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—Esta vez llegaré a ella —dijo Tristan—. Tengo que advertir a Ivy, debo decirle que la colisión no fue un accidente. Lacey, ¡ayúdame! Sabes que este rollo de los ángeles no me sale de forma natural.

—En eso tienes toda la razón —respondió la chica mientras se recostaba contra la lápida de Tristan.

—Entonces, ¿vendrás conmigo?

Lacey se miró las uñas, unas uñas largas de color morado que no se resquebrajarían o se romperían con mayor facilidad de la que necesitaría el cabello grueso y castaño de Tristan para volver a crecer. Finalmente, contestó:

—Supongo que puedo colarme en una fiesta con piscina durante una hora. Pero, escucha, no esperes que sea la perfecta invitada angelical.

Ivy estaba de pie junto al borde de la piscina. Tenía la carne de gallina a causa del agua fría que la salpicaba de vez en cuando. Dos chicas pasaron corriendo a su lado; las perseguía un tipo con una pistola de agua. Los tres cayeron juntos a la piscina y empaparon a Ivy con una lluvia de gotas heladas. Si eso le hubiera ocurrido un año antes, se habría echado a temblar, a temblar y a rezar a su ángel del agua. Pero los ángeles no existían. Ahora ya lo sabía.

Durante el invierno anterior, cuando se había quedado colgando de un trampolín situado a gran altura sobre la piscina del instituto, paralizada por un miedo que conocía desde la niñez, le había rezado a su ángel del agua. Pero había sido Tristan quien la había salvado.

Él la había enseñado a nadar. A pesar de que aquel primer día, y al siguiente, y al otro, le habían castañeteado los dientes, a Ivy le había encantado la sensación que le provocaba el agua cuando Tristan la arrastraba por ella. Le gustaba mucho Tristan, incluso pese a que defendía que los ángeles no existían.

Él tenía razón. Y ahora se había marchado, junto con la fe de Ivy en los ángeles.

—¿Vas a darte un baño?

Se volvió con rapidez y vio su propio rostro bronceado y su mata de pelo dorado reflejados en las gafas de sol de Eric Ghent. Él tenía el pelo húmedo y peinado hacia atrás; parecía casi transparente, tan pegado a su cabeza.

—Siento que no tengamos trampolín —comentó Eric.

Ivy ignoró la leve pulla.

—Es una piscina preciosa, de todas formas.

—Cubre bastante poco en este extremo —dijo él mientras se quitaba las gafas de sol y las dejaba colgando de un cordón sobre su pecho huesudo. Los ojos de Eric eran de un color azul pálido, y sus pestañas eran tan claras que parecía que no tuviera.

—Sé nadar… en cualquiera de los dos extremos —respondió Ivy.

—¿En serio? —Una de las comisuras de la boca de Eric se curvó hacia arriba—. Avísame cuando estés lista —repuso. Después, se alejó para hablar con sus otros invitados.

Ivy no había albergado esperanzas de que Eric se mostrara más amable de lo que lo había sido. A pesar de que las había invitado a ella y a sus dos mejores amigas a su fiesta en la piscina el día de San Juan, ellas no formaban parte del grupo de íntimos de Stonehill. Ivy estaba convencida de que Beth, Suzanne y ella estaban allí tan sólo porque el mejor amigo de Eric y hermanastro de Ivy, Gregory, se lo había pedido.

Escudriñó la hilera de personas que tomaban el sol al otro lado de la piscina tratando de encontrar a sus amigas. Beth estaba sentada en medio de una docena de cuerpos cubiertos de aceite y cabellos teñidos. Llevaba puesto un enorme sombrero y algo que recordaba a un hábito. Estaba hablando a cien por hora con Will O’Leary, otro de los amigos de Gregory. De algún modo, Beth Van Dyke, que ni siquiera había soñado jamás con ser guay, y Will, que estaba considerado como superguay, se habían hecho amigos.

Las chicas que los rodeaban se esforzaban por mostrarle al sol —o a Will— su mejor ángulo, pero él no se daba cuenta. Le dedicaba gestos de ánimo a Beth, que probablemente le estaba contando su última idea para un relato. Ivy se preguntó si, a su silenciosa manera, Will disfrutaba de los escritos de Beth —poemas y cuentos, y, una vez para clase de historia, una biografía de María, reina de Escocia—, que, de alguna forma, siempre terminaban por convertirse en historias románticas preñadas de erotismo y sentimientos. Esa idea la hizo sonreír.

Will echó un vistazo al otro lado de la piscina justo en ese momento y percibió su sonrisa. Durante un segundo, se le iluminó el rostro. Quizá se debiera tan sólo al destello del sol, que se reflejaba en el agua, pero Ivy dio un tímido paso atrás. Con la misma rapidez, Will volvió la cara hacia la sombra que proyectaba la pamela de Beth.

Cuando Ivy retrocedió, sintió la piel desnuda de un pecho fresco y fuerte. Aquella persona no se apartó de su camino, sino que más bien hizo descender su rostro hasta el hombro de ella para rozarle la oreja con los labios.

—Creo que tienes un admirador —dijo Gregory.

Ivy no se alejó de él. Se había acostumbrado a su hermanastro, a su tendencia a acercarse demasiado, a su forma de aparecer a su espalda sin previo aviso.

—¿Un admirador? ¿Quién?

Los ojos grises de Gregory la miraron, risueños, desde las alturas. Tenía el pelo oscuro, era alto y esbelto, y lucía un intenso bronceado gracias a que pasaba varias horas al día jugando al tenis.

A lo largo del último mes, Ivy y él habían pasado mucho tiempo juntos, a pesar de que, en abril, ella nunca lo habría creído posible. Al fin y al cabo, lo único que Gregory y ella tenían en común era la sorpresa que les había causado la decisión de sus padres de casarse, así como la rabia y la desconfianza mutua. A sus diecisiete años, Ivy ganaba su propio dinero y cuidaba de su hermano pequeño. Por su parte, Gregory se dedicaba a hacer carreras con su BMW por los campos de Connecticut acompañado de una pandilla de chicos ricos que se burlaban de todo aquel que no poseyera lo mismo que ellos.

Pero todo aquello parecía intranscendente ahora que Ivy y él habían compartido muchas más cosas: el suicidio de la madre de Gregory y la muerte de Tristan. Ivy había descubierto que, cuando dos personas viven en la misma casa, comparten parte de sus sentimientos más íntimos y, por sorprendente que resultara, ella había terminado por confiarle los suyos a Gregory. Él la había apoyado cuando más había echado de menos a Tristan.

—Un admirador —repitió Ivy sonriendo—. Da la sensación de que hayas estado leyendo las historias románticas de Beth.

Se apartó de la piscina y Gregory la siguió igual que una sombra. Rápidamente, Ivy recorrió con la vista el jardín en busca de Suzanne Goldstein, su mejor amiga y la de más edad. Por el bien de Suzanne, Ivy deseó que Gregory no se pegara tanto a ella. Deseó que no le susurrara al oído como si compartieran algún secreto.

Suzanne llevaba intentando cazar a Gregory desde el invierno, y él había alentado esa persecución. Suzanne decía que ya estaban saliendo juntos de manera oficial; él sonreía y no reconocía nada. Justo en el momento en que Ivy posó su mano con suavidad sobre Gregory para apartarlo un poco de sí, una puerta corredera de cristal se abrió en la casa y Suzanne salió al jardín. Se quedó parada un momento, como si estuviera absorbiendo la escena: el largo zafiro ovalado de la piscina, las esculturas de mármol, los parterres de flores. Esa pausa les proporcionó a todos los chicos una cómoda oportunidad de contemplarla. Con su brillante melena negra y un biquini minúsculo que más parecía bisutería que una prenda de vestir, eclipsaba a todas las demás chicas, incluidas las que formaban parte desde hacía tiempo de la pandilla de Eric y Gregory.

—Si hay alguien que tenga admiradores —comentó Ivy—, ésa es Suzanne. Y, si eres listo, irás hacia allí antes de que otros veinte tipos formen cola ante ella.

Gregory se limitó a sonreír y a apartar un mechón de pelo dorado de la mejilla de Ivy. Era consciente, por supuesto, de que Suzanne los estaba mirando. Tanto a Gregory como a Suzanne les encantaban esos juegos, e Ivy solía verse atrapada en medio de ellos.

Suzanne echó a andar con gracia felina y llegó hasta ellos rápidamente, aunque en ningún momento dio la sensación de que avanzara más de prisa de lo que lo haría durante un tranquilo paseo.

—¡Bonito bañador! —saludó a Ivy.

Su amiga parpadeó varias veces; después, dirigió una mirada sorprendida a su traje de baño de una sola pieza. Suzanne estaba con ella el día en que se lo compró, y la instó a buscar algo que fuera aún más arriesgado. Pero, claro estaba, aquello era tan sólo un montaje para llamar la atención de Gregory sobre la… bisutería de Suzanne.

—De verdad que te sienta genial, Ivy.

—Eso mismo le he dicho yo —comentó Gregory con un tono de voz excesivamente cálido.

No había dicho ni una sola palabra acerca del bañador de Ivy; su mentira piadosa pretendía poner celosa a Suzanne. Ivy le lanzó una mirada furiosa y él se rió.

—¿Has traído protector solar? No puedo creer que se me haya olvidado el mío.

Ivy tampoco era capaz de creerlo. Suzanne había estado ensayando esa frase desde que tenían doce años y pasaban las vacaciones en la casa de la playa de los Goldstein.

—Se me va a freír la espalda —añadió Suzanne.

Ivy cogió su bolsa, que estaba en una silla cercana. Sabía que su amiga podía tumbarse sobre una plancha de metal en pleno mediodía y aun así no quemarse.

—Toma. Quédatelo. Tengo más.

Entonces depositó el tubo en las manos de Gregory. Se volvió para marcharse, pero su hermanastro la agarró por el brazo.

—¿Y qué hay de ti? —preguntó él en voz baja e íntima.

—¿Cómo que qué hay de mí?

—¿No necesitas un poco de crema? —inquirió.

—No, estoy bien.

Pero no la iba a dejar marchar así como así.

—Ya sabes que uno se olvida de los puntos más obvios —apuntó mientras le extendía el protector por la base del cuello y sobre los hombros. Su tono era tan suave y sedoso como sus manos.

Gregory intentó deslizar un dedo por debajo de uno de los tirantes, pero Ivy lo contuvo. Estaba empezando a enfadarse. Sin duda, Suzanne también estaba que echaba humo, pensó, y no precisamente a causa del sol.

Ivy se apartó de Gregory y se puso las gafas de sol a toda prisa con la esperanza de que ocultaran su enojo. Luego se alejó caminando con determinación y los dejó solos para que se provocaran y se contrariaran mutuamente.

Ambos la utilizaban para sumar puntos. ¿Por qué no podían dejarla fuera de sus estúpidos juegos?

«Estás celosa —se reprendió a sí misma—. Tan sólo estás celosa porque ellos se tienen el uno al otro y tú no tienes a Tristan».

Encontró una tumbona vacía junto a un pequeño grupo de gente y se dejó caer sobre ella. El chico y la chica que estaban a su lado observaron con interés cómo Suzanne guiaba a Gregory hacia dos tumbonas que había en una esquina, apartadas de todas las demás. Se dedicaron a murmurar mientras él extendía crema sobre el cuerpo perfectamente moldeado de Suzanne.

Ivy cerró los ojos y comenzó a pensar en Tristan, en sus planes de ir juntos al lago para flotar en medio del agua mientras el sol destellaba sobre las yemas de sus dedos de los pies y de las manos. Pensó en la forma en que Tristan la había besado en el asiento trasero del coche la noche del accidente. Lo que recordaba era la ternura de su beso, el modo en que le había acariciado el rostro con asombro, casi reverencialmente. La manera en que la había abrazado la había hecho sentirse no sólo amada, sino venerada por él.

—Aún no te has metido en el agua.

Abrió los ojos. Parecía bastante evidente que Eric no la dejaría en paz hasta que le demostrara que no perdería los papeles si se bañaba en la piscina.

—Estaba pensando en hacerlo ahora mismo —dijo Ivy al tiempo que se quitaba las gafas de sol. Él la esperó en el borde.

Se alegraba de que Eric se mantuviera sobrio en su propia fiesta, pero tal vez fuera así como lo compensara. Sin alcohol, sin drogas, ésa era su forma de entretenerse: poniendo a prueba a la gente respecto de sus puntos más vulnerables.

Ivy se zambulló en la piscina. Durante los primeros instantes, a medida que el agua iba ascendiendo por su cuello, aquel miedo antiguo la inundó y se asustó muchísimo.

«Eso es el valor —le había dicho Tristan—: enfrentarte a lo que te da miedo».

Con cada brazada se iba sintiendo un poco más cómoda.

Hizo un largo y después se detuvo en el lado profundo de la piscina para esperar a Eric. Era un mal nadador.

—No está mal —comentó él cuando la alcanzó—. No lo haces mal para ser una principiante.

—Gracias —respondió ella.

—Ni siquiera te has quedado sin aliento.

—Supongo que estoy en buena forma.

—No estás cansada en absoluto —continuó él—. ¿Sabes? Gregory y yo jugábamos a una cosa en el campamento cuando éramos pequeños.

Hizo una pausa e Ivy supuso que le iba a proponer que jugaran en ese momento. Deseó que estuvieran agarrados al borde del otro extremo de la piscina, donde no cubría y la sombra de los árboles no tapaba el sol, y donde estaba sentada y paseando la mayoría de la gente.

—Es una prueba para ver cuánto tiempo podemos contener la respiración cada uno de nosotros —le explicó. Hablaba sin mirarla; Eric rara vez miraba a alguien a los ojos—. Tienes que sumergirte en el agua y permanecer debajo tanto rato como puedas mientras la otra persona cronometra.

Ivy pensó que era un juego tonto, pero siguió adelante con ello porque supuso que cuanto antes lo hicieran antes podría librarse de Eric.

Él se hundió rápidamente y mantuvo el brazo por encima de la superficie para que Ivy pudiera mirar su reloj. Permaneció sumergido durante un minuto y cinco segundos y salió a la superficie con un jadeo brusco. Entonces Ivy inspiró una gran bocanada de aire y se hundió. Contó lentamente para sí —«Uno, dos…»—, determinada a vencerlo. Había mucho cloro y quería cerrar los ojos, pero algo le decía que no se fiara de Eric.

Cuando finalmente emergió, él exclamó:

—¡Estoy impresionado! Un minuto y tres segundos. —Ella había contado un minuto y quince segundos—. Aquí va el siguiente paso —continuó él—. Tenemos que ver si somos capaces de permanecer más tiempo sumergidos si bajamos juntos. Es como si nos diéramos ánimos el uno al otro. ¿Preparada?

Ivy asintió con reticencia. Después de eso, saldría de la piscina. Eric miró su reloj.

—A la de tres. Uno, dos…

De repente, Eric tiró de ella hacia abajo. Ivy no había cogido aire, pero él no la dejaba salir. Le hizo gestos con las manos bajo el agua, pero él la agarró por los brazos.

Ivy comenzaba a asfixiarse. Había tragado un poco de agua cuando Eric la había arrastrado hacia abajo y no podía evitar toser intentando vaciar sus pulmones…, pero cada vez que lo hacía tragaba más agua. Él la sujetaba con firmeza.

Intentó darle una patada, pero Eric apartó las piernas de su trayectoria y sonrió con los labios apretados.

«Lo está disfrutando —pensó Ivy—. Cree que esto es divertido. ¡Está loco!».

Forcejeó para apartarse de él. El estómago se le tensó a causa de los calambres y las rodillas se le pusieron rígidas. Se sentía como si los pulmones le fueran a estallar.

De repente, Eric hizo una mueca. Se volvió a tal velocidad que hizo que Ivy girara con él. Después, la soltó. Ambos salieron a la superficie jadeando y escupiendo agua.

—¡Imbécil! ¡Estúpido capullo! —gritó ella, pero la tos le impidió continuar insultándolo.

Eric se izó hasta el borde de la piscina. Tenía la cara pálida y aún se sujetaba el costado con las manos. Cuando las bajó, Ivy vio las marcas rojas, finas rayas sanguinolentas; parecía que alguien le hubiera arañado la espalda y el costado con unas uñas largas y afiladas.

El chico miró a su alrededor con rapidez, con los ojos pálidos y desenfocados; luego se volvió hacia Ivy. Su rostro estaba casi tan desencajado como lo había estado bajo el agua.

—Sólo estaba jugando —dijo.

Alguien lo llamó desde el otro lado del jardín. La gente estaba empezando a ponerse a cubierto. Se levantó con lentitud y se encaminó en dirección a la casa. Ivy se quedó junto al agua, tomando profundas bocanadas de aire. Sabía que tenía que quedarse en la piscina. Sabía que tenía que esperar hasta que recuperara la respiración y, después, hacer unos cuantos largos. Tristan la había guiado hasta que había superado su miedo. No iba a dejar que Eric la condujera de vuelta a él. Ivy comenzó a nadar.

Cuando alcanzó el otro extremo de la piscina e hizo el giro para iniciar otro largo, Beth se agachó y la agarró por el tobillo. Ivy miró por encima del hombro y vio a su amiga tambaleándose sobre el borde de la piscina de tal modo que la inmensa ala de su sombrero le caía sobre los ojos. Will se apresuró a sujetarla desde atrás.

—¿Qué pasa? —preguntó Ivy sonriéndole a Beth y lanzándole una rápida y tímida mirada a Will.

—Todo el mundo va a entrar para ver unos vídeos —contestó su amiga con entusiasmo—, unos que han grabado este año en el instituto y después de clase, en partidos de baloncesto y… —Beth se quedó callada.

—Competiciones de natación. —Ivy concluyó la frase por ella. Quizá pudiera ver una vez más a Tristan nadando estilo mariposa.

Beth dio un paso para apartarse del borde de la piscina y luego se volvió hacia Will.

—Voy a quedarme fuera un rato.

—No te quedes por mí, Beth —intervino Ivy—, yo…

—Escucha —la interrumpió su amiga—, ahora que todo el mundo está dentro, por fin podré dejar al descubierto este fantástico tipazo blanco sin preocuparme de deslumbrarlos como la nieve.

Will se rió bajito e hizo un comentario destinado sólo a los oídos de Beth.

Era un chico dulce, pero Ivy no lo habría culpado si estuviera furioso con ella, no después de la escena que le había montado la noche del sábado anterior. Will había dibujado imágenes de ángeles, una de Tristan caracterizado de ángel y con los brazos alrededor de Ivy. Ella la había hecho pedazos.

—Entra a ver los vídeos, Beth —dijo Ivy con firmeza—. Sólo quiero nadar un rato.

Entonces fue Will quien se inclinó hacia adelante.

—No deberías nadar sola, Ivy.

—Eso es lo que Tristan solía decirme.

Por toda respuesta, él la miró fijamente con unos ojos que hablaban una lengua propia. Eran dos estanques marrones, lo suficientemente profundos como para ahogarse en ellos, pensó Ivy. Los de Tristan eran de color avellana, pero aun así había algo parecido en aquellos ojos y en los de Will, algo que la atraía hacia él.

Se volvió rápidamente y contuvo la respiración. Con un suave destello de alas de colores, una mariposa se le posó sobre el hombro.

—Un pez volador —dijo Beth. Quizá debido a que todos estaban pensando en Tristan, Beth acababa de emplear la palabra que se utilizaba para referirse a los nadadores de estilo mariposa.

Ivy trató de ahuyentar al insecto. La mariposa agitó las alas, pero la sorprendió quedándose donde estaba.

—Te ha confundido con una flor —comentó Will con una sonrisa y con los ojos llenos de luz.

—Tal vez —replicó Ivy. Estaba ansiosa por alejarse de él y de Beth. Tras tomar impulso en el lateral de la piscina, empezó a nadar de nuevo.

Hizo un largo tras otro y, cuando finalmente se sintió cansada, nadó hasta el centro de la piscina y se dio la vuelta para flotar.

«Es una sensación estupenda, Ivy, de verdad. ¿Sabes lo que es flotar en el centro de un lago con árboles a tu alrededor y el azul inmenso del cielo sobre ti? Estás tumbado sobre el agua y el sol centellea en la punta de los dedos de tus manos y tus pies. ¿Sabes qué se siente al nadar en el océano? Nadar con todo tu empeño y que venga una ola y te levante sin el menor esfuerzo…».

El recuerdo de la voz de Tristan era tan fuerte que parecía que estuviera oyéndola en ese momento. Le resultaba imposible que la inmensidad azul del cielo permaneciera allí arriba; debería haberse partido en mil pedazos como el parabrisas del coche la noche del accidente, pero allí estaba.

Ivy recordó haberse tumbado sobre el agua y haber sentido el brazo de Tristan debajo de ella mientras la enseñaba a flotar.

«Así es más fácil. No luches. Arquea la espalda. Muy bien», le había dicho él.

Y no luchó. Cerró los ojos y se imaginó en el centro de un lago. Cuando los abrió, él la estaba mirando, y su cara, como el sol, le proporcionaba calor.

«Estoy flotando», había susurrado Ivy, y también lo susurró en ese momento.

«Estás flotando».

«Flotando…».

Lo habían leído el uno en los labios del otro y, durante un instante, Ivy se sintió entonces como si Tristan aún estuviera inclinándose sobre ella.

«Flotando».

Con sus labios cerca, muy cerca…

—¡Devuélvemelo!

Ivy irguió la cabeza a toda velocidad y sus pies se hundieron justo debajo de ella. Se enjugó rápidamente el agua que le cubría los ojos.

La puerta de la casa se había abierto de golpe y Gregory corría por el césped llevando un trozo pequeño de tela oscura en las manos. Unos extraños pegotes de una sustancia blanca y viscosa salían despedidos de su pelo. Eric lo seguía a toda prisa, mientras que, con una mano, sujetaba el sombrero de Beth —lo único que lo cubría— y, con la otra, blandía un largo cuchillo de cocina.

—¡Eres hombre muerto, Gregory!

—Ven a cogerlo —Gregory lo provocaba agitando en el aire su bañador—. Vamos, inténtalo con ganas.

—Voy a…

—Ya, ya… —lo enardecía Gregory.

De repente, Eric dejó de correr.

—Te cogeré, Gregory —le advirtió—. Cuando menos te lo esperes.