14

Cuando Tristan despertó de su oscuridad sin sueño, un sol resplandeciente entraba por las ventanas de la habitación de Ivy. Las sábanas estaban estiradas y cubiertas por una fina colcha. Ella se había ido.

Era la primera vez que Tristan veía la luz del día desde el accidente. Se acercó a la ventana y se maravilló con los detalles propios del verano: los complicados diseños de las hojas, la forma en que el viento pasaba un dedo por la hierba y enviaba una ola verde hasta la cima de la colina. El viento. Aunque las cortinas se agitaban, Tristan no sentía su fresca caricia. Aunque en la habitación se colaban los rayos del sol, él no sentía su calor.

Ella, por el contrario, sí. La gata estaba tumbada sobre una camiseta de Ivy en un rincón bañado por el sol. Saludó a Tristan abriendo un ojo y ronroneando ligeramente.

—Aquí no hay mucha ropa sucia tirada por el suelo, ¿eh? —preguntó recordando cuánto le gustaban a Ella sus sudaderas y sus calcetines apestosos.

La quietud de la casa lo hacía hablar en voz baja, aunque sabía que podía gritar tan alto como para…, bueno, tan alto como para despertar a los muertos y sólo él lo oiría.

La soledad era muy intensa. Tristan tuvo miedo de permanecer siempre solo, sin que nadie lo viera, sin que nadie lo oyera, sin que nadie lo reconociera. ¿Por qué no había visto a la anciana del hospital después de que ella murió? ¿Adónde había ido?

«Los muertos van al cementerio», pensó mientras cruzaba el pasillo hacia la escalera. Se detuvo en seco. ¡En algún lugar debía tener una tumba! Probablemente junto a la de sus abuelos. Bajó la escalera corriendo, movido por la curiosidad de ver qué habían hecho con él. Quizá allí encontraría a la anciana, o a alguien que acabara de morir y que pudiera dar sentido a su situación.

Había visitado el cementerio de Riverstone Rise varias veces cuando era niño. Nunca le había parecido un lugar triste, quizá porque el emplazamiento de las tumbas de sus abuelos solían inspirar a su padre, que le contaba historias interesantes y amenas sobre ellos. Su madre se dedicaba a podar y a plantar. Tristan corría, saltaba por encima de las piedras y practicaba saltos de longitud con las lápidas, convirtiendo el cementerio en una especie de circuito de obstáculos. No obstante, eso parecía haber sucedido hacía siglos.

Era extraño traspasar las altas puertas de hierro —puertas de las que se colgaba de pequeño como si fuera un monito, como solía decir su madre— en busca de su propia tumba. Tristan no estaba seguro de si se movía guiado por el recuerdo o por el instinto, pero la cuestión fue que encontró rápidamente el sendero más bajo que giraba en la esquina marcada por tres pinos. Sabía que aún tenía que caminar unos cuatro metros y medio, y se preparó para el duro golpe que supondría leer su propio nombre en la tumba situada al lado de la de sus abuelos.

No obstante, ni siquiera echó un vistazo a la inscripción. Se quedó estupefacto al descubrir a una joven cómodamente tumbada, como si estuviera en el sofá de su casa, sobre la tierra recién removida.

—Disculpa —dijo Tristan, consciente de que la gente no lo oía—, estás echada sobre mi tumba.

Ella levantó la vista, lo que hizo que Tristan se preguntara si debía de estar brillando de nuevo. La joven tenía más o menos su edad, y le resultaba vagamente familiar.

—Tú debes de ser Tristan —dijo—. Sabía que aparecerías tarde o temprano.

Él la miró fijamente.

—Eres él, ¿verdad? —dijo la chica, sentándose y señalando el nombre de Tristan con el pulgar—. Muerto recientemente, ¿no es así?

—Vivo recientemente —contestó.

Había algo en la actitud de la joven que hacía que quisiera discutir con ella.

Ella se encogió de hombros.

—Cada cual tiene su propio punto de vista —repuso.

Tristan no podía pasar por alto el hecho de que pudiera oírlo.

—¿Y tú? —dijo estudiando su inusual apariencia—. ¿Tú qué eres?

—No tan reciente.

—Ya veo, ¿por eso tu pelo tiene ese color?

Ella se llevó la mano a la cabeza.

—¿Perdona? —exclamó en tono sarcástico.

Llevaba el pelo corto y de punta. Tenía un extraño matiz morado, un tono violáceo, como si al teñirse con henna algo hubiese salido mal.

—Era el color que llevaba cuando morí.

—¡Oh! Lo siento.

—Siéntate —dijo ella dando palmaditas sobre la tierra recién apilada—. Después de todo, éste es tu lugar de reposo. Yo sólo lo he tomado prestado.

—Entonces, eres… un fantasma.

—¿Perdona? —volvió a exclamar.

Tristan deseaba que dejara de usar ese tono tan molesto.

—¿Has dicho «fantasma»? Se nota que eres nuevo. No somos fantasmas, encanto.

Dio unos golpecitos en su brazo con una uña larga y puntiaguda, pintada de un negro violáceo. Tristan volvió a preguntarse si el color se debería a que no era «tan reciente», pero temió que si le hacía la pregunta ella le clavaría la uña.

Entonces reparó en que la mano de ella no lo atravesaba. Debían de estar hechos, por tanto, de la misma materia.

—Somos ángeles, encanto. ¡Ajá! Ayudantes del cielo.

Su tono y su tendencia a exagerar ciertas palabras estaban empezando a irritar a Tristan. La joven señaló al cielo.

—Alguien allá arriba tiene un sentido del humor pésimo. Siempre elige a los menos dotados.

—No puedo creerlo —dijo él—, no puedo creerlo.

—Así que es la primera vez que ves tu nueva morada. Te perdiste tu propio funeral, ¿eh? Eso sí que fue un error tremendo. Yo disfruté de cada segundo del mío.

—¿Dónde estás enterrada? —preguntó Tristan mirando alrededor.

A un lado del terreno de su familia había una lápida con una escultura de una oveja que no parecía en absoluto apropiada para ella; al otro lado, un relieve de una mujer serena con los brazos en cruz sobre el pecho y la vista alzada hacia el cielo…, otra mala elección.

—No me enterraron. Por eso he ocupado tu tumba.

—No lo entiendo —dijo Tristan.

—¿No me reconoces?

—Pues, no —contestó él temiendo que le dijera que eran parientes o que quizá había estado loco por ella en sexto curso.

—Mírame de este lado. —Se puso de perfil.

Tristan la miraba sin caer en quién podía ser.

—¡Caramba! No tenías vida cuando estabas vivo, ¿no? —observó ella.

—¿A qué te refieres?

—No salías mucho.

—Continuamente —objetó Tristan.

—No ibas al cine.

—Iba constantemente —contraatacó.

—Pues no viste ninguna película de Lacey Lovitt.

—Claro que sí. Todo el mundo las veía antes de que… ¿Tú eres Lacey Lovitt?

Ella puso los ojos en blanco.

—Espero que seas más rápido descubriendo cuál es tu misión.

—Supongo que es porque el color de tu pelo es distinto.

—Ya hemos hablado antes de mi pelo —soltó ella mientras se ponía en pie.

Resultaba extraño verla allí de pie con los árboles de fondo. La brisa mecía los flecos de hojas de los sauces; su pelo, por el contrario, permanecía tan inmóvil como si del de una chica en una fotografía se tratara.

—Ya lo recuerdo. Tu avión se estrelló en el océano. Nunca encontraron tu cuerpo.

—Imagina lo contenta que me puse al tener que nadar hasta la superficie en el puerto de Nueva York.

—El accidente fue hace dos años, ¿no?

Al oír eso, ella agachó la cabeza inclinándola hacia un lado.

—Sí, bueno…

—Recuerdo haber leído algo sobre el funeral. Asistieron muchos famosos.

—Y muchos casi famosos. La gente siempre está buscando publicidad. —Había un deje de amargura en su voz—. Deberías haber visto a mi madre llorando y lamentándose.

Lacey adoptó la pose de una estatua de mármol de una mujer llorando que había en la siguiente hilera de tumbas.

—Parecía que había perdido a alguien que quería.

—De hecho, así era; tú eras su hija.

—Eres un ingenuo, ¿verdad? —Era una afirmación, más que una pregunta—. Habrías aprendido algo sobre la gente si hubieras asistido a tu propio funeral. Quizá aún puedas aprenderlo, hay un entierro en la parte este. ¡Vamos!

—¿Ir a un funeral? ¿Eso no es algo morboso?

Lacey se rió de él con superioridad.

—Nada es morboso, Tristan, una vez que has muerto. Además, yo los encuentro muy entretenidos. Y, si no, ya hago yo que lo sean. Tú podrías aplaudirme. ¡Vamos!

—Creo que paso.

Ella se volvió y lo estudió durante un minuto, perpleja.

—De acuerdo. ¿Qué tal esto? Antes he visto entrar a un grupo de niñas que iban hacia la parte pija. Puede que eso te divierta más. ¿Sabes?, es difícil conseguir buen público, sobre todo si estás muerto y la mayoría de la gente no puede verte.

Lacey empezó a caminar describiendo un círculo.

—Sí, eso será mejor. —Parecía estar hablando para sí misma en lugar de dirigirse a él—. Me hará ganar algunos puntos. —Miró a Tristan—. Verás, divertirte a costa de la gente en los funerales no está muy bien visto. Pero con esto estaré haciendo algo útil. La próxima vez esas niñas lo pensarán dos veces antes de faltar al respeto a los muertos.

Tristan deseaba que alguien como él le aclarara un poco las cosas, sin embargo…

—¡Vamos, anímate, señor Deprimido!

Lacey echó a andar por el sendero. Tristan la siguió despacio, intentando recordar si alguna vez había leído que Lacey Lovitt estuviera loca.

Lo guió hasta una vieja sección del cementerio en la que había parcelas familiares que pertenecían a los residentes más ricos y antiguos de Stonehill. A un lado del sendero había mausoleos con fachadas que recordaban templos en miniatura, cuya parte trasera descansaba sobre la colina. Al otro lado primaban los cuadrados ajardinados con monumentos altos y elegantes y gran variedad de estatuas de mármol. Tristan ya había estado allí. A petición de Maggie, Caroline había sido enterrada en el panteón de la familia Baines.

—Chic, ¿verdad?

—Me sorprende que ocuparas mi tumba —señaló Tristan.

—Bueno, gané millones en mis buenos tiempos, ¡millones!, pero en mi corazón sigo siendo una simple chica del Lower East Side de Nueva York. Recuerda que empecé saliendo en culebrones y luego… No hace falta que sigamos. Estoy segura de que, ahora que sabes quién soy, ya lo conoces todo sobre mí.

Tristan no se molestó en corregirla.

—¿Qué crees que tienen esas niñas en la cabeza? —preguntó Lacey deteniéndose a echar un vistazo alrededor.

No se veía a nadie, sólo piedras lisas, flores de vivos colores y un mar de exuberante hierba.

—Me estaba preguntando lo mismo de ti —contestó él.

—¡Ah! Improvisaré. Dudo que vayas a ser de mucha ayuda. Aún no debes de tener ninguna habilidad. Seguro que lo único que puedes hacer es quedarte ahí de pie y brillar, como si fueras una especie de insólito adorno de Navidad… Lo que significa que tan sólo podrán verte uno o dos creyentes.

—¿Sólo un creyente?

—¿Quieres decir que aún no lo habías descubierto? —Meneó la cabeza con incredulidad.

No obstante, sí que lo había descubierto, sólo que no quería admitirlo, no quería que fuera cierto. La anciana creía en los ángeles y Philip también, por ese motivo ambos lo habían visto brillar. En cambio, Ivy no; ella había dejado de creer.

—¿Puedes hacer algo más que brillar? —preguntó esperanzado Tristan.

Ella lo miró como si fuera rematadamente estúpido.

—¿Qué demonios crees que he estado haciendo los últimos dos años?

—No tengo ni idea.

—No me digas, pooor favooor, no me digas que voy a tener que explicarte lo de las misiones.

Tristan ignoró su tono melodramático.

—Lo has mencionado antes. ¿Qué misiones?

—Tú misión, mi misión —respondió ella atropelladamente—. Cada uno de nosotros tiene una misión, y tenemos que completarla si queremos avanzar hacia donde han ido todos los demás.

Lacey empezó a caminar de nuevo, bastante a prisa, y él tuvo que apresurarse para alcanzarla.

—¿Cuál es mi misión?

—¿Cómo voy a saberlo?

—Bueno, alguien tendrá que decírmelo. ¿Cómo puedo completarla si no tengo ni idea de qué es? —dijo, frustrado.

—¡No te quejes a mí! —espetó—. Es tarea tuya descubrirlo. —Con voz más suave, añadió—: Normalmente es algún asunto pendiente. A veces, alguien que conoces necesita tu ayuda.

—Así que tengo como mínimo dos años para…

—Bueno, no, no funciona exactamente así —señaló Lacey haciendo ese extraño movimiento para esconder la cabeza que Tristan le había visto antes.

Siguió caminando y atravesó una verja de hierro pintada de negro, cuyas barras oxidadas y retorcidas proyectaban extraños dibujos en las paredes de una vieja capilla de piedra.

—Vamos a buscar a esas niñas.

—Espera un momento —dijo él cogiéndola por el brazo. Era la primera cosa que agarraba—. Tienes que explicármelo. ¿Cómo funciona esa historia de las misiones?

—Bueno… Se supone que tienes que descubrir cuál es tu misión y completarla cuanto antes. A algunos ángeles les lleva unos días, a otros unos meses.

—Y tú llevas dos años. ¿Cuánto te falta para completarla?

Lacey se pasó la lengua por los dientes.

—No lo sé.

—Fantástico. ¡Genial! No tengo ni idea de lo que estoy haciendo y, cuando finalmente encuentro una guía, resulta que le está llevando ocho veces más que al resto.

—¡Sólo el doble! —replicó ella—. Una vez conocí a un ángel al que le llevó un año. Verás, Tristan, me distraigo con facilidad. Estoy concentrada en mi misión cuando de pronto encuentro una oportunidad demasiado buena para dejarla escapar. Algunas de ellas no están muy bien vistas.

—¿Algunas? ¿Como cuáles? —preguntó él, suspicaz.

Lacey se encogió de hombros.

—Una vez dejé caer una lámpara de araña que formaba parte de un decorado sobre la cabeza del gilipollas de mi antiguo director… No le dio, por supuesto. Siempre había sido un gran fan de El fantasma de la ópera… A eso me refiero con una oportunidad demasiado buena para dejarla escapar. Voy haciendo. Estoy dos puntos más cerca y de repente surge algo… y pierdo tres. Nunca he llegado a descubrir cuál es mi misión. Pero no te preocupes, seguro que serás más disciplinado que yo. Para ti será pan comido.

«Voy a despertarme y esta pesadilla habrá acabado —se dijo Tristan—. Ivy estará entre mis brazos…».

—¿Qué te apuestas a que están en la capilla?

Él observó el edificio de piedra gris. Sus puertas llevaban cerradas con unas cadenas enormes desde que era pequeño.

—¿Hay alguna forma de entrar?

—Para nosotros siempre hay una forma de entrar. Para ellas, una ventana rota en la parte de atrás. ¿Alguna petición?

—¿Cómo?

—¿Algo que te gustaría verme hacer?

«Que alguien me despierte».

—Pues, no —respondió Tristan.

—¿Sabes?, no sé qué tienes en la cabeza, Trist, pero te comportas como si estuvieras más muerto que mi abuela.

Lacey se deslizó a través de la pared y Tristan la siguió.

La capilla estaba en penumbra, salvo por un cuadrado de luz verde en la parte posterior, junto a la ventana rota. El suelo estaba cubierto de hojas secas y pedazos de yeso que se habían desprendido del techo y las paredes; también de botellas rotas y cigarrillos. Había tablas de madera en las que había grabados iniciales y símbolos negros que Tristan no era capaz de descifrar.

Las niñas, que según sus cálculos debían de tener unos once o doce años, estaban sentadas formando un círculo en la zona del altar, y reían nerviosamente.

—Vale, ¿a quién vamos a invocar? —preguntó una de ellas.

Se miraron las unas a las otras y después echaron un vistazo por encima del hombro.

—A Jackie Onassis —propuso una niña que llevaba el pelo castaño recogido en una coleta.

—A Kurt Cobain —sugirió otra.

—A mi abuela.

—A mi tío abuelo Lennie.

—¡Ya lo tengo! —exclamó una rubia menuda y pecosa—. ¿Qué tal a Tristan Carruthers?

Tristan pestañeó sorprendido.

—Demasiada sangre —dijo la líder.

—Sí —convino la niña de pelo castaño dividiendo su coleta en dos y colocando las puntas hacia arriba—. Seguro que le salen cuernos por detrás de la cabeza.

—¡Puaj! ¡Qué asco!

Lacey rió por lo bajo.

—Pues mi hermana estaba loquita por él —añadió la rubia pecosa.

Lacey pestañeó exageradamente mirando a Tristan.

—Una vez, hummm…, cuando estábamos en la piscina, él, hummm…, nos silbó. Fue guay.

—¡Estaba muy cachas!

Lacey se metió dos dedos en la garganta y puso los ojos en blanco.

—Aun así, estará cubierto de sangre —intervino una chica pelirroja—. ¿A quién más podemos invocar?

—A Lacey Lovitt.

Las chicas se miraron unas a otras. ¿Quién había dicho eso?

—La recuerdo. Salía en Voces de luna negra.

Noches de luna negra.

Tristan se percató de que era la voz de Lacey. Sonaba igual, pero diferente, del mismo modo que una voz en televisión suena igual aunque diferente que una voz en vivo. De algún modo, conseguía proyectarla para que todas la oyeran.

Las niñas miraron a su alrededor algo asustadas.

—Cojámonos de las manos —resolvió la líder—. Vamos a invocar a Lacey Lovitt. Si estás aquí, Lacey, danos una señal.

—A mí nunca me gustó.

Tristan vio que los ojos de Lacey echaban chispas.

—¡Chsss! Los espíritus están ahora a nuestro alrededor.

—¡Los veo! —exclamó la rubia—. ¡Veo su luz! Hay dos.

—¡Yo también!

—Yo no —dijo la niña de la coleta.

—Invoquemos a otra persona que no sea Lacey Lovitt.

—Sí, era insoportable.

Ahora fue Tristan quien rió por lo bajo.

—Me gusta la chica que sale ahora en Luna negra, la que la sustituyó.

—A mí también —estuvo de acuerdo la pelirroja.

—Actúa mucho mejor y tiene un pelo más bonito.

Tristan dejó de reír y miró con recelo a Lacey.

—Pero no está muerta —concluyó la líder—. Invocaremos a Lacey Lovitt. Si estás aquí, Lacey, danos una señal.

Empezó con un pequeño remolino de porquería. Tristan vio a la propia Lacey desaparecer conforme los desperdicios se arremolinaban a su alrededor y cogían altura. De pronto, cayeron al suelo y ella apareció de nuevo. Lacey se dedicó a correr alrededor del círculo y tirar a las niñas del pelo.

Ellas gritaron y se llevaron las manos a la cabeza. Lacey pellizcó a dos de ellas, les levantó los jerséis y las zarandeó de un lado a otro.

Para entonces, las niñas ya se habían puesto en pie y gritaban y corrían hacia la ventana rota. Botellas vacías volaban sobre sus cabezas y se estrellaban contra la pared de la capilla.

Las chiquillas desaparecieron en seguida, dejando tras de sí sus gritos cual débiles cantos de pájaro.

—Bueno —dijo Tristan cuando reinó de nuevo el silencio—, supongo que debemos alegrarnos de que aquí no hubiera una lámpara de araña. ¿Te sientes mejor?

—¡Impertinentes!

—¿Cómo has hecho eso? —preguntó él.

—He visto a esa nueva actriz y es malísima.

—Estoy seguro de que no aporta tanto dramatismo a las escenas como tú. Has cogido cosas y las has tirado. ¿Cómo lo has hecho? Yo no puedo usar las manos.

—¡Descúbrelo tú mismo! —Aún estaba que echaba humo—. ¡El pelo más bonito! ¡Ja! —Se tiró de la cabellera lila—. Tengo mi propio estilo.

Lacey fulminó a Tristan con la mirada. Él le respondió con una sonrisa.

—Y en cuanto a cómo uso las manos, ¿de verdad crees que voy a malgastar mi precioso tiempo dándote clases?

Él asintió.

—Es difícil conseguir buen público —le recordó—, sobre todo si estás muerto y la mayoría de la gente no puede verte.

La dejó enfurruñada en la capilla. Supuso que sabría cómo localizarlo y lo haría cuando estuviera lista.

De nuevo en el exterior, bajo el sol de mediodía, Tristan pestañeó. Aun cuando no sentía los cambios de temperatura, parecía extremadamente sensible a la luz y la oscuridad. En la oscura capilla había visto auras alrededor de las niñas y, en ese momento, en el paisaje sombreado por los árboles, las manchas de luz emitían un brillo cegador.

Quizá ése fue el motivo por el que confundió al visitante con Gregory. La manera de caminar, su pelo oscuro y la forma de su cabeza convencieron a Tristan de que Gregory se alejaba del panteón de los Baines. Entonces, el visitante, como si notara que alguien lo observaba, se volvió.

Era mucho mayor que Gregory, debía de tener unos cuarenta años, y su rostro estaba contraído por el dolor. Tristan alzó una mano en su dirección, pero el hombre se volvió de nuevo y continuó su camino.

Lo mismo hizo Tristan, pero no sin antes percatarse de que sobre la hierba fresca que cubría la tumba de Caroline había una rosa roja de tallo largo.