría tener cualquiera contra ella o contra ti? Podrían haber ido tan sólo tras uno de vosotros. Si era de ti del que querían librarse, ahora Ivy ya está a salvo.
—Si está a salvo, ¿por qué me han traído de vuelta para cumplir una misión?
—Para fastidiarme a mí —respondió Lacey—. Es obvio que eres algún tipo de castigo para mí. ¡Oh, anímate, señor Deprimido! Tal vez tan sólo hayas entendido mal cuál es tu misión.
Atravesó la puerta de Celentano’s sin abrirla, luego levantó las manos con picardía e hizo sonar las tres campanillas que había sobre ella. Dos tipos vestidos con camiseta y pantalones vaqueros cortados y manchados de hierba observaron la puerta detenidamente. Tristan sabía que Lacey había materializado las yemas de sus dedos —un truco que hacía poco que él mismo había conseguido dominar— y que se las había arreglado para tirar del cordón de las campanas. Su compañera las agitó por segunda vez y los chicos, incapaces de ver a Lacey o a Tristan, se miraron entre sí.
Tristan sonrió y después dijo:
—Vas a asustar a la clientela.
Lacey se encaramó sobre el mostrador, al lado de Dennis Celentano. Éste había extendido un poco de masa y estaba haciéndola girar como un experto por encima de su cabeza… hasta que no volvió a caer, sino que se quedó suspendida en el aire como un paño de cocina húmedo. Dennis la miró boquiabierto; después se inclinó hacia uno y otro lado intentando averiguar qué era lo que sujetaba la masa.
Tristan supuso que la masa iba a ser un tartazo más en la cara.
—Sé buena, Lacey.
Ella la depositó con cuidado sobre el mostrador. Dejaron a Dennis y a sus clientes para que pudieran mirarse unos a otros y maravillarse.
—Contigo a mi alrededor —se quejó Lacey—, ganaré puntos y completaré mi misión en nada de tiempo.
Tristan lo dudaba.
—Quizá podrías ganar algunos puntos más si me ayudaras a mí con los míos —le dijo—. ¿No me comentaste que había una forma de viajar atrás en el tiempo a través de la mente de otra persona? ¿No me dijiste que podría revisar el pasado por medio de la memoria de otra persona?
—No, dije que yo podría —contestó Lacey.
—Enséñame.
Ella negó con la cabeza.
—Venga, Lacey.
—No.
En ese momento se encontraban al final de la calle, de pie delante de una vieja iglesia rodeada por un muro de piedra bajo. Lacey saltó sobre el muro y comenzó a caminar por él.
—Es demasiado arriesgado, Tristan. Y no creo que vaya a ayudarte en nada. Incluso si pudieras colarte en el interior de una mente como la de Eric, ¿qué crees que encontrarías? Los circuitos de ese tipo están retorcidos y fritos. Podría ser, por utilizar uno de sus términos, un muy mal viaje para ti.
—Enséñame —insistió Tristan—. Si quiero descubrir quién manipuló los frenos, voy a tener que volver a esa noche a través de la mente de todos los que podrían haber visto algo, incluida Ivy.
—¡Ivy! ¡Nunca te colarás en su mente! Esa chica os mantiene a ti y a todos los demás bien alejados de ella.
Lacey hizo una pausa y esperó a tener toda la atención de Tristan; entonces, levantó una pierna como si estuviera realizando un ejercicio sobre la barra de equilibrios. «Nunca ha perdido su hambre de público», pensó Tristan.
—Yo misma he intentado entrar en Ivy esta tarde, durante la fiesta de la piscina —continuó Lacey—. No soy capaz de imaginarme, ni siquiera cuando estabas vivo, cómo esa chavala y tú conseguíais llevaros bien.
—¿Crees que serías capaz de encontrar una forma de darme consejo sin hacer comentarios sarcásticos acerca de «esa chavala»?
—Claro —contestó ella con tono agradable. Después comenzó a caminar de nuevo sobre el muro—. Pero no sería ni la mitad de divertido.
—Volveré a intentarlo con Philip una vez más —dijo Tristan, más para sí que para Lacey—. Y con Gregory…
—Bueno, Gregory sí que es un hueso duro de roer. ¿Confías en él? Pregunta estúpida —siguió ella antes de que Tristan pudiera responder—, no confías en nadie que tenga ojos para Ivy.
Él alzó la cabeza.
—Gregory está saliendo con Suzanne.
Ella se echó a reír.
—¡Qué ingenuo eres! Resulta estimulante en un deportista cachas como tú, pero también es algo patético.
—Enséñame —repitió él por tercera vez; entonces, alargó el brazo y le cogió la mano. Como las manos de los ángeles no se traspasaban entre sí, pudo agarrarla con fuerza—. Estoy preocupado por ella, Lacey. Muy preocupado.
Ella bajó la mirada para observarlo.
—Ayúdame.
La chica contempló sus largos dedos, rodeados por los de él. Retiró su mano muy lentamente y le dio unas palmaditas en la cabeza a Tristan. Él odiaba lo condescendiente que ella podía mostrarse, y tampoco le gustaba suplicar, pero Lacey sabía cosas que le llevaría mucho tiempo aprender por sí mismo.
—Vale, vale. Pero escúchame bien, porque sólo te lo voy a decir una vez.
Él asintió.
—Primero tienes que encontrar el anzuelo. Tienes que encontrar algo que la persona viera o hiciera aquella noche. El mejor tipo de anzuelo es un objeto o una acción que esté relacionado sólo con aquella noche, pero evita cualquier cosa que pueda suponer una amenaza para tu huésped. No quieres que se disparen las alarmas de su cabeza. —Lacey pasó con cuidado sobre una parte del muro que estaba desmoronada—. Es como hacer una búsqueda por palabras en el ordenador de una biblioteca. Si eliges un término demasiado general, obtendrás un montón de porquería que no quieres.
—Bastante fácil —comentó Tristan con seguridad.
—Ya… —respondió Lacey al tiempo que ponía los ojos en blanco—. Una vez que tengas tu anzuelo, entras en la persona, como ya has hecho con Will y con Beth; sólo que tienes que ser más cuidadoso que nunca. Si tu huésped siente que estás merodeando por allí, si hay algo que le resulte extraño, se pondrá en guardia. Y entonces estará demasiado alerta como para dejar que su mente deambule hacia el pasado a través de los recuerdos.
—Nunca se enterarán de que estoy allí.
—Ya… —dijo ella una vez más—. Sé paciente. Muévete con sigilo. —Continuó caminando sobre el muro a cámara lenta—. Y haz que se concentre lentamente en la imagen que estés utilizando como anzuelo. Recuerda que debes verla de la misma forma en que lo haría tu huésped.
—Por supuesto. —Era sencillo. Probablemente podría haberlo descubierto por sí mismo, pensó—. ¿Y después?
Lacey bajó del muro de un salto.
—Eso es todo.
—¿Eso es todo?
—Entonces es cuando comienza la diversión.
—Pero dime cómo es, Lacey, para que sepa qué debo esperar. Dime cómo te hace sentir.
—Oh, creo que probablemente podrías descubrirlo por ti mismo.
Tristan se paró en seco.
—¿Puedes leer la mente?
Ella se volvió para mirarlo directamente a los ojos.
—No, pero se me da bastante bien leer rostros. Y el tuyo es como un libro abierto.
Tristan apartó la mirada.
—Me necesitas, Tristan, pero no me tomas en serio. Conocí a un montón de gente como tú cuando estaba viva.
No sabía qué decirle.
—Mira, tengo que trabajar en mi propia misión. Ya es hora de que comience a husmear en Nueva York, de que regrese al principio y de que averigüe lo que se supone que debería estar averiguando. Gracias a ti, ya he perdido el tren.
—Lo siento —se disculpó él.
—Sé que no puedes evitarlo. Oye, si concluyeras tu misión antes de que vuelva, ¿puedo quedarme con tu tumba? Es decir, como yo no tengo, excepto que cuente mi asiento del avión en el fondo del Atlántico, y tú ya no la necesitarías después de…
—Claro, claro.
—Por supuesto, podría ocurrir que yo terminara antes mi misión.
«¿Después de dos años de perder el tiempo?», pensó Tristan; sin embargo, no se atrevió a decirlo en voz alta.
—Te juro que tu cara es como uno de esos libros de letra grande que solía leer mi madre —añadió Lacey.
Entonces soltó una carcajada y se apresuró en dirección a la estación, que estaba a las afueras de la ciudad, entre el río y la cima de la colina.
Tristan se volvió hacia el lado contrario para seguir un camino que lo llevaría a la cima de la colina, donde estaba la casa de los Baines. «Quizá Philip esté en casa», pensó. El hermano pequeño de Ivy se había aferrado a la fe en los ángeles que Ivy había abandonado. Podía ver el resplandor trémulo de Tristan, aunque no sabía quién era. Curiosamente, la gata de Ivy, Ella, también lo veía.
Era capaz de acariciar a Ella cuando materializaba la yema de sus dedos. Eso era casi todo lo que podía hacer entonces: acariciar a un gato, coger un papel. Tristan anhelaba tocar a Ivy, ser lo suficientemente fuerte como para rodearla con los brazos.
Iría directamente a su casa y esperaría a que ella llegara de la fiesta. También estaría pendiente de Gregory. Mientras tanto, trataría de descubrir la mente de quién podría ocultar la pista que necesitaba… «Y ¡cómo, decidme cómo puedo llegar hasta Ivy!», rogó.