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Kelsey se precipitó hacia el interruptor de la pared. Un instante después de encender la luz volvían a estar sumidas en la oscuridad. La lluvia se abatía contra las ventanas. Una ráfaga de aire que se coló por la chimenea llevó consigo un olor a quemado.

Con mano temblorosa, Dhanya intentó volver a encender las velas de té apagadas. Kelsey le cogió a Dhanya el encendedor y terminó de prenderlas.

—¿Hay alguien en casa? —gritó una voz masculina.

Ivy lanzó un suspiro de alivio.

—Will, estamos aquí dentro. Se ha ido la luz. ¿Qué ha pasado? —le preguntó en cuanto él entró en la cocina—. ¿Qué ha sido ese estrépito?

—El gato, creo. Me dirigía hacia aquí cuando ha estallado la tormenta. Justo cuando he llegado a la cabaña, el aire ha abierto la puerta. La he cruzado a toda prisa, y Dusty ha entrado volando detrás de mí.

Las chicas cogieron las velas y fueron al salón. El gato anaranjado estaba en un rincón encogido de pánico.

—¡Mira que eres miedica! —le dijo Kelsey a Dusty—. Vaya estropicio has hecho.

Una lámpara, varios vasos sucios y un montón de conchas marinas yacían en el suelo cerca de la mesita auxiliar que había junto al sofá. Kelsey puso de pie la lámpara e intentó enderezarle la pantalla. Will recogió los pedazos más grandes de cristal roto.

—Traeré una escoba —dijo Beth, hablando por primera vez desde que les había gritado al final de la sesión de espiritismo.

—Ten cuidado —le advirtió Ivy a Will cuando éste intentó recoger los fragmentos más pequeños.

Él se volvió a mirarla durante unos instantes, con el oscuro cabello revuelto por la tormenta; los ojos castaños del chico brillaban suavemente a la luz de las velas.

Dhanya estaba sentada en el sofá, con los puños cerrados en el regazo. Ivy se sintió tentada de rodearla con el brazo, pero no sabía si ella se lo tomaría bien.

—La tormenta está amainando —dijo en tono tranquilizador.

Dhanya asintió con la cabeza. Ivy fue a por el gato y lo llevó hasta el sofá. Eran más de nueve kilos de felino, un coon de Maine con mechones de pelo de color crema en la punta de las orejas. Ivy le rascó a Dusty la barbilla y, a continuación, enterró los dedos en el collar de pelo que, como si se tratara de un león, le rodeaba el cuello. Dhanya miraba al gato, pero no parecía que le apeteciera acariciarlo.

Beth regresó con una escoba, un recogedor y una bolsa de plástico embutida bajo el brazo. Will puso el recogedor en la posición adecuada y, ayudándose de la escoba, echó en él el cristal. Ivy no podía distinguir la cara de Beth, pero vio a Will levantar la vista, estudiar a su amiga unos segundos, levantar el brazo hasta el lugar en que la mano izquierda de Beth sujetaba el mango de la escoba y cubrir la mano de ella con la suya.

—¿Estás bien?

—Sí.

La expresión del rostro de Beth no debió de ser muy convincente, pues Will mantuvo su mano sobre la de la chica.

—¿Estás segura?

—Estoy segura —repuso Beth, retirando la mano para agarrar de más arriba el palo de la escoba y proseguir con la limpieza.

Ivy frunció el ceño, molesta consigo misma por haber accedido a celebrar la sesión de espiritismo. La gente llevaba meses vigilándola y cuidándola, y por eso había interpretado la preocupación de Beth como un ejemplo más de la sobreprotección con que su amiga siempre la trataba. Debería haberse dado cuenta de que también Beth necesitaba protegerse de los recuerdos y los miedos del verano anterior.

Habían acabado de ponerlo todo en orden cuando llegó la tía Cindy, ataviada con un impermeable amarillo. «Ni la lluvia, ni la nieve, ni la oscuridad de la noche detienen a la tía Cindy», había comentado Beth en una ocasión acerca su tía favorita. Tenía casi cuarenta años, era menuda pero fuerte, y tenía una mata de cabello, del mismo rojo apagado que el de Dusty, que le llegaba a la altura de los hombros.

—El otro día quería daros esto —dijo, abriendo una caja de cartón con tres linternas de acampada que funcionaban con pilas. Le entregó una a Will y miró al gato.

—¿Qué te pasa, Dusty?

—La tormenta lo ha asustado —respondió Ivy.

—Pero si nunca habías tenido miedo de las tormentas —reprendió la tía Cindy a su gato—. Creo que estás fingiendo. Has hecho todo un descubrimiento, con cuatro chicas aquí para alimentarte y mimarte. —Se volvió hacia Will—. Ni se te ocurra. Tú tienes tu propia habitación.

Will se echó a reír con buen humor.

—Y ahí es adonde voy.

—Vale, ¿alguien necesita algo más? —inquirió la tía Cindy.

—No —contestó Kelsey.

—En tal caso os veré a todos mañana a las seis y media en la cocina. Habéis hecho un trabajo fantástico estos días, pero mañana, cuando lleguen los huéspedes para pasar el fin de semana, sabréis por primera vez lo que es un hotel lleno. Procurad dormir.

Will le lanzó a Ivy una mirada que era un dulce y largo beso a distancia; luego posó los ojos en Beth, como comprobando una vez más que se encontraba bien, y siguió a tía Cindy bajo la lluvia.

—¿Que Kelsey le dijo a la tía Cindy qué? —exclamó Ivy la noche siguiente, cuando Beth, Will y ella pillaron una mesa en Oliva’s, una heladería de Orleans, una población del cabo.

—Que Dhanya y ella iban a reunirse con nosotras aquí. Le dije que, si me preguntaban, yo no iba a encubrirlas.

—A esos chicos de Chatham —intervino Will—, ¿de qué los conoce Kelsey?

—No los conoce —respondió Beth—. Así es ella. Creedme, no hay quien la detenga. Yo lo aprendí por las malas los veranos que pasamos juntas cuando íbamos al instituto.

—Bueno, será mejor que mañana vuelva dispuesta a trabajar —repuso Will mientras, arrastrando las sillas sobre el entablado del suelo, las apartaba para sentarse—. Yo no voy a sacarle las castañas del fuego.

Había sido un largo día para ellos, habían estado poniéndolo todo en condiciones después de la tormenta y adaptándose al ritmo que les marcaba el flujo constante de clientes que iban llegando, así como sus múltiples demandas. Kelsey había dicho que no se encontraba bien y había vuelto a la cabaña temprano, pero, milagrosamente, a la hora de cenar ya estaba recuperada. Tanto Beth como Dhanya tenían dolor de cabeza, pero aguantaron hasta el final a base de aspirinas y té.

En lugar de té, Ivy había tomado un poco del potentísimo café de la tía Cindy —el de la cafetera de la cocina, no el café más suave que servían a los huéspedes y que preparaban especialmente para ellos—. No recordaba los sueños que la habían tenido revolviéndose y dando vueltas en la cama la noche anterior; lo único que sabía era que Tristan aparecía en ellos.

Una vez sentados en la heladería, Will abrió un bloc de notas de espiral y se puso a dibujar.

—Tu amigo llega tarde —dijo Will.

—No, somos nosotros quienes hemos llegado pronto —tranquilizó Ivy a Beth, quien se había puesto nerviosa de repente a causa de su cita y les había pedido a Will y a Ivy que la acompañaran—. Estás muy guapa.

Beth se alisó tímidamente el pelo. Como le gustaban las telas estampadas de todo tipo, a Ivy le daba a veces la impresión de que su amiga iba vestida con papeles pintados que había combinado sin ton ni son. Pero aquella noche, bajo la orientación de Dhanya, Beth se había arreglado con sencillez. El colgante de amatista, que Ivy y Will le habían regalado en su último cumpleaños, destacaba el matiz violeta de sus ojos azules.

—Bueno, ¿cuándo viste a ese chico por última vez?

—En secundaria. Su familia tiene aquí una casa de veraneo. El martes, cuando mamá paró a poner gasolina de camino hacia aquí, no lo reconocí. No creo que él tampoco se diera cuenta de quién era yo. Sólo reconoció a mamá, ella está siempre igual. No sé cómo ha llegado a ser tan alto —prosiguió Beth— ni tan guapo. ¡Es como si uno de mis personajes hubiera cobrado vida!

—¿Y cómo es? —le preguntó Ivy, recorriendo con la vista la multitud.

—Tiene el pelo oscuro y rizado, mucho pelo. Una barbilla fuerte. ¿He mencionado ya que es guapísimo?

—Varias veces en los últimos tres días —contestó Will.

—No sé cómo, ha desarrollado hombros. Quiero decir, unos pectorales de verdad y unos hombros… —explicó Beth, gesticulando con las manos.

Ivy sonrió.

—Por lo que parece, podría ilustrar la portada de una novela romántica.

—Además de los hombros y los pectorales, ¿tiene cerebro? —inquirió Will.

—Sí. Va a la Universidad de Tufts.

—Pues no entiendo para qué necesitas que estemos aquí. —Will parecía malhumorado.

—Bueno, es sólo que tal vez ahora no se me ocurra nada que decir.

Will levantó el lápiz del papel y la miró.

—Beth, ¡llevas años escribiendo diálogos románticos!

—¿Y eso qué tiene que ver con hablar con un chico de verdad? —preguntó ella.

—Hablas continuamente conmigo. ¿Es que yo no soy un chico de verdad?

Ivy se echó a reír.

—Ignóralo, Beth. No lo entiende.

Will miró a Ivy y luego a Beth, y se unió a las risas de la primera.

—Supongo que no —admitió, y le dio la vuelta a su bloc de dibujo, en cuya parte posterior él y Beth probaban nuevas ideas.

Estaban creando una novela gráfica, en la que Beth escribía la historia y Will la ilustraba, acerca de Ella, el ángel gato, y su compinche, Lacey Lovitt, un ángel humano, quienes luchaban contra las fuerzas del mal. El hermano de diez años de Ivy, Philip, se lo había pedido.

—Bueno, por lo que respecta a ese nuevo villano… —comenzó Will.

—Es una serpiente —repuso Beth.

—Una serpiente —asintió Will—. Buena idea, es como bíblico.

—Una serpiente con pies —añadió Beth.

—Estupendo —replicó él, haciendo un esbozo con rapidez—. Eso nos da movilidad. Estoy exagerando la cabeza para conseguir espacio. Así podré dibujar muchas expresiones en su cara.

Beth e Ivy se inclinaron hacia adelante, observando cómo, gracias a los hábiles trazos de Will, iba emergiendo la criatura.

—No, la cabeza es grande, pero así no —objetó Beth de pronto—. Tiene un rostro humano. Tiene ojos con párpados y una boca humana, aunque puede estirarse de un modo espantoso, como una serpiente. —Deslizó la amatista cadena arriba, cadena abajo—. Y unas orejas diminutas —añadió—. Percibe las vibraciones a través de la barriga. Además de oír las palabras, percibe también las emociones, eso es lo que lo hace tan peligroso.

Will levantó la vista del boceto al mismo tiempo que Ivy. Parecía como si Beth, en lugar de inventarse un personaje, describiera algo que estaba viendo.

—Tiene los ojos grises —continuó, tirando de su colgante.

—Yo pensaba en unos ojos amarillos o ámbar —se opuso Will—, de un color como el del fuego.

—Son grises —insistió ella—. Estoy segura.

—¡Elizabeth!

Ivy y Will se volvieron con rapidez hacia un muchacho de cabello oscuro y rizado y ojos grises. A pesar de que el tono de su voz reclamaba atención, Beth no le contestó hasta que Ivy le dio con el codo.

—Hola, Chase —lo saludó, colocándose el pelo detrás de la oreja.

—Veo que has traído a unos amigos —observó el chico—. Qué bien.

Will se puso en pie y le tendió la mano.

—Will O’Leary.

—Y yo soy Ivy.

—Mis dos mejores amigos —explicó Beth a Chase.

—Qué bien —repitió él.

Ivy estudió a Chase, intentando interpretar el «Qué bien». ¿Estaba diciendo que aprobaba a los amigos de Beth o estaba molesto porque los había llevado consigo? Sospechaba más bien esto último.

Los cuatro tomaron asiento y transcurrió un minuto de incómodo silencio. Will volvió a ponerse a dibujar; al parecer, no estaba dispuesto a aportar nada al diálogo romántico de Beth.

—Beth nos dijo que tu familia tiene una casa de veraneo en esta zona —comenzó Ivy—. ¡Qué suerte!

—Aquí, y en los cayos y en Jackson Hole —repuso él—. Agua o nieve, da igual, siempre y cuando pueda esquiar.

—Sí, eso me pasaba a mí —manifestó Will.

Ivy parpadeó sorprendida. Will detestaba la nieve y sus destinos soñados eran la Gran Manzana y París.

—¿Ah, sí? —replicó Chase, aunque no parecía muy interesado.

—Pero eso fue antes de mis tres operaciones.

Ivy sabía que lo único que había en el historial médico de Will eran las vacunas infantiles. Una parte de ella quería darle con el pie por debajo de la mesa, recordarle que debía ser cortés; la otra, echarse a reír.

—Vaya —repuso Chase con escaso entusiasmo.

—Los médicos me dijeron que podía seguir esquiando pero que, si me caía, tal vez no pudiera volver a caminar.

Beth observaba a Will, divertida. Chase parecía no saber si creerle o no.

Ivy meneó la cabeza. Will le lanzó una mirada a Ivy, sonriendo con picardía, y prosiguió con sus dibujos.

—¿Y qué playas y senderos del cabo te gustan más? —le preguntó Ivy a Chase—. Si vienes aquí todos los veranos debes de conocerlos todos.

—Me encanta Billingsgate Island. Tengo pensado llevar a Elizabeth allí mañana.

—¿De verdad? —dijo Beth, sorprendida.

—¿Dónde queda eso? —inquirió Ivy.

—En la bahía, a unos nueve kilómetros y medio de Rock Harbor. Solía estar habitada. Había un faro, casas, una escuela y una fábrica, pero el mar lo arrasó todo. Ahora la isla sólo sale a la superficie cuando baja la marea. —Se volvió hacia Beth—. Iremos hasta allí en kayak y haremos un picnic.

—Es un plan estupendo —dijo ella en voz baja—, pero tengo que trabajar.

—¿Un sábado?

Beth asintió.

—Los fines de semana es cuando hay más trabajo en un hotel.

—¿Y no hay nadie que pueda reemplazarte? —Miró a Ivy, como si ella fuera a ofrecerse voluntaria.

—La tía Cindy nos necesita a todos —le respondió.

Will levantó la vista de su boceto.

—¿Y en qué trabajas tú durante el verano, Chase?

Él no pareció oírle.

—Esperaba que me sorprendieras con una comida fantástica, Elizabeth, algo que tú hubieras preparado sólo para nosotros dos.

Quizá fuera la forma en que dijo «Elizabeth» lo que hizo desconfiar a Ivy, como si aquel muchacho pensara que pronunciando el nombre de una chica podía hechizarla.

—La isla te encantaría —prosiguió él—. En las proximidades hay un barco hundido. Cuando baja la marea, sus viejas costillas emergen del agua. Tiene un aspecto muy misterioso. Te servirá de inspiración para una de tus historias.

—De verdad que lo siento, Chase. ¿Y si vamos la semana que viene?

—Estoy ocupado —contestó él.

—Qué lástima —murmuró Will.

El rostro de Beth traslucía su decepción, pero esbozó una sonrisa y asintió.

—Bueno, qué le vamos a hacer. Gracias por pedírmelo.

Una camarera se acercó a ellos y les sonrió.

—Eh, Chase, cuánto tiempo sin verte. ¿Has vuelto para pasar el verano?

Chase se estiró y dejó caer una mano, que quedó reposando en la silla de Beth.

—De vuelta hasta que el viento me arrastre en otra dirección.

Will frunció los labios como si fuera a emitir un silbido, pero no llegó a soplar porque Ivy le propinó un rápido puntapié.

—Uno doble de fresa y chocolate —le pidió a la camarera—. ¿Tú qué quieres, Beth?

El pedido llegó en seguida, pero aquélla fue la cita para tomar un helado más larga que Ivy tuvo que soportar jamás. Una de las cosas que le encantaban de Will era que, a excepción de aquella noche, siempre había acogido bien a sus amigos y a su familia. Cuando él e Ivy estaban en compañía, él también disfrutaba con las personas con las que ella lo pasaba bien. Pero Chase era todo lo contrario, parecía un chico de esos que aíslan a una chica con su atención.

A pesar de todo, Beth parecía estar prendada de él, e Ivy hizo cuanto estuvo en su mano para evitar que Will dijera lo que pensaba de Chase una vez que salieron de la heladería. En cuanto Beth se hubo acomodado en el asiento trasero del coche de Ivy, ésta se volvió hacia Will.

—Nada de comentarios —le dijo en voz baja—. No eres tú quien quiere salir con él.

—¡En eso no te equivocas! —exclamó Will, y ambos se echaron a reír.

Al llegar al aparcamiento del pequeño hotel, Ivy y Beth se sorprendieron al ver el Jeep rojo de Kelsey. Hallaron a Dhanya en la cocina comiendo galletas saladas una detrás de otra; al masticar hacía mucho ruido.

—Le he pedido a Kelsey que me trajera a casa —explicó—. Ella ha vuelto a salir con los chicos.

Beth se sentó a la mesa y sacó tres galletitas del envoltorio de plástico.

—¿El dolor de cabeza te provoca náuseas?

Dhanya asintió y masticó despacio.

—Así llevo yo desde ayer por la noche —observó Beth—, y también un poco mareada.

—¿Quieres que vaya a buscar a la tía Cindy? —preguntó Ivy—. Quizá tenga algo en el armarito de las medicinas.

—No, querrá saber dónde está Kelsey.

Ivy siguió a Beth y a Dhanya escaleras arriba con una bandeja de crackers y unos tazones de té desteinado, y dejó los tentempiés junto a las camas. El segundo piso de la cabaña era una larga habitación, y la escalera desembocaba cerca de la gran chimenea de ladrillo que había en el centro. Frente a la chimenea habían construido un pequeño cuarto de baño. Las cuatro camas estaban situadas en las cuatro esquinas de la cabaña, bajo el techo inclinado. Las camas de Beth y de Ivy se encontraban a la izquierda de la escalera; las de Kelsey y Dhanya, a la derecha.

—Es como estar en casa —dijo Dhanya, al tiempo que sacaba el iPod y los auriculares del bolso y se metía en la cama.

—Gracias, Ivy.

Justo antes de que Dhanya se pusiera los cascos, Ivy pilló un fragmento de la canción de Aladdín, y sonrió mientras se preguntaba si Disney sería para Dhanya uno de esos elementos del pasado que te aportan bienestar.

Beth se acurrucó en su cama tras cubrirse con una manta ligera. Las noches de junio eran frescas en el cabo. Volviéndose de lado, Beth alargó el brazo hacia la cómoda que había entre Ivy y ella, y dejó que sus dedos reposaran en la figura del ángel. Se dio cuenta de que Ivy la estaba observando y sonrió levemente antes de cerrar los ojos.

Ivy se tumbó boca abajo, mirando por la ventana que había entre su cama y la de Beth. La noche anterior hubo luna nueva, y esa noche un levísimo retal de plata estaba suspendido en el cielo. En el cabo Cod, el aroma de la noche, a sal y a pinos, era más intenso que las pálidas formas que la rodeaban, lo cual hacía que los objetos cotidianos parecieran menos reales. Así era el amor que había compartido con Tristan, más fuerte que cualquier emoción de su vida actual, más fuerte incluso que sus sentimientos hacia Will. Su intensidad aún le hacía daño.

Aunque no podía admitirlo ante nadie, Ivy dudaba que fuera a curarse del todo alguna vez. Por razones que no llegaba a comprender, el verano anterior le habían perdonado la vida; pero, a cambio, debía sentir aquella nostalgia por Tristan. Se secó la mejilla contra la almohada.

La forma en que Tristan la hacía reír, cómo la había convertido en parte de su vida, el modo en que se deleitaba con su música… ¿Cómo iba a olvidar a Tristan?

Se volvió y extendió la mano para tocar el ángel tallado en piedra. Mucho tiempo después se quedó dormida.