5

—¿Qué más recuerdas? —le preguntó la agente de policía.

Ivy contemplaba por la ventana de la habitación del hospital las pálidas nubes amarillas de las primeras horas del día.

—Eso es todo. El coche… El vehículo —se corrigió a sí misma, ya que así era como lo llamaban— venía en sentido contrario directamente hacia nosotras. Frenar no sirvió de nada. Él iba demasiado de prisa. Tuve que esquivarlo.

—¿Él?

—O ella. O ellos. Así, de frente, y en la oscuridad, cuanto pude ver fueron los faros. —Recordaba que desde arriba había contemplado un vehículo, y que le había parecido que era un coche…, pero la idea de que ella hubiera estado flotando sobre la carretera no tendría ningún sentido para la policía. Apenas si lo tenía para Ivy… Sabía más que comprendía lo que había pasado.

Cuando recuperó la conciencia, su cuerpo le había parecido una cosa pesada y torpe comparado con su espíritu, extraordinariamente ligero. Se había aferrado al recuerdo de los instantes pasados con Tristan, temerosa de que se escurriera entre sus dedos terrenales.

—¿Recuerdas algo acerca del sonido del vehículo? —le preguntó la agente.

Bruscamente arrancada de sus pensamientos, Ivy se quedó mirando a la mujer sin decir nada. Ésta le repitió la pregunta.

—No —respondió Ivy—. Beth gritaba, diciéndome que tuviera cuidado. Es cuanto recuerdo haber oído.

Ya le habían preguntado por qué viajaban Beth y ella por esa carretera. Ivy sabía que a ambas les habían hecho pruebas toxicológicas.

En aquel momento, el enfermero entró en la habitación. La amistosa cara de Andy era lo primero que Ivy recordaba haber visto tras su llegada al hospital del cabo Cod seis horas antes. No recordaba nada de lo sucedido mientras estaba en urgencias, pero le habían contado que Beth, Will y la tía Cindy se habían ido turnando para estar con ella y habían dormido en los sofás de la sala de espera, y que su madre estaba en camino.

—Ivy ha pasado una mala noche —señaló Andy.

—Ya he terminado —repuso la agente de policía, poniéndose en pie—. Si surgen más preguntas, me pondré en contacto contigo. Cuídate.

Andy revisó el registro de las constantes vitales de Ivy en el ordenador de la habitación y meneó la cabeza.

—¡Nuestra propia chica milagro! Me gusta comenzar la semana con un milagro. —El enfermero estaba bronceado, tenía el cabello de color arena y debía de contar unos cuarenta y pocos años, calculó Ivy. Las arrugas que rodeaban sus ojos se encogían cuando sonreía—. Tus constantes son buenas. ¿Cómo te encuentras?

—De maravilla.

—No estarás fingiendo, ¿verdad?

—No. Bueno…, tal vez un poquito —admitió—. ¿Esto es todo lo que van a darme para desayunar?

Él levantó la tapa y vio que la fuente, al igual que la bandeja, estaba vacía.

—Creo que no estás fingiendo… ¿Sabes?, si corre la voz, esto se llenará de peregrinos religiosos que querrán tocarte la cabeza. No tengo la menor idea de cómo esa herida dejó de sangrar por sí sola ni de cómo puedes tener un hematocrito normal, dada la cantidad de sangre que, según los servicios médicos de emergencia, había en tu coche. Pero así es. El doctor dijo que había visto otro caso como el tuyo con anterioridad, pero, entre tú y yo… —Andy bajó la voz—, ese tipo no dice más que sandeces. Simplemente no le gusta admitir que hay algunas cosas que él y la medicina no han podido explicar.

«Como los ángeles», pensó Ivy. ¿La habría curado Tristan? ¿La habría salvado él?

—Tienes visita. ¿Hago entrar primero a mamá y a tu hermano pequeño? —le preguntó Andy.

—Por favor.

Andy echó a andar hacia la puerta, pero dio media vuelta y abrió un cajón próximo a la cama de Ivy. Dejó sobre la mesa una caja adicional de pañuelos de papel.

—Quizá necesites esto.

—¡Oh, cariño! —exclamó su madre, precipitándose al interior de la habitación seguida de Philip.

El enfermero tenía razón. Un montón de pañuelos de papel más tarde, Ivy comentó:

—Me alegro de que no te perfilaras los ojos, mamá.

—Y de que no se pintara los labios —añadió Philip. Sus ojos, verdes como los de Ivy, estaban ahora enrojecidos—. Y de que no se pusiera esa cosa para las mejillas. Se lo dejó todo en casa.

Maggie y su estuche de maquillaje rara vez se separaban.

—Siento haberte dado un susto, mamá.

—Incluso se le olvidó el peine —añadió Philip—. Es por eso por lo que lleva esos pelos.

Maggie se acarició tímidamente la cabeza.

—Sólo tenía pensamientos para ti, cariño. Pero no te preocupes, de lo que sí me acordé es de traerte algo que ponerte mientras estés aquí.

«Oh, oh», pensó Ivy.

—Por suerte, el camisón y la bata que te regalé las pasadas Navidades están como si no los hubieras tocado.

Sobre todo porque no lo había hecho. La amiga de Ivy, Suzanne, que estaba pasando el verano en Europa, había sugerido que Ivy podía ponerse el conjunto de bata y camisón para asistir al baile de graduación o a una fiesta de Halloween. Por supuesto, no era nada comparado con el vestido de dama de honor que la madre de Ivy le había hecho ponerse cuando ella y Andrew se casaron. Cada vez que Ivy miraba las fotos de la boda pensaba: «Escarlata O’Hara después de caerse en un cubo de purpurina». Pero era una cosa que la hacía reír, porque entre varias instantáneas informales embutidas en la parte de atrás del álbum de la boda había una foto de Tristan, vestido de camarero, vertiendo una bandeja de crudités sobre el cortejo nupcial…

—Ivy, ¿me escuchas? —inquirió su madre—. ¿Quieres que te ayude a ponértelo?

—Sólo me pondré la bata —contestó Ivy.

Al igual que el camisón, la bata era de un color rosa pálido, adornada con un montón de plumas.

—¿Ves? Te da color a la cara —aprobó su madre.

Philip jugó unos momentos con las plumas y, a continuación, abrió la cremallera de su mochila.

—Te he traído dos cosas.

—¡Una gorra de los Yankees! Gracias. —Ivy se la puso—. Esto va a hacerme realmente popular entre los médicos y las enfermeras de aquí que sean seguidores de los Red Sox.

Philip le mostró su segundo regalo, sosteniéndolo en alto: una moneda que, acto seguido, dejó caer en la palma de la mano de su hermana. La moneda dorada, de dos centímetros y medio de diámetro, tenía impresa en ambos lados la imagen de un ángel con las alas extendidas.

—Llegó en el correo.

—Venía con una solicitud de fondos para una organización benéfica —explicó su madre.

—Qué bonita. Gracias, Philip. La pondré en la mesita de noche.

—Se me olvidaba… Papá me dijo que te diera un abrazo. Está en Washington, en una conferencia —añadió Philip, e hizo reír a Ivy al darle un rápido abrazo, tal como lo habría hecho Andrew.

Hacía apenas unos meses que Philip había comenzado a llamar a Andrew «papá». Su hermano era lo bastante joven como para adaptarse a la nueva situación, sobre todo teniendo en cuenta que no recordaba a su padre.

—¿Y cómo está Patas de Araña? —inquirió Ivy—. ¿No va a echarte de menos hoy en el campamento?

—Y también mañana —repuso Philip, muy contento—. Vamos a quedarnos a pasar la noche.

—Mamá, no es necesario, de verdad. Estoy bien. Mírame… ¡Estoy estupendamente!

—Bueno, pues yo no —replicó Maggie—. Además, Philip y yo ya hemos alquilado una habitación en el hotelito Seabright.

—Will va a llevarme a hacer kayak —anunció Philip.

—¿Ah, sí?

—Y va a hacerse con unas cañas de pescar.

—Qué bien.

—Y dijo que había visto una tienda de cometas impresionante en la estatal 28.

Ivy sonrió y tragó saliva con fuerza. Philip amaba a Will, como ella había amado a Tristan. Si ella y Will rompían… No quería ni pensarlo.

—Bueno, deberíamos dejar que Will te hiciera una visita —intervino su madre—. Lo ha pasado muy mal, Ivy. Vio tu coche antes de que la grúa se lo llevara. En cierto sentido, creo que ha sido más espantoso para él que para ti.

—Sí, ya me lo imagino —repuso ella—. ¿Podrías pedirles a Beth y a él que pasen?

—¿Juntos? —preguntó su madre, en tono ligeramente sorprendido.

—Claro.

Tan pronto como Maggie y Philip se hubieron marchado, Beth se precipitó al interior de la habitación y rodeó con sus brazos a Ivy. La soltó de inmediato.

—¿Te estoy haciendo daño?

Ivy la estrechó contra sí.

—No hay nada que lastimar.

Will entró sin hacer ruido detrás de Beth. Apartando a su amiga, Ivy le dirigió una sonrisa.

—No puedo creer que estés bien —señaló Beth, tocándola con cuidado justo encima de la sien—. En el coche, cuando te miré… —Se estremeció—. Ojalá pudiera quitarme esa imagen de la cabeza. No sé…, no sé cómo pude pensar algo así.

Ivy miró a Beth a los ojos, deseando saber qué era lo que había visto y muriéndose de ganas de contarle lo que ella había experimentado. ¿Habría percibido Beth, que era médium, alguna cosa? Ivy quería que Beth le confirmara que el abrazo de Tristan había sido más que un sueño, pero sus ojos estaban empañados de confusión e inquietud.

—Beth, tienes peor aspecto que yo —observó Ivy—. ¿Estás bien?

—Sí, claro.

—No recuerdo nada de lo que pasó en urgencias. A ti te examinaron, ¿verdad?

Beth asintió.

—No es más que una conmoción sin importancia.

—Pero tu dolor de cabeza sí es bastante importante —intervino Will, hablando por fin—. Estoy intentando que se tome las cosas con calma.

Estaba de pie detrás de Beth, mirando a Ivy. ¿Podía ver en sus ojos? ¿Adivinaba que ella, ahora más que nunca, pensaba en Tristan? «Tal vez no», pensó Ivy, y alargó el brazo para cogerle la mano. Él alargó el brazo a su vez y tomó la mano de ella. Ivy se sabía las manos de Will de memoria, unas manos fuertes y de dedos largos, casi siempre salpicadas de pintura. Sus manos le encantaban.

—Me diste un susto de muerte —manifestó Will, con voz temblorosa.

—Ay, Will, lo siento tanto…

Will se acercó a ella y, rodeándola con sus brazos, la estrechó con muchísimo cuidado.

—Eh, ¡que no me rompo fácilmente! Creo que lo he demostrado —dijo, abrazándolo con fuerza.

Ivy se echó a llorar, sin conocer todos los motivos que la impelían a ello.

Will le secó amorosamente las lágrimas, como lo había hecho siempre.

«Estaré siempre contigo», le había dicho Tristan. Lo había dicho en serio… Sentía su promesa como si la tuviera grabada en el corazón. Pero ¿la había curado Tristan sólo para devolvérsela a Will con su bendición?

Ivy estiró el brazo para coger la caja de pañuelos de papel.

—El enfermero Andy piensa en todo. Servíos.

—Acepto encantada el ofrecimiento —replicó Beth, secándose las mejillas.

Ivy y ella se sonaron ruidosamente la nariz al mismo tiempo, y los tres estallaron en carcajadas.

—Supongo que tu madre te trajo la bata.

Volvieron a echarse a reír.

Tras un golpe seco, Andy asomó la cabeza por detrás de la puerta, que estaba parcialmente cerrada.

—Bueno, Chica Maravillas —dijo mientras entraba en la habitación, empujando una silla de ruedas—. Voy a mandar a tus fans a casa. Te reclaman en el mundo del TAC. —Dio unas palmaditas en la silla.

Ivy les dio a Beth y a Will otro abrazo.

—Procurad dormir un poco, ¿de acuerdo?

—Volveré esta tarde…

—Lo más probable es que esté dormida —lo interrumpió Ivy—. Cuando hayas descansado, quiero que me hagas un gran favor: entretén a Philip.

—Si eso es lo que quieres… —repuso Will, con aire algo dolido.

—Gracias, Will.

Después de que Beth y Will se hubieron marchado, Ivy se volvió hacia Andy, que le señalaba la silla de ruedas.

—Prefiero caminar.

—Lo siento, va contra las reglas.

—¡Pero si me encuentro de fábula! —insistió ella—. Podría caminar y montar en bicicleta kilómetros y kilómetros.

—En tal caso, si no hay nadie mirando, te dejaré que les des a las ruedas.

Ivy rió.

—Vale, vale. Pongámonos en marcha.