16

—Bueno —dijo Suzanne cuando el grupo salía del cine—, creo que en las últimas semanas hemos visto más películas que si fuéramos críticos de cine.

—Dudo que los críticos hayan ido a ver ésta —puntualizó Will.

—Es la única peli que me ha gustado en mucho tiempo —dijo Eric—. No puedo esperar a que salga Baño de sangre IV.

Gregory miró de soslayo a Ivy. Ella volvió la cara.

Ivy era quien sugería ir al cine cada vez que alguien le decía que tenía que salir, algo que pasaba a menudo últimamente. Si por ella fuera, iría a ver una trilogía. Algunas veces se sumergía en la historia, pero incluso si no era el caso, era una forma de parecer sociable sin tener que hablar. Desgraciadamente, la parte más fácil de la noche había acabado. Ivy se estremeció cuando salieron de ese otro mundo frío y oscuro que era el cine y se toparon con la calurosa noche plagada de luces de neón.

—¿Pizza? —propuso Gregory.

—No me vendría mal beber algo —admitió Suzanne.

—Bueno, invita Gregory, ya que no me ha dejado aprovisionar el maletero —dijo Eric.

—Gregory invita a las pizzas —anunció Gregory.

Ivy pensó que el chico empezaba a parecerse cada vez más a un monitor de campamento, guiando a ese extraño rebaño de personas y comportándose de forma responsable. Se preguntaba cómo Eric podía seguir aguantándolo, aunque sabía que Gregory, Will y él seguían teniendo sus salidas nocturnas con chicos y chicas salvajes.

Las noches en las que salían en grupo, Ivy jugaba a un juego consigo misma: ver cuánto aguantaba sin pensar en Tristan o, como mínimo, sin echarlo tantísimo de menos. Se esforzaba por centrar su atención en los que tenía alrededor. La vida seguía para ellos, aunque no fuera su caso.

Esa noche se dirigieron a Celentano’s, una pizzería muy popular. Las sillas cojeaban y los manteles eran de papel; un cartel rezaba: «Tenemos lápices y colores». No obstante, los dueños, Pat y Dennis, eran auténticos gourmets. Beth, a quien le encantaba echarle chocolate a todo, adoraba sus famosas pizzas dulces.

—¿Qué va a ser esta noche? —le tomó el pelo Gregory—. ¿Brownies y queso?

Beth sonrió; dos líneas de color rosa ascendieron por sus mejillas. «Parte de la belleza de Beth es su transparencia, la forma en que te sonríe sin ocultar nada», pensó Ivy.

—Tomaré algo diferente, algo más sano. ¡Ya lo tengo! ¡Queso brie con albaricoques y virutas de chocolate negro!

Gregory rompió a reír y apoyó su mano con delicadeza sobre el hombro de Beth. Ivy recordó el tiempo en que algunos de sus comentarios la desconcertaban, cuando estaba convencida de que siempre se burlaría de ella y de sus amigas.

En ese momento, en cambio, le resultaba muy fácil entenderlo. Al igual que su padre, tenía carácter y necesitaba que lo adularan. Y eso era lo que estaban haciendo tanto Beth como Suzanne en ese preciso instante; esta última lo observaba de manera más sagaz, asomándose por encima de la carta.

—Lo único que quiero es pepperoni —se quejó Eric—, sólo pepperoni.

Eric estaba recorriendo con un dedo la lista de pizzas de arriba abajo y de izquierda a derecha, de arriba abajo y de izquierda a derecha, como un ratón frustrado que no encuentra la salida del laberinto.

Al parecer, Will ya se había decidido. Había cerrado la carta y había empezado a dibujar sobre el mantel de papel que tenía delante.

—Vaya, Rembrandt ha vuelto —dijo Pat al pasar junto a la mesa, señalando a Will con un gesto de la cabeza—. Es la tercera vez esta semana —explicó al resto—. Me gustaría creer que es por nuestra comida, pero sé que es por los materiales de dibujo gratis.

Will le dedicó una sonrisa, aunque lo hizo más con sus ojos castaño oscuro que con la boca. Sus labios se curvaron ligeramente hacia arriba sólo en un extremo de la boca.

«Él sí que no es fácil de entender», pensó Ivy.

—O’Leary —dijo Eric cuando la dueña se hubo marchado—, ¿te has colgado de Pat o qué?

—Le gustan las mujeres maduras —se burló Gregory—, como la de la Universidad de California o la que está recorriendo Europa en lugar de ir a la facultad…

—Estás de broma —comentó Suzanne, obviamente impresionada.

Will levantó la vista.

—Somos amigos —dijo y siguió dibujando—. Y trabajo aquí al lado, en la tienda de fotos.

Eso sí que era una noticia. Ninguno de los amigos de Gregory tenía un trabajo de verdad.

—Will hizo ese retrato de Pat —explicó Gregory a las chicas.

Estaba colgado con chinchetas de la pared: un trozo de papel barato pintado con ceras. Sin embargo, era igualito a Pat, con su pelo liso y sedoso, sus ojos color avellana y su generosa boca… Había encontrado su belleza.

—Eres muy bueno —dijo Ivy.

Will levantó la vista rápidamente y sostuvo su mirada durante un segundo, luego volvió a sus dibujos. Ivy no tenía ni idea de si estaba intentando parecer guay o si simplemente era tímido.

—¿Sabes, Will? —intervino Beth—, Ivy sigue preguntándose si realmente eres guay o tan sólo tímido.

Él pestañeó.

—¡Beth! —exclamó Ivy—. ¿De dónde sacas eso?

—Pues… ¿No te lo estabas preguntando? ¡Oh! Bueno, quizá era Suzanne. O puede que yo. No lo sé, Ivy, tengo la cabeza hecha un lío. Me duele desde que salimos de tu casa. Creo que necesito cafeína.

Gregory rompió a reír.

—Esa pizza de chocolate debería servir.

—Para que conste —le dijo Will a Beth—, en realidad no soy guay.

—¡Oh, por favor! —exclamó Gregory.

Ivy se recostó en la silla y miró su reloj. Bien, había estado ocho minutos enteros pensando en otras personas, ocho minutos enteros sin imaginar cómo habría sido todo si Tristan hubiera estado sentado a su lado. Eso era un progreso.

Pat les tomó nota. Luego rebuscó en sus bolsillos y le entregó un impreso a Will.

—Hago esto delante de tus amigos para que no puedas echarte atrás, Will. He estado guardando tus manteles… Tengo pensado venderlos cuando tus cuadros estén colgados en el museo Metropolitan. Aunque si no presentas alguno de tus trabajos en el festival, yo presentaré los manteles.

—Muchas gracias por dejarme elegir, Pat —contestó él secamente.

—¿Tienes más impresos de ésos? —preguntó Suzanne—. Ivy necesita uno.

—¿Tú también has estado guardando mis manteles? —preguntó Ivy.

—Es por tu música, ¡caramba! El festival de Stonehill es para todo tipo de artistas, montan un escenario para actuaciones en directo. Será bueno para ti.

Ivy se mordió la lengua. Estaba tan cansada de que la gente le dijera lo que era bueno para ella. Cada vez que alguien se lo decía, lo único en lo que podía pensar era: «Tristan es bueno para mí».

«Dos minutos esta vez, dos minutos sin pensar en él».

Pat les llevó más impresos para el festival con las pizzas. Los demás rememoraron el Festival de las Artes de años pasados.

—A mí me gustaba ver a las bailarinas —comentó Gregory.

—Yo fui una joven bailarina —le dijo Beth.

—Hasta que un trágico accidente truncó su carrera —se burló Suzanne.

—Tenía seis años —explicó Beth—, y todo tenía mucha magia. Allí estaba yo revoloteando con mi traje de lentejuelas, con un millar de estrellas brillando sobre mí, cuando desgraciadamente me caí del escenario.

Will rió con ganas. Era la primera vez que Ivy lo oía reír de esa manera.

—¿Os acordáis de cuando Richmond salió a tocar el acordeón?

—¿El señor Richmond? ¿Nuestro director?

Gregory asintió.

—El alcalde apartó su taburete.

—Y Richmond fue a sentarse —continuó Eric.

—¡Madre mía!

Ivy rió con todos los demás, aunque en gran medida estaba actuando. Cuando algo despertaba su interés o la hacía reír, mantenía su atención durante el primer segundo y al siguiente pensaba: «Tengo que contárselo a Tristan».

«Cuatro minutos esta vez».

Will estaba dibujando escenas graciosas en el mantel: Beth girando de puntillas, las piernas del señor Richmond en el aire… Iba enlazándolas como si de una tira de cómic se tratara. Sus manos actuaban con rapidez y sus trazos eran fuertes y seguros. Por unos instantes, Ivy lo observó con interés.

Entonces Suzanne dio un bufido. Ivy miró de reojo, pero el rostro de Suzanne estaba cubierto por una máscara de simpatía.

—Por ahí viene una amiga tuya —le dijo a Gregory.

Todos se volvieron. Ivy tragó saliva. Era Twinkie Hammonds, «la canija morena», como la llamaba Suzanne, la chica con la que Ivy había hablado el día en que había visto nadar por primera vez a Tristan. Gary iba con ella.

Gary se quedó mirándola fijamente; a continuación, reparó en Will, que estaba sentado a su lado, y luego en Eric y Gregory. Ivy se sintió incómoda, no era como si estuviera teniendo una cita; pero, aun así, notaba que los ojos de Gary la acusaban.

—Hola, Ivy.

—Hola.

—¿Lo estás pasando bien? —preguntó él.

Ella jugueteó con uno de los lápices de colores y luego asintió.

—Sí.

—Hacía tiempo que no te veía.

—Ya.

La verdad era que ella sí lo había visto: una vez en el centro comercial y otra en la ciudad, pero se había escabullido rápidamente por la primera puerta que había encontrado.

—¿Sales mucho últimamente? —preguntó Gary.

—Bastante, supongo.

Cada vez que lo veía, Ivy esperaba encontrar a Tristan cerca. Cada vez tenía que pasar de nuevo por todo el dolor.

—Eso pensaba. Twinkie me lo dijo.

—¿Tienes algún problema con eso? —preguntó Gregory.

—Estaba hablando con ella, no contigo —respondió Gary fríamente—, y sólo me preguntaba cómo lo llevaba. —Cambió su peso de un pie al otro—. Los padres de Tristan me preguntaron por ti el otro día.

Ivy bajó la cabeza.

—Voy a visitarlos de vez en cuando.

—Bien.

Se había prometido cientos de veces que iría a verlos.

—Se sienten solos —añadió él.

—Puedo imaginarlo.

Ivy dibujó crucecitas con su color.

—Les gusta hablar sobre Tristan.

Ella asintió en silencio. No podía volver a esa casa, ¡no podía! Dejó el color sobre la mesa.

—Aún conservan tu foto en su habitación.

Tenía los ojos secos, pero su respiración se había vuelto irregular. Intentó inspirar y espirar de forma regular para que nadie se diera cuenta.

—Hay una nota debajo de tu foto. —La voz le tembló con una especie de risita nerviosa—. Ya sabes qué tipo de padres son…, eran. Siempre respetando a Tristan y su intimidad. Incluso ahora no la leerán, pero saben que es tu letra y que él la guardaba. Suponen que es alguna notita de amor y que debe estar con tu foto.

¿Qué le había escrito? Nada lo bastante valioso como para que él lo guardara, tan sólo notas para confirmar la hora a la que quedarían para su próxima clase de natación. Sin embargo, Tristan había guardado semejante insignificancia.

Ivy luchó por contener las lágrimas. No debería haber salido con los demás esa noche. No podría seguir fingiendo mucho más tiempo.

—¡Serás gilipollas! —Era la voz de Gregory.

—No pasa nada —dijo Ivy.

—¡Vete de aquí, gilipollas, antes de que yo te saque a patadas! —ordenó Gregory.

—No pasa nada.

Realmente lo pensaba. Gary no podía impedir lo que sentía, al igual que ella tampoco podía hacerlo.

—Te lo dije, Gary —intervino Twinkie—, no es el tipo de chica que guarda luto durante un año entero.

La silla de Gregory cayó al suelo cuando éste se levantó; la apartó de una patada.

Dennis Celentano lo agarró justo antes de que llegara al otro lado de la mesa.

—¿Qué pasa aquí, chicos?

Ivy se quedó inmóvil con la cabeza agachada. Había habido un tiempo en el que les habría pedido a sus ángeles que le dieran fuerzas, pero ya no podía hacerlo. En lugar de eso, permaneció inmóvil, envolviéndose el cuerpo con los brazos. Apartó de su mente cualquier pensamiento o sentimiento, así como todas las palabras airadas que revoloteaban a su alrededor. Indiferente, así permanecería. «Si pudiera dejar de sentir para siempre…».

¿Por qué no había muerto ella en lugar de él? ¿Por qué había ocurrido así? Tristan era todo cuanto tenían sus padres, todo cuanto ella quería. Nadie podría ocupar su lugar. ¡Debería haber sido ella quien muriera, no él!

El comedor se quedó mudo de pronto, un silencio sepulcral la rodeaba. ¿Lo habría dicho en voz alta? Gary ya no estaba. Ivy no podía oír nada salvo el sonido de un lápiz. La mano de Will se movía con rapidez, sus trazos eran fuertes y aún más seguros que antes.

Ella lo observaba con indiferente fascinación. Finalmente, él retiró la mano y pudo echar un vistazo a los dibujos. Ángeles y más ángeles. Uno de ellos se parecía a Tristan y estaba rodeándola con sus brazos en actitud cariñosa.

La furia se apoderó de ella.

—¡Cómo te atreves! —gritó—. ¡Cómo te atreves, Will!

Sus miradas se encontraron. A pesar de que los ojos de Will estaban dominados por la confusión y el pánico, ella no se contuvo. Sólo podía sentir ira.

—Ivy, no sé por qué… No pretendía… Nunca querría, Ivy, lo juro, nunca te haría…

Ella arrancó el mantel de papel y lo hizo pedazos. Will se quedó mirándola sin dar crédito a lo que había hecho.

—Nunca te haría daño —susurró.

Había sido tan fácil. En lo que le había parecido menos de un nanosegundo, Tristan se había introducido en la mente de Will. No había encontrado resistencia a la hora de comunicarse con él: los dibujos de los ángeles habían aparecido rápidamente, como si sus mentes fueran una. Tristan había compartido la sorpresa de Will al descubrir lo que había dibujado su lápiz. «¡Si Will pudiera hacer que la imagen se hiciera realidad y yo pudiera consolarla!».

—¿Qué hago ahora, Lacey? —preguntó Tristan—. ¿Cómo puedo ayudar a Ivy si lo único que consigo es seguir haciéndole daño?

Pero Lacey no estaba cerca para aconsejarlo.

Tristan vagó por las calles de la silenciosa ciudad mucho después de que Ivy y sus amigos se hubieron marchado. Tenía que reflexionar. Casi sentía miedo de volver a intentarlo. Las figuritas de los ángeles, las imágenes de los ángeles, incluso la simple mención de los ángeles no despertaban en Ivy más que dolor y rabia. No obstante, en eso era en lo que se había convertido: en su ángel.

Sus nuevos poderes eran inútiles, totalmente inútiles. Y aún quedaba la cuestión de su misión, de la que no tenía ni idea. Le costaba tanto centrarse en eso cuando lo único en lo que podía pensar era en llegar a Ivy.

—¿Qué hago ahora, Lacey?

Se preguntó si la chica habría dramatizado cuando le había dicho que su misión podría consistir en salvar a alguien de un desastre. Pero ¿y si estaba en lo cierto? ¿Y si estaba tan ensimismado en su propio sufrimiento y el de Ivy que le fallaba a alguien?

Lacey le había dicho que se mantuviera cerca de la gente a la que conocía; por ese motivo, en cuanto había despertado de la oscuridad esa noche, había buscado a Gary y lo había seguido hasta Celentano’s. También le había dicho que la clave de su misión podría encontrarse en el pasado, que podría tratarse de algún problema que había presenciado, pero que no había reconocido. Tenía que descubrir cómo viajar al pasado.

Imaginó el tiempo como una red que entrelazaba pensamientos, sentimientos y acciones, una red que lo había sostenido hasta que él se había soltado. Pensó que el punto de entrada más sencillo sería el punto por el que había salido. ¿Lo ayudaría ir al lugar preciso?

Se encaminó rápidamente hacia las sinuosas y oscuras carreteras secundarias. Era bastante tarde, por lo que no había tráfico. Sobrecogido por la sensación de que en cualquier momento saldría de la nada un ciervo, ralentizó su marcha, aunque sólo unos segundos.

Le pareció extraño lo fácil que le había resultado encontrar el lugar y lo seguro que estaba de que había sido exactamente allí, puesto que todos los recodos y curvas de la carretera parecían iguales. Aunque había luna llena, su luz plateada apenas se filtraba a través del frondoso ramaje, y la única iluminación provenía del resplandor del aire, una especie de fantasmagórica neblina gris. Aun así, encontró las rosas.

No eran las que él le había regalado, sino otras similares. Estaban tiradas en el arcén de la carretera y se habían marchitado por completo. Cuando las cogió, los pétalos se deshicieron como copos carbonizados. Lo único que sobrevivió fue el lazo de satén morado.

Tristan miró la carretera como si estuviera mirando atrás en el tiempo. Intentó recordar el último minuto de su vida. La luz, una luz increíble, y una voz, o un mensaje; no estaba seguro de si se trataba realmente de una voz y era incapaz de recordar ninguna palabra. Sin embargo, todo eso había ocurrido después de la explosión de luz; así que volvió atrás y se concentró en ella.

Un puntito… Exacto, antes del túnel, antes de la deslumbrante luz al final, había habido un puntito de luz en el ojo del ciervo.

Tristan se estremeció y se preparó para lo que venía. Todo su ser sintió el impacto, como si hubiera caído dentro de sí mismo, y empezó a retroceder. El coche se movía marcha atrás a toda velocidad. Le recordaba a una atracción de feria que de repente empieza a ir en sentido contrario. Había quedado atrapado en una cinta que estaba siendo rebobinada, acorralado por las palabras de un galimatías y movimientos frenéticos. Intentó pararlo, deseó con todas sus fuerzas que se detuviera y usó toda su energía para frenar aquella carrera hacia el pasado.

Y ahí estaban Ivy y él, sentados uno junto al otro, completamente inmóviles, como si se tratara de la imagen congelada de una película. Estaban en el coche y conducían despacio y con cautela hacia adelante.

—Un último vistazo al río —dijo Tristan en el momento en que el camino se alejaba considerablemente de su cauce.

El sol de junio caía sobre las colinas occidentales de Connecticut y bañaba de luz las copas de los árboles cubriéndolas de oro. La tortuosa carretera se adentró en un túnel de arces, álamos y robles. Era como deslizarse bajo olas de color verde intenso. Tristan encendió los faros del coche.

—No es necesario que corras tanto —dijo Ivy—. Creo que ya no tengo hambre.

—¿Te he hecho perder el apetito?

Ella negó con la cabeza.

—Creo que estoy saciada de felicidad —susurró.

El coche circulaba a gran velocidad, y tomó una curva de forma arriesgada.

—Te he dicho que no es necesario que corras.

—Es muy extraño —murmuró él—. Me pregunto qué… —Miró hacia sus pies—. No parece que…

—Ve más despacio, ¿quieres? No importa si llegamos un poco tarde… ¡Ah! —Ivy señaló al frente—. ¡Tristan!

Algo había salido de entre los arbustos y se había abalanzado hacia la carretera. Tristan también lo vio: un movimiento borroso entre las sombras. Entonces el ciervo se detuvo y volvió la cabeza, sus ojos atraídos por las luces del coche.

—¡Tristan! —gritó Ivy.

Él pisó el freno con más fuerza. Se dirigían a toda velocidad hacia los brillantes ojos.

—Tristan, ¿es que no lo ves?

—Ivy, algo…

—¡Un ciervo! —exclamó ella.

Pisó el freno una y otra vez, el pedal se hundía hasta el fondo, pero el coche no ralentizaba su marcha.

Los ojos del animal resplandecieron. Entonces, una luz apareció detrás de él: la ráfaga de unos faros. Un coche se aproximaba en sentido contrario. Los árboles les cerraban el paso, no había espacio para girar a izquierda o a derecha y llevaba el pedal de freno pisado a fondo.

—¡Frena! —gritó Ivy.

—Estoy…

—¡Frena! ¿Por qué no frenas? —suplicó—. ¡Tristan, frena!

Deseó con todas sus fuerzas que el coche se detuviera, anhelaba volver al presente, pero no tenía ningún control de la situación, nada podía impedir que siguiera dirigiéndose a toda velocidad hacia el centro del tornado de oscuridad. Y finalmente éste se lo tragó.

Cuando abrió los ojos, Lacey lo observaba desde arriba.

—¿Un viajecito complicado?

Tristan miró a su alrededor. Seguía en la carretera rodeada de árboles, aunque se había hecho de día y lo envolvía una luz dorada y frágil como las telarañas que cubrían los árboles. Intentó recordar qué había pasado.

—Me llamaste hace horas preguntándome qué debías hacer a continuación —le recordó ella—. Es obvio que no has podido esperar para averiguarlo.

—He viajado al pasado —contestó. De pronto lo recordó todo—. Lacey, no fue sólo el ciervo. Si no hubiera sido eso, habría sido un muro, los árboles, el río o el puente. U otro coche.

—¡Ve más despacio, Tristan! ¿Qué intentas decirme?

—No había presión ni líquido. Todo el rato llegaba hasta el fondo.

—¿El qué? —preguntó Lacey.

—El pedal. El pedal del freno. No debería haber fallado como lo hizo. —La cogió—. ¿Y si…? ¿Y si no fue un accidente? ¿Y si sólo lo pareció?

—Y tú sólo pareces muerto —contestó ella—. Claro, me has engañado.

—Escúchame, Lacey. Los frenos estaban en perfecto estado. Alguien debió de trastear en ellos. ¡Alguien cortó el cable! Tienes que ayudarme.

—Pero si ni siquiera sé echar gasolina.

—¡Tienes que ayudarme a llegar hasta Ivy!

Tristan empezó a alejarse por la carretera.

—Será mejor que yo trabaje en los frenos —gritó Lacey—. Ve más despacio, antes de que atropelles otro ciervo.

Nada lo detendría ya.

—Ivy tiene que volver a creer —afirmó Tristan—. Tenemos que llegar hasta ella. Tiene que saber que no fue un accidente. ¡Alguien quería que yo… o ella… muriéramos!