—Pero si me dijiste que Gary tenía una cita el viernes por la noche —le recordó Ivy.
—Y así era —dijo Tristan tumbándose junto a ella en la hierba—, pero su cita ha cambiado de idea. Creo que le han hecho una oferta mejor.
Ivy negó con la cabeza con resignación.
—¿Por qué Gary siempre persigue a chicas caprichosas?
—¿Por qué Suzanne persigue siempre a Gregory? —contraatacó él.
Ivy sonrió.
—Por la misma razón por la que Ella persigue mariposas, supongo.
Observó las piruetas que hacía la gata. Ella se sentía como en casa en el jardín del reverendo Carruthers. En una pequeña zona, en medio de bocas de dragón, lilas, rosas y otras flores, el padre de Tristan había plantado hierba gatera.
—¿Hay algún problema con el sábado por la noche? —preguntó Tristan—. Si trabajas, podemos ir a la última sesión del cine.
Ivy se incorporó. Tristan siempre era lo primero para ella, pero como habían hecho planes para el viernes por la noche y también para el domingo… «Al menos debería habérselo comentado», pensó.
—Gregory nos ha invitado a Suzanne, a Beth y a mí a salir con sus amigos el sábado.
Él no ocultó su sorpresa ni su descontento.
—Suzanne estaba tan entusiasmada —añadió rápidamente Ivy—. Y Beth también estaba muy ilusionada, no suele salir mucho.
—¿Y tú? —preguntó Tristan incorporándose sobre un codo y retorciendo una brizna larga de hierba.
—Creo que debería ir… por Gregory.
—Has hecho un montón de cosas por Gregory estas últimas semanas.
—Tristan, ¡su madre se suicidó! —espetó ella con rabia.
—Ya lo sé.
—Vivo con él en la misma casa —continuó—. Compartimos la misma cocina, los mismos pasillos, la misma sala de estar. Veo sus estados de ánimo y sus altibajos. Tiene bastantes momentos de bajón —añadió, más serena.
Estaba pensando en los días en los que Gregory no hacía nada más que sentarse y leer el periódico, hojeándolo en busca de algo, aunque sin hallar nada.
—Creo que está muy enfadado. Intenta esconderlo, pero tengo la impresión de que está furioso con su madre por haberse quitado la vida. La otra noche, a la una y media de la madrugada, estaba en la pista de tenis lanzando pelotas contra la pared.
Aquella noche, Ivy había salido a hablar con él. Al pronunciar su nombre, él se había vuelto y ella había visto la profundidad de su rabia y su dolor.
—Créeme, Tristan, lo ayudo en todo lo que puedo, y seguiré haciéndolo, pero si crees que siento algo especial por él, si piensas que él y yo… ¡Es ridículo! Si piensas… No puedo creer que tú…
—Frena, frena.
Pese a la oposición de Ivy, consiguió recostarla en la hierba junto a él.
—No estoy preocupado por nada de eso.
—Entonces, ¿qué es lo que te fastidia?
—Creo que dos cosas —contestó—. En primer lugar, creo que te estás esforzando tanto porque te sientes culpable.
—¡Culpable!
Ivy apartó su brazo y volvió a sentarse.
—Creo que te has contagiado de lo que siente tu madre: que ella y su familia son responsables de la infelicidad de Caroline.
—No lo somos.
—Ya lo sé. Sólo quiero asegurarme de que tú también lo sabes, y de que no estás intentando ayudar a alguien que se está aprovechando de la situación.
—No sabes de lo que hablas —replicó Ivy arrancando briznas de hierba—. En serio, no sabes por lo que está pasando. No vives con él. Tú…
—Conozco a Gregory desde primero.
—La gente cambia desde primero.
—También conozco a Eric desde entonces —continuó Tristan—. Juntos hacen cosas bastante arriesgadas, incluso peligrosas. Y eso es lo que también me preocupa.
—Pero Gregory no intentará nada de eso con mis amigas y yo allí —insistió Ivy—. Me respeta. Tan sólo es su forma de compensarme por las últimas tres semanas.
Tristan no parecía convencido.
—Por favor, no dejes que esto se interponga entre nosotros —le rogó ella.
Él alargó la mano para acariciar su rostro.
—No dejaré que nada se interponga entre nosotros. Ni montañas, ni ríos, ni continentes, ni guerras, ni avalanchas…
—Ni siquiera la funesta muerte —lo interrumpió ella—. Así que leíste el último relato de Beth.
—Gary se lo leyó enterito.
—¿Gary? ¡Estás de guasa!
—Se quedó con la copia que me diste, aunque le prometí que te diría que la había perdido.
Ivy rompió a reír, se tumbó al lado de Tristan y apoyó la cabeza en su hombro.
—¿Entiendes, entonces, por qué le dije que sí a Gregory?
—No, pero es tu elección, y yo no puedo meterme. Bueno, ¿qué vas a hacer el próximo sábado por la noche?
—¿Y tú?
—Cenar en el Durney Inn.
—¿En el hotel? ¡Vaya! Más nos vale ganar mucho dinero este verano dando clases de natación.
—Ya ganamos suficiente —dijo él—. ¿No conocerás a una chica preciosa a la que le guste que la inviten a cenar a la luz de las velas en un restaurante francés?
—Sí.
—¿Está libre esa noche?
—Quizá. ¿Podrá pedir un entrante?
—Tres, si quiere.
—¿Y postre?
—Suflé de frambuesas. Y besos.
—Besos…
—Bueno, ha sido divertido —declaró secamente Ivy.
—Pues yo me he aburrido —replicó Eric.
—Yo no —intervino Beth.
Había sido la última en abandonar la fiesta en el campus de la hermandad femenina ese sábado por la noche. Le había pedido papel a una de las integrantes de la hermandad y se había dedicado a entrevistar a todos los asistentes. Cuando echaron a los estudiantes de instituto, ella fue la única a la que invitaron a quedarse. A las Sigma Pi Nu les halagaba que quisiera escribir un relato sobre ellas.
—Eric, vas a tener que aprender a mantener la calma —dijo Gregory visiblemente irritado.
Gregory estaba tonteando con una pelirroja en un rincón —lo que había provocado que Suzanne se echara en brazos de un chico con barba—, cuando Eric había decidido iniciar una pelea con un gigante que llevaba una camiseta del equipo de fútbol americano de la universidad. «No muy inteligente por su parte».
Ahora, Eric se hallaba en la escalera de un edificio circundado por columnas, observando una estatua e inclinando la cabeza a izquierda y a derecha como si estuviera conversando con ella.
Suzanne estaba tumbada en un banco de piedra de la plaza de la universidad con las rodillas flexionadas, riendo por lo bajo. El viento hacía ondear su falda y la levantaba ligeramente de forma provocativa. Gregory no le quitaba el ojo de encima.
Ivy desvió la mirada. Will y ella eran los únicos que no habían bebido. En la fiesta, él parecía sentirse como en casa, aunque algo ansioso. Quizá los rumores que corrían por el instituto eran ciertos: ya lo había visto todo y nada lo impresionaba.
Al igual que Ivy, Will había llegado en enero. Su padre era productor televisivo en Nueva York, lo que lo hacía ganar muchos puntos entre sus compañeros de instituto. Desde el primer momento, lo habían admitido en el grupo de los populares, aunque su carácter taciturno impedía a todos hacerse una idea real sobre él. Era fácil imaginar un montón de historias sobre Will, y la mayoría de las personas que Ivy conocía suponían que era un tipo guay.
—¿Dónde está tu viejooo? —gritó de pronto Eric. Seguía mirando detenidamente la estatua al final de la escalera—. G. B., ¿dónde está tu viejo?
—Ése es el viejo de mi viejo —respondió Gregory.
Ivy se dio cuenta entonces de que se trataba de una estatua del abuelo de Gregory. Por supuesto, estaban delante del edificio Baines.
—¿Pooor qué no está tu viejo ahí arriba?
Gregory se sentó en un banco enfrente de Suzanne.
—Supongo que porque aún no está muerto —repuso, y tomó un largo trago de su botellín de cerveza.
—Entonces, ¿pooor qué no está tu vieja ahí arriba? ¿Eh?
Gregory no contestó. Tomó otro trago largo. Eric miró la estatua con el ceño fruncido.
—La echo muuucho de menos. Echo de menos a la vieja Caroline. Saaabes que sí.
—Ya lo sé —dijo Gregory en voz baja.
—Vamos a ponerla ahí arriba —Eric le guiñó un ojo a Gregory.
Éste no hizo ningún comentario. Ivy se acercó a él y se quedó detrás, apoyando una mano suavemente en su hombro.
—Llevo a Caroline en el bolsillo —dijo Eric.
Todos lo observaron mientras se cacheaba y buscaba por su camisa y sus pantalones. Finalmente, sacó un sujetador. Se lo acercó a la mejilla.
—Aún está caliente.
Ivy apoyó la otra mano en el hombro de Gregory. Podía sentir la tensión aumentar en su cuerpo.
Eric enrolló el sujetador alrededor de su brazo y trató de trepar por la estatua.
—Vas a matarte —le dijo Gregory.
—Como tu madre.
Su única respuesta fue coger otra cerveza. Ivy desvió la mirada de Eric. Gregory apoyó su cara en la mano de ella e Ivy notó cómo se relajaba un poco. Tanto Suzanne como Will los observaban, la primera con ojos chispeantes.
No obstante, Ivy se quedó donde estaba mientras Eric le ponía el sujetador al juez Baines. Luego cogió un par de botellines sin abrir y fue hacia donde estaba Suzanne.
—Creo que Gregory necesita alguien que lo apoye —le dijo a su amiga.
—¿Aparte de ti y la pelirroja?
Ivy ignoró el comentario. Suzanne también había bebido mucho.
De repente, Eric profirió un aullido y todos se volvieron. Lo vieron caer de la estatua, aterrizar en la gravilla y ovillarse como un caracol. Will se apresuró hacia él; Gregory, por el contrario, rompió a reír.
—No tengo nada roto, sólo el cerebro —farfulló Eric cuando Will lo ayudó a ponerse en pie.
—Creo que deberíamos ir a buscar el coche —dijo Will, impasible.
—Si la fiesta acaba de empezar —protestó Gregory poniéndose en pie. Era obvio que estaba comenzando a hacerle efecto el alcohol—. No me sentía tan bien desde Dios sabe cuándo.
—Yo sé cuándo —dijo Eric.
—La fiesta se acabará pronto si la policía del campus nos encuentra aquí —señaló Will.
—Mi padre es el rector —puntualizó Gregory—. Nos sacará del lío.
—O nos meteremos en uno peor —añadió Eric.
Ivy miró su reloj: las doce menos cuarto. Se preguntó dónde debía de estar Tristan y qué estaría haciendo. Se preguntó si la echaría de menos. Podría haber estado sentada con él en ese mismo momento disfrutando de esa agradable noche de junio.
—Vamos, Beth —la llamó Ivy, arrepentida de haber metido a sus amigas en esa situación—. Suzanne —ordenó.
—Sí, mamá —respondió ella.
Gregory rió, lo que le molestó un poco. «Están borrachos», se recordó.
Les llevó mucho tiempo encontrar el coche de Gregory. Cuando al fin lo consiguieron, Will levantó la mano pidiendo las llaves.
—¿Qué tal si conduzco yo?
—Puedo hacerlo —respondió Gregory.
—Hoy no.
Aunque Will hablaba en tono calmado, alargó la mano con determinación para coger las llaves. Gregory las apartó.
—Nadie conduce mi BMW, salvo yo.
Will miró a Ivy.
—Vamos, Gregory —dijo ella—. Déjame ser la conductora sobria.
—Si no conduces —señaló Will—, podrás beber cuanto quieras.
—Beberé lo que me apetezca y conduciré si quiero —gritó Gregory—; y si no te gusta, te vas andando.
Ivy consideró la idea de ir caminando, al menos hasta el teléfono más próximo para pedir un taxi. Pero sabía que Suzanne se quedaría con Gregory, y se sentía responsable de su seguridad.
Will le preguntó a Ivy si podía prestarle su jersey; acto seguido lo metió junto con su chaqueta entre los asientos delanteros, de forma que había un asiento más. Sentó a Eric en el asiento delantero con él, con lo que quedaron los tres delante: Gregory, él y Eric. Ivy se sentó detrás, en el medio, con Beth a un lado y Suzanne al otro.
—¿Por qué lo haces, Will? —dijo Gregory observando la forma en que se había apretujado a su lado—. No sabía que te preocuparas por mí. Suzanne, ¡ven aquí!
Ivy la retuvo.
—He dicho que vengas aquí. Deja que Will se siente detrás con la chica de sus sueños.
Ivy meneó la cabeza y suspiró fastidiada.
—Todo el que tenga probabilidades de vomitar debe sentarse junto a una ventanilla —concluyó Will.
Ivy abrochó el cinturón de seguridad de Suzanne. Gregory se encogió de hombros y puso en marcha el motor. Conducía de prisa, demasiado de prisa. Los neumáticos chirriaban en las curvas, el caucho apenas se agarraba al asfalto. Beth cerró los ojos. Suzanne y Eric sacaron la cabeza por la ventanilla, mareados por los bandazos del coche. Ivy mantenía la mirada al frente y contraía los músculos cada vez que Gregory frenaba o giraba, como si fuera ella quien condujera. Aunque, en realidad, era Will quien lo ayudaba a hacerlo. Ivy comprendió por qué se había sentado en un lugar tan peligroso y sin cinturón de seguridad.
Se dirigían al sur por serpenteantes carreteras secundarias. Cuando cruzaron el río y entraron en la ciudad, Ivy suspiró aliviada. Sin embargo, Gregory giró bruscamente y se encaminó de nuevo hacia el norte por una carretera que discurría al pie de las colinas y paralela al río. Dejaron atrás la estación de tren y salieron de los límites de la ciudad.
—¿Adónde vamos? —preguntó Ivy mientras seguían una carretera estrecha, dibujando rayas con los faros delanteros en los troncos de los árboles.
—Ya lo verás.
Eric llevaba la cabeza apoyada en la puerta y la levantó de golpe.
—¡Co, co, co, co, co, co! —canturreó—. ¡Gallina!
Las imponentes colinas en penumbra situadas a su derecha se aproximaban cada vez más a las vías del tren que tenían a la izquierda. Ivy sabía que estaban acercándose al puente en el que las vías cruzaban el río.
—Los puentes dobles —susurró Beth para sí en el momento en que abandonaron la carretera.
Gregory apagó el motor y las luces. Ivy no podía ver nada.
—¡Gallinita! —exclamó Eric moviendo la cabeza adelante y atrás.
Ivy estaba mareada por los gases de escape del coche y el olor a alcohol. Beth y ella salieron por un lado, Suzanne se sentó en el otro con la puerta abierta. Gregory abrió el maletero. Más cerveza.
—¿De dónde has sacado todo esto? —preguntó Ivy.
Él sonrió y la rodeó con un brazo pesado.
—Algo más que puedes agradecerle a Andrew.
—¿Tu padre las compró? —preguntó, incrédula.
—No; más bien, su tarjeta de crédito.
Eric y él cogieron un pack de seis cervezas cada uno.
Aunque Ivy comprendía que Gregory necesitara desahogarse, aunque sabía lo duro que había sido para él la muerte de su madre, había ido enfadándose más y más. En ese momento, su enfado empezó a disminuir dando paso a una oleada gradual de miedo.
El río no estaba lejos, podía oír el agua precipitándose sobre las rocas. Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad del campo, examinó los cables de alta tensión del tren. Recordó por qué los niños iban a ese lugar: para jugar a ver quién era más valiente en el puente ferroviario. Ivy no quería seguir a Gregory cuando encabezó la marcha en fila india hacia los puentes. No obstante, no podía quedarse atrás cuando Suzanne era incapaz de cuidar de sí misma.
Eric la empujaba por detrás mientras cantaba a todo pulmón con voz extraña:
—¡Gallina! ¡Gallina!
Piedrecitas redondeadas rodaban bajo sus pies. Eric y Suzanne tropezaban constantemente con las traviesas de la vía. Los seis caminaban por la avenida que cortaba limpiamente la zona arbolada, un camino que recorrían los trenes que comunicaban la ciudad de Nueva York con las ciudades situadas más al norte.
La avenida se ensanchó e Ivy vio los dos puentes, uno junto al otro, el nuevo construido a unos dos metros del viejo. Dos raíles de brillante acero trazaban el recorrido del puente nuevo. No había verja o valla alguna que impidiera el paso. El calado que había debajo se desplegaba como una red negra y siniestra sobre el río. El centro del puente viejo se había derrumbado, y cada uno de sus extremos era como una mano que se extendía desde la orilla del río con dedos de metal y madera podrida que intentaban alcanzarse, pero que no conseguían tocarse. Abajo, lejos de ambos puentes, el agua bufaba y discurría rápidamente.
—Seguid al líder, seguid al líder —exclamó Eric dando brincos.
Se situó a la cabeza y se dirigió dando traspiés hacia el puente nuevo. Ivy alargó dos dedos y agarró a Suzanne por la cinturilla de la falda.
—Tú no.
—Suéltame —espetó Suzanne.
La joven intentó seguir a Eric hacia el puente, pero Ivy la retuvo.
—¡Suelta!
Forcejearon unos instantes y Gregory rió al observarlas. Entonces Suzanne se zafó de Ivy. Ella, desesperada, se abalanzó hacia adelante y cogió la pierna desnuda de Suzanne, lo que provocó que tropezara con el raíl y cayera al suelo de guijarros sobre unos matorrales. Suzanne intentó levantarse pero no pudo, por lo que se arrellanó y miró a Ivy con ojos centelleantes, apretando las manos con rabia.
—Beth, ¿por qué no compruebas que esté bien? —dijo Ivy, y desvió su atención de nuevo hacia Eric.
El chico se encontraba a unos cuatro metros y medio de altura sobre el agua. Su cuerpo excesivamente delgado iba dando saltitos y vueltas por el camino como si fuera un esqueleto bailarín.
—¡Co, co, co, co, co, co! —se burló de los demás—. Sois todos unos gallinas.
Gregory se recostó en un árbol y rió. Will observaba la escena con expresión alerta.
De pronto, todos volvieron la cabeza al oír un pitido al otro lado del río. Era el pitido del tren nocturno que Ivy había oído tan a menudo desde su casa en lo alto de la colina, una garra de sonido que apresaba su corazón todas las noches como si quisiera llevárselo.
—¡Eric! —gritaron Will y ella al unísono.
Beth sostenía a Suzanne, que se inclinaba hacia los arbustos intentando levantarse.
—¡Eric!
Will fue tras él, pero su amigo echó a correr como un loco saltando sobre las vías. Will lo persiguió.
«Los matará a los dos», pensó Ivy.
—¡Will, vuelve! ¡Will! ¡No lo conseguirás!
El tren entró en el puente con su vaivén característico, su brillante ojo haciendo frente a la noche, convirtiendo a los dos jóvenes en finas siluetas de papel. Ivy vio a Eric balancearse en el borde del puente. Agua y rocas lo esperaban muchos metros más abajo.
«Va a saltar al puente viejo. Nunca lo conseguirá —pensó—. ¡Ángeles, ayudadnos! Ángel del agua, ¿dónde estás? ¿Tony? ¡Os estoy llamando!».
Eric se agachó y, de pronto, saltó desde lo alto. Ivy profirió un grito. Beth y ella gritaron sin descanso.
Entonces Will echó a correr en sentido contrario dando traspiés, pero sin dejar de correr. El tren no aminoraba la marcha. Era enorme y oscuro, tan largo como la propia noche, e iba ganando terreno tras un ojo brillante y ciego. Seis metros…, cuatro metros… ¡No lo conseguiría! Parecía una polilla atraída por la luz.
—¡Will! ¡Will! —gritó Ivy—. Por favor, ángeles…
Will saltó. El tren pasó a toda velocidad. El suelo resonó a su paso y el aire se impregnó de olor a metal. Ivy descendió corriendo la empinada colina, derribando la maleza, hacia el lugar al que Will había saltado.
—¿Will? ¡Will, contéstame!
—Estoy aquí. Estoy bien.
Will apareció delante de ella. «Gracias a los ángeles», pensó. Se abrazaron un instante. Ivy no sabía quién de los dos era el que temblaba compulsivamente.
—¿Y Eric? ¿Lo ha conse…?
—No lo sé —se apresuró a decir ella—. ¿Podemos bajar al río desde aquí?
—Probemos por el otro lado.
Se abrieron paso como pudieron para acceder juntos a la orilla. Cuando llegaron, ambos se detuvieron en seco y vieron a Eric caminar en su dirección por el puente nuevo, con una cuerda gruesa y otra elástica colgadas como si nada de su hombro.
Les llevó un momento comprender qué había ocurrido. Ivy se volvió para mirar a Gregory. «¿Está en el ajo?», se preguntó.
Gregory sonreía.
—Genial —le dijo a Eric—. Genial.