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La mañana siguiente, mientras Ivy, Beth y Dhanya se vestían para ir a trabajar, Kelsey dormía; la sábana le cubría la cabeza y las plantas de los pies le asomaban por el otro extremo. Las chicas habían llegado a la conclusión de que, si no la despertaban, aquél iba a ser un largo verano en el que ellas se hartarían de trabajar mientras Kelsey se iba de juerga. La sacaron a rastras de la cama y lograron llegar a la cocina del hotel a las 6.33.

Las chicas y Will sirvieron el desayuno en la alegre sala de estar y en el amplio porche, limpiaron las habitaciones, y lavaron sábanas y toallas. El domingo al mediodía, los huéspedes del fin de semana se habían marchado, y Beth y su tía se habían escabullido a Chatham para ir a la iglesia. Beth regresó con aire de estar muy satisfecha de sí misma.

—¡He encontrado un piano para practicar, Ivy! ¡Un piano de media cola!

—El padre John ha dicho que no hay ningún problema en que lo uses —explicó la tía Cindy—. Sólo tienes que llamar antes para estar segura de que haya alguien que te abra la puerta.

Will le dirigió a Ivy una sonrisa.

—Tenemos todo un verano de picnics dominicales por delante —dijo, imaginándose lo impaciente que estaba ella por volver a tocar—. Podemos cambiar nuestros planes para esta tarde: iré a buscarte a la iglesia y daremos un paseo hasta el faro de Chatham.

Ivy lo abrazó agradecida. Terminaron de trabajar y, tras una cena temprana, se marchó corriendo con sus libros de música.

En el interior blanco con vigas de madera de la iglesia de Saint Peter estaba ya anocheciendo, y el resplandor del sol atravesaba los vitrales que cubrían sus muros y teñía las paredes de oro y carmesí. Encima del altar, una vidriera hecha de pedazos de cristal en azules oscuros y verdes mostraba una barca zarandeada en medio de una tormenta y a Jesús con la mano tendida, invitando a Pedro a cruzar las olas.

La madre de Ivy elegía las iglesias más por el ministro que oficiaba en ellas que por sus creencias básicas, de modo que Ivy había frecuentado varias de ellas. En esta iglesia con ángeles en las ventanitas laterales y otro que protegía a un pescador en la ventana circular de encima de la entrada, se sentía como en casa.

Realizó unos ejercicios de calentamiento al piano, tocando escalas, centrándose con cada progresión, disfrutando de la marea ascendente y descendente de las notas. Con la esperanza de encontrar un instrumento, le había pedido a su profesor unas partituras para practicar durante las vacaciones. Empezó con Chopin, encantada con el tacto de las suaves teclas bajo sus dedos, felizmente concentrada en su esfuerzo por aprender el primer movimiento del concierto para piano.

Una hora después se estiró y se puso en pie. Mientras recorría la pequeña iglesia, hizo unos ejercicios con los hombros. El ángulo del sol había cambiado, y el rojo y oro de las ventanas ardía como brasas que se extinguen en la creciente oscuridad de la iglesia. Volvió a sentarse y tocó un popurrí de las canciones favoritas de Philip. Le había resultado muy duro separarse de su hermano pequeño todo el verano. Se puso a tocar una melodía que había llegado a ser especial para Philip y para ella: To Where You Are. Philip estaba convencido de que hablaba de Tristan. La primera vez que Ivy había oído la joven voz de su hermano cantando aquella canción de Josh Groban, se había echado a llorar.

¿Estaba Tristan, como decía la canción, tan sólo a «un suspiro» de distancia? ¿Seguía, de algún modo, velando por ella?

Ivy siempre les había rezado a los ángeles, pero esos ángeles no eran personas a las que había conocido y amado de verdad. Contempló las vidrieras que la rodeaban. Además de a los ángeles, los católicos les rezaban a los santos, y éstos sí habían sido personas corrientes. Cuando llamaba a Tristan en sus sueños, ¿estaba rezándole a él? ¿O era tan sólo que lo echaba de menos?

El verano anterior, cuando Tristan regresó convertido en ángel, oía a Ivy. Y ella, cuando recuperó su fe en los ángeles, oía a Tristan siempre que se deslizaba dentro de su mente. Pero cuando Gregory dejó de suponer un peligro para Ivy, Tristan se marchó. Le dijo que la amaría para siempre, pero que no podía quedarse con ella. A partir de aquel momento, Ivy dejó de ver su resplandor y de oír su voz en su cabeza. ¿Seguiría él oyéndola a ella? ¿Sabría siquiera que existía?

—Si puedes oírme, Tristan, esto es para ti.

Empezó a interpretar la sonata del Claro de luna, de Beethoven, el movimiento que había tocado para él en los primeros tiempos de su relación. Cuando terminó, permaneció sentada durante varios minutos mientras las lágrimas se deslizaban por sus mejillas.

—Estoy aquí, Ivy.

Se volvió.

—¡Will!

Estaba sentado en el último banco de la iglesia. No le había oído entrar. La profunda oscuridad del edificio hacía que no pudiera verle la cara. Will se levantó con lentitud y avanzó poco a poco hacia ella. Ivy se secó rápidamente las lágrimas.

Al llegar a su lado, miró a Ivy con tal tristeza en los ojos que ella tuvo que apartar la vista. Él le rozó suavemente la mejilla con la mano.

—Ésa era la canción que tocaste en el Festival de las Artes —dijo en voz baja—. La canción de Tristan.

—Sí.

—Lamento que aún estés sufriendo.

Ella asintió en silencio, temiendo que, si hablaba, le temblara la voz.

—¿Qué quieres que haga? —le preguntó él, con la voz quebrada por la emoción—. ¿Me quedo? ¿Me voy? Puedo esperar fuera de la iglesia hasta que estés lista, si eso te ayuda.

—Quédate. Quédate, Will. Estoy lista para irme. Acompáñame a devolver la llave a la rectoría y luego vayamos a dar nuestro paseo.

Will permaneció junto a ella, anduvo a su lado hasta el coche, pero no le tomó la mano como solía, no la tocó en ningún momento. Condujo en silencio hasta el aparcamiento del faro de Chatham.

«Es por el aniversario —habría querido decirle Ivy—. No es más que el momento del año, que remueve todos esos recuerdos». Pero no pudo, porque no estaba segura de que fuera verdad.

Sobre el mar, el cielo presentaba un color azul oscuro, y las primeras estrellas asomaban por el este. Al oeste, las últimas pinceladas de naranja se desvanecían con rapidez, tiñendo de malva la larga lengua de playa que se extendía desde el faro hacia el sur. Pasearon por la playa, cerca del agua, con las sandalias en la mano.

—Philip nos ha enviado un correo electrónico —dijo Will por fin—. A ti, a Beth y a mí. Quiere que le echemos un vistazo a su blog.

—¡Su blog! —exclamó Ivy.

—¡Eh! ¡Un poco de respeto, por favor! Lo he leído. Es un agudo comentario acerca del campamento de verano. Sólo espero que el monitor al que llama Patas de Araña no se entere.

Ivy soltó una risa.

—Me imagino que el orientador debe de ser un poco peludo.

—Y muy malo, al menos para un niño de diez años. Les asignó a los chicos un compañero. El compañero de Philip le vomitó encima.

—¡Vaya!

—Eso fue después de que los demás críos retaran al compañero de Philip a que se comiera cuatro perritos calientes en cuatro minutos.

—Ya veo. Supongo que el campamento de verano es el lugar donde los chicos se entrenan para ser miembros de una asociación estudiantil cuando van a la universidad.

Will le sonrió, y ella deslizó su mano en la de él.

—El grupo de Philip se llama los Tejones. Él es el mejor lanzador y bateador del equipo.

—Por supuesto que es el mejor. Es mi hermano.

Will se echó a reír.

—Le encanta remar. Estoy impaciente por que venga a pasar las vacaciones. Quiero llevarlo a hacer kayak a Pleasant Bay.

Ivy se volvió para mirar a Will. La brisa agitaba su cabello oscuro. Tenía unas pestañas larguísimas que suavizaban sus intensos ojos castaños.

—Si no recuerdo mal —dijo ella—, le prometiste que los dos os vestiríais de pirata.

—Cierto, bueno, tal vez esa parte se le haya olvidado.

Ivy sacudió la cabeza, sonriendo.

—A Philip una promesa así no se le olvida. Espero que no les metáis miedo a las chicas que estén tomando el sol en la playa.

Will se echó a reír y le pasó un brazo por encima del hombro. Siguieron paseando, hablando de Philip, y después la conversación derivó hacia algunos de los huéspedes excéntricos del fin de semana.

—Los de la habitación de las estrellas de mar —dijo Will, refiriéndose a la suite decorada con motivos de conchas y estrellas de mar—. ¿Ella era su mujer o su madre?

—Sólo estoy segura de una cosa: no se trataba de su joven amante.

—Tal vez él sea el joven amante de ella —sugirió Will.

Ivy lanzó una carcajada.

—Beth va a llenar sus cuadernos de personajes.

Caminando juntos y conversando reencontraron aquella agradable sensación que habían conocido durante casi ocho meses.

Cuando regresaban al coche de Will, Ivy levantó la vista para mirar el faro, cuyo doble rayo de luz giraba contra el cielo iluminado por las estrellas.

—Es bonito —manifestó.

—Y tú también —terció Will en voz baja, y la atrajo hacia él.

Los brazos de Ivy se deslizaron alrededor de su cuerpo. Él inclinó la cabeza. Ivy habría reconocido el beso de Will con los ojos vendados, dulce, afectuoso, un beso que daba y que exigía. Conocía la curva de su labio superior, el lugar entre el cuello y el hombro donde solía descansar la cabeza, el hueco entre sus nudillos, que le gustaba reseguir con el dedo, y la forma en que su mano encajaba en la de él. Conocía y amaba esas cosas, en la misma medida que amaba el beso de Will.

Pero no podía dejar de pensar en Tristan.

Una hora y media después, de pie en la puerta de la cabaña, Ivy observaba a Will. Éste regresaba silbando a su habitación, donde esperaba pasar un rato pintando. Ivy necesitaba tiempo y espacio para pensar, de modo que rodeó el pequeño hotel y se dirigió a la parte del edificio que daba al mar. Dado que sólo dos parejas se quedaban hasta el lunes, tanto las tumbonas del porche como las del césped estaban libres. Unos matorrales bordeaban el verde y daban paso a una vegetación de matas y monte bajo que cubría la empinada ladera del acantilado hasta llegar al mar. Al final del jardín, una pérgola en la que se enredaba una parra daba acceso a unos peldaños de madera, exactamente cincuenta y dos —Ivy los había contado—; éstos conducían a un estrecho paseo marítimo, el cual desembocaba en un sendero que discurría entre dunas herbosas.

A mitad del tramo de escalones había un descansillo, una pequeña plataforma con dos bancos de obra, uno frente al otro. Ivy se sentó y alzó la vista hacia el norte. De día, el paisaje era espectacular, pues el mar aparecía de pronto detrás de una punta arenosa, y se formaba una centelleante ensenada donde amarraban los pescadores de langostas y las embarcaciones de recreo. En una noche sin luna como aquélla, los límites entre tierra, agua y cielo prácticamente no se distinguían; las dunas y la playa eran tan profundas que Ivy no oía romper las olas. Pero la presencia del mar se dejaba sentir en el penetrante olor a sal y en la húmeda brisa. Igual que cuando Ivy pensaba en Tristan… No podía verle ni oírle pero, a pesar de todo, sentía su proximidad.

Tragó saliva con fuerza. ¿Qué le pasaba? Llevaba saliendo con Will mucho más tiempo del que había tratado a Tristan; ¿por qué no podía dejar de pensar en él?

Recordó lo que la madre de Tristan le había dicho en cierta ocasión: «Cuando has querido a alguien, nunca lo olvidas. Sigues adelante porque tienes que hacerlo, pero lo llevas contigo en tu corazón».

Hasta aquel día, Ivy estaba convencida de haber sido capaz de pasar página. Y lo peor de todo era que Will también lo creía.

Ivy amaba a Will. Pero ¿lo amaba lo suficiente si no lo amaba del mismo modo en que había amado a Tristan? Quizá su idea del amor era demasiado sublime; tal vez esperaba demasiado de sí misma y de Will.

Bajó hasta la arena y anduvo hacia la orilla, donde encontró alivio en el incesante ir y venir del mar.

No tenía la más mínima idea del tiempo que había transcurrido, pero cuando por fin regresó a la cabaña, vio a Beth de pie en el escalón de la entrada, con el móvil en la mano.

—¡Ivy! Gracias a Dios que has vuelto.

—¿Qué pasa?

—Tenemos que dar con Kelsey antes de que haga una estupidez. Una estupidez mayor —se corrigió, haciendo una mueca—. Ve a por las llaves del coche. Sé dónde está, más o menos. Tengo la dirección.

—¿Dónde está Dhanya?

—Con Kelsey. Y sólo un poquito más sobria que ella.

—¿Y la tía Cindy? —inquirió Ivy.

—Aún no ha vuelto.

El móvil de Beth empezó a sonar.

—¡Ya estamos otra vez!

Tras escuchar unos instantes, dijo:

—Dhanya, ya te dije que le quitaras las llaves. Tíralas al mar si es preciso. ¡No, no! ¡No es buena idea que conduzcas tú!

—Vuelvo dentro de un segundo —le aseguró Ivy.

—¿Voy a por Will? —le gritó Beth.

—No, está pintando y le llevará demasiado tiempo dejarlo todo en orden.

Ivy regresó con las llaves y la cartera, y ambas corrieron hasta el coche.

—¿Adónde vamos? —inquirió, poniendo el motor en marcha.

—A un camino que nace en algún punto de la estatal 28.

—Beth, ¡por la estatal 28 se va a las tres cuartas partes del cabo Cod!

—Mencionó Marsala Road. Pero yo nunca había oído nombrar esa carretera.

Ivy introdujo en el GPS Orleans; luego, Brewster; y, a continuación, Harwich.

—No aparece.

—Dijo que habían pasado junto a un faro. Prueba Eastham y Chatham. Ambas tienen faros. Primero Chatham. Mi prima va siempre a donde hay dinero.

—Marsala Road, vamos, Marsala Road —instó Ivy.

—¡Morris Island Road! —exclamó Beth de golpe—. Apuesto a que se refería a eso. —Hablaba arrastrando las palabras—. Me parece que hay un sitio en Chatham que se llama Morris Island.

Ivy tecleó el nombre.

—Tengo una idea para una nueva aplicación —añadió Beth—. Una aplicación capaz de interpretar las indicaciones que proporcionan las chicas borrachas. —Apuntó el camino del faro en la pantalla—. Ahí está, al sur del faro.

Ivy abandonó la senda de grava que daba acceso a la casa y tomó Cockle Shell Road.

—Conozco el camino hasta el faro. Will y yo estuvimos paseando anoche por esa playa.

Ivy atravesó el vecindario serpenteándolo. Una vez que hubieron llegado a la estatal 28, rebasó el límite de velocidad, alegrándose de que fueran las 23.50 y que la multitud de visitantes del fin de semana se hubiera marchado ya.

—Estrangularía a Kelsey —rugió Beth.

—Intenta llamarla al móvil.

—Ya lo he hecho… No he conseguido hablar con ella.

—Entonces, intenta volver a hablar con Dhanya. Necesitamos una dirección.

Mientras conducía, Ivy pensaba en Will. Se enojaría con ellas por no haberle pedido ayuda. Pero Ivy no podía pedirle ni un solo favor más, después de todo lo que Will había hecho ya por ella, sabiendo que, mientras lo besaba, lo único en lo que ella pensaba era en…

—No lo coge —dijo Beth.

—Sigue intentándolo.

Cruzaron el área comercial de las afueras de Chatham y siguieron adelante tras pasar junto al faro. Las casas de veraneo se erigían a ambos lados de la carretera, la mayoría con las ventanas oscuras.

—Deberíamos encontrar Stage Harbor a la derecha —observó Beth, mirando la pantalla del GPS—. Ahí está. La carretera conduce directamente a Morris Island.

Un minuto después entraron en la boscosa área residencial de la isla. Los faros del coche de Ivy mostraban una carretera estrecha y sinuosa e hileras de árboles.

—¿Quieres que siga? No es un pueblo muy grande, sólo unas pocas calles —señaló—. Tal vez podríamos ir despacio y escuchar, a ver si oímos la fiesta.

Bajaron las ventanillas. Ivy reducía la velocidad cada vez que veían unas luces a través de los árboles y escuchaba con gran atención. La carretera moría en la entrada a un par de fincas. Mientras Ivy daba la vuelta, Beth volvió a llamar a Dhanya.

—¡La tengo! Dhanya, escúchame, por favor. Estamos cerca. ¿Cuál es la dirección?… Bueno, ¡pues pregúntale a alguien! ¿Quién demonios da la fiesta?… ¡Tiene que saber dónde vive!

Beth se volvió hacia Ivy.

—¡Es increíble! ¡Está tratando de encontrar a la persona cuyo alcohol se han estado bebiendo!

Ivy meneó la cabeza y avanzó despacio por la carretera que acababan de explorar. El viaje de vuelta al hotel no iba a ser divertido, pensó.

—Ivy, ¡cuidado!

Unos faros surgieron de la nada. El ocupante del vehículo conducía como un loco, como si no hubiera nadie más en la carretera. Ivy pisó el freno y se dio cuenta de que parar no serviría de nada. Tenía que esquivar el coche, pero la carretera era demasiado estrecha. Aceleró para intentar entrar en alguno de los caminos particulares.

—¡Ay, Dios mío! —chilló Beth.

Ivy dio un fuerte volantazo hacia la derecha. Poco después dejó de sentir la carretera bajo el coche. Dos de las ruedas se levantaron en el aire. El vehículo se bamboleó, y el mundo de la noche y de los árboles empezó a girar alrededor de ella y de Beth.

—¡Beth! ¡Beth! —La voz de Dhanya sonaba apagada y muy lejana mientras el teléfono móvil rebotaba por el interior del coche.

La puerta del conductor chocó contra algo sólido. El acero se combó hacia adentro. Antes de que pudiera gritar, Ivy sintió que se desplomaba en un agujero negro.