4

Por unos instantes, Ivy no tuvo conciencia de nada salvo de la oscuridad. Tenía la impresión de que descansaba sobre ella todo el peso de la noche. Después, de pronto, la presión cesó.

—Beth… Beth, ¿estás bien?

Los ojos de su amiga se abrieron de golpe.

—Beth. Gracias a Dios —dijo Ivy, aliviada—. Tenemos que salir de este coche. Mi lado está aplastado. Tendremos que utilizar el tuyo, ¿de acuerdo?

Beth la miraba sin pronunciar palabra.

—¿Me has entendido? —inquirió Ivy, dudosa.

Beth seguía mirándola.

—Yo te ayudaré —terció Ivy intentando levantarse, pero no pudo moverse—. Pensándolo mejor, quizá tengas que ayudarme tú a mí. Me he quedado atrapada no sé cómo.

Beth miraba a Ivy como si no pudiera asimilar lo que estaba viendo.

—¿Qué sucede? —preguntó Ivy.

Beth se echó a temblar.

—Beth… Contéstame.

Pero era como si su amiga no pudiera oír ni entender lo que le estaba diciendo.

—¡Contéstame! Beth, ¡por favor!

Beth abrió la boca. Chilló, una y otra vez.

—No pasa nada, no pasa nada —le dijo Ivy, intentando tranquilizarla. Pero Beth comenzó a sollozar—. Saldremos de ésta. Oh, ángeles, ayudadnos. Tristan, ayúdanos. Tristan, te necesitamos.

Por fin se había liberado de lo que le impedía moverse.

—Bueno, vamos a ver.

Tocó a Beth y retiró la mano, sorprendida. Volvió a alargar el brazo y observó con incredulidad cómo su propia mano atravesaba la de su amiga.

Entonces empezó a comprender por qué Beth había chillado, por qué estaba llorando. Libre de su cuerpo, Ivy era liviana, tan ingrávida como un rayo de luna, y ascendía flotando de manera constante. Al mirar desde arriba, vio su cuerpo en el coche destrozado, el airbag desplegado y el marco metálico del parabrisas hundido hacia adentro. Observó su cabeza apoyada contra el marco reventado del cristal y la sangre que la iba tiñendo de oscuro.

El único dolor que sentía era una intensa nostalgia de las personas a quienes amaba. Por debajo de ella, una neblina nocturna envolvía a Beth y al coche retorcido. Por el estrecho tramo de carretera, otro vehículo se alejaba a toda velocidad. La tierra y el mar se fundían en las tinieblas.

El fuerte deseo de decir adiós era lo único que mantenía atada a Ivy a la noche que reinaba en la Tierra. Pronunció los nombres de sus seres queridos y les pidió a los ángeles que velaran por ellos:

—Philip, mamá, Andrew, Beth, Will, Suzanne… Tristan. Tristan.

—Amor mío.

Ivy estaba inmóvil, suspendida en el interior de una catedral hecha con la luz de las estrellas. El viejo mundo que giraba abajo se quedó quieto, como si el tiempo se hubiera detenido.

—¿Tristan?

—Amor mío.

—¡Tristan! —Ivy cerró los ojos, para que la voz de él se hiciera más fuerte en su interior—. ¿Te oigo de verdad? ¿Es posible? Oh, Tristan, incluso en la muerte te quiero a mi lado.

—Incluso en la muerte, amor mío.

—Siempre, Tristan.

—Siempre, Ivy.

Un resplandor dorado la envolvió.

—Me dijiste que tenía que pasar página —dijo Ivy, medio llorando por haberle perdido, medio riendo por la alegría de haberlo encontrado—. Dijiste que estaba destinada a amar a otra persona, pero no pude.

—Yo tampoco.

—Todos los días, a todas horas, te he abrazado en mi corazón.

—Como yo a ti —dijo él.

—No me dejes, Tristan —le rogó Ivy—. Por favor, no vuelvas a dejarme. —Sintió que su tibieza la envolvía—. Te necesito.

—Estaré siempre contigo, Ivy.

Ivy sintió el beso de Tristan en sus labios.

—¡No me dejes!

—Te lo prometo, Ivy, estaré siempre contigo —repitió él.

El amor de Tristan alcanzó cada rincón de Ivy al tiempo que su corazón puro ardía dentro de ella. De pronto, Ivy sintió palpitar su corazón…, lo sintió latir con desenfreno contra sus costillas, como un pájaro enjaulado.

Entonces él la dejó.