—¿Sabes lo que no entiendo? —dijo Gregory ladeando la cabeza y estudiando la minifalda de seda de Ivy. En su cara se dibujó una sonrisa pícara—. No entiendo por qué nunca te pones aquel precioso vestido de la boda.
Maggie levantó la vista del plato en el que llevaba un tentempié que iba a subir al piso de arriba para Andrew. Todos iban a salir esa noche.
—Bueno, es demasiado formal para el Durney Inn —intervino Maggie—, pero tienes razón, Gregory, Ivy debería encontrar algún sitio donde pudiera volver a ponérselo.
Ivy le dedicó una breve sonrisa a su madre y fulminó a Gregory con la mirada. Él respondió con una mueca burlona.
—Vas muy sexi esta noche —añadió cuando Maggie hubo salido de la cocina. Lo dijo con total naturalidad, aunque se la quedó mirando durante un buen rato.
Ivy había dejado de esforzarse en comprender qué quería decir Gregory con algunos de sus comentarios: si realmente le estaba dedicando un cumplido o, por el contrario, estaba burlándose de ella sutilmente. Muchas de las cosas que decía le traían sin cuidado. Puede que finalmente se hubiera acostumbrado a él.
—Te estás habituando a excusar su comportamiento —opinó Tristan cuando ella le contó lo ocurrido el sábado por la noche.
Ivy estaba furiosa con Eric por su estúpida bromita. Gregory no había admitido estar implicado, sino que simplemente se había encogido de hombros y había dicho: «Nunca sabes lo que trama, eso es lo que lo hace tan divertido».
Por supuesto, se había enfadado también con Gregory. Sin embargo, como convivía con él día tras día, podía ver cuánto sufría. Desde la muerte de su madre, pasaba horas perdido en sus pensamientos. Ivy recordó el día en que él le había preguntado si quería acompañarlo a dar una vuelta y habían conducido por el antiguo barrio en el que vivía Caroline. Ella le había contado que había estado allí la noche de la tormenta. Después de eso, apenas había hablado, y no la había mirado a los ojos durante todo el viaje de vuelta.
—Tendría que ser de piedra para no sentir pena por él —había observado Ivy, concluyendo así la discusión.
Tanto Gregory como Tristan tendían a evitarse. Esa tarde, como de costumbre, Gregory desapareció en cuanto Tristan aparcó el coche de su padre frente a la casa.
Siempre llegaba pronto para jugar unos minutos con Philip. Satisfecha, Ivy comprobó que esa vez Tristan no podía concentrarse, aunque el equipo local perdía por dos puntos en el partido decisivo de la serie con Don Mattingly a punto de batear. El bateador consiguió llegar a la segunda base mientras el pitcher miraba disimuladamente a Ivy.
Philip se sintió frustrado la tercera vez que Tristan fue incapaz de recordar cuántas eliminaciones llevaban, y se marchó enfurruñado a llamar a Sammy. Ivy y Tristan aprovecharon para escabullirse. De camino al coche, ella se dio cuenta de que Tristan estaba inusualmente callado.
—¿Cómo está Ella? —preguntó.
—Bien.
Ivy esperó; generalmente le contaba alguna historia divertida sobre la gata.
—¿Sólo bien?
—Muy bien.
—¿Le has comprado un cascabel nuevo para el collar?
—Sí.
—¿Te pasa algo, Tristan?
No contestó en seguida. «Es por Gregory, aún está furioso con él por lo que sucedió el fin de semana pasado», se dijo.
—¡Cuéntamelo!
Él la miró a los ojos y acarició con un dedo su nuca. Esa noche, Ivy llevaba el pelo recogido y los hombros descubiertos, a excepción de dos finos tirantes. El top que lucía era una sencilla camisola, con botones pequeños en la parte inferior de la parte delantera. Tristan descendió la mano por su cuello y recorrió su hombro desnudo.
—A veces me cuesta creer que seas real —dijo.
Ivy tragó saliva. Él la besó en el cuello con la dulzura que lo caracterizaba.
—Quizá… quizá deberíamos subir al coche —sugirió ella mirando hacia las ventanas del piso superior.
—Sí.
Tristan le abrió la puerta. En el asiento había rosas, más rosas color lavanda.
—¡Uy! Lo había olvidado. ¿Quieres llevarlas adentro?
Ella las cogió y se las acercó al rostro.
—Quiero tenerlas cerca.
—Probablemente se marchitarán —opinó él.
—Podemos ponerlas en un vaso con agua en el restaurante.
Tristan sonrió.
—Así el maître verá que tenemos clase.
—¡Son preciosas!
—Sí —musitó él.
Recorrió con los ojos todo su cuerpo, como si estuviera memorizándola. A continuación, la besó en la frente y sujetó las rosas mientras ella entraba en el coche.
De camino al restaurante, hablaron de sus planes para el verano. Ivy se alegraba de que Tristan hubiera cogido la carretera vieja en lugar de la autopista. Los árboles proporcionaban sombra y frescor en esa tarde de junio. Sus ramas estaban moteadas de luz, como si se tratara de monedas de oro que resbalaban entre los dedos de los ángeles. Tristan conducía por la sinuosa carretera con una mano en el volante y la otra sujetando la de ella, como si temiera que fuera a desvanecerse.
—Quiero ir al lago Juniper —dijo Ivy—. Haré el muerto en la parte más honda, durante una hora entera, con el sol centelleando en los dedos de las manos y los pies…
—Hasta que aparezca un pez enorme —bromeó él.
—También a la luz de la luna.
—¿A la luz de la luna? ¿Nadarías de noche?
—Si estuvieras conmigo, sí. Podríamos nadar desnudos.
Él la miró y sus ojos se encontraron un instante.
—Será mejor que no te mire mientras conduzco.
—Entonces deja de conducir —contestó Ivy en voz baja.
Él la miró al instante y ella se cubrió la boca con la mano. Se le habían escapado las palabras y, de pronto, la vergüenza y la timidez la invadieron. Las parejas bien vestidas que se dirigían a cenar a restaurantes caros no se detenían a darse el lote.
—Llegaremos tarde y perderemos la reserva —dijo Ivy—. Deberías seguir conduciendo.
Tristan detuvo el coche en el arcén.
—El río está por allí. ¿Quieres que bajemos caminando? —propuso él.
—Sí.
Ivy dejó las rosas en el asiento trasero del coche. Tristan rodeó el vehículo para abrirle la puerta.
—¿Podrás caminar con esos tacones? —preguntó observando los zapatos de Ivy.
Ella se puso en pie e inmediatamente sus tacones se hundieron en el barro. Rompió a reír y Tristan la levantó en el aire.
—Yo te llevaré.
—No, ¡tú me tirarás al barro!
—No hasta que lleguemos —rebatió él.
La impulsó hacia arriba y la cogió por las piernas, de forma que la mitad superior de su cuerpo caía sobre el hombro de él como si cargara un saco.
Ivy reía y le daba golpes en la espalda. Se le estaba escapando el pelo de las horquillas.
—¡Mi pelo! ¡Mi pelo! ¡Bájame!
Tristan la bajó y ella se deslizó pegada a su cuerpo. Se le había subido la falda y llevaba el recogido medio deshecho.
—Ivy.
La abrazó con fuerza y ella sintió cómo todo su cuerpo temblaba.
—¿Ivy? —susurró.
Ella abrió la boca y presionó con los labios su cuello.
Alargaron el brazo a la vez hacia la manija y abrieron la puerta trasera del coche.
—Nunca pensé que el asiento trasero de un coche pudiera llegar a ser tan romántico —bromeó Ivy un rato después.
Estaba reclinada contra el respaldo y le sonreía. Entonces bajó la mirada hacia el montón de porquería que había esparcida por el suelo.
—Quizá deberías sacar tu corbata de ese viejo vaso de Burger King.
Tristan se agachó para recogerla y puso cara de asco: estaba empapada. La tiró hacia la parte delantera y volvió a sentarse junto a Ivy.
—¡Ay!
El perfume de flores aplastadas impregnó el aire. Ivy rió a carcajadas.
—¿Qué te hace tanta gracia? —preguntó él sacando las flores espachurradas de detrás de su espalda; no obstante, también reía.
—¿Y si alguien hubiera pasado por aquí y hubiera visto la pegatina religiosa que tu padre lleva en el parachoques?
Tristan dejó las flores en el asiento delantero y la acercó de nuevo hacia sí. Recorrió con un dedo el tirante de su camisola de seda y la besó con ternura en el hombro.
—Le habría dicho que estaba con un ángel.
—¡Ésa sí que es una buena frase!
—Ivy, te quiero —dijo Tristan con una expresión repentinamente seria.
Ella lo miró fijamente y se mordió el labio.
—Esto no es ningún juego para mí. Te quiero, Ivy Lyons, y algún día me creerás.
Ivy lo rodeó con sus brazos y lo abrazó con fuerza.
—Y yo a ti, Tristan Carruthers —le susurró al oído.
Por supuesto que lo creía, y confiaba en él más que en ninguna otra persona. Algún día tendría el valor de decir en voz alta todas las palabras: «Te quiero, Tristan». Sería capaz de gritarlo a los cuatro vientos e, incluso, de colgar una pancarta sobre la piscina del instituto.
Les llevó unos minutos arreglarse e Ivy se echó a reír de nuevo. Él sonreía y la miraba mientras ella intentaba dominar su maraña de pelo dorado; un esfuerzo inútil. Luego puso en marcha el motor y condujo sobre surcos y piedras hasta que se incorporó a la estrecha carretera.
—Un último vistazo al río —dijo Tristan en el momento en que el camino se alejaba considerablemente de su cauce.
El sol de junio caía sobre las colinas occidentales de Connecticut y bañaba de luz las copas de los árboles cubriéndolas de oro. La tortuosa carretera se adentró en un túnel de arces, álamos y robles. Ivy tenía la sensación de estar deslizándose bajo las olas junto a Tristan, fluyendo por un abismo azul, violeta y verde intenso con el sol del atardecer brillando en el cielo. Tristan encendió los faros del coche.
—No es necesario que corras tanto —dijo Ivy—. Creo que ya no tengo hambre.
—¿Te he hecho perder el apetito?
Ella negó con la cabeza.
—Creo que estoy saciada de felicidad —susurró.
El coche circulaba a gran velocidad, y tomó una curva de forma arriesgada.
—Te he dicho que no es necesario que corras.
—Es muy extraño —murmuró él—. Me pregunto qué… —Miró hacia sus pies—. No parece que…
—Ve más despacio, ¿quieres? No importa si llegamos un poco tarde… ¡Ah! —Ivy señaló al frente—. ¡Tristan!
Algo había salido de entre los arbustos y se había abalanzado hacia la carretera. Ivy no había visto qué era, sólo había atisbado el movimiento en las sombras. Entonces el ciervo se detuvo y volvió la cabeza, sus ojos atraídos por las luces del coche.
—¡Tristan!
Se dirigían a toda velocidad hacia los brillantes ojos.
—Tristan, ¿es que no lo ves?
Seguían circulando a gran velocidad.
—Ivy, algo…
—¡Un ciervo! —exclamó ella.
Los ojos del animal resplandecieron. Entonces, una luz apareció detrás de él, una explosión brillante alrededor de su oscura figura. Un coche se aproximaba en sentido contrario. Los árboles les cerraban el paso y no había espacio para girar a izquierda o a derecha.
—¡Frena! —gritó Ivy.
—Estoy…
—¡Frena! ¿Por qué no frenas? —suplicó—. ¡Tristan, frena!