13

A última hora de la mañana del lunes, Ivy pisó un charco en el aparcamiento del hotel, levantando un montón de salpicaduras, mientras se preguntaba si Guy habría encontrado un lugar donde resguardarse de la tormenta que había caído a altas horas de la noche. Al llegar al coche, arrojó al asiento trasero una bolsa con una toalla de playa y unos libros de partituras.

—¡Hombre, justo a tiempo!

Ivy dio un respingo al oír la voz de Guy.

—¡Mira que eres fácil de asustar! —observó él, surgiendo de entre los arbustos que rodeaban el aparcamiento—. ¿En qué estabas pensando?

—En la música —mintió ella. No había por qué alimentar su ego—. Voy a practicar un poco.

—¿Adónde? —inquirió Guy. Tenía la ropa mojada y arrugada, y llevaba la mochila colgada del hombro.

—A Chatham. Utilizo el piano de una de las iglesias del pueblo.

—¿Podrías llevarme hasta allí?

Ivy pulsó dos veces la llave del coche.

—La puerta está abierta. ¿Adónde vas? —le preguntó, mientras él dejaba la mochila en el asiento de atrás.

—A Lighthouse Beach.

—¿Has recordado algo?

—No —contestó Guy—. Tengo la esperanza de recordar si veo el sitio.

Ivy pensó en ofrecerse a ir con él, pero había acabado pensando en Guy como en un gato, una criatura que se acerca a los demás sólo cuando quiere.

Guy volvía a llevar sus zapatos viejos. Mientras salía del aparcamiento, Ivy miró por el retrovisor los zapatos nuevos, aún atados a la mochila.

—¿Te compré tal vez el número equivocado?

Él siguió sus ojos.

—Sí. Pero son un bonito recuerdo.

—Podemos cambiarlos por un par que te esté bien —repuso ella.

—Podríamos, pero eso supone mucho lío. Y si quieres que te los devuelva —añadió con una sonrisa picarona—, tengo la corazonada de que son precisamente de la talla de Will.

—Si hubieras entrado en la tienda conmigo —replicó Ivy con brusquedad—, no habría tenido que adivinar tu número de pie.

No volvieron a dirigirse la palabra hasta que llegaron a la estatal 28.

—Bueno…, si estudias música en verano, debes de dedicarte a ello muy en serio —aventuró Guy.

—Así es.

Guy se retorció en el asiento para alcanzar los libros. Su brazo rozó el de ella al inclinar el cuerpo en el reducido espacio del coche. Por unos instantes, Ivy se sintió mareada, abrumada por la poderosa sensación que le causaba su presencia. Él cogió uno de los libros y volvió a sentarse mirando hacia adelante. Ivy se alegró de que estuviera hojeándolo y no la viera morderse el labio mientras intentaba concentrarse en la carretera.

—¿Y a ti qué tipo de música te gusta? —le preguntó—. Quiero decir, aparte de cierta versión desafinada de If I Loved You.

Él se echó a reír.

—No me acuerdo, pero mi grupo favorito es Providence. No, espera…, ésa es la primera ciudad que encuentras cuando abandonas el hospital.

Ella se unió a sus risas.

—Cuando lleguemos, ¿podrías tocar algo para mí? —le preguntó Guy.

Su petición la sorprendió.

—Toco sobre todo música clásica.

—No te preocupes —repuso él con una sonrisa irónica—. No recuerdo lo que me gusta.

Unos minutos después, Ivy aparcaba el coche en el estacionamiento de la iglesia.

—Tengo que ir a por la llave a la rectoría.

Guy la siguió hasta un edificio pequeño hecho de tablillas de madera que estaba unido a la iglesia a través de un pasillo cubierto. Las ventanas estaban abiertas e Ivy oyó sonar el timbre en su interior. Entonces, oyeron la voz del padre John en la parte posterior de otro edificio.

—¡Estoy aquí atrás!

Guy, que llevaba unos tejanos, se bajó apresuradamente las mangas de la camisa hasta las muñecas. Encontraron al cura en el jardín, vestido con un mono vaquero, las manos llenas de tierra arenosa, los altos pómulos brillantes por el sol y el sudor. Ivy se lo presentó a Guy.

El padre John levantó ambas manos disculpándose y les hizo una ligera inclinación de cabeza.

—Es mi día libre —explicó.

—Para ser su día libre, está trabajando usted muy duro —observó Ivy.

Él sonrió.

—Es un trabajo realizado con amor.

En el interior de un cercado blanco había un extenso huerto. Junto a una zanja parcialmente excavada en el lado externo de la cerca había un montón de sacos de turba y humus.

—Estoy plantando rosas —explicó el sacerdote, con un ademán—. Por supuesto, aquí en el cabo tenemos la rugosa, una rosa de playa. Pero me apetecía cavar hoyos en la arena y traer tierra negra para cultivar rosas de té. —Se encogió de hombros y sonrió.

Ivy vio que Guy se relajaba un poco.

—Has venido a tocar —imaginó el cura, y acercó la mano al juego de llaves que colgaba de su cinturón—. ¿Podrías traérmelas en cuanto hayas abierto la puerta?

Guy acompañó a Ivy hasta la puerta de la iglesia y se ofreció a devolver las llaves. Quince minutos después, como Guy no había vuelto, Ivy lanzó un suspiro. Las desapariciones imprevistas parecían ser la forma favorita que tenía Guy de despedirse.

Tras terminar sus ejercicios, apartó a Guy de su mente y se centró en las nuevas composiciones que le había asignado su profesor. Trabajó con ahínco, y sus dedos, al principio indecisos, fueron adquiriendo mayor seguridad. Ivy no dejaba nunca de maravillarse al sentir una melodía brotar bajo sus manos.

Una hora después, mientras recogía sus partituras, oyó que se abría la puerta de la iglesia. Guy avanzó hacia ella, con aire de estar satisfecho de sí mismo.

—He conseguido un empleo.

—¿Ah, sí?

Tenía el rostro brillante de sudor y una mancha de tierra en la parte inferior de su sudadera. Apuntó en dirección al jardín, con una mano recubierta de tierra arenosa.

—Le estaba echando un cable… simplemente por hacer algo. Y me preguntó si me gustaba ese tipo de trabajo. Me va a poner en contacto con uno de sus parroquianos, que está buscando a alguien que le ayude durante el verano.

—¡Estupendo! ¿Y no quiso saber si tenías referencias?

—Me inventé un nombre y un número de teléfono —contestó Guy.

—¿Qué?

—Con un poco de suerte, el hombre no se molestará en comprobarlo.

—Es sólo que… —Ivy no terminó la frase.

El cardenal que Guy tenía en la cara había perdido color bajo el bronceado y casi no se notaba. Aquella mañana soplaba el viento, y tal vez al cura no le hubiera extrañado que Guy no se quitara la sudadera ni se remangara para trabajar.

—No confías en mí —declaró él—. Will te ha estado llenando la cabeza de dudas…

Ivy salió en defensa de Will.

—No le eches la culpa. Soy perfectamente capaz de dudar por mí misma.

Guy la miró a los ojos y, a continuación, inclinó la cabeza hacia atrás y se echó a reír.

—¡Qué sincera eres! —Se sentó en un banco, entrelazando los brazos por encima del respaldo—. Anda, toca algo para mí. Tengo la sensación de que no soy un chico con clase y seré fácil de impresionar.

—La canción que cantabas era de un musical. Tengo un montón de canciones de Broadway en casa, en Connecticut. —Ivy hojeó los libros que había llevado, buscando algo ligero y melódico—. A un chico al que una vez quise le gustaban los musicales.

—¿Ya no le quieres?

Ivy miró a Guy a los ojos.

—Sí, aún le quiero. Le querré siempre.

—Te dejó tirada —intentó adivinar Guy.

—Murió.

Guy dejó caer los brazos del respaldo del banco.

—Oh, lo siento. No podía imaginarme… ¿Qué sucedió? —inquirió con delicadeza.

—Lo mataron.

Guy se puso en pie.

—¡Dios mío!

Ivy inspiró profundamente.

—¿Es una oración? Estás en el sitio oportuno —musitó. Guy siguió mirándola, y ella se ocupó en buscar una partitura—. Esto servirá… Brahms.

Y empezó a tocar.

Guy rodeó el piano mirándola, con las manos en los bolsillos, y luego echó a andar por el pasillo lateral. Se detuvo en todas y cada una de las vidrieras, con aire de estar estudiándolas. ¿Estaba interpretando las imágenes o mirando a través de ellas?, se preguntó Ivy. ¿Estaba viendo el presente o vislumbrando breves retazos del pasado? Su historia con Tristan parecía inmiscuirse más que nunca en su vida cotidiana.

«Concéntrate en el presente —se dijo, y miró en dirección a Guy—. Concéntrate en alguien que ahora necesita tu ayuda». Quizá la música relajaría la mente de Guy y le permitiría recordar algún fragmento de su pasado. Terminó la pieza de Brahms y prosiguió con una composición que se sabía de memoria: el primer movimiento de la Sonata para piano n.º 14 de Beethoven. Cuando llegó a los últimos compases, Guy estaba de pie a sus espaldas.

—Estás tocando de memoria —dijo cuando se extinguió la última nota.

Ivy asintió con la cabeza.

—Yo no logro recordar mi propio nombre —observó él—, y tú, en cambio, puedes interpretar toda una pieza de memoria.

Ivy tragó saliva con fuerza. Mejor albergar para siempre el dolor en su corazón que perder sus recuerdos de Tristan. Se lo había enseñado Guy.

—Es una canción que a ti te encanta, o que tal vez le encantaba a él —aventuró Guy.

Ivy cerró la tapa del piano y recogió sus partituras.

—Sí.

—El Claro de luna —dijo Guy—. La primera parte de la sonata número catorce de Beethoven.

Ivy se volvió hacia él, sorprendida.

Guy dio un paso atrás.

—¡Caramba! ¿Cómo es posible que yo sepa eso?

Se miraron el uno al otro, con idéntica expresión de asombro, e Ivy sonrió.

—¡Y tú que creías que no eras un chico con clase!

Ivy y Guy se encontraban en lo alto de la escalera que bajaba hasta la playa desde el faro de Chatham, el mismo lugar donde habían estado Ivy y Will ocho días antes. Bajo la luz de la tarde, la extensa franja de arena, de más de cuatrocientos metros de anchura, brillaba, caliente y blanca. El océano, del mismo azul que esos pedazos de cristal redondeados por el mar que tanto le gustaban a Ivy, lamía suavemente la orilla y describía una curva hacia el sur hasta donde alcanzaba la vista.

Habían comprado unos sándwiches y unos refrescos en un café próximo a la iglesia, e Ivy le había regalado a Guy la toalla de playa que llevaba consigo.

—¿Quieres que vuelva dentro de una hora? Hasta Nickerson hay una buena caminata —añadió—, y cuando vuelva a casa iré en esa dirección.

Guy permaneció con los ojos fijos en la playa y, al cabo de unos segundos, le preguntó:

—¿Quieres acompañarme?

Ivy tuvo la prudencia de no exclamar con entusiasmo: «Claro que sí, esperaba que me lo pidieras, haría cualquier cosa por ayudarte».

—Claro. Me gusta la playa —contestó, y empezó a bajar la escalera.

Cuando llegó a la arena, se hizo a un lado para dejar que Guy fuera delante, pues no quería que su presencia le impidiese recordar. Cruzó la playa tras él, se quitó los zapatos al igual que hizo él al llegar a la arena mojada, y caminó a su lado, en dirección sur. Unos niños de corta edad jugaban en la orilla llena de espuma, corriendo arriba y abajo con cubos de plástico. Un padre jugaba al frisbee con sus hijos. Una mujer de mediana edad con el cabello mojado y en punta sonreía para sí mientras arrancaba su balsa de las olas. Bajo una sombrilla de rayas, un niño jugaba al ajedrez con otro chico mayor que él y lanzaba un grito de victoria. Pensando en lo mucho que a Philip le gustaba jugar a aquel juego con Tristan, Ivy se volvió para mirarlos y se percató de que Guy se había detenido a observar a la pareja.

—Estabas frunciendo el ceño —señaló Ivy cuando echaron de nuevo a andar.

—He pensado… Por un instante he pensado que conocía a ese niño, al más pequeño.

Siguieron andando en silencio y cruzaron delante de una señal que prohibía nadar a partir de aquel punto.

—El agente que me entrevistó dijo que me habían encontrado a unos cuarenta y cinco metros más allá de esta señal.

Recorrieron esa distancia y Guy se paró para estudiar la zona.

—No fue muy inteligente por mi parte nadar a medianoche en una zona con corrientes peligrosas —observó con tono seco.

—¿Estás seguro de que estabas nadando? —lo interrogó Ivy.

—Los médicos dijeron que dentro tenía agua suficiente para ahogar a un ejército.

—De acuerdo, pero es obvio por tus heridas que estuviste involucrado en una pelea de algún tipo. Tal vez te golpearan, quedaras inconsciente en la orilla y subiera la marea. ¿Sabes nadar? —le preguntó.

Guy se mantenía alejado del agua, como si no le gustara que ésta le bañara los pies.

—¿Acaso hay gente que no sabe nadar? —inquirió.

—Sí.

Él bajó la vista.

—El agua… me desagrada. No quiero entrar en ella. Me da miedo —admitió, trepando por la orilla hasta alcanzar la arena más seca.

—Después de lo que te pasó, es normal —replicó Ivy, siguiéndolo, y extendió la toalla de playa donde él había dejado caer la mochila, unos seis metros más arriba de la línea de la marea—. No pasa nada por tener miedo, Guy. Cualquiera que casi se hubiera ahogado lo tendría.

Guy se quitó la sudadera y la camiseta. La fuerza y la vulnerabilidad que Ivy vio en él la dejó sin aliento. Tenía la espalda y los hombros anchos y musculosos, pero su piel mostraba un pálido color verde grisáceo a causa de los cardenales que se iban desvaneciendo.

—Nada de esto me resulta familiar —declaró Guy, estudiando las distantes casas desperdigadas al otro lado de las dunas.

Se sentó junto a ella en la toalla. El deseo de abrazarlo, de protegerlo de la confusión y el miedo que lo atormentaban, era tan fuerte que Ivy tuvo que apartar la vista. «Ángel del agua, ayúdale», rezó, y a continuación le preguntó:

—¿Tú crees en los ángeles?

—No. ¿Y tú?

—Sí —respondió Ivy con firmeza.

Al mirarlo de reojo, observó que las comisuras de la boca de Guy se curvaban hacia arriba. En el pasado, Tristan había esbozado la misma expresión divertida.

—Creo que hay personas que actúan como ángeles —dijo Guy—, personas que aparecen de forma inesperada en el preciso momento en que las necesitas. Como el chiquillo que me dio esto. —Se metió la mano en el bolsillo y sacó una moneda dorada con un ángel grabado en ella—. Entró en mi habitación del hospital y se puso a hablar conmigo largo y tendido, como si me conociera de toda la vida. Había algo en ese chico, la manera en que me miraba… Era como si pudiera ver a través de mí y comprendiera algo que yo no entendía.

Ivy tomó la moneda de su mano.

—Ese chiquillo es mi hermano.

—Tu hermano. —Guy entornó los ojos, como si estuviera esforzándose por recordar algo.

El móvil de Ivy empezó a sonar y ambos se volvieron hacia su bolso. Al cabo de un minuto, el tono de llamada, muy familiar para Ivy, cesó y en seguida comenzó a sonar de nuevo.

—¿No contestas? —inquirió Guy.

Ivy le devolvió la moneda.

—Después. Quiero, eh…, me gustaría mojarme los pies —dijo ella, y se encaminó hacia la orilla.

Ivy tenía la impresión de que no podría seguir luchando contra la profunda atracción que sentía por Guy, del mismo modo que no podía luchar contra el mar. Era un alivio estar de pie entre el oleaje mientras el mar arremetía contra sus piernas, provocándole una sensación de frío y de cosquilleo en la piel. Tristan le había enseñado a nadar, y después de la muerte de Gregory había ido a clases de natación, gracias a las cuales se había convertido en una nadadora aún mejor. Sin embargo, sus pies ofrecían resistencia a la resaca mientras el mar le golpeaba las piernas. El océano la seducía y le daba miedo al mismo tiempo.

Permaneció allí un buen rato. Después se aproximó a la orilla y se agachó para mirar una centelleante media luna de conchas y piedrecitas. Cuando levantó la vista, Guy estaba de pie a tres metros de ella, observándola con tanta atención que se sintió cohibida. Se levantó y, al mismo tiempo, él se acercó a ella sonriendo.

—¡Tu pelo! —dijo.

Notando que el viento le zarandeaba el cabello de un lado a otro, se lo sujetó hacia atrás con una mano, manteniéndolo quieto.

—¿Qué le pasa?

—Deberías verlo. Está… todo revuelto.

Ivy supuso que su melena debía de parecer una alga marina dorada y crespa que volaba al viento.

—Eh, ¿me has visto a mí reírme del tuyo?

«No es que haya ningún motivo para hacerlo», pensó Ivy. El pelo de Guy, rubio con mechas, era ondulado, como el cabello que un escultor italiano tal vez le atribuiría a un héroe.

Guy se echó a reír y, al cabo de un segundo, se volvió hacia atrás. El móvil de Ivy volvía a sonar. Captaron un retazo de melodía antes de que la brisa lo arrastrara y se lo llevara.

—Es el mismo tono de llamada de antes —observó—. Por algún motivo, me parece que es Will.

—Lo es.

—Ayer lo puse nervioso.

Como Ivy no hacía ningún comentario, Guy continuó.

—Pensé decirle que no tenía de qué preocuparse… ¿O tiene que preocuparse por algo?

—¿Como qué?

Él sonrió.

—Bueno, cuando estaba haciendo la gran evasión del hospital, te pregunté si debía decir que era tu novio. Tú me corregiste en seguida… «Mi hermano», dijiste.

Ivy miró al suelo y le dio la vuelta a una concha con el dedo gordo del pie, como si estuviera fascinada por el aspecto que tendría por el otro lado.

—A una chica que se apresura a informarte de que no puedes ser su novio pueden sucederle dos cosas: o está muy comprometida con su pareja, o se siente culpable porque no lo está.

Ivy se agachó a coger la concha.

—¿Cuál de las dos opciones es la correcta? —inquirió él.

Ella no contestó. Poniéndose en pie, intentó distraerlo de la cuestión tendiéndole la concha. Pero, en lugar de mirarla, Guy cogió un mechón de su cabello.

El ligero tirón de su mano y el modo en que abrió la palma para contemplar el tirabuzón hicieron que a Ivy el corazón le diera un vuelco. La mirada de Guy quedaba oculta bajo sus pestañas doradas. Después el chico levantó los ojos y, tomando la mata de pelo de Ivy en ambas manos, se lo retiró de la cara. Las manos de Guy se deslizaron hacia la nuca de la muchacha con la delicadeza de quien sostiene en ellas una flor. Mirándole la boca, inclinó la cabeza y acercó lentamente su rostro al de ella.

Un torrente de agua fría los separó.

—Lo siento, yo… Me ha sobresaltado. El agua —explicó Guy, con aire avergonzado.

—A mí también. —Tras un momento de molesto silencio, Ivy añadió—: Estoy muerta de hambre. ¿Por qué no comemos ahora?

Él asintió y regresaron a la toalla, donde comieron en silencio. Cuando Ivy se comía el último pedazo de bocadillo, su móvil volvió a sonar. Guy tarareó la melodía del tono de llamada y le dirigió a Ivy una sonrisa. Ella revolvió en su bolso.

—Sabía que tarde o temprano cederías.

—¿Ah, sí? —replicó Ivy.

Dejó el teléfono dentro del bolso, sacó un libro encuadernado en rústica y unas gafas de sol, y se puso a leer.

Guy se echó a reír y, acto seguido, puso su sudadera bajo la cabeza de Ivy y su camiseta bajo la suya. Al cabo de cinco minutos se había quedado dormido. Ivy se dio cuenta de ello por su respiración lenta y regular.

Estiró el brazo para coger el teléfono del bolso. Tres llamadas y tres mensajes de Will. Una llamada, sin mensaje, de Beth. Ivy leyó el primer mensaje de Will: «¿DND STAS?».

«¿Es que no puedo ir a ningún sitio sin decírtelo?», pensó, y en seguida se sintió culpable. Pasó al segundo sms. Era una disculpa por lo que fuera que Will le había dicho en sus mensajes de voz. Ivy decidió no escucharlos —las cosas entre ellos ya estaban bastante tirantes— y procedió a leer el tercer sms.

«¿STAS OK? —escribía Will—. B DICE K ALGO VA MAL. 1 D ESOS PRSNTMNTOS SUYOS. ME STA VOLVNDO LCO».

Ivy suspiró. No podía culpar a Will por preocuparse cuando Beth empezaba con sus presagios, pero, esta vez, su amiga se equivocaba.

«PLYA. KSA XA CNAR», les escribió a Will y a Beth, y a continuación apagó el teléfono y lo dejó caer en el interior de su bolso.

Mirando a Guy, Ivy estiró el brazo y, con mucho cuidado, le tocó el pelo. Se tumbó cerca de él, deseando, por primera vez en un año, no vivir más tiempo que el presente.