Lacey había sido siempre muy melodramática, se dijo Ivy cuando se encontraba sola en la cabaña el jueves por la noche.
Beth, Dhanya y Will habían ido a ver una película a la sesión de las siete y media. Dhanya había acabado rechazando a Max, y éste, furioso, se había ido de juerga a Harwich con Bryan y Kelsey. En cuanto se hubieron marchado, Ivy sacó su teléfono y, deseosa de volver a oír la voz de Guy, escuchó un mensaje que había recibido una hora antes:
—Soy yo. Kip me ha conseguido un teléfono. ¿Quieres venir a casa esta tarde?
Ignorando las advertencias de Lacey y de Beth, Ivy cogió el coche y se fue a Willow Pond. Al llegar, se fijó en una camioneta aparcada delante de la casa. Junto a ella, una mujer de cabello oscuro, de unos veintitantos años de edad, le sostenía la puerta abierta a un labrador dorado, que se instaló pesadamente en el asiento del acompañante. La mujer saludó a Ivy y se presentó como Julie, la esposa de Kip.
—Espero que no tuvierais planes especiales para esta noche —dijo Julie—. Guy está en el porche de atrás, profundamente dormido. Kip y él se han puesto a cortar tocones de árbol a las seis de la tarde.
Ivy sonrió.
—Sólo íbamos a pasar un rato juntos.
Ivy rodeó la casa y halló a Guy dormido en el porche que daba al estanque, tumbado sobre una lona, sin camisa, con el cuerpo ladeado, de modo que yacía sobre el costado y descansaba la cabeza sobre el brazo. A la luz vespertina, su piel morena y su cabello claro parecían dorados, y le recordaban a Ivy un cuadro de un ángel dormido que había visto en una ocasión. Entonces le vino a la memoria el tema de la pintura: un ángel caído después de su lucha contra el cielo. Dio media vuelta y se encaminó al estanque.
Saco de pulgas dormía entre la alta hierba. Ivy se sentó en la orilla, cerca del gato, contemplando el agua, gozando con el reflejo del cielo encendido y de los árboles verde oscuro en el estanque. Aquélla era la primera noche realmente cálida que habían tenido en el cabo, suave y fragante, como solían ser las noches de verano en el interior. Se metió en el estanque. Después de la sal del mar, el agua dulce fue como un bálsamo para su piel. El short y la camiseta con la espalda al aire que llevaba eran tan ligeros como un bañador. Nadó sin parar, disfrutando de la soledad y de la paz del lugar. Cuando se cansó, se puso a hacer el muerto.
«Es una sensación extraordinaria, Ivy. ¿Sabes lo que es flotar en medio de un lago rodeado de árboles con el azul inmenso del cielo sobre ti? Estás tumbada en el agua, y el sol centellea en la punta de los dedos de tus manos y de tus pies».
«Tristan —lo llamó en silencio—. Sí que lo sé… Ahora lo sé, Tristan».
—Eh, ¿estás dormida? —le gritó Guy.
Ivy alzó la cabeza, bajó los pies y se irguió.
—¿Dormida? —gritó ella a su vez—. El que estaba roncando eras tú.
—¡De ningún modo! —Miró a su alrededor y apuntó al gato—. Creo que has debido de oír a Saco de pulgas.
—Los gatos no ronronean tan fuerte —se burló ella, y echó a andar hacia la orilla.
Cuando se encontraba a escasos metros de Guy, éste le dijo:
—Parecías muy feliz ahí dentro.
—Y lo estaba. Flotar en un estanque rodeado de árboles, mientras el sol les arranca destellos a la punta de los dedos de tus manos y de tus pies, es una sensación extraordinaria.
Tal vez fuera el reflejo del agua. Por un instante, los ojos de Guy parecieron luminosos, del color «azul inmenso del cielo» de Tristan.
—Métete —lo invitó Ivy, con voz persuasiva.
Guy bajó la vista para mirar el agua, que le lamía los tobillos, y tragó saliva con fuerza.
—No creo que sepa nadar.
Ivy trató de ocultar su desilusión. Si Tristan hubiera estado en su cuerpo, a Guy no le habrían dado miedo unas aguas tan tranquilas como las de una piscina.
«Tienes que vivir en el presente —se dijo Ivy—. Ayúdale, como Tristan hizo contigo».
Tristan la había ayudado a superar el miedo sugiriéndole que dieran «un paseo» por la piscina del instituto. Le tendió la mano.
—Venga. Demos un paseo por dentro del estanque.
Tras un momento de vacilación, Guy le cogió la mano. Caminaron juntos despacio y en silencio, avanzando a través del oro líquido del estanque. Cuando el agua le llegó a Guy a la cintura, Ivy se detuvo, deslizó los dedos por la superficie en calma y formó unas ondas color ciruela.
Se volvió hacia Guy, tomó agua en el cuenco de sus manos y la vertió a puñados sobre los hombros y el pecho de él. Levantó los brazos, y le mojó las mejillas y la frente, recordando que Tristan se lo había hecho a ella.
—¿Estás bien?
Guy asintió y sonrió con timidez.
—No iremos más adentro. ¿Puedes agacharte? —le preguntó.
Doblando las piernas, Ivy fue bajando hasta que el agua le llegó a la barbilla. Guy la imitó, moviéndose despacio y sin interrupciones, pero cuando el agua le tocó el cuello instintivamente se levantó.
—Tómatelo con calma. —Ivy le cogió la otra mano, sujetándosela con firmeza entre las suyas.
Guy volvió a agacharse, hasta que sus rostros se encontraron a unos centímetros el uno del otro.
—La próxima vez traeré un flotador y te daré una clase de verdad. Hoy sólo chapotearemos un poco para que te vayas acostumbrando. ¿Puedes meter la cara en el agua?
Él lo intentó y, acto seguido, echó bruscamente la cabeza hacia atrás, irguiéndose con rapidez.
—Esto es humillante. No… no podía respirar. Se me ha cerrado la garganta y…
—Son síntomas de pánico —repuso Ivy con serenidad—, y son una respuesta lógica después de lo que has pasado. Venga. —Puso las manos con las palmas vueltas hacia arriba en la superficie del agua—. Contén la respiración y descansa la cara en mis manos un momento.
—Me siento estúpido.
—No hay nadie mirando.
Guy hizo una mueca, pero obedeció a Ivy y descansó la cara en sus palmas mojadas. Lo hizo varias veces, mientras Ivy cada vez hundía un poco más las manos hasta que él tuvo el rostro sumergido.
—Bueno —dijo Guy—. El mal trago ya ha pasado. Esta vez lo haré sin ti… Hoy no me estoy comportando como un tipo duro, ¿verdad? —añadió, riéndose de sí mismo.
Ella le devolvió la sonrisa.
—Cuando tengas la cara dentro del agua, echa aire por la nariz.
Guy realizó el ejercicio varias veces y luego preguntó:
—Me apuesto algo a que nunca tuviste un alumno que avanzara tan de prisa. ¿Y ahora qué?
—Ir hasta el fondo. —Ivy observó que titubeaba y, al fijarse en sus brazos, se dio cuenta de que tenía la piel de gallina—. Pero hoy simplemente pasemos un rato en el agua, ya lo haremos la próxima vez.
—Lo haré ahora —insistió él.
—No tienes nada que demostrar, Guy.
—Voy a bajar hasta el fondo —afirmó.
—Cuando estés listo…
—¡Puedo hacerlo! —espetó, e Ivy dio un paso atrás. Guy suavizó la voz—. Ve contando, ¿vale? Calcula cuánto tiempo puedo estar bajo el agua.
Y entonces se hundió rápidamente bajo la superficie tranquila del estanque.
Ivy contó en voz alta: «Mil uno, mil dos». Entonces se percató de que Guy estaba haciendo movimientos extraños y, con todas sus fuerzas, tiró de él hacia arriba. El chico había tragado agua y se estaba ahogando, de nuevo presa del pánico.
—Todo va bien, todo va bien —lo tranquilizó.
Él se inclinó hacia adelante, sujetándose el estómago. No podía dejar de temblar.
—Todo va bien, Guy.
Él se alejó de Ivy, como si estuviera avergonzado. Ella se le acercó por la espalda, lo rodeó con sus brazos y no lo soltó hasta que dejó de temblar.
—Es… la oscuridad —explicó Guy—. El estar a oscuras.
—Debería haber pensado en ello —repuso Ivy—. Cuando Tristan me enseñó a nadar, estábamos en una piscina transparente y bien iluminada.
Guy se volvió hacia ella.
—Tristan, el chico que murió…, ¿te enseñó a nadar?
—Sí. Le encantaba el agua.
—Y a ti te daba miedo —dijo Guy.
—Pavor.
Guy se inclinó hacia Ivy y, atrayéndola hacia él, la estrechó con brusquedad y torpeza entre sus brazos. Ivy sentía el corazón del chico latiendo con fuerza contra ella. Guy enterró la cara en su cabello.
—No te olvidaré nunca, Ivy —murmuró—. Si alguna vez te olvido, sólo me quedará la oscuridad.
Aquella noche, Beth y Dhanya llegaron a casa antes que Ivy, quien encontró a Dhanya leyendo, hecha un ovillo en un sillón de la sala de estar, y a Beth en el sofá, encorvada sobre el puzle.
—Hola —saludó Ivy—. ¿Qué tal la película?
—Bien —contestó Dhanya.
Beth no dijo nada, y las dos chicas, mirando hacia arriba, se fijaron en la ropa y el pelo empapados de Ivy sin perder detalle.
—Estuviste con él, ¿verdad? —la interrogó Beth, de un modo que parecía más una acusación que una pregunta.
—Estuve con Guy. Usa su nombre, por favor.
—Es que ése no es su nombre —señaló Beth.
—¡Es su nombre por el momento! —repuso Ivy, y siguió su camino hacia la cocina, donde cogió un puñado de galletas antes de dirigirse escaleras arriba.
Ivy se pasó la noche dando vueltas en la cama. Mucho después de que las demás se quedaron dormidas, apartó las sábanas de un puntapié y se sentó en el lecho. Su reloj señalaba las 2.43 de la madrugada.
Beth y ella habían apartado la cortina que cubría la ventana que había entre sus camas, pero aquella noche hacía un calor inusual y no corría ni un soplo de aire. La luna, casi llena, creaba un parche brillante sobre la cama de Beth. Sus sábanas yacían en el suelo y su rostro estaba bañado en sudor, pero dormía profundamente.
«No hay nada peor que estar con otras personas y sentirse aislada», pensó Ivy. Dejó los pies colgados sobre el borde de la cama, dudando si coger una toalla de playa e ir a sentarse afuera.
¡Clonc! ¡Clonc!
La cabeza de Ivy giró bruscamente hacia la izquierda. Algo había golpeado la ventana.
Permaneció inmóvil, mirando al cristal. Luego, recordando el sueño de Beth, se volvió hacia ella. Los ojos de su amiga se movían bajo sus párpados y tenía la respiración agitada. En aquel preciso momento estaba soñando.
Ivy se acercó más a la ventana. No vio a nadie entre los árboles que había frente a la casa, pero la luna resplandeciente arrojaba sombras oscuras; una persona no tendría ningún problema para esconderse allí.
Las puertas de la cabaña rara vez se cerraban con llave. Sintiéndose ligeramente inquieta, Ivy se puso los pantalones cortos y se encaminó a la escalera.
¡Clonc! ¡Clonc!
Dio media vuelta. Simultáneamente, Beth se incorporó.
—Ivy…
—Sí.
—Ivy… —volvió a llamar Beth, en tono asustado.
Ivy regresó corriendo a su lado.
—Estoy aquí.
—Es él. ¡Está disparándole a la ventana!
Ivy le puso a Beth una mano en el hombro.
—No, no, no es él. —Se sentó en la cama—. Era probablemente algo de los árboles, semillas o lo que fuera.
—¡Es él! —insistió Beth, y entonces se dio cuenta de que Ivy llevaba puestos el short y los zapatos—. ¡No salgas!
—Todo va bien. Sólo iba a bajar a hacer algunas comprobaciones.
—¡No lo hagas! ¡Es él! —Beth tenía los ojos dilatados de terror.
Ivy rodeó a su amiga con el brazo.
—Has estado soñando, Beth.
—¿Están las puertas cerradas con llave?
—Ahora iba a comprobarlo —replicó Ivy, poniéndose en pie.
—¡No, Ivy! ¡Él haría cualquier cosa por atraparte!
—Beth, escúchame. Estás mezclando esto con tu sueño.
¡Clonc! ¡Clonc!
Ambas se volvieron hacia la ventana.
—¿Qué es eso? —preguntó Dhanya, sentándose en la cama. Se levantó y cruzó la habitación de puntillas hasta donde estaban ellas.
—No te acerques a la ventana —le dijo Beth—. Te verá.
—¿Quién me verá? —quiso saber Dhanya.
—¡Dhanyaaaaa! —gritó una voz masculina.
—¡Max! —exclamaron Dhanya e Ivy al mismo tiempo.
—¿Has oído? Sólo es Max —le dijo Ivy a Beth, sintiéndose a la vez molesta y aliviada.
Dhanya frunció el ceño.
—¿Qué está haciendo aquí? Yo no quiero hablar con él.
—¡Dhanyaaaaa!
Ivy fue hasta la ventana, levantó el mosquitero y se asomó.
—Vete a casa, Max.
Él salió de entre las sombras.
—¡Ivy! ¿Cómo estás? —Parecía contento de verla, y también borracho.
—Es tarde. Vete a casa.
—Quiero hablar con Dhanya —repuso él.
—Ella no quiere hablar contigo. No en mitad de la noche.
—¡Dhanyaaaaa!
—¡Chisss! —Ivy se retiró de la ventana—. Va a despertar a los huéspedes —le dijo a Dhanya.
—¡Dile a ese coyote que pare de gritar! —chilló Kelsey desde su cama—. ¡Necesito dormir!
—No quiero hablar con él —le reiteró Dhanya a Ivy—. Aún no he decidido si me gusta —añadió, y echó a andar hacia la cama.
—Lo siento —replicó Ivy—, pero si Max despierta a los clientes o a la tía Cindy, nos meterá a todos en un lío. Vas a salir conmigo, vas a hablar con él y vas a despacharlo.
—¡Venga, ve de una vez, tía! —gritó Kelsey, y se dejó caer de espaldas en la cama.
Beth meneaba la cabeza, sujetando la almohada contra su pecho, como si fuera a protegerla.
De mala gana, Dhanya se puso una bata y unos zapatos, y siguió a Ivy escaleras abajo.
Cuando Max las vio caminar hacia él, se puso en pie y, con idéntica rapidez, se desplomó contra un árbol. Ivy suspiró. Lo último que deseaba era tener que coger el coche e ir a Morris Island en medio de la noche, pero no podía dejar que Max condujera en aquel estado.
—¡Dhanya! ¡Me estás rompiendo el corazón!
Dhanya lo miró con desdén.
—¿Cómo has llegado hasta aquí? —le preguntó Ivy.
Él apuntó vacilante al aparcamiento del hotel.
—Bryne.
Ivy hizo un esfuerzo por comprender.
—¿Bryan? ¿Está Bryan aquí? ¿Dónde están tus llaves?
—Bryne —repitió Max.
Ivy se volvió hacia Dhanya.
—Habla con él y no alcéis la voz. Iré a inspeccionar el parking.
El Ferrari amarillo se hallaba en medio del aparcamiento, y Bryan en el asiento del conductor, enchufado a su iPod. Tenía los ojos cerrados.
Ivy lo llamó por su nombre varias veces; luego lo sacudió con suavidad. Al despertar sobresaltado, Bryan volvió todo el cuerpo hacia ella, con el puño en alto.
—¡Eh! Eh, que soy yo.
—¡Ivy! —dijo él, sorprendido, y dejó caer el brazo.
—¿Has estado bebiendo?
Bryan sacó el móvil para ver la hora.
—No en las últimas dos horas. —Parecía tener la cabeza despejada.
—¿Te importaría salir del coche? —inquirió ella.
Él se echó a reír.
—¿Quiere que camine en línea recta, agente?
—Pues sí.
Bryan obedeció, sonriente.
—Escucha —le dijo Ivy—, tu amigo no está haciendo demasiados méritos con Dhanya. Llévate a Max a casa… sin hacer ruido.
Bryan asintió.
—Entendido. Lo siento.
Se fue en busca de Max, quien sólo por haber hablado con Dhanya estaba como unas castañuelas.
Ivy y Dhanya entraron cansadas en la cabaña y, tras un breve momento de reflexión, Ivy cerró con llave tanto la puerta principal como la puerta trasera. Cuando se metió en la cama, Beth estaba acostada con los ojos cerrados y arropada hasta la barbilla con la sábana. Descansando sobre su almohada, cerca de su rostro, la amatista brillaba a la luz de la luna.
—Buenas noches —le dijo Ivy en voz baja—. Ahora todo está en orden.
—No te dejes engañar —repuso Beth—. Está haciendo planes. Quiere venganza.