Era deslumbrante: el ojo del ciervo parecía un oscuro túnel de cuya pupila brotaba un chorro de luz. Tristan pisó insistentemente el freno, pero nada detuvo su frenética carrera, nada pudo evitar que se precipitara por el largo embudo de oscuridad hacia la explosión de luz.
Durante un instante sintió un peso enorme, como si los árboles y el cielo se hubieran desplomado sobre él. Luego, con el estallido de luz, el peso desapareció. De algún modo se había liberado de él.
Ella te necesita.
—¡Ivy! —gritó.
Volvió a sumirse en un remolino de oscuridad. La carretera a su alrededor parecía un cuadro abstracto salpicado de negro y rojo. La noche giraba con la rítmica luz de una ambulancia.
Ella te necesita.
Tristan no oía las palabras, pero podía entenderlas. ¿Lo harían también los demás?
—¡Ivy! ¿Dónde está Ivy? ¡Tienen que ayudarla!
La joven estaba inmóvil, cubierta de sangre.
—¡Que alguien la ayude! ¡Tienen que salvarla!
Sin embargo, no consiguió detener a los paramédicos, ni siquiera pudo tirar de la manga de su camisa.
—No tiene pulso —aseguró una mujer—. No hay nada que hacer.
—¡Ayúdenla!
El remolino de luz giraba de nuevo a toda velocidad. Ráfagas de luz y oscuridad pasaban rápidamente sobre la cabeza de Tristan. ¿Viajaba Ivy con él? La sirena silbaba en mitad de la noche: «niinoo, niinoo».
Se despertó en una sala cuadrada. Allí era de día o, al menos, había tanta luz como si lo fuera. A su alrededor la gente se movía con celeridad. «El hospital», pensó. Le habían cubierto la cara con algo que impedía el paso de la luz. No estaba seguro de cuánto tiempo había estado inconsciente.
Alguien se inclinó sobre él.
—Tristan. —La voz se quebró.
—¿Papá?
—¡Oh, Dios mío! ¿Por qué has dejado que sucediera esto?
—Papá, ¿dónde está Ivy? ¿Está bien?
—Dios mío, Dios mío. ¡Mi hijo! —continuó su padre.
—¿La están atendiendo?
Su padre no contestó.
—¡Respóndeme, papá! ¿Por qué no respondes a mi pregunta?
El hombre se cubrió el rostro con las manos y se inclinó sobre él, bañando sus mejillas con lágrimas…
«Mi cara, ésa es mi cara», pensó Tristan, sobresaltado. De pronto veía a su padre y su propio cuerpo como si hubiera salido de él.
—Señor Carruthers, lo siento.
Una mujer con uniforme de paramédico estaba de pie junto a su cuerpo y su padre. Éste no levantó la vista.
—¿Murió en el lugar del accidente? —preguntó.
Ella asintió.
—Lo siento, no pudimos hacer nada por él.
Tristan sintió la oscuridad cernerse de nuevo sobre él. Luchó por mantenerse consciente.
—¿E Ivy? —preguntó su padre.
—Sólo tiene cortes y algunos cardenales. Está en estado de shock, no deja de llamar a su hijo.
Tenía que encontrarla. Focalizó su atención en una puerta, se concentró con todas sus fuerzas y la atravesó. Después otra, y otra más… Se sentía más fuerte.
Corrió por el pasillo. La gente le obstaculizaba el paso continuamente y debía esquivarla. Tenía la sensación de moverse mucho más rápidamente que los demás, pero nadie se molestaba en apartarse de su camino.
Una enfermera caminaba a su encuentro por el pasillo. Se detuvo a pedirle ayuda para encontrar a Ivy, pero ella pasó a través de él. Al volver una esquina, se encontró frente a un carro con ropa de cama y se dirigió al hombre que lo empujaba. Tristan se volvió. El carro y el hombre estaban detrás.
Sabía que habían pasado a través de él como si no estuviera allí. Había oído lo que había dicho la paramédica. Aun así, su mente buscaba otra explicación, la que fuera. Sin embargo, no la había.
Estaba muerto. Nadie podía verlo, nadie sabía que estaba allí. E Ivy nunca lo sabría.
Tristan sintió un dolor más desgarrador del que había sentido en toda su vida. Le había dicho que la quería, pero no había tenido tiempo suficiente para convencerla, y ahora ya no le quedaba. Ella nunca creería en el amor que le profesaba tanto como creía en sus ángeles.
—He dicho que no puedo hablar más alto.
Tristan levantó la mirada. Se había detenido ante la puerta de una habitación en cuya cama descansaba una mujer menuda de pelo cano. Unos tubos largos y finos la conectaban a las máquinas. Parecía una araña que hubiera quedado atrapada en su propia tela.
—Pasa —dijo ella.
Él se volvió para ver a quién se dirigía, pero allí no había nadie más.
—Estos viejos ojos están tan gastados que no puedo ver ni mi propia mano delante de la cara —dijo la mujer—; sin embargo, puedo ver tu luz.
Tristan se volvió de nuevo. La voz de la anciana parecía segura de lo que veía; parecía más grande y más fuerte que su cuerpo menudo.
—Sabía que vendrías. He estado esperándote pacientemente.
«Debe de haber estado esperando a alguien, a un hijo o un nieto, y cree que soy yo», pensó. Aun así, ¿cómo podía verlo si nadie más lo hacía?
A la mujer se le había iluminado el rostro.
—Siempre he creído en ti.
Extendió una de sus frágiles manos en dirección a Tristan. Él, olvidando que su mano atravesaría la de la mujer, hizo instintivamente lo mismo. La anciana cerró los ojos.
Segundos después, empezaron a sonar las alarmas. Rápidamente se presentaron en la habitación tres enfermeras. Tristan retrocedió conforme se agolpaban alrededor de la anciana. De pronto se dio cuenta de que estaban intentando resucitarla, aunque estaba seguro de que no lo conseguirían. No sabía cómo, pero tenía la certeza de que la mujer no quería volver.
Quizá, de algún modo, esa anciana estaba al tanto de lo suyo. Pero ¿qué era lo que sabía?
Tristan sintió la oscuridad abalanzándose de nuevo sobre él y opuso resistencia. ¿Y si esa vez no volvía? Tenía que volver, tenía que ver a Ivy por última vez. Desesperado, intentó mantenerse despierto, centrando su atención en un objeto tras otro de la habitación. Entonces la vio junto a un librito en la bandeja de la mujer: una estatuilla con una mano extendida hacia ella y unas alas angelicales desplegadas.
Durante los días siguientes, lo único que Ivy pudo recordar fue la lluvia de cristales. El accidente era como un sueño recurrente que no alcanzaba a recordar. Ya estuviera dormida o despierta, se apoderaba de ella de pronto. Todo su cuerpo se ponía tenso y su mente empezaba a viajar al pasado, aunque lo único que podía recordar era el ruido de un parabrisas al estallar y, a continuación, una lluvia de cristales a cámara lenta.
Diariamente acudía gente a su casa: Suzanne y Beth, y otros amigos y profesores del instituto. Gary fue una vez, pero fue una experiencia deprimente para ambos. Will le hizo una visita relámpago otro día. Le llevaban flores, galletas y sus condolencias. Ivy no veía la hora de que se marcharan, de volver a dormirse. No obstante, cuando se acostaba por las noches no podía dormir, y tenía que esperar hasta que amanecía de nuevo.
En el funeral, su familia estuvo junto a ella: su madre y Andrew a un lado y Philip al otro. Dejó que su hermano llorara por ella. Gregory se quedó atrás, y de vez en cuando ponía la mano en su espalda. Ella se apoyaba en él un momento. Era la única persona que no insistía en que hablara sobre el accidente. Era el único que parecía comprender su dolor, y no le repetía constantemente que recordar era bueno para ella.
Poco a poco iba recordando, o le iban contando, lo que había ocurrido. Los médicos y la policía le iban refiriendo detalles de lo sucedido. Sus antebrazos estaban llenos de cortes, por lo que debía de haber puesto las manos frente a la cara, según ellos, para protegerse de los cristales. Milagrosamente, el resto de sus heridas eran simples cardenales por el impacto y la fuerte contención del cinturón de seguridad. Tristan debía de haber dado un volantazo, ya que el coche había virado hacia la derecha y el ciervo había impactado en su lado. «Para protegerme», pensó Ivy, aunque la policía no lo había dicho. Les contó que Tristan había intentado detener el coche pero no había podido. Se estaba poniendo el sol y el ciervo había aparecido de repente. Era todo lo que recordaba. Le dijeron que el vehículo había quedado totalmente destrozado, pero se negó a mirar la foto que apareció en el periódico.
Una semana después del funeral, la madre de Tristan fue a visitarla y le llevó una foto. Confesó que era su favorita. Ivy la sostuvo en sus manos. Tristan estaba sonriendo; llevaba su vieja gorra de béisbol, hacia atrás, por supuesto, y una ajada chaqueta del instituto; tal y como Ivy lo había visto en tantas ocasiones. Parecía a punto de preguntarle si querría quedar para otra clase de natación. Por vez primera desde el accidente, Ivy rompió a llorar.
No oyó entrar a Gregory en la cocina, donde ella y la madre de Tristan estaban sentadas. Al ver a la doctora Carruthers, le preguntó qué estaba haciendo allí.
Ivy le mostró la foto de Tristan y él miró enojado a la mujer.
—Se ha acabado —recalcó—. Ivy está superándolo. No necesita más cosas que le recuerden a él.
—Cuando has querido a alguien, nunca lo olvidas —contestó amablemente la madre de Tristan—. Sigues adelante porque es lo que hay que hacer, pero lo llevas siempre contigo en el corazón.
Se volvió hacia Ivy.
—Tienes que hablar de él y recordarlo, Ivy. Tienes que llorar, y mucho. También tienes que enfadarte. ¡Yo lo estoy!
—¿Sabe? —intervino Gregory—, estoy empezando a cansarme de oír gilipolleces. Todo el mundo le dice que recuerde y que hable de lo que pasó. Todo el mundo parece tener una estúpida teoría sobre lo que hay que hacer cuando muere un ser querido, pero me pregunto si alguien piensa realmente en cómo se siente Ivy.
La doctora Carruthers lo estudió durante un momento.
—Me pregunto si habrás llorado tu propia pérdida —dijo.
—¡No me diga que es psiquiatra!
Ella negó con la cabeza.
—Sólo soy una persona que, al igual que tú, ha perdido a alguien a quien quería con toda el alma.
Antes de irse, la madre de Tristan le preguntó a Ivy si quería que le devolviera a Ella.
—No puedo tenerla aquí. ¡No me dejarán!
Se marchó corriendo a su habitación, cerró de un portazo y giró el pestillo. Uno a uno, todos aquellos a quienes quería eran apartados de su lado. Cogió la figura de un ángel que Beth le había regalado y la arrojó contra la pared.
—¿Por qué? —gritó—. ¿Por qué no habré muerto yo también?
Cogió el ángel del suelo y volvió a tirarlo.
—Tu suerte fue mejor, Tristan. Te odio por haber corrido mejor suerte que yo. Ya no me echas de menos, ¿verdad? Claro que no, ¡tú ya no sientes nada!
Al tercer intento, el ángel se hizo añicos. Otra lluvia de cristales. Ivy no se molestó en recogerlos.
Esa noche, después de cenar, Ivy descubrió que alguien había limpiado los cristales y había colocado la foto de Tristan sobre su escritorio. No preguntó quién lo había hecho. No quería hablar con nadie de su familia. Cuando Gregory intentó entrar en su habitación, le cerró la puerta en las narices. Y volvió a hacerlo a la mañana siguiente.
Apenas fue amable con los clientes de Es Tiempo de Fiesta en todo el día. Cuando llegó a casa, se fue directamente a su cuarto. Al abrir la puerta, encontró a Philip esparciendo por el suelo sus cromos de béisbol. Ivy se había fijado en que había dejado de retransmitir sus partidos, y se limitaba a mover los jugadores de una base a otra en silencio. Cuando alzó la mirada hacia su hermana, sonreía por primera vez desde hacía días. Señaló la cama.
—¡Ella! —exclamó Ivy—. ¡Ella!
Entró como un rayo en la habitación y se arrodilló junto a la cama. Inmediatamente, la gata se puso a ronronear. Ivy escondió el rostro en el suave pelaje del animal y rompió a llorar. Notó cómo una mano se posaba en su hombro. Se secó las mejillas restregándolas en el lomo de la gata y se volvió hacia Philip.
—¿Sabe mamá que está aquí?
El niño asintió.
—Lo sabe y le parece bien. Eso ha dicho Gregory. Él es quien nos la ha traído de vuelta.