22

Will e Ivy cubrieron el fuego con arena alrededor de una hora después. Ivy quería volver a casa yendo de paquete en la moto de Guy, pero sabía que Will seguía dolido y que se sentiría traicionado si no regresaba con él y con Dhanya.

Todos se fueron a la cama temprano, e Ivy durmió profundamente hasta las tres de la mañana, cuando despertó sobresaltada. Tras abrir los ojos, se sintió despabilada de inmediato, como si alguien la hubiera llamado. Se incorporó, escuchando con atención. Beth, Dhanya y Kelsey seguían dormidas. Ivy se arrodilló junto a la ventana y acercó el rostro al cristal, pero no vio ni oyó a nadie en el exterior. Se levantó, se puso la camiseta y los vaqueros en un santiamén, cogió los zapatos y la billetera, y bajó de puntillas la escalera. Fuera de la cabaña, la luna llena estaba alta y le daba al jardín un baño de plata. Ivy se detuvo tan sólo un momento para aspirar la noche silenciosa y, acto seguido, se dirigió con decisión hacia su coche, como si hubiera planeado volver a Race Point varias horas antes. Avanzó poco a poco y con las luces apagadas hasta llegar a la carretera asfaltada; luego encendió los faros y partió.

Había una parte de Ivy que permanecía fuera de ella y cuestionaba sus propios actos. Esa sensación de que alguien la llamaba… ¿habría sido un sueño? Cuanto sabía era que, fuera lo que fuese lo que la había despertado, era más fuerte que ella.

Ivy dejó el coche en un aparcamiento vacío en Race Point y echó a andar hacia el mar. Los intensos colores de la hoguera y del atardecer se habían consumido. El paisaje de las dunas y el océano, sumergidos en la luz de la luna, parecía de otro mundo.

—Sabía que vendrías.

Al oír la voz de Guy, a Ivy se le detuvo el corazón. Guy la había seguido desde el camino a través de las dunas. Bajo la luz lunar, su cabello estaba salpicado de plata.

—¿Lo sabías? ¿Cómo?

—No podía dormir, y no hacía más que pensar: «Va a volver. Tengo que estar allí». —Se detuvo a menos de un metro de ella—. ¿Qué te ha hecho venir? —inquirió.

—No lo sé. He tenido la impresión de que alguien me llamaba.

Caminaron juntos hasta el lugar donde habían encendido el fuego. Ivy había dejado una única rosa lavanda sobre las ascuas enterradas. La recogió, y acarició con un dedo sus pétalos aterciopelados.

—Él te regaló rosas lavanda —dijo Guy.

—¿Tú lo sabías?

—Cuando vi la expresión de tu cara, lo supe.

Ivy bajó la mirada.

—Estaba intentando ayudarte —le dijo Guy—. Lo siento si hice que te sintieras peor.

—No me hiciste sentir peor. Que me trajeras esas rosas me pareció… una especie de milagro. Me pareció… un mensaje de Tristan.

Guy le tomó la mano.

—Ven. Conozco un buen sitio donde sentarse.

La condujo a un lugar resguardado entre montículos arenosos que susurraban al mecerse la hierba. Sentados en la arena, apoyaron la espalda contra un tronco decolorado por el sol.

—Cuando Will y tú hablabais de Tristan, me sentí como si le conociera.

Ivy, esperanzada, lo miró a los ojos.

—¿Cómo murió Tristan? —inquirió él.

—Gregory cortó el cable de los frenos de su coche —respondió Ivy—. Íbamos por una carretera llena de curvas; nos topamos con un ciervo y otro coche venía de frente. No pudimos parar. Yo sobreviví. Tristan no.

Escudriñó el rostro de Guy buscando un gesto de reconocimiento, pero él apartó la mirada antes de que Ivy pudiera leer sus ojos.

—¿Estaba Gregory celoso de Tristan? —preguntó—. ¿Estaba Gregory enamorado de ti?

—No, el objetivo era yo. Me había tropezado con Gregory la noche en que él mató a su madre y…

—¡A su madre!

—Gregory creía que yo sabía que la había matado él.

—Aun así —replicó Guy—, ¿estaba Gregory enamorado de ti?

—Durante algún tiempo fingió que le importaba. Yo me despertaba en medio de terribles pesadillas, y allí estaba él. Era muy cariñoso conmigo. Me abrazaba hasta que volvía a quedarme dormida.

—Entonces, tal vez…

—No. Al final quedó muy claro… Gregory me odiaba.

—El amor puede provocar odio —observó Guy. Dibujó un triángulo en la arena y lo resiguió dos veces, frunciendo el ceño.

—¿Qué es esto? —le preguntó Ivy.

Él sacudió la cabeza.

—No lo sé. A veces, algo me parece familiar, y luego vuelvo a perder el hilo.

Ivy alargó la mano y le acarició la mejilla con el dorso de los dedos.

—A mí me atormenta un pasado que no puedo olvidar, y a ti te atormenta un pasado que no logras recordar.

Guy la rodeó con sus brazos.

—En tal caso, vivamos el presente. Cada momento que paso contigo es como un regalo.

Se recostaron contra el tronco, contemplando las estrellas. El tierno beso de Guy se convirtió en un beso apasionado. Al cabo de un rato, él se quitó la camisa, la extendió sobre la arena y se tumbó sobre el borde, dejándole a Ivy la mayor parte de la tela. Ella se tumbó y se apoyó contra su pecho.

—Ahora duerme —dijo Guy, abrazándola con fuerza—. Ahora estamos juntos. Duerme.

Al abrir los ojos, Ivy divisó al este un cielo salpicado de rosa y melocotón. Guy, con los ojos cerrados, la rodeaba aún con los brazos. Ivy se acercó a él y, apoyada sobre el codo, estudió su rostro, sus pestañas doradas y su áspera barba. Resiguió con el dedo la forma de sus labios.

Él abrió los ojos.

—Buenos días —dijo en voz baja—. ¿Has dormido bien?

—De maravilla. Encontré una buena almohada. ¿Y tú?

Guy se incorporó lo suficiente para besarle el hombro.

—Yo encontré a una compañera de cama que no tiene pulgas.

Riendo, Ivy lo derribó de un empujón.

—¿A qué hora tienes que estar en el trabajo? —le preguntó él.

¡El trabajo! Ivy se incorporó y buscó su móvil. Estaba muerto.

—¿Sabes qué hora es?

Guy se sacó el teléfono del bolsillo.

—Un poco más de las cinco.

—El hotel está a casi una hora de aquí, ¡y empiezo a trabajar a las seis y media!

—Volvamos a la realidad —dijo él, y, tras ponerse en pie, le tendió la mano. Ivy recogió la camisa de Guy y la sacudió.

Guy, que había aparcado su motocicleta junto a la oficina de atención al visitante, dio alcance a Ivy y la siguió por la estatal 6.

Cuando llegaron al aparcamiento del hotel, el sol lanzaba rayos amarillos a través de los huecos del oscuro matorral de pino. Guy se bajó de la moto y volvió a consultar su teléfono.

—Las cinco y cincuenta y ocho —la informó.

Ivy se apoyó en su coche, reacia a despedirse.

—¿Sabes? Beth ha dicho siempre que los coches son como la ropa…, detalles que dan forma al personaje de una historia.

—¿Y?

—¿Qué tipo de coche te gustaría conducir? —inquirió.

—Algo con muchos caballos que, a pesar de las abolladuras, no se vea feo.

Ivy sonrió. Recorrieron de la mano el sendero que conducía a la cabaña.

—¿Qué coche crees que conducías?

—Probablemente un coche viejo, de otra persona. Como el de mis padres o… Ni siquiera sé… —Se le quebró la voz—. Ni siquiera sé si tengo padres.

—¿Qué tipo de padres querrías tener? ¿Qué te parecería tener una madre que fuera médica?

Ivy notó que Guy no quería seguir.

—Eso es peligroso, Ivy.

—¿El qué? —preguntó ella, a la defensiva.

—Imaginar cosas sobre mí. No quiero confundirme. No quiero mezclar lo que realmente sucedió con las cosas que deseo… —titubeó— que deseo tanto que sean verdad.

«¿Qué es lo que te gustaría que fuera verdad?», estaba a punto de preguntarle Ivy, cuando vio que Guy volvía la cabeza hacia la cabaña.

Beth estaba sentada en el columpio, Will a la entrada de la casa, ambos con los brazos cruzados.

—¿Dónde has estado? —preguntó Beth, con voz dura.

—En Race Point —contestó Ivy.

—¿Por qué regresaste allí? ¿Por qué regresó él?

Ivy contuvo su enfado por que Beth se refiriera a Guy en tercera persona.

—Porque quisimos.

Will se puso bruscamente en pie y se marchó sin decir ni una palabra. Beth se levantó del columpio. Al mismo tiempo, Kelsey apareció en la puerta de la cabaña, aún con su camisón de satén.

—Bueno, bueno, bueno —dijo, manteniendo abierta la puerta mosquitera—. Ivy, la chica buena, que jamás se escabulliría a medianoche para correr una aventura, vuelve al alba. —Kelsey le guiñó un ojo a Guy—. Me da la impresión de que Ivy ha pasado la noche mucho mejor que nosotros.

Beth empujó a Kelsey para pasar y entró en la cabaña. Kelsey miró atrás un instante y, volviéndose hacia Ivy, le dijo:

—Me debes una por no permitir que Beth fuera corriendo a contarle a la tía Cindy que no estabas y te metiera en un buen lío. Y estás en deuda con Dhanya y conmigo por haber perdido una hora de sueño… Beth estaba histérica.

Ivy se volvió hacia Guy.

—Será mejor que te vayas —le dijo en voz baja—. Te llamo más tarde, ¿de acuerdo?

Él le apretó la mano y regresó en silencio al aparcamiento.

Media hora después, Ivy era la última en llegar a la cocina del hotel, vestida para trabajar. Por la expresión adusta de Will, la frialdad de Beth, el brillo en los ojos de Kelsey y las miradas furtivas de Dhanya, era obvio que algo había sucedido durante la noche. La tía Cindy se los quedó mirando y, en lugar de asignarle a cada uno su tarea, dijo:

—Hoy necesito a uno de vosotros en el jardín, otro que me ayude con el desayuno, otro que limpie la habitación que quedó libre a última hora y dos que frieguen el porche. Allá vosotros.

Luego, se marchó a preparar su habitual cafetera de café bien cargado.

Como deseaba estar lejos de los demás, Ivy eligió la tarea menos popular: limpiar la habitación. Aquella mañana el trabajo no era demasiado duro y todos terminaron temprano. Ivy se retiró a la playa que se extendía cerca del pequeño hotel.

Bajó la mitad de los 52 escalones de madera que conducían al pie del risco y permaneció sentada unos minutos en un banco del descansillo. Quería pensar en Guy, recordar cada dulce momento pasado con él, repasar cada una de las señales que le indicaban que Tristan había vuelto a su lado. Al cabo de un rato, descendió el resto de los peldaños y dio un paseo por la orilla.

Otros pensamientos más oscuros comenzaron a infiltrarse en su mente. ¿Y si Lacey tenía razón y Tristan había hecho algo prohibido cuando la salvó? Si estaba ocultándose en el interior de Guy, ¿era posible que su amor por aquel chico condenara el alma de Tristan para siempre?

Al final subió la escalera y regresó al hotel, profundamente sumida en sus pensamientos.

—Ivy.

Al levantar la cabeza, vio a Beth y a Will de pie en el descansillo. Con cara seria, hombro con hombro, la hicieron pensar en aquellos ángeles que, enarbolando una espada, prohibieron a Adán y a Eva volver al jardín del Edén.

—Perdonad —les dijo, intentando pasar de largo.

Ellos le bloquearon el paso.

—Tenemos que hablar —declaró Will—. Las cosas han llegado demasiado lejos.

Ivy parpadeó.

—Pero, bueno, ¿qué es esto? ¿Un juicio?

—Llámalo como quieras —repuso él—. Lo hacemos porque nos importas. Ivy, no estás tomando las decisiones correctas.

—Estás corriendo enormes riesgos —terció Beth.

—Estoy corriendo los mismos riesgos que cualquiera que haya amado alguna vez a otra persona.

Beth meneó la cabeza.

—Pero tú no sabes quién es Guy.

—De hecho, creo que conozco a Guy mejor de lo que él se conoce a sí mismo.

—Lo cual —le recordó Will— es justo lo que dijiste de Gregory cuando encontraron muerta a su madre. Te daba pena e inventabas excusas para justificar su temerario comportamiento. Dijiste que, como vivías con él, le comprendías. Ahora estás haciendo lo mismo con Guy.

—Estás defendiendo a un chico que no recuerda por qué estuvo envuelto en una brutal pelea en la que podría haber muerto —añadió Beth.

—¿Cómo sabes que Guy no ha matado a alguien y recibió una paliza en la refriega?

—¡Eso no tiene ni pies ni cabeza! —exclamó Ivy—. ¡Del mismo modo que pensar que Guy era el conductor que nos echó a Beth y a mí de la carretera!

—Ivy, está fingiendo que no puede recordar. ¿Por qué eres tan ingenua? —gritó Will.

—¿Y tú por qué estás siempre tan dispuesto a pensar lo peor de los demás? —contraatacó ella.

—He recibido un correo electrónico de Suzanne —dijo Beth con voz queda.

—¿Ah, sí? —Ivy se apoyó contra la barandilla, sintiéndose de pronto agotada por la discusión.

—Ha estado soñando con Gregory.

Ivy se quedó pensativa unos instantes.

—No es algo que me sorprenda.

—Ha estado soñando con él las dos últimas semanas.

—Beth, todos nosotros hemos estado pensando en Gregory y en Tristan durante las dos últimas semanas —señaló Ivy.

—Yo he leído los mensajes —intervino Will—. Suzanne no recuerda los sueños. Sólo sabe que habla con Gregory.

—Pero son sólo sueños —replicó Ivy—. Está reviviendo escenas del pasado.

Will apretó los puños con impaciencia.

—He dicho que no recuerda los sueños. Pero tiene la impresión de que la está acosando.

Ivy los miró alternativamente a uno y a otro. La frente de Will estaba perlada de sudor. Los dedos de Beth apretaban con tanta fuerza su amatista que se le habían quedado blancos por la falta de circulación.

—Tenía que suceder tarde o temprano —razonó Ivy—. Cuando Gregory murió y la verdad salió a la luz, Suzanne lo afrontó «estupendamente», como decía todo el mundo. Pero no es posible que alguien le haga frente a una situación de ese tipo «estupendamente». Es una pesadilla y provocará pesadillas, y sólo se puede superar pasando por ese proceso. No hay atajo hacia la curación. Y Suzanne está pasando ahora por ese proceso.

—No. Gregory ha vuelto —insistió Beth, bajando dos escalones en dirección a Ivy. Posó una mano fría sobre su brazo—. Ivy, casi perdiste la vida hace dos semanas… en un accidente de coche, justo como el que Gregory causó el año pasado. ¿Qué tiene que suceder para que me creas?

Ivy liberó su brazo y se escabulló a través del hueco que quedaba entre sus amigos.

—Te estás dejando llevar por la imaginación, Beth. Will y tú habéis tomado una decisión, y ni siquiera os estáis molestando en escucharme.

—Yo estoy escuchando —le gritó Beth volviéndose hacia ella—. Y oigo cosas que tú no puedes oír.