15

Horas después, esa misma tarde, Lacey fue en busca de Tristan. Él estaba paseando por el borde de la colina y, al oír su nombre, se sobresaltó. Miró hacia arriba y la vio sentada en un árbol.

—Una vista preciosa, ¿no crees? —dijo ella.

Tristan asintió y volvió a echar un vistazo al fondo de la pared rocosa. El terreno descendía abruptamente en ese punto unos cincuenta o cien metros. Recordó haber divisado a principios de la primavera el brillo plateado de los raíles y el techo de la pequeña estación en el valle que había bajo sus pies, pero en ese momento quedaban ocultos. A través de los árboles, sólo podían verse pequeños destellos de azul del río.

—No sé por qué me siento tan atraído por este lugar.

Lacey ladeó la cabeza.

—Estoy segura de que no tiene absolutamente nada que ver con que Ivy viva aquí —dijo en tono sarcástico.

—¿Cómo sabes lo de Ivy?

La chica saltó del árbol con una hábil pirueta.

—Lo leí, por supuesto. —Dio unos pasos hasta situarse a su lado—. Leí todo lo que se publicó sobre tu accidente. Tengo la costumbre de dejarme caer cada mañana por la estación y leer el periódico con los que van a trabajar a la ciudad. No me gusta estar en la inopia. Además, me ayuda a saber qué día es.

—Hoy es domingo, 10 de julio —dijo con seguridad Tristan.

—¡Meeeecccc! —Lacey imitó el sonido del pulsador de un concurso de la televisión y rompió una ramita del árbol—. Es martes, 12 de julio.

—No puede ser.

Tristan alzó la mano, pero no pudo coger ninguna hoja, y mucho menos romper una rama.

—¿Te has sumido en la oscuridad en los últimos días?

—Anoche —contestó él.

—Más bien, hace tres noches —le aclaró Lacey—. Te pasará más veces, aunque con el tiempo tu fuerza aumentará y cada vez necesitarás descansar menos. Excepto, claro, si haces algún truquito.

—¿Algún truquito como…?

Ella esperó hasta contar con toda la atención del chico y, entonces, le ordenó:

—Mírame.

—¿Qué crees que estoy haciendo?

—Da un paso atrás y observa con atención. ¿Qué me falta?

—¿Prometes no tirarme del pelo?

Ella lo miró enojada. Realmente lo parecía, aunque su expresión cambió rápidamente; sólo estaba actuando.

—Mira el gato —dijo.

Tristan echó un vistazo por encima de su hombro.

¡Ella!

—Mira la hierba que hay al lado del gato y mira la que hay a mi lado.

Entonces cayó en la cuenta.

—No tienes sombra.

—Ni tú.

—Vuelves a hablar en voz alta —señaló—. Reconozco la diferencia de sonido y he visto cómo las orejas de Ella se inclinaban hacia ti.

—Ahora observa la hierba que hay detrás de mí —le ordenó Lacey, y cerró los ojos.

Lentamente, del mismo modo que el agua cuando se filtra en la tierra, su sombra empezó a crecer. A la misma velocidad comenzó a perder su brillo. Ella caminó a su alrededor con cautela una vez y luego otra. Fue a restregarse contra la pierna de la chica y no se cayó.

—¡Eres sólida! —exclamó Tristan—. ¡Sólida! ¡Cualquiera puede verte! Enséñame a hacer eso. Si pudiera hacerme sólido, Ivy me vería, sabría que estoy aquí para ella, sabría…

—¡Ya vale! —lo cortó. Su voz proyectada empezó a apagarse—. Estaré contigo dentro de un momento.

Su sombra desapareció. Y después lo hizo ella.

—¿Lacey? —Tristan se volvió—. Lacey, ¿dónde estás? ¿Estás bien?

—Sólo cansada. —Su voz sonaba débil. Su cuerpo reapareció, aunque era prácticamente traslúcido. Estaba hecha un ovillo en el suelo—. Dame unos minutos.

Tristan caminó de un lado a otro mirándola con preocupación. De pronto, Lacey se puso en pie; parecía ella de nuevo.

—Así funciona —dijo—. Los ángeles transitorios (eso es lo que somos tú y yo, encanto) necesitamos toda la energía de que disponemos y muchísima experiencia para materializarnos por completo. Hablar al mismo tiempo… Bueno, eso sólo podemos hacerlo los profesionales.

—Como tú.

—Normalmente sólo puedo materializar una parte de mí, como los dedos, cuando quiero hacer algo, tirar del pelo a alguien o pasar de página para ver las reseñas de las películas.

—¡Enséñame! —exclamó Tristan con fervor—. ¿Me enseñarás cómo se hace?

—Quizá.

Habían llegado a un punto desde el que podían ver toda la parte trasera de la casa. Tristan alzó la vista hacia la ventana abuhardillada de la sala de música de Ivy.

—Así que aquí es donde vive tu chavalita —señaló Lacey—. Supongo que debería parecerme fantástico que un chico se comporte como un auténtico idiota por una chica.

Vio los labios de Lacey curvarse hacia abajo en una mueca de desaprobación.

—No sé por qué tendrías que opinar —repuso Tristan—. No tiene nada que ver contigo. ¿Vas a enseñarme?

—¡Por qué no! Tengo mucho tiempo libre.

Buscaron un recoveco escondido entre los árboles y se sentaron en el suelo. Ella los siguió lentamente. Lacey empezó a acariciar a la gata, que se lo agradeció con un ligero y educado ronroneo. Cuando Tristan miró más de cerca, pudo comprobar que las yemas de sus dedos no brillaban, sino que eran sólidas.

—Lo único que hace falta es concentración —explicó Lacey—. Hay que concentrarse muchísimo. Mira las yemas de tus dedos, míralas fijamente para mantener la concentración. Prácticamente tienes que desear que se vuelvan sólidas.

Tristan extendió una mano hacia Ella. Vació su mente de todo lo demás y se concentró en la yema de los dedos. Sintió un cosquilleo similar al que solía experimentar cuando se le dormía un brazo. La sensación se volvió más y más intensa en los dedos. Entonces, otro tipo de cosquilleo despertó en su cabeza, una sensación que no le gustó. Empezó a sentirse débil, como si estuviera fundiéndose, y se rindió.

Lacey chasqueó la lengua.

—Te has acobardado.

—Volveré a probar.

—Será mejor que descanses un poco.

—¡No necesito descansar!

Después de haber sido fuerte e inteligente durante toda su vida —profesor de natación, tutor de matemáticas—, le resultaba humillante tener que aceptar lecciones de una sabelotodo sobre algo tan simple como acariciar a un gato.

—Parece que no soy la única por aquí con un ego enorme —señaló Lacey con satisfacción.

Tristan ignoró el comentario.

—¿Qué me ha pasado? —preguntó.

—Toda tu energía estaba siendo redirigida hacia la yema de los dedos —explicó ella—, lo que provoca que el resto de tu cuerpo se sienta débil, como si te estuvieras disolviendo o algo así.

Él asintió.

—Conforme vayas acumulando fuerzas ya no será un problema. Si alguna vez llegas al punto de materializar todo el cuerpo y proyectar la voz…, aunque sinceramente no creo que lo consigas jamás…; tendrás que aprender a obtener energía de lo que te rodea. Yo la absorbí de allí.

—Hablas como un extraterrestre en una película de ciencia ficción.

Lacey asintió.

Labios del planeta Índigo. Ya sabes, estuve a esto de conseguir un Oscar por esa película.

¡Qué curioso! Tristan la recordaba como un gran fiasco.

—¿Quieres volver a intentarlo?

Él extendió la mano. En cierto modo era como tomarse el pulso, como tumbarse en la cama a escucharse el corazón: de pronto se dio cuenta de la forma en que la energía viajaba por su cuerpo y la dirigió, esa vez con calma y la cabeza fría, hacia los dedos. Éstos perdieron su brillo.

Entonces lo sintió: el largo pelaje, suave y sedoso. Ella empezó a ronronear con fuerza mientras él recorría los lugares en los que más le gustaba que la acariciaran. La gata se puso boca arriba y Tristan rompió a reír. Cuando le rascó la barriga, su ronroneo pareció sonar tan alto como el motor de la hélice de una avioneta.

Entonces perdió el tacto. El día soleado se tornó gris y Ella dejó de ronronear. Lo único que podía hacer era quedarse quieto y esperar, boqueando en busca de aire como si intentara recuperar el aliento, aunque ya no respiraba.

—¡Excelente! —exclamó Lacey—. No tenía ni idea de que fuera tan buena profesora.

El color volvió a la hierba y a los árboles. El cielo era de nuevo azul. Sólo Ella, que se había puesto en pie y olfateaba el aire, mostraba signos de que algo no iba bien.

Tristan, exhausto, se volvió hacia Lacey.

—No podré llegar a ella. Si esto es todo lo que puedo hacer, no podré comunicarme con ella.

—¿Estamos hablando otra vez de tu chavalita?

—Sabes su nombre.

—Ivy, símbolo de fidelidad y recuerdo. ¿Estás intentando enviarle algún mensaje?

—Tengo que convencerla de que la quiero.

—¿Ya está? —Lacey puso cara de decepción—. ¿Eso es todo?

—Creo que ésa debe de ser mi misión —contestó él.

—¡Oh, pooor favooor!

—¿Sabes?, estoy empezando a cansarme de tu sarcasmo.

—Pues a mí no es que me guste mucho tu estupidez. Tristan, eres un ingenuo si piensas que el Gran Jefe se tomaría la molestia de convertirte en un ángel para que puedas convencer a una chavala cualquiera de que la quieres. Las misiones nunca son tan simples, ni tan sencillas.

Quería discutir con ella; sin embargo, Lacey había dejado a un lado su ademán melodramático y hablaba en serio.

—Sigo sin entenderlo. ¿Cómo se supone que voy a averiguar cuál es mi misión?

—Observando, escuchando, permaneciendo cerca de la gente que conoces o a la que te sientes ligado… Probablemente sea a ellos a quienes debes ayudar y por los que fuiste enviado de vuelta.

Tristan empezó a considerar qué persona en su vida necesitaría una ayuda especial.

—Es como hacer de detective —continuó Lacey—. El problema es que no tienes que descubrir quién lo hizo; tienes que saber quién hace qué. A menudo no sabes cuál es el problema que te han enviado a resolver. A veces, ni siquiera ha pasado aún y tienes que salvar a la persona de algún desastre que ocurrirá en el futuro.

—Tienes razón —admitió él—. No es sencillo.

Habían pasado junto a la pista de tenis y rodeado la casa hasta la parte delantera. Ella, que había ido siguiéndolos, salió disparada hacia la escalera de entrada y subió por ella.

—Incluso si se trata de algo que pasará en el futuro —continuó Lacey—, la clave suele estar escondida en tu propio pasado. Afortunadamente, viajar en el tiempo no es tan difícil.

Tristan alzó las cejas.

—¿Viajar en el tiempo?

Lacey subió de un salto sobre el coche de Gregory, que estaba aparcado en el camino de entrada, frente a la casa.

—Me refiero a viajar atrás en la mente. Cuando recordamos en el presente olvidamos un montón de cosas. Puede haber pistas que no entendimos en el pasado, pero que aún están allí y que podemos volver a encontrar si viajamos atrás en nuestra mente.

Conforme hablaba, Lacey se echó sobre el capó del BMW. Se quedó mirándolo como si fuera Morticia Addams haciendo un anuncio de coches.

—Puede que también te enseñe a viajar en el tiempo —lo provocó—. Claro que viajar al pasado en la mente de otra persona no es algo con lo que debería jugar un aficionado como tú. Existe cierto peligro —añadió—. ¡Vamos, anímate, señor Deprimido!

—No estoy deprimido. Estoy pensando.

—Entonces, levanta la vista.

Tristan miró hacia la puerta principal. Ivy estaba allí, de pie, con la mirada fija en el camino de entrada, como si esperara a alguien.

—Es mi dama; ¡ah, es mi amor! ¡Ah, si supiera que lo es! —recitó Lacey.

Tristan siguió mirando a Ivy.

—¿Qué?

Romeo y Julieta. Acto segundo, escena segunda. Hice una audición, ya sabes, para el festival «Shakespeare en el parque». El director del casting quería darme el papel.

—Bien —contestó él distraídamente.

Deseaba que lo dejara a solas con ella. Lo único que quería era estar solo, deleitarse con la visión de Ivy saliendo al porche con su cabello dorado mecido por el viento, caminando con gracia hacia el primer escalón y cogiendo a Ella.

—El director dijo que tenía un talento asombroso.

—Fantástico.

«Si los gatos pudieran hablar… —pensó Tristan—. Díselo Ella, dile lo que sabes».

—El productor, un tipo pretencioso con aires de artista, dijo que quería a alguien con unos rasgos más clásicos, alguien que no hablara con acento de Nueva York.

Ivy seguía de pie en el porche, con Ella en brazos, mirando hacia donde él estaba. «Quizá aún crea. Quizá sienta ligeramente mi presencia».

—Ese productor estará en Nueva York durante un par de semanas preparando un espectáculo itinerante. Creo que le haré una visita.

—Fantástico —repitió él.

Volvió la cabeza al mismo tiempo que Ivy. De fondo se oía el traqueteo de un coche pequeño que ascendía por la colina.

—Creo que lo mataré —añadió Lacey—; provocaré un accidente de tráfico que lo mate en el acto.

—Estupendo.

—¡Eres patético! —exclamó la chica—. ¡Realmente patético! ¿Eras tan calzonazos cuando estabas vivo? Sólo puedo imaginarte cuando aún estabas cargado de hormonas.

Tristan se volvió hacia ella, enfadado.

—Mira, tú no eres mejor que yo. Yo estoy enamorado de Ivy, tú lo estás de ti misma. Ambos estamos obsesionados, así que déjalo ya.

Por un momento, Lacey no dijo nada. Sus ojos cambiaron casi imperceptiblemente. Una cámara no habría captado esa breve señal de que habían herido sus sentimientos; pero Tristan sí, y como sabía que en esa ocasión no estaba actuando, lamentó lo que había dicho.

—Lo siento.

Lacey se había alejado de él. Supuso que se mantendría al margen algún tiempo para que fuera dando palos de ciego en busca de su misión.

—Lacey, lo siento.

—Vale, vale, vale —dijo ella.

—Lo que pasa es que…

—¿Quiénes son ésas? —lo interrumpió—. ¿Pili y Mili han venido a guardar luto con tu dama?

Tristan se volvió para observar a Beth y a Suzanne bajar del coche: ambas iban vestidas de negro. De todas formas, a Suzanne siempre le había gustado ese color, especialmente si iba ligera de ropa, que era el caso: llevaba un vestido negro a la moda atado al cuello. Por otro lado, Beth vestía ropa típica de Beth: un vestido suelto, negro con florecitas blancas, cuyos volantes ondeaban unos cinco centímetros por encima de sus sandalias rojas de goma.

—Son sus amigas Beth y Suzanne.

—Esa de ahí es definitivamente una receptora —dijo Lacey.

—¿Una receptora?

—La que parece que lleva puesta una cortina de ducha.

—Beth —aclaró él—. Es escritora.

—¿Y yo qué he dicho? Una receptora nata.

Tristan observó a Ivy saludar a sus amigas y conducirlas adentro.

—Vamos —dijo Lacey poniéndose en pie de un salto y dirigiéndose hacia la casa—. Será divertido.

Tristan vaciló, ya había visto lo que Lacey entendía por divertido.

—¿Quieres decirle que la amas o no? Te servirá como entrenamiento. Lo tienes todo a tu favor, la chica es una auténtica receptora. Los buenos receptores ni siquiera tienen que creer —añadió—, están abiertos a todo tipo de cosas, una de ellas, los ángeles. Puedes hablar a través de ella; o, al menos, intentar escribir a través de ella. ¿Sabes lo que es la escritura automática?

Había oído hablar de ella. Las médiums lo hacían: supuestamente, sus manos escribían a voluntad de otro y transmitían mensajes de los muertos.

—¿Quieres decir que Beth es como una médium?

—Una médium sin experiencia; una receptora natural. Transmitirá lo que le digas, si no hoy, más adelante. Sólo tenemos que establecer un vínculo y colarnos en su mente.

—¿Colarnos en su mente? —inquirió él.

—Es muy sencillo. Lo único que tienes que hacer es pensar como ella, ver el mundo de la misma forma en que ella lo ve, sentir como ella siente, querer a quien ella quiera, desear sus más profundos deseos…

—De ninguna manera —aseveró él.

—En resumen, tienes que adoptar el punto de vista del receptor y luego colarte en su cabeza.

—Es obvio que no sabes cómo funciona la mente de Beth —explicó Tristan—. Nunca has leído ninguno de sus relatos, escribe esos romances tan apasionados.

—¡Ah! ¿Te refieres al tipo de romance en el que el enamorado se queda contemplando con nostalgia a su amada, con los ojos llenos de ternura y un gran dolor en el corazón que no le permite ver u oír a nadie más?

—Exacto.

Lacey ladeó la cabeza y sonrió con suficiencia.

—Tienes razón. Beth y tú no tenéis nada en común.

Tristan no dijo nada.

—Si amaras de verdad a Ivy, lo intentarías. Estoy segura de que los enamorados que salen en los relatos de Beth no dejarían que un pequeño contratiempo como éste los detuviera.

—¿Y Philip? —dijo Tristan—. Es el hermano de Ivy y puede ver mi destello.

—¡Ah! Has encontrado un creyente.

—Un receptor, estoy seguro —añadió.

—No tiene por qué. No existe verdadera conexión entre creer y ser un receptor.

—¿Podemos probar con él primero?

—Claro, podemos perder el tiempo —contestó ella entrando sigilosamente en la casa.

Philip estaba en la cocina preparando brownies en el microondas. En la encimera, junto al cuenco, había algunos cromos de béisbol pegajosos y un catálogo abierto por una página en la que se veía una foto de bicicletas de montaña para niños. Tristan se sentía seguro de sí mismo. Ése era un punto de vista que conocía a la perfección.

—Quédate detrás de él —le aconsejó Lacey—. Si ve tu destello, se distraerá. Empezará a buscarte y a intentar comprender qué ocurre. Centrará toda su atención en el exterior y no estará abierto a que nada penetre en su interior.

En realidad, permanecer detrás de Philip ayudaba de otras formas. Tristan leyó las instrucciones de la caja por encima del hombro del chico. Pensó en el paso que tenía que seguir a continuación, en el olor de los brownies cuando estuvieran listos y en cómo sabrían, calientes y esponjosos, recién salidos del microondas. Tristan deseó poder lamer la cuchara cubierta de chocolate líquido sin cocer. Y Philip lo hizo.

Tristan sabía quién era, pero al mismo tiempo era otra persona; se sentía igual que al leer un buen libro. Era fácil.

—Philip, soy yo…

¡Zas! Tristan se tambaleó hacia atrás, como si hubiera chocado contra una pared de cristal. No la había visto, no había sabido de su existencia hasta que se había dado de bruces con ella. Por unos instantes, quedó desconcertado.

—A veces puede llegar a ser bastante difícil —dijo Lacey mientras lo observaba—. Supongo que ahora lo ves más claro. Philip no quiere que entres en su cabeza.

—Pero si era su amigo.

—Él no sabe que eres tú.

—Si me dejara hablar con él, lo sabría.

—No funciona de ese modo —explicó ella—. Te lo advertí. Estoy empezando a ser muy buena distinguiendo a los receptores de los que no lo son. Puedes volver a probar con él, aunque esta vez estará preparado y aún será más difícil. No quieres un receptor que luche contra ti. Prueba con Beth.

Tristan se puso a caminar por la cocina.

—¿Por qué no lo intentas tú?

—¿Perdona?

—Verás… —Pensó rápidamente—. Eres muy buena actriz, Lacey, y estas cosas te salen con facilidad. Tu trabajo consiste en interpretar un papel. Las que son realmente buenas, como es tu caso, no se dedican tan sólo a imitar; no, se convierten en la otra persona. Por eso tú lo haces tan bien.

—Buen intento —contestó ella—. Pero Beth es tu receptora para contactar con la persona a la que quieres enviar un mensaje. Tienes que hacerlo tú mismo. Así es como funciona.

—Parece que nunca funciona como a mí me gustaría —se quejó él.

—¡También te has dado cuenta de eso! —señaló Lacey—. Supongo que sabes cómo trepar hasta el cenador de tu dama.

Tristan la guió hasta la habitación de Ivy, cuya puerta estaba entreabierta. Ella, que aún los seguía a todas partes, la abrió con la pata y entró; ellos pasaron a través de las paredes.

Suzanne estaba sentada frente al espejo de Ivy, revolviendo en su joyero y probándose sus collares y pendientes. Ivy estaba estirada sobre la cama leyendo un fajo de hojas; Tristan supuso que se trataba de uno de los relatos de Beth. Ésta estaba dando vueltas por la habitación.

—Al menos podrías comprarte un lápiz con piedras preciosas incrustadas —sugirió Suzanne—, si piensas seguir llevándolo en la cabeza de ese modo.

Beth se llevó una mano a la maraña de pelo que llevaba enroscada en lo alto de la cabeza, sujeta con un lápiz.

—Lo había olvidado.

—Cada vez estás peor, Beth.

—Es que es todo tan interesante. Courtney jura que su hermana pequeña dice la verdad. Y cuando algunos chicos fueron a la capilla, encontraron el jersey de una de las niñas colgando de un aplique.

—Puede que las propias niñas lo tiraran allá arriba —señaló Suzanne.

—Mmm… Puede ser —admitió Beth, y sacó una libreta de su bolso.

Lacey se volvió hacia Tristan.

—Ahí tienes tu entrada. Está pensando en lo de esta mañana. No te lo podrían haber puesto más fácil.

Beth dio vueltas al lápiz entre los dedos. Tristan se acercó a ella. Como suponía que estaría intentando imaginar la escena, recordó el aspecto de la capilla, pasando de la luz cegadora del exterior a la intensa penumbra del interior. Visualizó a las niñas poniéndose cómodas en la zona del altar. Los relatos de Beth siempre contaban con un millón de detalles. Recordó los escombros que cubrían el suelo e imaginó cómo debían de sentir las niñas la piedra húmeda bajo sus piernas desnudas, cómo se habría estremecido su piel si una corriente de aire hubiera entrado por la ventana rota o cómo se habrían sacudido si hubieran pensado que una araña les estaba recorriendo la pierna.

Estaba en la escena, deslizándose fuera de sí mismo y entrando en… «¡Ay!». Ella no lo echó violentamente como había hecho Philip, pero lo empujó hacia atrás con rapidez y firmeza. Beth se puso en pie, se alejó un poco y miró hacia el lugar en el que había estado escribiendo.

—¿Me ve? —preguntó Tristan—. ¿Ve mi destello?

—No lo creo, porque no está prestando atención al mío, pero sabe que algo está pasando. Has empezado demasiado fuerte.

—Estaba intentando pensar como lo haría ella, centrándome en los detalles. Le encantan.

—Le has metido demasiada prisa. Sabe que algo anda mal. Déjalo un rato.

Sin embargo, en ese momento Beth empezó a escribir, describiendo a las niñas en el círculo. Algunos de los detalles de Tristan estaban allí, aunque no estaba seguro de si era debido a su sugerencia o a la creatividad de la joven. No pudo resistirse a intentarlo de nuevo.

¡Bum! Esa vez vino con fuerza, con tanta fuerza que, de hecho, Tristan salió impulsado hacia atrás.

—Te lo advertí —dijo Lacey.

—Beth, estás más inquieta que un gato en celo —comentó Suzanne.

Ivy levantó la vista del relato.

—¿Inquieta como Ella? Últimamente hace cosas muy extrañas.

Lacey movió un dedo en dirección a Tristan.

—Escúchame. Tienes que tener paciencia. Imagina que Beth es una casa y tú un ladrón que intenta entrar en ella. Tienes que tomarte tu tiempo. Debes entrar con sigilo. Descubre qué necesitas del sótano, de su inconsciente, sin molestar a la persona que está en el piso de arriba. ¿Lo pillas?

Lo pillaba, aunque se sentía reacio a probar de nuevo. La fuerza de su mente y su contraataque eran mayores que los de Philip.

Se sentía frustrado por ser incapaz de enviar un simple mensaje a Ivy. Ella estaba tan cerca, tan cerca, y aun así… Podía pasar su mano a través de la de ella, pero nunca podría tocarla; tumbarse junto a ella pero nunca consolarla; decir algo que la hiciera sonreír pero ella nunca lo oiría. Ya no había un lugar para él en su vida y, quizá, eso fuera lo mejor para ella, aunque para él era vida en la muerte.

—¡Caray! —exclamó Beth—. ¡Caray! Modestia aparte, pero menuda frase para empezar un relato: «Ya no había un lugar para él en su vida y, quizá, eso fuera lo mejor para ella, aunque para él era vida en la muerte».

Tristan vio las palabras escritas en el papel como si fuera él quien sostuviera la libreta. Cuando Beth se volvió para echar un vistazo a la fotografía de él que había sobre el escritorio de Ivy, él también se volvió.

«Si al menos lo supieras», pensó.

—Si al menos… —escribió Beth—. Si al menos, si al menos, si al menos… —Parecía haberse encallado.

—Es un buen principio —dijo Ivy dejando a un lado el relato mecanografiado—. ¿Qué viene a continuación?

—Si al menos.

—Si al menos, ¿qué? —preguntó Suzanne.

—No lo sé —respondió Beth.

Tristan vio la habitación a través de los ojos de la chica, lo bonita que era, cómo Ella miraba fijamente a Beth, cómo Suzanne e Ivy intercambiaban miradas…, y se encogió de hombros.

«Si al menos Ivy supiera cuánto la quiero». Pensó esas palabras tan claramente como pudo.

—Si al menos pudiera liberarme… —continuó Beth.

Dejó de escribir y frunció el ceño. Tristan podía sentir la confusión de ella en su propia mente.

—Ivy, Ivy, Ivy —repitió—. Si al menos Ivy.

—Beth, estás muy pálida —señaló Ivy—. ¿Estás bien?

Ella pestañeó varias veces.

—Es como si alguien estuviera inventando palabras por mí.

Suzanne dejó escapar un débil silbido.

—¡No estoy majara! —exclamó Beth.

Ivy se acercó a ella y la miró a los ojos; estaba mirando directamente a Tristan, aunque él era consciente de que no lo veía.

«Aunque no lo veía», escribió Beth.

Tachó la frase y la reescribió a la vez que leía en voz alta:

—«No había un lugar para él en su vida y, quizá, eso fuera lo mejor para ella, aunque para él era una vida funesta en la muerte. Si al menos ella lo liberara… de su cárcel de amor. Sin embargo, ella no lo sabía, no veía la llave que se hallaba tan sólo en sus manos…». —Beth alzó el lápiz durante unos segundos—. ¡Estoy muy inspirada!

Empezó a escribir de nuevo.

—«En sus manos suaves, cariñosas, bondadosas y delicadas; en unas manos capaces de sostener, de sanar, de tener esperanza…».

«¡Oh, por favor!», pensó Tristan.

—Calla —le respondió ella.

—¿Cómo? —dijo Ivy con unos ojos como platos.

—Estás brillando.

Todos se volvieron para mirar a Philip, que se encontraba de pie en la puerta.

—Estás brillando, Beth —repitió Philip.

Ivy apartó la vista.

—Philip, te he dicho que no quiero volver a oír ni una palabra más sobre eso.

—¿Oír que brillo? —preguntó Beth.

—Le ha dado fuerte con los ángeles —explicó Ivy—. Asegura que ve colores y cosas, y piensa que son ángeles. ¡No puedo soportarlo! ¡No quiero volver a oírlo! ¿Cuántas veces tengo que repetírtelo?

Al oír esas palabras, Tristan perdió toda esperanza. Sus esfuerzos lo habían llevado más allá del agotamiento; la esperanza era lo único que lo sostenía, y ahora había desaparecido.

Beth agitó la cabeza y Tristan se encontró otra vez fuera. Philip mantuvo sus ojos fijos en él conforme se dirigía junto a Lacey.

—¡Vaya! —exclamó Suzanne guiñándole un ojo a Beth—. Me pregunto dónde habrá aprendido Philip esas historias sobre ángeles.

—Te ayudaron en el pasado, Ivy —añadió con tacto Beth—. ¿Por qué no iban a ayudarte ahora?

—¡No me ayudaron! —exclamó su amiga—. ¡Si existieran los ángeles, si fueran nuestros protectores, Tristan estaría vivo! Pero se ha ido. ¿Cómo voy a seguir creyendo en ellos?

Había apretado los puños. Su mirada atormentada se había tornado intensa, brillante por la convicción de que los ángeles no existían.

Tristan sintió que volvía a morir.

Suzanne miró a Beth y se encogió de hombros. Philip no dijo nada, aunque Tristan lo vio adoptar esa expresión de obstinación tan suya.

—Es terco, el puñetero —comentó Lacey.

Él asintió. Philip aún creía en ellos, y Tristan se permitió conservar un atisbo de esperanza.

Ivy cogió una bolsa de plástico de la papelera de su habitación y empezó a vaciar los estantes que contenían los ángeles.

—¡Ivy, no!

Desgraciadamente, las palabras de él no la detuvieron. Philip le dio unos golpecitos en el brazo.

—¿Puedo quedármelos?

Ella lo ignoró.

—¿Puedo quedármelos, Ivy?

Tristan oyó el cristal romperse en el interior de la bolsa. La mano de la joven se movía a ritmo constante e implacable por la hilera de ángeles, aunque aún no había llegado a Tony o al ángel del agua.

—Por favor, Ivy.

Al final se detuvo.

—De acuerdo, puedes quedártelos —dijo—, pero tienes que prometerme, Philip, que nunca volverás a hablarme de ángeles.

El niño levantó la vista hacia los dos últimos ángeles, pensativo.

—Vale, pero ¿y si…?

—No —respondió ella con firmeza—, ése es el trato.

Philip volvió a mirar detenidamente a Tony y al ángel del agua.

—Lo prometo.

A Tristan se le cayó el alma a los pies.

—Se está haciendo tarde y los demás llegarán pronto. Será mejor que me cambie —dijo Ivy cuando su hermano se hubo marchado.

—Te ayudaré a escoger algo —resolvió Suzanne.

—No, bajad. Estaré con vosotras dentro de unos minutos.

—Pero ya sabes cuánto me gusta elegirte la ropa…

—Nos vamos… —dijo Beth empujando a Suzanne hacia la puerta—. Tómate el tiempo que quieras, Ivy. Si llegan los chicos, los entretendremos.

Beth cerró la puerta cuando salió Suzanne. Ivy observó la fotografía de Tristan desde el otro extremo de la habitación. Se quedó tan quieta como una estatua, las lágrimas resbalando por sus mejillas.

—Tristan, necesitas descansar. No podrás hacer nada hasta que descanses —murmuró Lacey con dulzura.

Sin embargo, no podía dejar a Ivy. La rodeó con sus brazos, pero ella pasó a través de ellos, se encaminó hacia el escritorio y cogió la foto. Él volvió a envolverla con los brazos; no obstante, ella sólo lloró con más fuerza.

Entonces, alguien dejó suavemente a Ella sobre el escritorio; habían sido las manos de Lacey. La gata se acurrucó contra la cabeza de Ivy.

—¡Oh, Ella! No sé cómo olvidarlo.

—No me olvides —suplicó Tristan.

—Al final, tendrá que hacerlo —lo previno Lacey.

—Lo he perdido, Ella, lo sé. Tristan está muerto. No puede volver a abrazarme. No puede pensar en mí. Ya no puede desearme. El amor termina con la muerte.

—¡No! ¡No es así! —exclamó Tristan—. Volveré a abrazarte, lo juro, y comprenderás que mi amor no desaparecerá jamás.

—Estás agotado, Tristan —le dijo Lacey.

—¡Te abrazaré! ¡Te querré para siempre!

—Si no descansas ahora, todo se volverá aún más confuso. Será difícil distinguir lo que es real de lo que no lo es o despertar de la oscuridad. Tristan, escúchame…

Antes de que acabara de hablar, la oscuridad se apoderó de él.