13

Cuando despertó, Tristan intentó recordar qué día de la semana era y qué clase tenía que dar en las colonias de natación. A juzgar por la tenue luz que se filtraba en su habitación, era demasiado temprano para levantarse y vestirse para ir a trabajar. Así pues, se quedó tumbado, soñando despierto con Ivy… y su recogido medio deshecho.

Poco a poco empezó a oír pasos y el sonido de un carrito al otro lado de la puerta. Se puso en pie de un brinco. ¿Qué estaba haciendo allí, tumbado en el suelo del hospital, en la habitación de un hombre que no había visto nunca antes? El tipo bostezó y echó un vistazo alrededor. No parecía sorprendido por la presencia de Tristan; de hecho, actuaba como si ni siquiera lo viera.

Entonces todo le volvió a la memoria: el accidente, el trayecto en ambulancia, las palabras de la paramédica. Estaba muerto. Aunque podía pensar y ver a los demás. ¿Era un fantasma?

Tristan recordó a la anciana: «Dijo que veía mi luz, y por esa razón me confundió con un…».

—No, no —dijo en voz alta. El hombre, sin embargo, no lo oyó—. No puedo ser eso.

Bueno, fuera lo que fuese, era algo capaz de reír. Rió y rió, una risa casi histérica. Y también lloró.

La puerta que había a su espalda se abrió de golpe. Tristan se tranquilizó, aunque no hacía falta: la enfermera que entró no era consciente de su presencia, ya que permaneció tan cerca que su codo traspasó el de él cuando se puso a rellenar el historial del paciente. «9 de julio, 3.45 horas», leyó Tristan.

«¿9 de julio? No puede ser». La última vez que había estado con Ivy era el mes de junio. ¿Llevaba inconsciente dos semanas? ¿Volvería a perder el conocimiento? En cualquier caso, ¿por qué seguía allí, y por qué estaba consciente?

Pensó en la anciana que le había tendido la mano. ¿Por qué lo había sentido ella y, por el contrario, la enfermera y los demás no veían nada? ¿Lo vería Ivy?

La esperanza nació en él. Si era capaz de encontrarla antes de volver a sumirse en la oscuridad, tendría otra oportunidad para convencerla de que la quería; de que siempre la querría.

La enfermera salió de la habitación y cerró la puerta tras de sí. Tristan intentó abrirla, pero sus dedos traspasaron la manija. Lo probó una y otra vez. Sus manos no tenían más fuerza que las sombras. Debería esperar a que volviera la enfermera. No estaba seguro del tiempo que estaría consciente o de si, como les ocurría a los fantasmas en los cuentos antiguos, se fundiría al alba.

Intentó recordar cómo había llegado hasta allí, y en su mente se dibujaron los pasillos que había recorrido desde la sala de urgencias. Podía ver claramente la esquina en la que el hombre del carrito había pasado a través de él. De pronto se encontró recorriendo los pasillos hasta ese punto. Ése era el truco. Debía proyectar una ruta en su cabeza y concentrarse en el lugar al que quería ir.

Pronto estuvo en la calle. Había olvidado que se encontraba en el hospital County y que tendría que imaginar todo el camino de vuelta a Stonehill. Pero eso no suponía un problema: había conducido cientos de veces hasta allí para recoger a sus padres. Al pensar en ellos, Tristan aminoró la marcha. Recordó a su padre en la sala de urgencias inclinado sobre él, llorando. Anhelaba asegurarle que todo iba bien, pero no sabía con cuánto tiempo contaba. Sus padres se tenían el uno al otro; Ivy, en cambio, estaba sola.

El cielo nocturno estaba empezando a perder su intenso color y daba paso al alba cuando llegó a casa de Ivy. Dos rectángulos de luz tenue brillaban en el ala oeste. Andrew debía de estar trabajando en su despacho. Tristan fue a la parte de atrás y encontró las contraventanas del despacho abiertas al aire fresco de la noche. Andrew estaba sentado a su mesa, sumido en sus pensamientos. Tristan entró sin ser visto.

Reparó en que el maletín de Andrew estaba abierto y que había papeles con el membrete de la universidad esparcidos por todas partes. El documento que había estado leyendo, sin embargo, era un informe de la policía. Para su sorpresa, descubrió que se trataba del informe oficial sobre su accidente y el de Ivy. Junto a él había un artículo de periódico sobre el suceso.

Las palabras impresas deberían haberle hecho aceptar su muerte como algo real, pero no fue así. En lugar de eso, consiguieron que las cosas que un día le habían parecido importantes parecieran ahora insignificantes y carentes de sentido: su apariencia, sus trofeos de natación, sus notas… Lo único importante para él en ese momento era Ivy. Ella debía saber que la quería, y que siempre sería así.

Dejó a Andrew estudiando detenidamente el informe, aunque no entendía por qué le interesaba tanto, y subió por la escalera de servicio. Pasó por delante de la habitación de Gregory, situada encima del despacho, y recorrió la galería hasta la de Ivy. Apenas podía esperar a verla y que ella lo viera. Temblaba como momentos antes de su primera clase de natación. ¿Podrían hablar?

Si alguien era capaz de verlo y oírlo, ésa era Ivy. ¡Su fe era incondicional! Tristan se concentró en la habitación y pasó a través de la pared.

Inmediatamente, Ella se sentó. Había estado durmiendo hecha un ovillo sobre la cama de Ivy, su negro y fino pelaje junto al dorado cabello de la chica. En ese momento, la gata parpadeaba y lo observaba fijamente…, o quizá miraba al vacío. «Al fin y al cabo, los gatos hacen eso», pensó Tristan. No obstante, cuando se dirigió al otro lado de la cama, los ojos verdes de Ella lo siguieron.

Ella, ¿qué ves? —preguntó en voz baja.

La gata empezó a ronronear y él rompió a reír.

Tristan estaba al lado de Ivy, cuyo rostro quedaba oculto por el pelo. Intentó apartarlo, anhelaba ver su cara más que nada, pero sus manos eran inútiles.

—Ojalá pudieras ayudarme, Ella.

La gata caminó hacia él por encima de las almohadas. Se quedó muy quieto, preguntándose qué era exactamente lo que percibía el animal. Ella se inclinó como si fuera a refregarse con su brazo, pero cayó sobre un costado y maulló.

Ivy se movió y él susurró su nombre. La joven se dio la vuelta y Tristan creyó que iba a contestarle. Su rostro era una luna perdida, precioso pero pálido. Toda su luz estaba concentrada en sus mechones dorados, y sus largos cabellos se dispersaban desde su cara como rayos.

En el rostro de Ivy se dibujó la preocupación; Tristan quiso acariciarla para suavizar su expresión, pero no pudo. Ella empezó a dar vueltas y a agitarse.

—¿Quién anda ahí? —preguntó—. ¿Quién anda ahí?

Él se inclinó sobre ella.

—Soy yo, Tristan.

—¿Quién anda ahí? —volvió a preguntar.

—¡Tristan!

Su expresión se endureció.

—No puedo verte.

Él apoyó la mano sobre su hombro, deseando que se despertara, seguro de que lo vería y lo oiría.

—Ivy, mírame. ¡Estoy aquí!

Ella abrió los ojos un segundo y Tristan vio entonces cómo cambiaba su expresión, cómo el terror se apoderaba de ella. Ivy empezó a gritar.

—¡Ivy!

Gritaba sin parar.

—Ivy, no tengas miedo.

Tristan intentó abrazarla, puso sus brazos alrededor de ella, pero sus cuerpos pasaron el uno a través del otro. No podía consolarla.

La puerta se abrió de pronto y Philip entró corriendo con Gregory pisándole los talones.

—¡Despierta, Ivy, despierta! —Philip la zarandeó—. Vamos, Ivy, por favor.

Ella abrió los ojos. Miró a Philip y luego a su alrededor. No se detuvo en Tristan, su mirada pasó a través de él.

Gregory apoyó suavemente sus manos en los hombros de Philip y lo hizo a un lado. Se sentó en la cama y atrajo a Ivy hacia sí. Tristan se dio cuenta de que ella temblaba.

—Todo irá bien —dijo Gregory apartándole el pelo—. Sólo ha sido un sueño.

«Un sueño aterrador», pensó Tristan. Él no podía ayudarla, no podía consolarla. Gregory, por el contrario, sí. Y afloraron los celos.

No podía soportar ver a Gregory tan cerca de ella, ni tampoco ver a Ivy tan asustada y alterada. Lo invadió un sentimiento de gratitud hacia él, tan poderoso como sus celos, y luego de nuevo los celos. Tristan se sintió débil a causa de esa guerra interna de sentimientos y se alejó de ellos. Se dirigió hacia las estanterías que contenían los ángeles de Ivy, y Ella lo siguió con cautela.

—¿Era el sueño sobre el accidente? —preguntó Philip.

Su hermana asintió, luego bajó la cabeza y recorrió con sus manos las sábanas revueltas.

—¿Quieres contárnoslo? —preguntó Gregory.

Ivy intentó hablar, luego negó con la cabeza y volteó una mano, dejando la palma hacia arriba. Tristan atisbó las cicatrices irregulares en forma de rayo que ascendían por su brazo. La oscuridad apareció detrás de él unos instantes pero luchó por alejarla.

—Estoy aquí, todo irá bien. —Gregory esperó a su lado pacientemente.

—Estaba… estaba mirando fijamente una ventana en la que había una silueta —empezó ella—, pero no estaba segura de quién o qué era. Yo no dejaba de gritar: «¿Quién anda ahí? ¿Quién anda ahí?».

Desde el otro lado de la habitación, Tristan la observaba, su dolor y su terror oprimiéndole el pecho.

—Pensaba que era alguien que conocía —continuó—, porque la sombra me parecía en cierto modo familiar. Yo me acercaba más y más, pero no podía ver nada.

Ivy se interrumpió y echó un vistazo a la habitación.

—No podías ver nada… —la animó Gregory.

—Otras imágenes se reflejaban en el cristal haciendo que todo fuera confuso. Yo me acercaba, mi cara estaba prácticamente tocando el cristal. De pronto, ¡estallaba!, y la sombra se convertía en un ciervo que atravesaba la ventana y salía huyendo.

Ivy se quedó en silencio. Gregory cogió su barbilla y le levantó la cabeza. Se quedó mirándola fijamente a los ojos.

Desde el otro lado de la habitación, Tristan la llamó.

—¡Ivy! Ivy, mírame —suplicó.

Sin embargo, su chica miraba a Gregory con labios temblorosos.

—¿Así acaba el sueño? —preguntó Gregory.

Ella asintió. Con el dorso de la mano, él acarició su mejilla. Tristan quería ser quien la consolara pero…

—¿No recuerdas nada más?

Ivy negó con la cabeza.

—¡Abre los ojos! ¡Mírame! —gritó Tristan.

Entonces se dio cuenta de que Philip estaba observando la colección de ángeles, o a él, no estaba seguro. Rodeó con sus manos la figura del ángel del agua. «Si pudiera hallar una forma de dársela a Ivy. Si pudiera enviarle algún tipo de señal…».

—Ven aquí, Philip —dijo Tristan—. Coge la estatuilla y llévasela a Ivy.

El chico se dirigió a la estantería como atraído por un imán. Alzó una mano y la puso sobre la de Tristan.

—¡Mirad! —gritó—. ¡Mirad!

—¿Qué? —preguntó Ivy.

—Tu ángel. Está brillando.

—Philip, ahora no —señaló Gregory.

El muchacho cogió la figura de la estantería y se la acercó a su hermana.

—¿Quieres ponerla cerca de la cama, Ivy?

—No.

—Quizá aleje tus pesadillas —insistió.

—Sólo es una figura —dijo ella, cansada.

—Pero podemos rezar nuestra oración y así la oirá el ángel de verdad.

—¡Los ángeles no existen, Philip! ¿No lo entiendes? ¡Si así fuera, habrían salvado a Tristan!

Tristan acarició las alas de la figurita.

—Ángel de luz, ángel del cielo, cuida de mí esta noche, cuida de todos los que quiero —susurró, resuelto.

—Dile que estoy aquí, Philip —insistió Tristan—. Dile que estoy aquí.

—¡Mira, Ivy! —El niño señaló las figuritas, justo en el punto donde estaba Tristan—. ¡Están brillando!

—Ya basta, Philip —ordenó con severidad Gregory—. Vete a la cama.

—Pero…

—¡Ahora!

Cuando el chico pasó por su lado, Tristan lo saludó con un gesto de la mano, pero no obtuvo respuesta. Philip miraba hacia él maravillado, pero no lo reconocía.

«¿Qué habrá visto Philip?», se preguntó. Quizá lo mismo que la anciana: luz, un resplandor, aunque no una forma.

Sintió que la oscuridad regresaba y luchó contra ella. Quería quedarse con Ivy. No podía soportar la idea de perderla. No podía soportar la idea de dejarla antes de que lo hiciera Gregory.

Y ¿si ésa era la última vez que estaba a su lado? Y ¿si la perdía para siempre? Luchó con desesperación por hacer retroceder la oscuridad, pero estaba en todas partes, como una neblina negra: delante, detrás, precipitándose sobre su cabeza. Y finalmente sucumbió.