12

—¿Crees que Guy volverá? —preguntó Beth media hora después, mientras Ivy y ella paseaban entre los árboles frutales que crecían junto al camino que llevaba al aparcamiento del hotel.

—No lo sé.

Ivy miró hacia atrás, en dirección al columpio de la cabaña, donde había dejado la mochila de Guy. Tras hacer las paces con Will, había ido a mirar en la lavandería. Guy, su dinero, la moneda con el ángel y toda su ropa, aún mojada, habían desaparecido. Había dejado la toalla roja encima de la lavadora y la mochila en la cabaña.

—Vive en el parque estatal Nickerson, del que nos separa una larga caminata —le dijo Ivy a Beth.

—Podríamos llevarle la mochila y el petate al centro de información al visitante. Tal vez tengan una oficina de objetos perdidos.

Ivy sacudió la cabeza.

—Guy no es de los que irían a comprobar si está allí. Más bien procura no dejarse ver.

Beth miró a Ivy con intensidad.

—¿Por qué?

—Porque sí.

Entonces, Beth frunció el entrecejo, pero no dijo ni una palabra más.

Ivy estaba segura de que Will le había hablado a Beth de su encuentro con Guy. Era Beth quien le había dicho que Will no iría con ellas a Provincetown porque estaba ansioso por trabajar con su nuevo papel para acuarela. Pero Ivy sabía cuánto deseaba Will visitar la ciudad, un paraíso para los artistas. A pesar de las disculpas, Will seguía disgustado.

El silencio que reinó durante la hora que tardaron en llegar a la punta del cabo fue incómodo. Ivy cambió varias veces los CD, como si pudiera dar con la música adecuada para recuperar la agradable afinidad que solía sentir cuando estaba con Beth. Por eso se alegró cuando por fin aparcaron.

Provincetown era tan pintoresca y extravagante como proclamaba la publicidad. Ivy y Beth entraron y salieron de las pequeñas tiendas y galerías que abarrotaban sus estrechas calles. A primera vista, parecía como si las cosas entre ellas estuvieran volviendo a la normalidad mientras se señalaban la una a la otra los cuadros que les gustaban, las curiosas piezas de escultura y las joyas hechas a mano con místico cristal marino. Alrededor de las cinco y media, Ivy y Beth se compraron un té helado de frambuesa cada una y fueron a tomárselo a la escollera situada al final de la ciudad. Sus rocas negras, planas en su parte superior, se extendían por espacio de kilómetro y medio a través del puerto de Provincetown y formaban un sendero rocoso que llegaba hasta la playa de Long Point, en la curva punta del dedo del cabo Cod. Justo después de rebasar la mitad del camino, en el punto en que la mayoría de los caminantes se daban la vuelta, se sentaron sobre una roca lisa. A sus espaldas se encontraba la media luna de edificios de escasa altura de Provincetown y la elevada estructura del monumento dedicado a los peregrinos. Frente a ellas, los faros de Wood End y Long Point.

Tras juguetear con su pajita, Ivy se zambulló en la conversación que le parecía que no podían seguir evitando.

—Me imagino que Will te habrá dicho que nos hemos peleado.

Beth la miró de reojo.

—Sí.

—Me sorprendió el modo en que Will se comportó con Guy.

—¿Cómo esperabas que actuara? —inquirió Beth.

Ivy percibió la irritación en la voz de su amiga.

—Con comprensión. Guy se encuentra en una situación realmente espantosa.

Beth no contestó.

—No sabe quién es ni de dónde es. Intenta que no se le note, pero está asustado. Tú lo entiendes, ¿no?

Tras unos instantes, Beth asintió.

—Guy no tiene ni idea de lo que le pasó. Beth, necesito que me hagas un favor. ¿Podrías utilizar tus poderes paranormales como hiciste el año pasado, y tocar la ropa que Guy llevaba puesta cuando lo encontraron para ver si puedes obtener pistas acerca de lo sucedido? ¿Podrías ayudar a Guy?

—¿Ayudar a Guy? —Parecía enfadada, desdeñosa, no era la Beth de siempre.

—Sí, a Guy. Beth, no puedes hacer tuya automáticamente la visión que Will tiene de los demás.

—No lo hago —espetó Beth.

—Lo siento —repuso Ivy—, pero, en este caso, estás aceptando ciegamente lo que dice Will. ¿Cómo puedes juzgar a Guy? Ni siquiera le conoces.

—¿Y cómo puedes tú confiar en Guy? —contraatacó Beth—. Ni siquiera sabes cómo se llama.

—Pero conozco su… corazón —replicó Ivy—. Yo no soy médium como tú, pero percibo la bondad que hay en él.

—Will me contó que ayudaste a Guy a escabullirse del hospital…, a largarse sin pagar las facturas y, lo que es peor, a marcharse sin comprender por qué estaba allí. Ivy, estuvo implicado en una pelea violenta… Will vio sus cardenales y el corte que le surca la garganta.

Ivy miró hacia otro lado.

—¿Cómo sabes que Guy no ha matado a alguien? —continuó Beth.

—¡¿Qué?!

—Ivy, no es propio de ti darle la espalda a Will… —declaró Beth.

—¡Yo no estoy dándole la espalda!

—Y juntarte con un chico que obviamente te está utilizando. No sé qué es lo que pasa, pero no has vuelto a ser tú desde el accidente.

Beth deslizó la mano a lo largo de la cadena de oro de la que pendía la amatista y jugueteó con la piedra. Con una larga exhalación, Ivy se puso a contemplar las aguas del océano, que lamían el rompeolas.

—Ivy, escúchame —dijo Beth, ahora en tono más suplicante que enfadado—. Hay algo que no va nada bien. No puedo quitarme de encima la sensación de que algo terrible está a punto de pasar.

—¿Como qué?

—No lo sé. —A Beth le tembló la voz—. Pero debes tener cuidado. No es un buen momento para confiar en extraños.

Ivy posó suavemente las manos sobre las de su amiga.

—Sé lo que me hago. Es hora de que tú confíes en mí.

Cuando llegaron a casa, Ivy se fijó en que la mochila de Guy y su petate habían desaparecido. Beth contempló el columpio vacío con una mirada de aprensión y miró a través de la puerta mosquitera antes de entrar en la cabaña, como si Guy pudiera estar dentro esperándolas.

Cuando entró tras ella, Ivy se llevó una sorpresa al encontrar allí a Will, sentado en el sofá, haciendo el puzle.

—Hola, Will.

—Hola. ¿Lo habéis pasado bien? —preguntó él.

—¡Sí! La vida artística de la ciudad es impresionante —contestó Ivy—. Te habría encantado.

Will la miró con atención, como intentando averiguar si las cosas estaban «bien» entre ellos, y luego dijo:

—No hay forma de verlo todo en un solo viaje, así que a lo mejor os gustaría ir una segunda vez conmigo. ¿Qué decís?

—¡Claro que sí! —Ivy se sentó en una silla frente a la mesa de café—. Y esta vez llevaremos un montón de dinero. Vi como diez juegos de pendientes y un montón de pulseras que me gustaron. Podría hacer allí todas mis compras navideñas. —Se inclinó hacia adelante y colocó una pieza de puzle en su sitio.

—Ven y siéntate, Beth —la invitó Will—. Tengo una idea que quería comentaros a las dos.

Beth se encontraba ya en la cocina y volvió atrás de mala gana.

—He estado pensando en el domingo que viene —prosiguió Will mientras Beth se sentaba en el borde del sofá—. En el aniversario de la muerte de Tristan y en qué podríamos hacer para conmemorarlo. En el parque nacional Seashore se permite encender hogueras. Hay allí una playa llamada Race Point que parece hecha para él. ¿Qué os parece?

Ivy, que sabía hasta qué punto Will se estaba esforzando, sintió que las lágrimas acudían a sus ojos.

—Es una idea magnífica.

—Pensaba ir a recoger el permiso el martes por la tarde al centro de información al visitante. —Will miró esperanzado a Ivy—. ¿Y si vamos a cenar a Provincetown?

Ella le sonrió.

—Perfecto.

Beth se puso en pie sin decir nada y regresó a la cocina.

Will se volvió para mirarla.

—¿Estás bien, Beth?

—Estupendamente —le gritó ella como respuesta.

Ivy se aproximó a Will.

—Hay algo que la preocupa muchísimo.

—Creo que tiene que ver con el aniversario —repuso Will, cogiendo a Ivy de la mano—. Nos han pasado muchas cosas. No es posible borrar los recuerdos como si nada. Todos nos sentiremos mejor después del 25.

Ivy se miró la mano que Will sostenía entre las suyas y asintió en silencio, deseando poder creerlo igual que él.